Fahrenheit 451

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Si las dictaduras queman libros, las democracias impiden leerlos. No existe mucha diferencia. En el mundo libre puedes comprarlos, guardarlos, piratearlos incluso, pero luego, cuando empiezas a leerlos -que es el acto subversivo verdadero- siempre aparece alguien que molesta o interrumpe. Son los otros Guardianes de la Moral. Los Jodedores de la Marrana.

En “Fahrenheit 451” existe un cuerpo de antibomberos que aprovechan la “ley Corcuera” para entrar en tu piso y quemarte los libros en un auto de fe con queroseno. Es todo muy espectacular y condenable. Una cosa distópica de comunistas o de fascistas. Según sus superiores, leer te hace distinto y peligroso; te hace pensar en mundos alternativos y te distrae del verdadero afán de los ciudadanos, que es trabajar y consumir sin hacerle demasiadas preguntas al diputado. 

No nos engañemos: es lo mismo que opinan nuestros líderes democráticos.

En el mundo real, en lo que llamaríamos “Celsius 20” -que es la temperatura en la que todo dios sale a la calle a dar voces por teléfono- no se necesitan estos fuegos tan espectaculares, como de película de Nerón, para que la gente deje de leer y se acomode a su destino. Los maderos que trabajan para la Brigada Antilectura constituyen el 97% de la población. Y ni siquiera hace falta instruirles: ya vienen obtusos de fábrica. Te ven leyendo un libro y les salta el instinto de molestar como un resorte del ADN. No lo pueden remediar. Es como un gen de neandertales que reacciona ante un objeto peligroso. Es su forma de decir “tengo miedo” y de anular tus pensamientos. 

Leer se ha convertido, como casi todo, en un lujo para ricos, como el aceite de oliva o las casas con jardín. Sólo ellos, los amos del cotarro, pueden comprar el silencio privatizando sus espacios. En el mundo de los purrelas todo es una cacofonía de gritos, golpes, martillos, petardeos, televisores, móviles sonando... Motos y coches. Vecinos de casa y vecinos de terraza. Convecinos de piscina. Usuarios de biblioteca. Nadie calla ni bajo el agua. El silencio es oro, y los libros, o el acto puro de leer, un sueño de aristócrata.




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Los Commitments

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1. En Irlanda todo el mundo compone poesías o toca un instrumento musical. Es como una manía nacional. Aquí, por ejemplo, jugamos al fútbol o aporreamos la mesa con el dominó. Las culturas... 

No hay bar de Dublín que no tenga su música en directo, sus “commitments” en estado embrionario o ya salidos del cascarón. Los irlandeses, además, le hacen a todo: al folk, al pop, al soul...  Es por eso que Irlanda aún se mantiene en los primeros puestos europeos del índice de natalidad. No era el catolicismo, como creíamos, sino las tías, que se derriten por los músicos y sus letras. Aquí, en España, hemos dejado de procrear no por la crisis económica, sino porque las mujeres ya no nos encuentran atractivos. Los gilipollas del gym jamás podrán competir con un guitarrista molón que desgrana sus amores contrariados.

2. Los grupos musicales se forman para ligar. Todo lo demás es disimulo antropológico. El manager de “Los Commitments” asegura en sus entrevistas que él ha montado el grupo para devolver la dignidad a sus miembros, para regalarles un motivo de orgullo cuando vuelven de la cola del paro o del curro mal pagado. Nunca dejarán de ser la chusma obrera de Dublín, pero subidos en el escenario, tocando o cantando, son estrellas del barrio y soñadores del futuro. 

Y es verdad, pero no es toda la verdad. De hecho, “Los Commitments” se disolverán al final de la película por culpa de los líos de faldas -y de pantalones -y por los sueños de seducción que sus miembros más talentosos ya alimentan en otros escenarios con gachíses más elegantes y juguetonas.

3. Con “Los Commitments” cierro este ciclo dedicado a las películas rodadas en Irlanda o que hablan de los irlandeses. Sé que me dejo unas cuantas en el olvido o en la pereza. Irán apareciendo a lo largo del curso. Una de ellas es “Las cenizas de Ángela”. Nunca la he visto y nunca la veré. El guía, al pasar por Limerick este verano, nos aseguró que era su película preferida sobre Irlanda. Pero es el mismo hombre que en otra conversación nos dijo que Arnold Chuachenegue era su actor preferido de toda la vida. Hay opiniones que lejos de animarte te hacen recular. Todavía más.





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Omagh

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Este verano, en Irlanda, pasamos muy cerca de Omagh con el autocar. Entre Belfast y Derry hay un cártel en la carretera que indica el camino para llegar. 

Recuerdo que nuestro conductor estaba saliendo de Irlanda del Norte a muchas millas por hora porque nos habíamos excedido del tiempo programado y corríamos el riesgo -inocuo, por otra parte- de que alguien nos parara y nos pidiera los pasaportes. En la excursión éramos todos españoles y por tanto europeos en un territorio comanche que aún forma parte de la Europa geográfica, e incluso de la futbolística, pero ya no de la existencial. 

(Parar en Omagh, lo reconozco, ya hubiera sido el colmo del amarillismo, pero sí me hubiera gustado parar en Derry para hacerle un homenaje a los tiroteados y tararear el “Bloody Sunday” de U2 en el epicentro de la historia. No pudo ser).

Esa tarde nuestro destino era Ballybofey, justo al otro lado de la frontera, en la República Irlanda, que sigue siendo un país europeo aunque muy extraño en sus costumbres. Nadie juega al fútbol y todo el mundo canta y compone poemas. Y eso, quieras o no, imprime carácter.

Al llegar a Ballybofey me dio por pensar que quizá allí, en los tiempos de los Troubles, se refugiaban terroristas del IRA que operaban al otro lado de la frontera. Como aquellos etarras que asesinaban en San Sebastián y luego regresaban tan ricamente a San Juan de Luz. O como estos terroristas de “Omagh”- tan reales que no hay ficción que nos consuele- que después de poner la bomba que mató a 29 inocentes regresaron a Dundalk convencidos de ser unos hombres de provecho y unos héroes de la patria.

Recuerdo que en España el atentado de Omagh tuvo mucha repercusión porque allí murieron dos españoles que estaban de vacaciones: una guía turística y un chaval de 12 años de los que ella pastoreaba. También es verdad que seis años después hicieron esta película y ya a casi nadie le interesó. 

(Hubo una décima de segundo terrible, al pasar por el desvío de Omagh, en la que miré al guía de nuestra excursión y le pregunté, con el pensamiento, si estaba completamente seguro de que el IRA Recalcitrante ya no operaba en el lugar).





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Mad Men. Temporada 7

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Hubiera querido que el último episodio de “Mad Men” no terminara jamás. Llegué a barajar la posibilidad de ver una sola escena cada día: someterme a una dieta espartana que contuviera la grasa de un único  diálogo o de una réplica solitaria, para que la última experiencia con la serie me durara, qué sé yo, un mes entero, hasta octubre, cuando la bobada ya me pareciera ridícula e insostenible. 

Pero he cedido a la tentación, claro, porque estaba muy pendiente del anuncio final de Coca-Cola -¿y si todo “Mad Men” no fuera más que el proceso vital y creativo que condujo a celebrar la chispa de la vida?- y pasadas las doce de la noche, como en el cuento de Cenicienta, me he despedido de Don Draper para convertirme de nuevo en la antítesis de su éxito y de su magnetismo. Mientras él se quedaba en California encontrándose a sí mismo y encontrando nuevas mujeres de bandera, yo me iba a la camita pensando que mañana me esperaba el desempeño funcionarial y la huida cotidiana de los espejos. ¿Cuál es el sentido de mi vida y la de otros tantos?: pues que existan, como contrapesos del orden natural, hombres como Don Draper que no conocen un no por respuesta. Tan guapos y elegantes que nos importa un cojón de mico que carezcan de moral. 

Si alguien hubiera colocado un micrófono en mi salón mientras yo recobraba “Mad Men” al completo, comprobaría que el silencio ambiental impuesto por mis auriculares se rompía siempre con una de estas tres exclamaciones en voz alta: “¡Joder, que tía!”, “A mí esas cosas no me pasan” y “Qué elegancia, joder, qué elegancia...”. En ellas reside el cogollo de la experiencia. Sobre todo la última: la elegancia. Porque aquí todo es elegante, y no sólo los ropajes y los estilismos con los que tanto dieron la turra en el suplemento "S Moda" de “El País”. Elegante es cómo ligan, cómo rompen, cómo negocian, cómo encienden el pitillo, cómo sirven la ginebra, cómo validan un culo, cómo piden perdón, cómo despiden a la gente, cómo la contratan, cómo cuelgan el teléfono... Cómo enfrentan la vida sabiéndose en último término triunfadores y admirados: Don Draper, y los Mad Men, y las Mad Women que se auparon sobre sus hombros.




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Sing Street

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El problema de “Sing Street” es que su director y guionista, John Carney, no sabe muy bien cómo terminarla. Y es una pena, la verdad, porque hasta entonces navegábamos de puta madre por las canciones. Camino de un clásico instantáneo e irlandés, como el café.

La historia de amor entre Conor y Raphina es muy bonita, nos conmueve, nos hace recordar nuestra propia adolescencia -bueno, la de los que triunfaron con las titis- pero está condenada al fracaso y a la despedida. Yo creo que la escena final es una metáfora muy obvia del naufragio venidero... Conor tiene catorce años, aparenta quince, y aunque es verdad que toca la guitarra, compone canciones y es un echado p’alante que da gusto verlo, es imposible que al final se lleve el corazón de esa belleza de dieciséis años llamada Rapinha, que aparenta veintitantos y además vividos con mucha intensidad. (De hecho, mientras veía la película, me sentía culpable por desearla, aunque fuera desde este platonismo inocuo de mi edad, y tuve que parar en la segunda escena para comprobar que Lucy Boynton, la chica de la cara perfecta y la sonrisa desarmante, pasaba holgadamente la edad permitida para el deseo). 

Rapinha -a la que el corrector de Word, culé de toda la vida, intenta hacerme pasar por Raphinha, el jugador del Barça- es mujer para otro tipo de triunfadores. Conor tendría que destacar en la jungla musical de Londres para que ella se quedara a su lado presumiendo de maromo. Si no, hará valer la diferencia de edad y el valor superior de su belleza para ascender varios escalones por la pirámide aspiracional. Las cosas son así. El juego de la biología es igual en Irlanda que en las Seychelles.

Yo también me enamoré con trece años de una chica de quince que bailaba la “Dolce Vita” de Ryan Paris en la juve-disco de León . Se llamaba Rosa y estaba llena de espinas para los menores. El capullo de su hermosura lo reservaba para los capullos que arrimaban cebolleta y la sacaban al menos dos años y una cabeza. Yo era un tolai sin guitarra, lo sé, pero ni tocando con la guitarra mil canciones de amor y un poema desesperado podría haberla convencido de su error. 





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Once

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1. En mi desmemoriada memoria, “Once” era una película en la que salían mucho las calles de Dublín. Y como estuve por allí este verano me dio el siroco de volver a verla y recordar. Lo llaman SPT, Síndrome Postraumático del Turista, y consiste en agarrarse a los recuerdos cuando llega la pringosa realidad de trabajar. 

Pero luego, a la hora de la verdad, sólo se ve un poco Grafton Street y el parque anónimo donde vive la chica checa Markéta. La plaza O’Connell y los turisteos aledaños apenas se atisban desde un autobús. Migajas. El resto de la película transcurre en los apartamentos suburbiales y en un estudio de grabación donde ambos enamorados buscan el reconocimiento musical. Es Dublín, sí, pero podría haber sido Manchester, o Cerdanyola, y nos hubiera dado un poco lo mismo.

2. ¿Bonita historia de amor? Esto es un puto drama... No sé qué película han visto los demás. Glen y Markéta son dos almas destinadas a entenderse: los dos son músicos, jóvenes, modernos, medio hippies... En el mercado del amor los dos tendrían una nota parecida. Se merecen el uno al otro, sin celos tontos ni fatales desequilibrios. Sintonizan con una simple mirada. Conectan. Otras parejas ya se notan averiadas al primer vistazo, pero ellos no. Y sin embargo, los dos componen sus canciones pensando en los amores que se fueron y que aún luchan por recuperar. No se entiende: la novia de Glen le puso los cuernos con su mejor amigo y el marido de Markéta decidió quedarse en Praga a beber cervezas con los amigotes. Ralea. Gente que no merece la pena. Y sin embargo, ellos preferirán lo malo conocido a lo bueno por conocer. Un par de cobardes entrañables, pero lamentables. 

3. El próximo verano voy a tomar clases de guitarra española. Está decidido. Dentro de la dificultad, y sin caer en el ridículo de la flauta dulce, me parece el instrumento más asequible a mi torpeza. El acordeón o el violín me parecen directamente una tecnología extraterrestre. Una vez que aprenda a manejarme con cuatro acordes me lanzaré a la calle a cantar mis propias canciones de amor traicionado. Raro será que alguna Markéta de la vida no se acerque al menos a curiosear. Ya cruzo los dedos.





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La hija de Ryan

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En mi cinefilia hay lagunas imperdonables y achaques de la memoria. Redundancias idiotas y páramos sin cultivar. Es por eso que hace tres semanas, en Irlanda, al pasar el autocar por la playa de Inch, yo iba pensando en las musarañas cuando una pareja de ancianos catalanes que se sentaban a mi lado -y que sabían, por conversaciones previas, de mi enfermiza cinefilia- me señalaron la playa y me dijeron:

- Ahí se rodó “La hija de Ryan”. Preciosa película. Qué recuerdos... Pero bueno: nos imaginamos que ya lo sabías.

Estuve a punto de mentirles pero al final les confesé que hacía muchos años que no veía “La hija de Ryan” y que sus imágenes se me habían borrado de la memoria. No quise añadir que en mi recuerdo la película era un ladrillo de muy mala digestión... A otros les hubiera mentido -a una mujer en edad de merecer, a un soplapollas, a cualquiera que me hubiera apuntado el dato con un retintín de sabihondo- pero a ellos no. El día anterior yo les había dado la turra con los parajes cinematográficos de Connemara y ellos admitieron sin dobleces su ignorancia. Noblesa entre cavallers.

Al regresar al desierto de España lo primero que hice fue descargar “La hija de Ryan” de las alforjas de la mula. Encontré una versión de casi nueve gigas, subtitulada, de una belleza preservada. Y más de tres horas de metraje... Un tostón de campeonato, como me temía, más allá de cuatro escenas donde Sarah Miles no queda claro si es mujer nacida de otra mujer o un ángel del cielo que se perdió en una tormenta sobre Irlanda. 

“La hija de Ryan” pertenece a un tiempo perdido de salas de cine con mil butacas y ambigús para entretener el intermedio. Más de medio siglo después se ha convertido en una antigualla. Pero en ella he encontrado el lugar donde quisiera retirarme -ya mismo, si tuviera los dineros- y morirme en paz alejado de los hombres. Y de todas las mujeres menos una. Es la casita del maestro Shaughnessy, en la península de Dingle, frente al océano desencadenado. La construyeron para la película y hoy en día es una ruina. Creo que pertenece a la familia del otro Ryan, el de Ryanair, y que andan en pleitos con el condado para restaurarla. El paraíso maltrecho.





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El prado

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En el gaélico de Asturias la tradujeron como “El prau”; en nuestro gaélico de León, “El prao”. Es más o menos lo mismo. Porque todo esto también es gaélico, imperio celta, según nos explicó nuestro guía en el viaje por Irlanda. Uno de los viajeros -¡maldito sea por Odín!- se atrevió a decir que qué pintaba León dentro de esta antiquísima comunidad. Que por aquí todo eran secarrales, y campos infinitos de lúpulo, y que el verde de los praderíos sólo se daba más allá de la cordillera. El guía, que además era compatriota mío, cazurro de pura cepa, prefirió no responderle...

Antes de viajar a Irlanda un amigo asturiano me dijo: “Bah, aquello es como Asturias, pero más grande”. Y no andaba desencaminado: desde el autocar vimos prados como éste de la película a miles, innumerables, tapizando las laderas y las llanuras, y no eran muy distintos de los que se ven en las tierras de los astures y los cántabros. Los irlandeses tienen el agua por castigo y con la que les sobra elaboran la cerveza. 

Todo en Irlanda era, en efecto, más o menos parecido, pero al llegar a Connemara, que es donde Jim Sheridan rodó “El prado”, se acabaron de pronto las similitudes. Connemara es un paisaje extraterrestre. De pronto tomas una curva y ya no estás en los verdes de los celtas, sino en otros verdes más suaves y desafiantes. Menos fértiles. Lunares. Un paraje de ensueño. Brigadoon sin fantamas ni bailarines. Pero también un paisaje donde te imaginas los años del hambre, los de la ausencia de patatas, y comprendes que tú en verdad jamás has pasado necesidad ni has luchado por sobrevivir. 

“El prado” no es sólo la historia de un cabestro obsesionado con su terreno -que encima no es suyo. Es también una historia sobre la eterna desafección del apellido. Ningún hijo sale como una espera. Nuestro ejemplo sirve de poco y nuestro ADN ya se encuentra diluido. La mezcla genética, por mucho que nos esforcemos, es única y protestona. Sigue su propio derrotero. La mayor desgracia de Toro McCabe es no saber aceptar esta verdad palmaria. Lo del prado y el americano es un asunto casi secundario.




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