Voy a pasármelo bien

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En el recuerdo yo tenía a los Hombres G por unos pijos insufribles, ¿En qué se parece un Volkswagen Golf a un preservativo?: en que los dos llevan el pijo dentro. Era un chiste de la época... 

En la película, sin embargo, nos recuerdan que David Summers quería asesinar al niño pijo que le había robado a su novia. Aquel mamón del “Ford Fiesta blanco y un jersey amarillo”. Así que no sé. Puede que yo esté equivocado. Han pasado tantos años desde aquella movida... Casi tantos como media vida. 

En los títulos de crédito aparecen los Hombres G cantando “Voy a pasármelo bien” -rodeados de la chavalería que actúa en la película- y se nota mucho que David Summers está usando la guitarra, amen de para tocar las notas necesarias, para ocultar una barriga impropia de quien fue el ídolo de las nenas y la envidia de los mancebos.

Debe de ser eso, ahora que lo pienso: que yo les tenía mucha envidia por lo mucho que follaban, siendo como eran unos músicos más bien básicos, y unas megaestrellas más bien del tipo tolai. Que los de Radio Futura se pusieran de follar hasta las botas pues mira, se lo ganaban con su talento. Un guitarreo de Enrique Sierra y una letra de Santiago Auserón se merecían cualquier jolgorio que las muchachas les propusieran. O los muchachos, da igual. Pero los Hombres G...

La casualidad ha querido que esta mañana yo descubriera por azar a los Smushing Pumpkies en un programa de la radio (sí, lo sé, es lamentable). Ellos son, en la traducción, los “machacadores de calabazas”, esas que yo cultivaba en mi jardín mientras los Hombres G no daban abasto.

(Por cierto: ver a esa chavalada de la pelicula coreando algunos versos de “Voy a pasármelo bien” puede herir la sensibilidad de las maestras de Primaria y etapas aledañas. Yo aviso por si acaso)

“Porque voy a convertirme en hombre-lobo,

me he jurado a mí mismo que no dormiré solo.

Porque hoy, de hoy no pasas,

y voy a pasármelo bien.

Voy a cogerme un pedo de los que hacen afición,

me iré arrastrando a casa con la sonrisa puesta.”




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Californication. Temporada 4

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Yo no sabía que Californication, antes de ser una serie de la tele, fue una canción de los Red Hot Chili Peppers. Me lo dijo el otro día T., que tiene una cultura musical abrumadora. 

Mientras ella me cita varias canciones de este grupo de descamisados, yo apenas consigo situarlos en la línea del tiempo. Esto es porque en la juventud, mientras yo me dejaba la miopía en los libros y los dineros en el  Canal +, ella escuchaba los discos molones, y acudía a los conciertos, e incluso tocaba la batería en un grupo cañero de su tierra. Ella vivía la vida de ahí fuera mientras yo vivía la vida de aquí dentro, hasta que un día nos conocimos en el dintel de la puerta, ella buscando una vida más doméstica y yo buscando una vida más salvaje.

Un día, en el coche, T. me preguntó por mi músico preferido, y yo, ajustándome el puente de las gafotas, no mentiroso, pero sí un poco pedante, porque le podría haber respondido cualquier cosa menos camerística, le respondí que Schubert. Y ya digo que era verdad, porque con el tío Franz y sus colegas del clasicismo yo me he pasado media vida leyendo los libros y paseando por los montes. Ella sonrió incrédula, frunció los labios como imitando el gesto finolis de un lord, y luego, calcando mi voz de cardenal pontificio, repitió varias veces. “¡Me mola Schubert, me mola Schubert...!” Ahora, cuando me pregunta por estas cosas, siempre le respondo que Santiago Auserón para salir del paso y no quedar como un gilipollas.

De todos modos, la Californication de los Red No Sé Qué tiene una letra muy críptica que no sé cómo relacionar con las andanzas de Hank Moody por la otra Californication. Es lo que tienen las canciones compuestas entre un tirito de coca, un porro de maría y un chute de heroína: que te sale un mejunje mental que lo mismo quiere decir una cosa que la contraria. Digamos que ambas Californias hablan de pornografías blandas, sueños defectuosos y paraísos perdidos. También hablan -y quizá vayan por ahí los tiros- de amores verdaderos, que son tan raros como los unicornios, aunque a veces la naturaleza, tan generosa, ponga un cuerno postizo en los caballos.




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Top Gun: Maverick

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No pasan los años por Pete Mitchel, el Maverick. Ahí sigue flipando con sus Rayban, con su chupa, con su pelo inmaculado. Con sus andares de chulopiscinas. Es verdad que en el plano corto se le adivina alguna arruga, alguna tirantez en la piel, pero Maverick va demasiado rápido por la vida para que te fijes en esas cosas. Sigue siendo el más intrépido con la moto y el más escurridizo con el caza de combate. Y el que más liga, de lejos, en la cantina militar. Cuando era un niñato se tiraba a todas las niñatas de California, pero ahora, con la edad, ha ampliado su espectro a las divorciadas de buen ver. Hasta Jennifer Connelly, que ya es decir, se pirra por sus huesos de australopiteco. Lo digo sin ofender: ya en la primera película, cuando combatía al comunismo internacional, Maverick era un retaco como nuestros antepasados de la sabana; así que ahora, para su suerte, no se le nota tanto el encorvamiento de la edad. 

Desde 1986 han pasado varios Mavericks por mi vida y ninguno ha dejado gran huella que se diga. Había un tolai en nuestro instituto al que apodábamos “Maverick” porque se parecía mucho a Tom Cruise Tenía la misma sonrisa ahostiable y la misma prepotencia innata. Ya no recuerdo su nombre verdadero, que sería Javier, o Manolo, como todo hijo de vecino. Cada día aparecía por las inmediaciones con una novia diferente y le envidiábamos a dolor, casi sanguinariamente. Luego vino el Maverick de Mel Gibson, que era el truhan de las cartas, y Maverick Viñales, que hacía room-room con la moto, y los Dallas Mavericks, que entonces tenían a Dirk Nowitzki y ahora tienen a "Locura" Doncic. Ellos son los únicos Mavericks que me han conmovido en el sofá...

“Top Gun: Maverick” no me ha conmovido ni la punta del pijo. Ni siquiera cuando sale Val Kilmer arrancándose las palabras. La película es otra oda a estos sicarios de los neocons. El espectáculo aéreo es la hostia, no digo que no, pero jamás pierdo de vista el trasfondo del asunto. Estos aviadores molones llevan varias décadas bombardeando dictaduras espeluznantes, pero también democracias que molestan, sueños de emancipación y proyectos de bienestar. 


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As bestas

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“As bestas” ha sido el acontecimiento del año en La Pedanía. Más aún: yo diría que ha sido el acontecimiento de la década, e incluso del siglo, porque hay gente que ha visto la película y que no pisaba un cine desde el estreno de “Titanic”, allá por el año 98.

Aquí, la verdad, el cine no suele interesar gran cosa, y mucho menos el cine nacional. Las salas de Ponferrada solo hacen negocio con los adolescentes granulosos y con las hordas familiares. Más allá de las pelis de Marvel, de Santiago Segura o de dibujos animados, el resto pasa sin pena ni gloria o directamente ya no se estrena. Así que el espectador con “pretensiones” se ha refugiado en la paz del hogar y en la oferta de las plataformas, donde hay incluso gente rara, casi toda de la capital, que le pone subtítulos a las películas extranjeras con lo fácil que es escucharlas en cristiano.

“As bestas”, sin embargo, ha logrado el milagro de llevar al cine a todos mis vecinos. Por una vez en la vida -y yo vivo aquí, precisamente, desde que se hundió la maqueta del “Titanic”- he sido el último en asistir al acontecimiento. “¿Pero todavía no la has visto...?”, me preguntaban un poco perplejos. Yo esperaba, no sé, una confluencia de los astros, pero al final la he visto en mi casa, en el sofá, junto a T., en un acto de protesta contra esos cines que solo ahora se han acordado del espectador cultureta. Además, la copia ilegal que he pescado es cojonuda, para nada un screener o una mangurriada.  

El éxito local de “As bestas” se debe a que gran parte de su metraje se rodó cerca de aquí, en las lindes con Galicia, en una aldea unipoblacional donde solo vivía un paisano con su rebaño de cabras. A su rodaje se presentó tanta gente para participar de figurantes que hasta yo mismo, que vivo en mi burbuja, conozco a varios que lo intentaron con suerte dispar . Al chico de la bicicleta, por ejemplo, no le conozco personalmente, pero sí de oídas. No lo hace mal. Queda muy natural ante la cámara. A partir de mañana voy a decir en La Pedanía no solo que ya he visto la película, sino que además soy amigo, casi íntimo, fíjate, de uno de sus actores.





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El triángulo de la tristeza

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Confieso que soy un marxista que nunca ha leído “El Capital”. Del abuelo Karl solo leí “El manifiesto comunista”, que es un librito más directo y manejable. Una vez, de joven, quise abordar “El Capital” y me desfondé en la página 20 como quien sube un puerto de montaña. Nuestro libro fundamental no es más que germanía económica y está dirigido a los especialistas en la materia. Es como ser un católico analfabeto: no entiendes la Biblia, pero te fías de la Palabra. Los marxistas también tenemos una fe que mueve montañas -aunque ahora no estemos en nuestro mejor momento- y confiamos en nuestros traductores cuando nos dicen que la explotación del hombre por el hombre es una puta vergüenza y que jamás va a detenerse hasta que los proletarios nos levantemos indignados.

Han pasado casi dos siglos desde que el abuelo soñara con la revolución definitiva y seguimos más o menos como estábamos. Si en su época los marxistas eran una minoría vociferante, ahora que podríamos predicar nuestro evangelio gracias al milagro de internet -inventado por los capitalistas, todo hay que reconocerlo- nos vemos resignados a sobrevivir en un margen borroso de la historia. Es por eso que se agradece que de vez en cuando, en algún libro, en alguna tertulia de la radio, en alguna película procedente de la idílica Escandinavia, se recuerde que los ricos son unos hijos de puta que viven como príncipes a costa de acaparar las plusvalías. Que el lujo de sus fiestas, tan deslumbrante, tan de revista del corazón, no es más que la ostentación impúdica de nuestra miseria. Y que la única solución que esos cerdos no proponen es que desertemos en plena batalla y nos pasemos a sus filas: que nos arranquemos los escrúpulos de cuajo, o que la belleza física nos abra las puertas de sus santuarios.

Sin embargo, por muy marxista que uno sea, también hay que admitir que la naturaleza humana es muy jodida y atravesada, y que a los pobres, cuando llegan al poder y se ponen a impartir justicia, se les pone una cara de esclavistas que también da mucho asco contemplar.  Eso también lo explican en “El triángulo de la tristeza”.


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La isla de Bergman

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Si yo tuviera mil millones de dólares también me iría a vivir a la isla de Farö, como Ingmar Bergman. Nos ha jodido. Y si allí no hubiera sitio, o no me dejaran desembarcar, porque los españoles tenemos una orden de alejamiento de estos lugares civilizados, buscaría otra isla muy parecida por el mar Báltico, también muy lejos de La Pedanía y de sus coches, de la canícula en verano y de los gritos en las terrazas. Me iría muy lejos de la estridencia, de la masificación, de la gente en general. Mis contactos sociales serían los pocos suecos y suecas que me proveyeran de lo necesario: el panadero, la cartera, el fontanero, la mujer de la farmacia... El tío que arregla la antena parabólica sobre todo. Good morning y tal.

Sin embargo, yo sé que T. no estaría a gusto en la isla de Bergman, ni en cualquier otra isla que el gobierno sueco -o el letón, me da lo mismo- nos indicara. Ella es de otros climas y prefiere otro tipo de aislamientos. Su misantropía es de grado 2, de las que no se tratan en psiquiatría, mientras que la mía es de grado 7, ya rayando lo anacoreta y lo perturbado. Pero para compensarla -como ya digo que seríamos multimillonarios- pasaríamos los inviernos boreales en la isla de Jamaica, donde ella sería feliz al ritmo del caribe. Mientras ella disfruta del sol y de la vida, yo viviré escondido debajo de una palmera hasta que mi “personal assistant” me llame del Báltico para decirme que las nieves ya se han retirado de la isla, y que está todo preparado para regresar: la casa de la hostia, con sus ventanales, y el jardín de florecillas, sin vecinos dando por el culo. Solo el rumor del mar y el silencio de los suecos, que ya se mueven únicamente en bicicleta, o en coche eléctrico, como fantasmas silenciosos de otro mundo.

La película en sí es un nadería. La podría haber rodado el mismo Bergman en uno de sus pestiños autorreflexivos. Al principio sale mucho la isla de Farö y yo fantaseo locamente con mi mudanza. Pero luego hay desamores, interiores, mezclas de realidad y de fantasía... Me pierdo un poco, la verdad. En el fondo es una paja mental inspirada en el gran maestro de los ermitaños. Alabado sea.





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El gabinete de curiosidades: El murmullo

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- No existen los fantasmas. El que los ve es que quiere verlos, nada más. 

Eso es lo que le dice el amable casero a la ornitóloga obnubilada. Por no llamarle chalada le dice que bueno, que todo está en la mirada y en el deseo. Que del mismo modo que ella adivina figuras en las formaciones de los pájaros, así confunde también las sombras y los chirridos con los seres del pasado. 

Y es que los fantasmas son como los sueños: representaciones de un deseo profundo. O eso enseñaba el abuelo Sigmund en sus conferencias de Viena. La existencia de los fantasmas garantizaría que hay una vida -o al menos una existencia- después de la muerte. Y esa alucinación es demasiado golosa para que algunas mentes perturbadas o muy necesitadas la pasen por alto.

Los fantasmas solo son proyecciones de la mente. A veces no son más que la persistencia de un recuerdo. Como un olor que nos persigue o una canción que no nos abandona. Después de morir mi padre, yo regresaba a León de vez en cuando y a veces le “sorprendía” en su sillón habitual navegando en el teletexto de TVE, que era su conexión con el mundo antes de los tiempos de internet. Cuando se murió mi perrete, hace años, yo también le “veía” saludándome al volver del trabajo o enredando entre mis piernas a la hora de comer. Estas cosas son habituales y no hay de qué preocuparse. Las procesas y ya está. Pero en un estado alterado de la mente -una psicosis, una depresión, una melopea galopante- yo también los podría haber confundido con fantasmas, y haber montado todo un circo de aparatos para grabar psicofonías y celebrar sesiones de ouija a ver si algún espíritu se manifestaba.

De chaval, yo creía en los fantasmas como creía en la virginidad de María o en la divinidad de Butragueño. Puestos a enredar con los misterios ya no hay una tontería más grande que la otra. Pero cuando dejas de creer en la metafísica y te agarras a las moléculas con espíritu científico, los fantasmas se desvanecen como evaporados por el sol.


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Frasier. Temporada 5

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Lo que se piensa, pero no se dice, se queda ahí, envenenando los pensamientos. La mierda acumulada tarde o temprano se vierte en el líquido cefalorraquídeo y produce una neurosis que puede volverte lelo o impotente. 

Sin embargo, nueve de cada diez psiquiatras consultados tampoco recomiendan decir la verdad completa: como dijo una vez Enric González, pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo. 

El abuelo Sigmund explicaba que las verdades no pronunciadas jamás se evaporan. Que quedan reprimidas en capas del subconsciente como plantas en putrefacción atrapadas en sedimentos. Con el tiempo, el petróleo resultante aflora en sueños, en contradicciones, en comportamientos extraños... En la mala hostia que se nos pone a veces. La mente no utiliza aspiradores ni disolventes para limpiar la habitación: se limita a guardarlo todo bajo la alfombra como les enseñaba Shary Bobbins a Burt y Lisa Simpson. La neurosis es el peaje que nos cobraron por pasar de ser monos salvajes a humanos en Cortefiel. Ir de liana en liana salía gratis; caminar por la sabana, ya no.

Las tramas de Frasier suelen girar sobre este argumento fundacional de la psiquiatría. Gran parte de los chistes y de las situaciones cómicas surgen cuando un personaje es pillado in fraganti en una mentira o en una mentirijilla. Decir la verdad cuesta horrores. A veces es un lujo que no podemos permitirnos; otras veces hay que ser educado o delicado con los demás. Ser sincero es un superpoder que conlleva una gran responsabilidad, y no todo el mundo está preparado para ello. Por eso, cuando nos cazan en una contradicción, sentimos vergüenza y nos ponemos muy colorados. En cambio, cuando esto les pasa a los personajes de Frasier nos partimos de la risa como conejos diabólicos. 

Esto de que la risa es un mecanismo de sublimación también lo explicaba mi abuelo de Viena.







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