Dos hombres y medio. Temporada 5

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La explicación a lo que sucede en Dos hombres y medio -que el Harper guapo se acueste  a todas horas con mujeres hermosas, y que el Harper feo, el menos afortunado en la lotería genética, tenga que conformarse con las mujeres que otros rechazan, y a veces ni eso- viene en una novela de Michel Houellebecq que leí hace muchos años. Uno de esos libros que deberían estar prohibidos por la autoridad -y por la Iglesia, como en los tiempos de la decencia- porque terminas de leerlo y preferirías no haberlo comenzado jamás. Justamente como uno de esos amores del Harper desheredado, que sólo dejan un rescoldo de frustración y baja autoestima, mientras su hermano, en la habitación de arriba, retoza con otra rubia, o con otra morena, o con la pelirroja del patinete, que conoció esa misma mañana paseando por la playa.

Aquel libro de Houellebecq -su primera novela en realidad- se titulaba “Ampliación del campo de batalla”, y el campo de batalla era, por supuesto, el mercado del amor. Houellebecq establecía un paralelismo entre el liberalismo económico y el liberalismo sexual. En las “utopías” socialistas -escribía- todo era gris y mortecino, pero todo el mundo tenía su hueco en el mercado laboral. Daba para muy poco, para un piso compartido, y para un televisor en blanco y negro, pero nadie se quedaba realmente en la indigencia. Del mismo modo, en las sociedades conservadoras, donde el matrimonio era indisoluble y el adulterio un anatema, todo el mundo tenía su hueco en el mundo del amor. Quien más quien menos encontraba su pareja, y tenía garantizado el polvo del sabadete para celebrar la alegría de vivir. En una sociedad neoliberal, desregulada en lo económico, unos pocos acaparan grandes fortunas y otros muchos sobreviven en la indigencia, o trabajando como esclavos. En una sociedad de amor libre -como la que rige en Malibú- algunos se cepillan a todo lo que se mueve y otros, la inmensa mayoría, se resignan a la masturbación mientras escuchan los jadeos al otro lado del tabique.





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Your honor

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No. Paso. Esta historia ya me la han metido muchas veces, y además doblada. Ya no quiero más fisting en mi vida. Ahora, de mayor, sólo quiero amor y ternura. La vida es demasiado corta, y las series demasiado largas. Y además ya son muchas: cientos, miles, camino ya del millón, ahora que incluso el Ayuntamiento de Valdeteja va a empezar con la producción propia, con series como “Montaña arriba”, o “El pastor y la zagala”, y la mejor de todas, “Llega un madrileño de veraneo”, para estrenarlas dentro de unos meses en otra plataforma online llamada “Valdeteja Plus”, a 9’99 euros al mes, y un chaleco de lana de regalo, en cada suscripción.

Que no: que no hay vida, no hay tiempo, y esto ya es una marabunta de series, una selva de ficciones que ya crece sin control, tapando el sol, y ocultando los caminos al caminante. Ni todo va a ser follar -como cantaba Javier Krahe- ni todo va a ser quedarse frente a la tele, como quieren estos malandrines de los estudios americanos. Hay que desbrozar a machetazos, sin compasión, para encontrar la senda de la vida perdida: retomar la lectura, los paseos, el amor en los tiempos del virus. ¿Qué te enrollas?: zas, fuera; ¿que te vas por las ramas de Úbeda?: zas, a tomar por el culo.

Your honor empieza muy bien, con Bryan Cranston haciendo de las suyas, porque él es un actor de voz cavernosa y gesto implacable que llena la pantalla. ¡Él era el puto Heisenberg!, no lo olvidemos... Pero las amistades, y los internautas más sinceros, ya me habían advertido que, esto, al final, es lo de casi siempre: los guionistas te enseñan la pierna, el inicio del escote, y cuando ya te tienen hechizado empiezan a marear la perdiz, y te endilgan eso que ellos llaman “desarrollo de los personajes”, que es el eufemismo de moda para referirse al rollo de los secundarios que molestan, de las tramas que sobran, del engorde artificial que da de comer a la industria.

He llegado al capítulo 4. Quedaban otros 6. Dicen que al final el sufrimiento queda redimido. Pues bueno. Pues vale. Pues me alegro.


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El colapso

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Todo irá bien mientras haya existencias para todos: gasolina en el súper, y pan en el supermercado. Y aspirinas para el dolor. Sin escasez de recursos podremos seguir fingiendo que somos seres civilizados. Votantes responsables que jalean a los suyos, abuchean al rival, y a la hora de la verdad, cuando se cuecen las habas, se desentienden del fratricidio para tomarse un par de cañas al solete. Es bueno que así sea: la guerra es mucho peor, y la revolución lo llenaría todo de cristales. Mientras en las estanterías haya un poco de todo -aunque algunos productos sean gourmet y otros marca blanca, como sucede con los amores, o con los hoteles- el hombre sólo será un cabronazo para el hombre, pero no un lobo despiadado, como señaló el abuelo Hobbes, cargado de razones.

Pero ay, cuando los recursos escasean... La última vez que en Moscú faltó el pan, cayó un imperio que iba a durar mil años de justicia. La última vez que aquí, en Occidente, corrió la voz de alarma, los yayos se lanzaron a por todo el papel higiénico del supermercado, para limpiarse el culo en esta vida y en la eternidad de la siguiente, mientras a los demás nos dejaban el papel del periódico, o el de las ofertas que meten en los buzones. Bastó que alguien lanzara un bulo sobre el desabastecimiento para que las cachavas empezaran a marcar territorio, y los todoterrenos ocuparan tres plazas en los aparcamientos, para espantar a los rivales. Y ya ves, qué crisis, qué mierda de colapso, aquel de hace un año, que al final acabamos todos con los estómagos llenos, y las lorzas reafirmadas, porque salir al súper y comer frente a la tele fueron los dos únicos placeres permitidos por el Gobierno.

No hace muchos años, cuando yo iba a ver las cabalgatas de los Reyes Magos con el retoño, todo era paz y concordia, espíritu navideño que te cagas, hasta que el primer paje lanzaba desde la carroza un manojo de caramelos. Lo que un segundo antes eran sonrisas entre la grey, ahora, en una transformación de hombres-lobo, ya todo eran codos, paraguazos, acaparamientos de famélicos... Por unos putos caramelos. Qué no haremos, cuando llegue el colapso anunciado en las Escrituras, y nuestros hijos nos pidan para comer, o haya que elegir entre mi pellejo y el del vecino.





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Ted Lasso. Temporada 1

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A mí lo que me van son las comedias negras. Lo azul oscuro casi negro, que decían en la película. Cada vez que me topo con una comedia donde triunfa el buen rollito, me entra como una incredulidad, como un nerviosismo tonto  en el culo, que ya no reposa, y ya no encuentra su acomodo en el sofá. Y aunque sé que transito por los territorios de la ficción -y que podría, al menos, abandonarme a una versión mejorada de la humanidad- algo en mí se rebela, se revuelve contra el flower-power de los roussonianos, y contra el discurso tonto de la New Age. Cuando me veo así atrapado, tardo un minuto en cancelar la programación para rebuscar en mi videoteca una comedia que me haga reír, y no me lleve la contraria. Una comedia ejemplar, y de vidas ejemplares, donde todo el mundo sea malvado y vaya a lo suyo. Donde nadie escuche a nadie, y todo sea como una gran sopa donde flotan los estúpidos y las egoístas, las tunantas y los gilipollas... La vida misma que transcurre tras el ventanal.

Ted Lasso es la antítesis de mi ideal; la comedia amable que tenía prohibida por mi médico. En Ted Lasso to er mundo e güeno. Incluso los imbéciles -y las resentidas, y los avariciosos, y los chulos de mierda-son buenos, o tienen su corazoncito dispuesto a rectificar. La serie la  protagoniza este tipo insufrible llamado Ted Lasso, que es una especie de Ned Flanders que ha venido al Richmond C.F. a salvar al equipo del descenso, y a salvar a sus integrantes del abatimiento. Ted Lasso es un iluminado que siempre tiene la palabra exacta, la parábola necesaria, el ejemplo que venía al pelo para levantar la moral de la tropa. El tipo sabe de amor, de desamor, de derrotas, de victorias pírricas, de felicidades incompletas y de sueños por alcanzar. Tiene la paciencia de un monje budista, y la sabiduría de un filósofo griego. Es medio tonto y medio japonés...

Pero no sé por qué -será la alergia primaveral, o el bajón emocional, o a vacuna de AstraZeneca -Ted Lasso me ha liado con sus payasadas, y con sus haikus de galletitas de la suerte. He llegado al episodio final en un visto y no visto, incrédulo y emocionado a partes iguales. La vida no es así. La gente no es así. Las comedias decentes, incluso, no son así. Y Ted Lasso, aunque meritoria, es una comedia indecente y manipuladora... Pero estos días -en lo laboral, y en lo filosófico- estoy de vacaciones.



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Los últimos de Filipinas

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Está mal esto que ponen en la Wikipedia. Los últimos de Filipinas -o al menos lo que yo entiendo por Filipinas- no fueron estos soldados del Baler, abandonados a su suerte por la burguesía española, que siempre tuvo como lema: “Muerto el negocio, que se joda la infantería. Porque los hijos de los pobres -y aquí hago un inciso revolucionario- sólo servían para esto: para poner el pecho ante las balas, por Dios, y por España, y por la larga vida de los Borbones, que ahí siguen, claro, nos ha jodido, sin haber perdido jamás a nadie en combate, preservando el apellido... Ahora que los pobres ya sólo sirven para poner copas, tengo que reconocer que hemos mejorado mucho en lo político y en lo social. ¡Vivan las cadenas!

Estos desgraciados del sitio del Baler -y los obtusos de sus oficiales, que hay que ser obtuso, e hijo de puta- fueron los últimos defensores de Filipinas como islas, como territorio colonial ubicado en el Pacífico. En eso, por supuesto, no tengo nada que objetar. Pero ni siquiera ellos fueron los últimos balaceados del Imperio Español. El sargento Arensivia, aquel chusquero que se dejaba hasta la última gota de sangre en las viñetas de “El Jueves”, pasó su aguerrida juventud  sirviendo en el Sidi Ifni, y tragando arena del desierto mientras izaba la bandera rojigualda.

Filipinas -quiero decir- es un símbolo, una manera de hablar, un referente mítico que engloba nuestro pasado colonial: el nacionalcatolicismo que viene de Felipe II, y el sueño de horizontes victoriosos y muy españoles, que diría don Mariano. Los últimos soldados de estas Filipinas ampliadas -de estas Filipinas 2.0- tienen que ser, en justicia, los últimos que sufrieron aquella mierda, aquel orgullo estúpido de ser el faro de Occidente. Filipinas era un estado mental, un patriotismo casposo, un ideal maloliente. Los últimos de Filipinas -los que yo pondría verdaderamente en la foto de la Wikipedia- somos nosotros, la generación del 89 de los Maristas de León, la última que no fue mixta, que se educó a la antigua, sin chicas en clase, pero con muchos curas fascistas dando po'l culo. Una generación adoctrinada, asustada, embaucada en los valores eternos de la España decadente. Nosotros -sí nosotros- fuimos las últimas víctimas del Imperio Español: del territorial, y del ideológico, y de sus lunáticos defensores. La putada es que ahora están regresando...



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Sound of metal

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Me interesaba ver Sound of Metal porque yo también me estoy quedando algo teniente del oído derecho. O mejor dicho, sigo con la misma graduación militar que tenía al cumplir los 24 años. En aquel esplendor más bien marchito de mi hierba, me hicieron una audiometría y me diagnosticaron que se acabó lo de ir a las discotecas a hablar de cine y literatura. Que ya no me iba a enterar de nada, con el ruido de fondo, y que para ligar, en caso de tal, pusiera la mejor de mis sonrisas y aprendiera el lenguaje folklórico de los abanicos.

Del mismo modo que veo películas de amor porque me enamoro, y de ciencia-ficción porque sueño, y de compromiso político porque voto, a veces, también, veo películas que además de venir con muchos premios hablan de un fulano al que también le duele lo mismo, o pasó por lo mismo, o le dejó una mujer parecida con la misma puñalada. O, como en este caso, un fulano que se levanta un día por la mañana y descubre que se ha dejado media audición en la almohada, irrecuperable del todo, como un líquido que se escapó y se evaporó entre los sueños del amanecer.

Luego, en verdad, las peripecias de este baterista del trash-rock (o del rock-metal, que no sé) nada tienen que ver con las mías de antaño. Ni las biográficas ni las auditivas. Mi leve sordera palidece frente a la suya, que raya el cofotismo y la desesperación. Y esto, además, es España, y no  Massachusetts, y aunque seamos un país bochornoso para casi todo, aquí, al menos, no tienes que hipotecar tu vida para que te pongan un implante coclear (lo de mantenerlo ya es otro cantar). Yo, además, no rulo por ahí en caravana, ni tengo una novia rockera, ni acabo de salir de la heroína. Ni se me ocurriría, por supuesto, en la puta vida, confiarme a una congregación religiosa para reencontrar la luz y el camino, por mucho que me sonrían y me den palmaditas en la espalda.

Mi peripecia auditiva tiene más que ver con aquel personaje de Woody Allen en “Hannah y sus hermanas”, que también sufrió una pérdida monoaural, una sospecha de tumor, un temor de la hostia, un refugio esperanzado en las salas de cine... Pero esa es otra película.



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¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

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Hace algún tiempo, cuando la nueva logopeda se presentó en mi clase a saludar, “Hola, encantada, soy Mengana, y vengo a sustituir a Zutana”, yo, boquiabierto, ojiplático, pero profesional, muy profesional, como el entrañable Pazos en “Airbag”, entablé con ella una conversación que también nos salió profesional, muy profesional.

Pero mientras yo disimulaba las palabras de amor con tecnicismos en la materia -que si el autismo y que si tal- en las entrañas yo sentía que Max, mi antropoide interior, se desperezaba de la siesta en su árbol, se rascaba con una mano la cabeza y con la otra el escroto, y empezaba a canturrear la canción inmortal de los Burning: “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”

Mengana hablaba, y hablaba, y yo asentía, y asentía, y Max, mientras tanto, echaba cuentas funestas de la edad que nos separaba, y del atractivo que nos alejaba, y en su cálculo automático y certero -que me río yo de los superordenadores modernos- le salió que no, que nones, un cero patatero, una x despejada de valor negativo, un menos muchos, la hostia de lejos en notación algebraica... Ni siquiera un numero entero, sino uno de aquellos números imaginarios que estudiábamos en el bachillerato, aquellos que llevaban una parte real y una parte ficticia con una “i”de iluso, y de idiota integral...

Y así, una vez despejado el deseo -porque Mengana era muy joven, y había bajado del Cielo, y yo voy para vetusto, y vivo en el Infierno de los pecadores- Max siguió cantando la canción que los Burning compusieron para la película como un encargo de Fernando Colomo, pero que luego, porque es un tema cojonudo, y pegadizo, la trascendió, se emancipó en las radio fórmulas, y se convirtió por derecho propio en un himno de extrañeza cada vez que una mujer está fuera de sitio, y los años la delatan. Mujer fatal... Porque Mengana, la logopeda interina, estaba como Carmen Maura en la película, fuera de contexto, y los años también la delataban, aunque en su caso fuera por demasiado joven, casi una debutante en la plaza del magisterio, donde la veteranía es la norma, y la belleza la excepción, y ya casi nadie ve las viejas películas de Fernando Colomo.



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Judas y el mesías negro

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“Algunos romanos trataron mal a los españoles y, por ello, un pastor llamado Viriato juntó a unos cuantos valientes y les hizo la guerra. Viriato venció a los romanos en muchísimas batallas, y como no podían con él, le ofrecieron dinero a tres de sus capitanes y éstos le mataron mientras dormía”.

Jodó... Es que está clavado, o casi, el argumento. Un spoiler de “Judas y el mesías negro” como la copa de un pino, escrito hace más de cuarenta años en “El Parvulito”, de la editorial Álvarez, que era nuestro libro de texto en el parvulito, precisamente. Yo el texto no lo recordaba, pero sí el dibujo, muy gráfico, de los tres lusitanos que apuñalaban a Viriato en su cama, en la tienda de campaña. Tengo aquel Parvulito clavado en la memoria gráfica, y a veces, cuando las películas soplan las hojas del álbum, las viñetas regresan a la vida y siento un estremecimiento por el tiempo que pasó, y por lo mucho que aprendí. Allí, en "El Parvulito", estaba concentrado todo el saber: la comprensión básica de la vida, de la historia, de los seres humanos... Lo demás sólo ha sido una ampliación de la materia.

Roma sigue pagando traidores dos milenios después. De hecho, si no pagara traidores, no seguiría existiendo. Quien dice Roma dice Estados Unidos o el Imperio Británico. Es lo mismo. El mismo amo con distinto collar. El Gobierno de Murcia, sin ir más lejos, que hace unas semanas también pagó a tres ciudadanos de Ciudadanos para que acuchillaran metafóricamente a su jefe de filas. Nada ha cambiado. Ni siquiera la forma de pago: a los diputados, como a los capitanes de Viriato, se les sigue ofreciendo una bonificación en metálico y otra en especias. Una finca en Emérita Augusta o un apartamento en la manga del Mar Menor; una cuadriga último modelo o un 4x4 que atruene por la autopista; un bono para el puticlub de Cartago Nova o un volquete de putas recién llegado de Madrid.

El judas negro de la película es mucho más miserable que todos estos traidores. Su recompensa por acabar con Fred Hampton, el líder de los Panteras Negras, es, simplemente, no ir a la cárcel. Quedarse como estaba, como las virgencitas que rezan a Jesús. Porca miseria. Roma paga traidores, sí, pero a veces, simplemente, le basta con no cobrarles.


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