Ladrón de bicicletas

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Los pobres, como los ricos, necesitamos comer todos los días. Es un imperativo biológico que algunos capitalistas consideran una manía o un capricho de consentidos. Nos querrían desnutridos, sí, con las energías justas para mover la maquinaria y nada más. Pero ahora, por culpa de ese rojo de Karl Marx, los gobiernos civilizados cuentan las calorías y montan un pitote si no se alcanzan unos mínimos humanitarios. 

(Cuando los economistas modernos afirman que ya no existen las clases sociales -o que, si existen, están superadas por la concordia nacional- se deben de referir a eso: a que ricos y pobres no comemos lo mismo pero sí almacenamos más o menos las mismas calorías, aunque las nuestras sigan siendo de mucha peor calidad).

Fue precisamente un discípulo de Marx el que dijo que la diferencia entre un pobre y un rico es que el pobre tiene que buscarse la vida y el rico se la encuentra por ahí. Un rico, por ejemplo, a excepción de los campeones del Tour de Francia, jamás ha tenido que ganarse el pan montado en una bicicleta. Los pobres, sin embargo, han vuelto a dar pedaladas como hacían hace ochenta años los italianos de la posguerra. Es el ciclo de la vida. El eterno retorno de las ruedas. Entre el Souleymane que reparte comida por las calles de París y el Antonio que pega carteles de Rita Hayworth por las calles de Roma no hay ninguna diferencia. Los dos necesitan la bicicleta como otros necesitan un marcapasos: un artículo esencial para sobrevivir. Un objeto de lujo. 

Ahora mismo hay cientos de Antonios como el de la película rodando por la ciudad, llevando paquetes urgentísimos y pizzas calentitas. Van a toda hostia por obligaciones del servicio y además andan temerosos de que les manguen la bici cuando aparcan. Porque la otra gran diferencia entre los ricos y los pobres es que los ricos se roban entre ellos pero se unen como legionarios cuando lo necesitan, mientras que los pobres -porque en cierto modo nos lo merecemos- siempre somos unos lobos para el pobre.






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Alien: Planeta Tierra

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La IA predice que el F. C. Barcelona será campeón de Liga en la temporada 2119/20 con 37 puntos de ventaja sobre el segundo clasificado. También predice que al principio nadie encontrara una explicación razonable porque el dopaje fue erradicado en el año 2094 y los árbitros del siglo XXII -tras la sentencia del caso Negreira- ya serán todos robots infalibles e incorruptibles. Los rivales del Barcelona no tendrán otro remedio que lamerse las heridas mientras los expertos del fútbol escriben mil artículos tratando de analizar y comprender. 

La IA asegura que un equipo de reporteros a sueldo de la caverna descubrirá poco después que los jugadores del Barcelona no eran en realidad seres humanos, sino una mezcla de cíborgs, humanoides sintéticos y extraterrestres secuestrados por la Weyland-Yutani Corporation. El escándalo, por supuesto, será mayúsculo. Arderán las redes y arreciarán los improperios. Al día siguiente, en rueda de prensa, el presidente del Barcelona, Ludwig Laporta, tataranieto de aquel otro famosísimo, acusará a los medios de Madrid de difundir bulos y de enturbiar la competición. No admitirá, por supuesto, preguntas de los periodistas.

Todos los clubs de la Liga -salvo el Atlético de Madrid- denunciarán los hechos ante los tribunales deportivos. Las pruebas llegarán a ser tan abrumadoras que al final, el Barcelona, acorralado, pedirá un recurso de amparo ante el Consejo Superior de Deportes. Allí, como ya es tradición, absolverán al equipo azulgrana para no joder la mayoría parlamentaria en el Congreso. Les impondrán un rezo de tres Padrenuestros y la declaración firmada de no volver a usar aliens ni humanos reforzados. Los dirigentes de la FIFA, mientras tanto, que venían a Barcelona con ganas de cortar cabezas y de dar ejemplo de fair play, serán acallados con bandejas de canapés y prostitutas de gran lujo. Algunas de ellas serán, también, extraterrestres.

(¿La serie?: una cosa ridícula, casi abyecta, pero con un par de capítulos muy entretenidos). 



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Weapons

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A mí me da más miedo la primera parte de “Weapons” que la segunda. La segunda es el susto de toda la vida, y el asco de la sangre. Es la música que chirría y las vísceras que sobresalen. Pero es solo eso: susto, asco, reacciones automáticas de la médula espinal. Un engañabobos muy entretenido. Ninguna de estas pirotecnias me quita el sueño cuando me meto en la camita.

A mí me quitan el sueño los banqueros, los  militares, los paramilitares, los árbitros de Primera... Los estafadores que se emparejan con presidentas de comunidades autónomas. Y las presidentas mismas. Y los presidentes... El terror verdadero no me lo provocan las brujas ni los fantasmas. Más que nada porque no existen. Tampoco existen los monstruos de Frankenstein ni los vampiros de Transilvania. 

Lo que también acojona de verdad, casi tanto como lo otro, es la gente normal, el vecino corriente y moliente que un día es amable contigo y al día siguiente te mataría por un litro de leche o de gasolina. La masa pacífica convertida de pronto en jauría de poseídos. Es la supervivencia, estúpido. “No salgas a la calle cuando hay gente”, cantaban los Golpes Bajos. 

“¿Y si no vuelves...? ¿ Y si te pierdes...?”

A mi me dan miedo esos padres de “Weapons” que acaban de perder a sus hijos y le echan la culpa a la pobre maestra que pasaba por allí. Serían capaces de descuartizarla si les dejara la policía. Es esa mezcla de rabia y de ignorancia lo que vuelve a la gente peligrosa. Y la gente, vaya por Dios, sí existe. Con ellos no nos queda el consuelo de lo ilusorio o de lo fantástico. Están hechos de carne y hueso como nosotros y son ciento y la madre si te pones a contarlos. Son tan parecidos a nosotros que se redobla la inquietud. De qué no serían capaces si la tomaran contigo por sospechoso, o por judío, o por llevar gafas fuera de la moda...

Cuando la bruja de “Weapons” se vaya, quedará la gente a la que ella embrujaba. Ya fueron hechizados una vez por un alma viscosa. Ya están preparados para seguir ciegamente al próximo manipulador.




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Vermiglio

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“Vermiglio” termina con el plano sostenido de una cama matrimonial. Una cama vacía, recién hecha, condenada a no ser ocupada hasta después de los dolores. Antes vendrán los del Centro Reto a retirarla que nuevos cónyuges a disfrutarla. O a padecerla, porque la cosa del amor está muy jodida en las montañas de los Alpes. Las camas son así: la fuente del placer pero también el grifo del desconsuelo. El amor comienza en una cama, boca con boca, y termina en otra distinta -o en la misma- culo con culo.

La razón de que esa cama esté vacía es el cogollo de la trama y no seré yo quien la desvele. Es lo bueno que tienen estos escritos: que al no diseccionar las películas, sino las pelusas de mi ombligo, rara vez cometen el pecado del spoiler. Antes los usuarios se quejaban de que yo no hablaba de las películas y no sabían si verlas o no atendiendo a mis (inexistentes) recomendaciones. Yo, como el Conde Draco en “Barrio Sésamo”, les animaba a contar las estrellitas que pongo encima y entonces se ofendían y ya nunca regresaban.

Sólo diré que el drama de “Vermiglio” gira en torno a lo que sucede en esa cama matrimonial. O a lo que no sucede... La cama, si lo pensamos bien, es el epicentro de la vida. Antes se nacía y se moría en la cama del hogar; ahora lo hacemos en la cama de un hospital y es más o menos parecido. Salvo los que son concebidos en el asiento trasero de un coche o en el retrete unisex de una discoteca -cosas, además, muy de películas- todos provenimos del goce más o menos intenso que tiene lugar sobre una cama. Para eso hay camas conyugales, y camas de hotel, y camas que vienen anunciadas en la web de Airbnb.

De niños y de mayores alimentamos nuestros sueños en una cama. En la cama descansamos de la jornada o nos cansamos más todavía según lo que soñemos. La cama puede ser el remanso o la tortura. Hay quienes comen en la cama, y leen, y escriben sus poesías. Los hay incluso que viven de venderlas. En la cama gozamos o nos gozan. O nos autogozamos. ¿Distinguen las almohadas las lágrimas de alegría y las de tristeza? Mi lavadora sí, desde luego. Las lágrimas de tristeza, no sé por qué, siempre necesitan un lavado extra para extinguirse.




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F1: La película

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No me interesa la Fórmula 1. Ni las carreras de coches en general. Ni los coches siquiera. Las motos tampoco. Ésas son las peores... Cualquier cosa que haga brum brum y venga lanzada por el asfalto me resulta indiferente. Es más, tiende a ponerme de los nervios. Cuando terminan los grandes premios de la Fórmula 1, todos los locos de La Pedanía agarran sus bugas y pasan por delante de aquí atropellando y atropellándose. 

Me dan por culo los automóviles. De hecho, no tengo ni carnet de conducir. También es verdad que nunca lo he necesitado para sobrevivir. Y para los lujos ya existen los trenes, en los que puedes ir distraído, y los aviones, desde donde puedes ver las carreteras con aires de superioridad. Y hasta la bicicleta, para prevenir el infarto de miocardio.

De niño, sin embargo, sí veía la Fórmula 1 en la tele. Pero en blanco y negro, en la vieja Philips de mis padres, sin colores en las escuderías. Yo sabía que los Ferraris eran rojos porque luego los veía en las revistas. Pero esto no quiere decir nada: de niño yo veía cualquier deporte -o competición entre machos- que pasaran por la tele. La Fórmula 1 me interesaba tanto como la pelota vasca o el voleibol. Y dónde estarán ya, la pelota vasca o el voleibol...

Mi ídolo, no sé por qué, era Niki Lauda, quizá porque me daba pena su rostro desfigurado, o porque de chavales, cuando escuchábamos el “Lady Laura” de Roberto Carlos, cantábamos “abrázame fuerte, Niki Lauda”, para hacernos los graciosos. Luego vino Fernando Alonso y tengo que reconocer que me picó la curiosidad. Pero tampoco veía las carreras enteras. Menudo coñazo. Veía las últimas vueltas para tener argumentos en las tertulias y no quedarme desplazado. Hubo un tiempo no muy lejano en que no eras hombre del todo si no dabas tus razones para los éxitos y fracasos de don Fernando. La junta de la trócola y todo aquello... 

Mientras veía “F1: La película” me imaginaba precisamente a Fernando Alonso en el papel de Brad Pitt, tratando de reflotar la escudería APXGP pero hundiéndola ya del todo en la irrelevancia, como creo que hace ahora con los Alpine.




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Una casa llena de dinamita

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La caída de un pepino atómico no figura entre las doce primeras preocupaciones de los españoles según el CIS. Y aunque es verdad que el CIS es un  poco la TIA de Mortadelo y Filemón, me extrañaría mucho que ese miedo figurara incluso en la trigésimo cuarta posición. La indiferencia nuclear se palpa en las conversaciones de los bares. Es decir: que no se palpa, que yo no veo a ningún vecino de La Pedanía asustado por no tener un búnker forrado de plomo bajo el chalet. 

A los españoles, que vivimos en el extremo occidental de Europa y somos más África que Maastricht, más aspirantes que pertenecientes, nos preocupa más el pan nuestro de cada día y la independencia postergada de Cataluña. Lo primero porque necesitamos calorías y lo segundo porque somos gilipollas y vivimos alienados. Otra cosa sería si España fuera un país báltico o tuviera fronteras con los países comunistas. El canguelo iba a ser mucho mayor, claro, pero la distancia, según nos enseñan en la película, tampoco nos va a librar del pepinazo si la cosa se revuelve.

Yo, por mi parte, tengo el miedo atómico en el puesto 507º de mis preocupaciones. Es quizá por eso que “Una casa llena de dinamita” me entretiene pero no me altera. Me da un poco igual que el misil de los norcoreanos vaya a caer justo encima de Chicago. Allí no tengo familiares ni conocidos. Yo vivo más preocupado por el escándalo Negreira y por la salud rotuliana de nuestros blancos gladiadores. También por la salud de los gatos callejeros a los que doy de comer antes de acostarme. Más que el hongo nuclear me preocupa la inexistencia del otoño y la corta duración de la primavera. Y los estudios de mi hijo, y la salud de mi corazón. La puntualidad de los trenes y la amabilidad  de las camareras. Me jode no recordar como antes los datos de las películas: sus títulos, o los nombres de los actores. Rebecca Ferguson no me ama como yo la amo y además han subido el precio de los jamones. Esas son las inquietudes verdaderas de mi alma... Que Cataluña se independice me importa tres cojones y medio, pero que gobiernen los fascistas ya va a ser harina de otro costal. 







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El fin de la comedia. Temporada 2

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Dos años después de sus primeras andanzas por los límites de la comedia, el ingenioso cómico don Ignatius de las Canarias sigue buscando el ideal caballeresco por los barrios antiguos de Madrid. 

Ignatius está viviendo ahora una edad de oro profesional gracias a sus colaboraciones en la radio y a sus apariciones en la tele. Al calorcillo de la fama, los garitos nocturnos donde él se desnuda en cuerpo y alma se van llenando de mujeres curiosas y de jovencitos confusos que esperan expectantes un exabrupto que habrá de escandalizar a los tirios y de ofender a los troyanos. Y entre medias un “¡all right!”, y un grito sordo, y un “fascismo del bueno” coreado a voz en grito por la concurrencia.

Fuera de los escenarios, sin embargo, Ignatius sigue siendo un pobre hombre que aún no levanta cabeza en su vida personal. Ignatius, entre otras cosas, padece esa maldición bíblica que muchos otros también sufrimos en silencio: la de tener un aspecto físico que no se corresponde en absoluto con la verdad de nuestras entrañas. A uno, por ejemplo, se le ha ido quedando con los años una pinta de cardenal que nada tiene que ver con el espíritu libertino y revolucionario que vive encerrado en su interior. Y al pobre Ignatius, por su parte, que es un bonachón y un pedazo de pan, se le ha quedado una apariencia de orate escapado de un sanatorio mental con muy poco cuidado con las puertas. Y los conciudadanos, claro, se inquietan con su contacto, y él lo nota, y se siente abrumado por su timidez, y al final todo es un despropósito de consecuencias tan graciosas como funestas. La comedia...

Ignatius Farray es un osito de peluche con apariencia de oso grizzly que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Un incomprendido de la vida que sólo quiere vivir sin molestar a nadie: ganar dinero, conquistar mujeres, hacer favores a los vecinos... No pasar más de largo y servir para algo. Pasar muchas horas con su hija. Un poco como la buena gente que sigue la serie y se reconoce en él, y se descojona con sus aventuras.




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El show de Truman

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La primera vez que ves “El show de Truman” sólo estás pendiente de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia ese Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone sonriendo. (Que ya quisiera uno -digo yo- pasar varios años en la inopia vital, vigilado por un dios ridículo ataviado con boina, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique varias danzas melanesias al calor de las fogatas).

Hoy, en cambio, porque he vuelto a ver la película con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en las otras personas que viven atrapadas con él en el decorado de Seahaven. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores que se dedican a engañarle, no dejan de ser unos prisioneros del trabajo. Habrían merecido una película paralela que nos contara sus vidas singulares, o un spin-off en forma de serie, ahora que hay un millón de plataformas galácticas sobrevolando nuestro planeta.

Hannah Gill, por ejemplo, es una actriz que también se pasa todo el día encerrada entre las cuatro paredes de la farsa, fingiendo un matrimonio con Truman Burbank que no es el suyo. Debe de ser agotador y lacerante. Supongo que durante el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro por Seahaven, Meryl Burbank vuelve a ser Hannah Hill por unas horas y aprovecha el asueto para refugiarse en su casa verdadera, seguramente a pocas millas de distancia por si a Truman le da la ventolera de regresar. Allí puede que su duche otra vez, que coma lo que le gusta de verdad, que se acueste por amor con su marido verdadero... Porque ése es otro personaje interesantísimo, el señor Hill. ¿Qué pensará él de todo esto, un hombre que disfruta de su propia esposa a ratos perdidos, casi de contrabando, mientras Truman Burbank se cree legítimamente casado con ella y le hace cosas en la cama que se emiten, aunque sea censuradas, para una audiencia de millones de personas en televisión?



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