La canción

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No veo un festival de Eurovisión desde que Rodolfo Chiquilicuatre compareció en Belgrado con su guitarrita de juguete. Y eso fue en el año 2008, que ya es como si me hablaran, pues eso, de Massiel y el “La, la, la”. El “chiki chiki”, por cierto, también es patrimonio nacional y algún día rodarán una serie explicando su gestación.

Lo de ver al Chiquilicuatre fue una excepción. Un seguir la broma de Buenafuente hasta ver cómo terminaba. Yo mismo, que jamás voy con España en ninguna competición internacional, hubiera dado dinero para que Rodolfo se llevara el premio y fuera declarado digno sucesor de Massiel. Pero fue por eso, ya digo: por la broma, por la cuchipanda, por las ganas de molestar... Llevaba 20 años sin ver el festival y han pasado otros 20 que tal cual. Mi indiferencia puede sonar a postureo intelectual o a desprecio aristocrático, pero es verdad que Eurovisión no me interesa en absoluto: los sábados por la noche siempre hay fútbol, o NBA, o un torneo de los magos del billar. No es que me dedique precisamente a leer a Proust o a practicar la meditación trascendental. Lo mío es la Tercera División del populacho.

Y sin embargo, poco después del “La, la, la”, hubo un tiempo infantil en que el festival de Eurovisión era fecha señalada en el calendario. Esa noche, en mi casa, se cenaba en el salón sacrosanto para no perdernos las canciones, y luego, con la barriga llena, nos sentábamos en el sofá para hacer nuestras quinielas y aprender los primeros números en idiomas extranjeros. Íbamos con España, claro, porque mi madre era una ciudadana ejemplar y yo todavía no sabía que esto es una monarquía bananera moldeada por un dictador.

Creo que la noche que Betty Missiego se quedó a las puertas de la gloria fue una de las más tristes de mi vida. Yo tenía 7 años y lo viví como un trauma de la hostia. Tan es así, que más de cuarenta años después me enamoré de otra india sudamericana que se le parecía un huevo cuando sonreía. A veces la llamaba Betty y ella se mosqueaba. Se pensaba que era por otra cosa y yo trataba de explicarle. Al final, ya ves tú, fue el menor de nuestros malentendidos.



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Rafael Azcona, oficio de guionista

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De niño, en el parvulario, porque los curas renegaban de la democracia y hacían lo que les daba la gana en sus recintos, los retratos de Franco y José Antonio presidían nuestros primeros esfuerzos escolares. Nosotros no sabíamos quiénes eran, o muy lejanamente, y nos daba un poco igual mientras reseguíamos las letras en la cartilla de Palau.

Cuando los rojos que gobernaban en Madrid les obligaron a retirarlas, los hermanos Maristas, cagándose en Cristo, las sustituyeron por un retrato del beato Marcelino Champagnat -que ahora ya es santo- y otro de la Virgen María que inspiraba sus oraciones. Ahí ya no éramos tiernos, pero sí algo creyentes, porque nos habían inculcado el terror de los infiernos y asumíamos la imaginería católica sin mayores traumas ni rebeldías. Hágase tu voluntad.

Al entrar en la Universidad descubrimos que ahora sólo había un retrato encima de las pizarras, pero con dos reyes, rey y reina, encerrados en su interior. Ahí ya teníamos conciencia política y nos jodía cantidad la parejita, pero nadie, que yo sepa, elevó jamás una protesta al rectorado. Quizá era obligatorio que estuvieran ahí, no sé, recordándonos sus estatus.

Ahora, de profe, en la paz de mi aula, en una esquina casi escondida para las miradas, tengo dos retratos muy pequeñitos de Azcona y de Berlanga. Es mi manera de exorcizar tanto retrato escolar del facherío. La foto de Azcona la tengo a la izquierda según miras porque ése es para mí el lugar de privilegio. Berlanga sin Azcona no era nadie, pero Azcona sin Berlanga seguía dando lo mejor de sí mismo. Azcona fue un genio, un referente, un influencer de Logroño. De mayor me gustaría ser como él fue.

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“A mí, las experiencias, sólo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero para nada más”.

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“No me río “de”, me río “con”, porque enseguida descubro que si me río de algo que le está pasando a alguien, eso mismo me está pasando a mí y soy tan imbécil que no me doy cuenta”.

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- ¿Tomas notas, a veces?

- No, porque sostengo que lo que se te olvida es porque no te importa.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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“Vivir es fácil con los ojos cerrados” es el homenaje muy cursi de David Trueba a los españoles que resistieron en silencio los años del franquismo. A esos rebeldes cotidianos que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta por dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un insulto por lo bajini para que no se oyera al otro lado del tabique. 

Javier Cámara, en la película, es uno de estos silentes cabreados que ve en la rebeldía de los Beatles una oportunidad para el desahogo y la apertura de conciencias. Una chance of gold para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar con las extranjeras. 

Victoria Prego nos contó que a la muerte de Franco la mayoría de los españoles sonrieron aliviados porque habian sido demócratas de toda la vida. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara el dictador mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sábado sabadete. Lo que pasa es que la historia siempre la escriben las minorías ilustradas, no las mayorías conformistas, que lo único que quieren es ganar dinero y que los rojos no les graven con muchos impuestos. Nuestra democracia, a efectos prácticos, sólo trajo revistas pornográficas y películas de destape. Esa fue su mayor aportación al espíritu nacional: la alegría de las domingas. Y ahora, encima, nos las quieren quitar. El puritanismo ha cambiado de bando de un modo sorprendente.

Tipos disconformes como el personaje de Javier Cámara había muy pocos. Cuatro lanzados en las universidades que luego vendían sus heroísmos para quilarse a las chavalas. Los tipos como Javier Cámara no querían llevarse una hostia de la Benemérita ni perder su puesto de trabajo. No desplegaban pancartas ni desafiaban a los grises en una carrera, pero también olían la hediondez y soñaban con que Europa viniera a ventilar las habitaciones algún día. 


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¿Qué fue de Jorge Sanz? III

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Cuando las cosas van bien conviene prepararse para lo peor. La cima de la felicidad es también el kilómetro cero de la desgracia. Lo dice el I Ching y yo firmo debajo con mi número del DNI. 

Un pesimista es un realista que ha vivido lo suficiente para saber que a una buena racha le sigue, más temprano que tarde, un revés de la fortuna. Y no sólo eso: que a una mala racha no tiene por qué seguirle forzosamente una buena. Esto no es un camino de ida y vuelta. Los estados malditos o desgraciados, aún no sabemos cómo, tienden a perpetuarse o a volverse más desgraciados todavía. Es como un axioma gamberro de la vida. Una entropía que es la cuarta ley de la termodinámica.

En la tercera y última entrega de “¿Qué fue de Jorge Sanz?”, el trasunto de Jorge  ha dejado de hacer el panoli y ha vuelto a probar las mieles del éxito. Es por eso que desde el minuto 1 ya sabemos que la desgracia va a cernirse sobre él en el minuto 105... Pero hasta entonces que le quiten lo bailado. El infarto de miocardio, como sucede en muchas resurrecciones, pudo haberle matado pero le ha regalado una segunda oportunidad. Jorge ya no bebe, ya no esnifa, ya no eliges malos proyectos. Ha vuelto a rodar una película gracias a la confianza de los hermanos Trueba. Jorge ha tomado las riendas de su carrera y para ello ha contratado a una representante de verdad tras despedir al amigo gordinflas que antes vendía quesos por las ferias.

Jorge ya no se acuesta con directoras de sucursales bancarias para que le aporten dineros metidos en un sobre. Si en temporadas anteriores sus hijos casi eran una molestia, ahora se los lleva a los rodajes y les da consejos de padrazo que sabe cosas de la vida. Se le ve tan maduro y tan jovial que hasta cree haber encontrado el amor verdadero en Úrsula Corberó. Nos ha jodido. Y quién no... Jorge sigue mariposeando, claro, porque su picha curtida en mil seducciones no conoce el descanso ni el compromiso, pero cuando está con Úrsula se siente por fin un hombre maduro y en la cima de su éxito. 

Ya digo que es tanto el regocijo que la hostia venidera va a ser de campeonato y además de las que provocan mucha risa.






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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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A no ser que te toque la lotería o que te asalte una enfermedad incapacitante, cinco años no te cambian la vida ni el talante. Algunos dirán que cinco años son tiempo suficiente para encontrar el amor verdadero o reconciliarte con Jesús nuestro Señor. Incluso para viajar a la India y conocerse a uno mismo mirándose en el Ganges. Pero a partir de ciertas edades los espíritus, como las venas, se esclerotizan  y se vuelven inflexibles para el cambio.

Hace cinco años, por ejemplo, yo estaba más o menos como ahora: el trabajo, el perrete, la cinefilia, el snooker cuando toca y el fútbol los domingos y fiestas de guardar. Los amigos de siempre y el hijo por encauzar. Existe el Dia de la Marmota y también el Año de la Marmota.

Eso sí: estos cinco años han teñido de blanco tres cuartos de mi cabellera, y me han dejado tres puntos de dolor de esos que crujen al levantarse y ya nunca se recuperan. Son las abolladuras de la vieja carrocería. Pero por dentro todo está más o menos igual: los órganos y el madridismo, y la misantropía, y el desencanto continuo con la izquierda. Quizá me he vuelto un poco más maniático, lo reconozco, pero son las mismas manías de siempre y además he comprobado que le pasa igual a todo el mundo.

Cinco años tampoco le cambiaron la vida a este Jorge Sanz que es un poco el Jorge de Schrödinger, medio real y medio ficticio, en dos estados superpuestos de la existencia. En esta segunda parte de su Quijote de los Madriles, Jorge sigue en decadencia artística pero en plena forma sexual, porque las titis nunca le faltan al muy suertudo: unas por famoso, otras por medio guapo y otras porque vive en un ecosistema muy favorable al folleteo. Le ponía yo en mi entorno laboral, a ver qué rascaba el muy galán...

La gracia de esta segunda temporada es precisamente ésa: que nada ha cambiado, ni Jorge Sanz ni la caterva que le rodea. Se les ve a todos un poco más gordos, eso sí, un poco más dejados, pero con la misma mala pata de bobos entrañables. Yo soy de los que niega el cambio al estilo de Parménides y siempre me río mucho con lo invariable.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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La serie que nunca se estrenará en Movistar +, ni en ninguna otra plataforma de la tele, se titula “¿Qué fue de Augusto Faroni?”. Porque yo, a mi modo, también fui un niño prodigio: de las tareas escolares, y hasta que otros me superaron, pero un niño prodigio, famoso en los entornos familiares y en las tiendas del barrio porque mi madre, cuando otras se ponían alabanciosas con sus hijos, decía que yo sería ministro en Madrid y que me iban a llevar en coche oficial los chóferes con gorra de plato.  

Mientras Jorge Sanz ganaba la fama internacional por actuar en “Conan, el bárbaro”, y la adoración nacional por hacer de niño enamorado en “Valentina” -aunque ya con 13 años y seguramente con erecciones en la bragueta- yo, en los Maristas de León, era el niño mimado de las maestras externas y de los curas residentes: un alumno repelente que clavaba la lectura de los textos, la ortografía de los dictados, la suma de las fracciones, la ubicación de los afluentes y la fecha exacta de las conquistas imperiales. 

Antes de que surgieran de la nada otros alumnos igual de asquerosos como yo -como aquel Carlos Calleja de mis pesadillas- yo era el alumno modelo que recibía parabienes en público y sobresalientes en los boletines. Y collejas, la hostia de ellas, cuando jugábamos en el patio.

Ahora que todos los niños ya nacen superdotados -porque si nace tonto también se le presupone una inteligencia oculta bajo la superficie- tengo que decir que yo, en los tiempos en que la superdotación era una rareza psicológica, fui tomado por un portento hasta que la realidad demostró todo lo contrario. En “¿Qué fue de Augusto Faroni?” me reiría de todo aquello, de mis torpezas de adulto y de mis tontunas de engreído, como hace Jorge Sanz en su serie intachable y divertidísima. 

En la serie saldría, no sé, en mi vida diaria, aburriéndome con Vargas Llosa, o equivocándome en un cálculo sencillo, o encogiéndome de hombros cuando me piden que señale Antequera en un mapa... Cosas así, de ex niño prodigio venido a menos. O a mucho menos.




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Aún estoy aquí

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Ahora mismo, en España, ser comunista es una práctica de bajo riesgo para la salud. Al menos no te juegas el pellejo como antes. Como mucho te ganas una burla, o una mirada aviesa. Un insulto que se lleva el viento cuando ventilan el humo del bar.  Y si la cosa se pone caliente -que casi nunca se pone, porque yo con los fascistas mantengo la otra hermandad del madridismo- lo más grave que te puede caer es una hostia del revés, o una patada voladora de los Rangers de Texas. Peccata minuta. Sacrificios de chichinabo, si llegaran algún día, por defender la causa obrera que ya ni los mismos obreros quieren defender. 

Ser comunista, en los tiempos que corren, puede ser desesperante en las noches electorales, pero en cuanto a la integridad física casi sale gratis y encima hay mujeres que valoran tu compromiso caducado y se acercan a curiosear.

Los comunistas con cojones eran los de antes, los que vivían bajo una dictadura militar, y no bajo esta dictadura de los mercados que de momento no necesita sacar tanques a la calle. Ser comunista con un fusil siguiendo tus movimientos es ser comunista de verdad y lo demás son heroísmos de cafetería. Rubens Paiva, por ejemplo, no se dejó asustar por los milicos. Él llevo hasta las últimas consecuencias la certeza de que todos los derechos laborales conquistados fueron eso, conquistados, arrancados a hostias, o a resistencias numantinas, pero jamás concedidos por los de arriba. Él tuvo el valor y la integridad de seguir peleando en la primera fila de las barricadas, disparando palabras y compromisos.

Me incomoda mucho “Aún estoy aquí” y no es sólo por el dramatismo de la historia: es porque veo a Rubens Paiva -que si no era comunista al menos era izquierdista colorado -y pienso en las cobardías que hubiera perpetrado yo bajo circunstancias parecidas.  




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El ministro de propaganda

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“El ministro de propaganda” no añade nada a lo que ya sabíamos sobre los nazis. Las intenciones del director son buenas, eso sí: nunca está de más recordarnos quiénes fueron esos sociópatas tan parecidos a los sociópatas contemporáneos. ¿Exagero? No: sólo es cuestión de encontrar el contexto propicio para dar rienda suelta a los instintos asesinos.

Si ves “El ministro de propaganda”, pues kojonuden, y si no, tampoco pasa nada. Se pueden retomar los clásicos del género. Hace unas semanas vi otra vez “El hundimiento” y ya estaba todo allí. Ésa sí que es una película de la hostia. Quizá la definitiva sobre la vesania de los nazis. Había otra que pasó hace años sin pena ni gloria: se titulaba “La solución final" y era una TV movie de HBO. Un disfraz de clase B para un peliculón de categoría A.

Yo venía a "El ministro de propaganda" para que me enseñaran los maquiavelismos secretos del señor Goebbels. La tramoya de su trabajo funcionarial: los procesos mentales, las tácticas guerreras, los trucos para vender el afán criminal de unos tarados como un destino glorioso del pueblo alemán... Pero todo esto se despacha en cuatro brochazos archisabidos. “La gente es imbécil y se cree cualquier cosa”. Pues hombre: hasta ahí llegábamos todos, pero se supone que hay un trabajo previo, unos doctores en psicología, unos expertos en publicidad, unos genios de la estadística... Gente muy lista al servicio del capital.  Lo mejor de cada casa y lo más listo de cada promoción. Tecnócratas que instalan el miedo a los judíos o a los rojos según convenga a las empresas que cotizan en la bolsa.

Los fascistas de entonces, como los de ahora, tontos no son. Hay una sabiduría contrastada en su trabajo: escriben discursos medidos, lanzan eslóganes calculados, conocen la repercusión última de sus provocaciones agresivas. ¿Alguien se piensa que Díaz Ayuso es realmente tonta del bote? Y si lo fuera -que lleva muchas papeletas-, ¿no les picaría la curiosidad por conocer la estructura goebbelsiana que la sostiene por detrás? 




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