Amanecer

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En la Escuela de Jóvenes Comunistas de León -la añorada EJCL- veíamos en bucle las obras maestras del cine mudo soviético: “El acorazado Potemkin”, y “Octubre”, y “La madre” ya olvidada de Vsevolod Pudovkin. Pero las películas del cine mudo americano, salvo las comedias de Chaplin y de Buster Keaton, no venían incluidas en el currículum oficial enviado por Moscú. El corazón se nos volvió rojo como un tomate pero la cinefilia se nos quedó cojitranca para siempre.

Es por eso que años después, en la Universidad, ya mezclado con los jóvenes que provenían de los institutos capitalistas, quise sacarme el carnet de cinéfilo y me suspendieron por culpa de aquellas lagunas formativas. Me dijeron que viera por mi cuenta el cine mudo americano y que volviera a examinarme cuando me creyera preparado. Y como yo era un chico educado en el tesón estajanovista me dediqué a ello con ahínco. Pasé muchas horas en el cineclub universitario de León y en la Obra Cultural de Caja España, alternando los sueños de cinéfilo con los sueños de seductor. El ojo derecho siempre atento a la pantalla y el ojo izquierdo siempre atento a las chicas solitarias de la platea.

Fue entonces cuando vi “Y el mundo marcha”, y “El nacimiento de una nación”, y “La reina Kelly”, y “Alas”, y “El gabinete del doctor Caligari”, y el “Nosferatu” de Murnau, que es por cierto el mismo director de “Amanecer”. Y muchas más películas que ahora no recuerdo... Pero mis esfuerzos -y con muchas “obras maestras” había que esforzarse de verdad- no se vieron recompensados. Cuando me presenté al segundo examen la oficina de cinéfilos ya no existía. La habían trasladado a Oviedo, o a Tegucigalpa, ya no recuerdo bien, pero en cualquier caso  al otro lado de las cordilleras y de los mares.

(¿"Amanecer"?: una cursilada. Bonita y tal. Dicen que es la cumbre del cine romántico y yo no veo el romanticismo por ningún lado. Diez minutos después de que su marido haya intentado asesinarla, ella le perdona y se van de cuchipanda por la ciudad. Groucho Marx habría pedido un niño de cinco años para que le explicara este sinsentido argumental).  




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Código desconocido

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El código que utiliza Michael Haneke en “Código desconocido” es eso: desconocido. O más bien incognoscible. Haneke es como ese sordomudo que al comienzo de la película trata de explicar un sentimiento sin que nadie le comprenda. 

Haneke es un tipo retorcido, demasiado inteligente, y puede que su objetivo sea precisamente ése: que no le comprendamos. Que cada cual se monte su propia película. Él siempre se acoge a ese principio cuando le interrogan: yo respeto la inteligencia del espectador. Y yo, aunque también le respeto, porque su cine le avala y el tipo razona como nadie, a veces pienso que se deja llevar por la vagancia y luego deja que nos apañemos.

Haneke pega cuatro brochazos en "Código desconocido" y los demás tenemos que imaginarnos el paisaje. O la abstracción. Porque ni siquiera eso queda claro: ¿La película es un retrato de Antonio López o una ocurrencia cromática de Kandinsky? Podría ser un conjunto de vidas cruzadas sin más, a lo Robert Altman, pero también una metáfora sobre los abismos comunicativos en la Europa continental. De hecho se mezclan hombres y mujeres, franceses e inmigrantes, hablantes y sordomudos...  Quién sabe. Haneke es medio filósofo y medio melómano, y medio raro. Nos hace gracia no entenderle del todo pero también nos desespera. 

(Lo único que está claro es que está tan enamorado de Juliette Binoche como cualquiera de nosotros. La belleza de Juliette es el acuerdo de mínimos y la referencia indiscutible. Un lenguaje universal).

He leído varias críticas de “Código desconocido” y todo el mundo está un poco como yo: tirando de verborrea para justificar un post en Instagram o un artículo alimenticio. Mal síntoma. Eso es que nadie se ha enterado de gran cosa. Lo que pasa es que nos da un poco igual, porque no dejas de prestar atención a todo lo que pasa. Quizá era ése el objetivo pedagógico: que estés atento a otras vidas y nada más. Que comprendas que todos vivimos relacionados de algún modo. La mariposa y el tornado.





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Happy End

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A Michael Haneke le fascinan los burgueses. Y a quién no, me pregunto, aunque nos tegan subyugados. Lo que pasa es que a Haneke le interesa su vida privada e inconfesable, ésa que sucede en los dormitorios de seda y en los retretes de porcelana. 

Haneke ha montado en “Happy End” un terrario para ver cómo viven estas hormigas en su ecosistema. O más bien las cigarras, si nos atenemos al cuento tradicional, porque más allá de supervisar a sus esclavos o de firmar papeles en las notarías, estos burgueses afincados en Calais no dan ni golpe en toda la película. Los hormigueros son más bien una metáfora del ajetreo comunista e igualitario. Un lugar de trabajo y un cobijo rudimentario, nada que ver con el casoplón de la familia Laurent donde abundan las mantelerías y los candelabros, las sirvientas de cofia y los muebles de Maricastaña.

Haneke, sin embargo, no hace una crítica marxista de sus personajes. Los Laurent son mentirosos y retorcidos, sádicos y puñeteros, pero no por ser burgueses, sino por pertenecer al género humano. La filmografía de Haneke sostiene que lo mismo puedes encontrar estas desviaciones en los pisos de protección oficial que en los chalets de lujo de la sierra. Nuestro austríaco predilecto siempre ha sido un misántropo que no hace distingos de raza o de religión, de procedencia o de clase social. ¿Niñas psicópatas, abuelos suicidas, herederos lunáticos, maridos infieles, amantes coprófilas...? Los pecados de la familia Laurent son ubicuos y transversales.

A Haneke hay que reconocerle, eso sí, que mola mucho más ver estas torceduras entre gente que se viste de gala para asistir a conciertos de violonchelo. En la burguesía se nota más el contraste entre la forma y el fondo, entre la vestimenta y el alma. Entre la cultura y el australopiteco.




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The Pitt

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Siento un alivio muy poco solidario cuando el paciente que ingresa en “la fosa” es alguien que se ha puesto hasta arriba de fentanilo o se pegado una hostia de campeonato conduciendo su Maserati. Porque yo no me drogo, ni tengo carnet de conducir, y me consuelo pensando que estoy libre de ingresar en el Hospital de La Pedanía por asuntos tan festivos como estos.

Me pasa igual cuando el ingresado ha recibido un balazo en un concierto de Rosalía o se le ha tronzado el pene de tanto forzarlo en una orgía. No frecuento esos contextos. Y lo mismo cuando el enfermo es un adolescente que padece sarampión o una señora muy anciana con un problema de vasculitis. Me palpo el carnet de identidad y pienso que ya estoy muy lejos del primero y todavía a varios años luz de la segunda.

Aunque la serie está muy bien hecha y puedes llegar a sentir cierta angustia por el ingresado, estos casos no me agarran de los hombros para zarandearme. No señalan el peligro real que me acecha por ser un descuidado con las comidas o un heredero de varios cromosomas atravesados.

Aunque en la vida real he pasado un par de veces por los boxes más peliagudos de las urgencias, llega un momento, viendo “The Pitt”, que te sientes como inmune, como si la enfermedad o la muerte no te concernieran del todo o fueran una mínima probabilidad de las matemáticas. Hasta que de pronto aparece la camilla que trae desmayado a mi álter ego nacido en Pittsburgh para que se joda la fiesta y regrese la certeza terrible de mi fragilidad. Una hipocondría basada en hechos reales que podría haberme ahorrado con sólo apagar el televisor : 

- “¡Varón blanco, en la cincuentena, rápido, rápido, le cuesta respirar, dolor abdominal, saturación disparada, 50 mililitros de Resucitol y 6 miligramos de Esperanzatril!, ¿usted qué opina, doctor Robinavitch, tenemos que rajarle el abdomen o meterle un catéter por la arteria femoral, pipipipipi... ¡se desploma la tensión!, ¡hay que intubar!, ¡tres inyecciones de Hostiaputaquesenosva!...





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Los que se quedan

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“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo decía Lula Pace en “Corazón salvaje” y lo tengo puesto en el frontispicio de mis perfiles. Lula tenía más razón que una santa de los pecadores.

“Los que se quedan”, sin embargo, viene a decir que todo el mundo es raro pero guarda en su interior un corazón de chocolate. Yo, por supuesto, no lo suscribo, ni por razones empíricas ni por pensamiento filosófico, pero reconozco que la película de Alexander Payne me arranca una lagrimita de emoción. Contradicciones... Es la magia del cine, supongo, que te hace creer en los midiclorianos, y en el amor imposible con Julia Roberts en Notting Hill, y ya puestos, en la naturaleza roussoniana de los seres humanos, donde la culpa de nuestros defectos siempre es de los otros o de la sociedad. “Porque nadie me ha tratado con amor...”-

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Viendo “Los que se quedan” me acordé de un profesor que tuvimos en los Maristas, el hermano X., un indeseable que nos daba matemáticas y rudimentos de informática. El hermano X. era burlón y despiadado. Exigente como si estuviéramos en un Harvard provincial. Un “old school” al estilo del señor Hunham de la película, también calvorota y falto de amor correspondido para sublimar sus frustraciones. El hermano X no se parecía ni por asomo el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, cuyo espíritu, por contraposición, también flota en el ambiente. 

El último día de curso, con los exámenes ya finalizados, el hermano X. nos llevó a la sala de audiovisuales y nos dejó boquiabiertos cuando nos mostró su colección completa de rock and roll de los años 50 y nos confesó que aquella era la pasión verdadera de su vida, tan alejada de los cálculos matriciales y de las exégesis de la Biblia. Descubrimos que el profesor más odiado del colegio, el más hueso, escondía un tuétano de rebeldía en su interior. Un ser humano quizá.

Nos sentimos descolocados y un poco avergonzados. Pero el hechizo apenas duró unos pocos minutos: lo que tardó en evaporarse la primera canción de Elvis Presley. En realidad el personaje ya nos daba un poco igual y solo queríamos olvidarle para siempre.  






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Frankenstein

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Todos estamos hechos de trozos de cadáveres, como Frankenstein. Lo que pasa es que nuestras piezas provienen todas del entorno familiar: la nariz del abuelo, las manos de la bisabuela, las cejas pobladas del padre que ya falleció... Los muertos reviven en nosotros gracias al hilo invisible del ADN, que recose sus despojos.

El ADN es el verdadero protagonista de la vida: el que supera las generaciones y nos utiliza como vehículos. Nos creemos la pera limonera y no somos más que las carcasas que los contienen, y los preservan. Y si tenemos suerte en el amor, los traspasan. Richard Dawkins es el autor imprescindible que te cambia la manera de pensar. El otro es Tywin Lannister, el hombre sin escrúpulos que recordaba que lo importante no es el nombre, sino el apellido. O lo que es lo mismo: tú no importas una mierda, sólo lo que dejas en el mundo.  

Los cadáveres son las jeringuillas desechables. Las fases iniciales de un cohete lanzado a la aventura. La cáscara dura de la semilla. Lo realmente valioso es eso pequeñito que viajaba en el interior. El ADN es la hostia: forma nuevas criaturas sin dejar costurones en la piel. Es mucho más armonioso que un corta y pega de laboratorio. El ADN es información pura: el manual de instrucciones que nos recompone con los vestigios del pasado. “Todos somos Frankenstein”: jamás he visto esa campaña solidaria en los foros de internet. 

El ADN es maravilloso, pero no infalible. Por eso no me atrevo a llamarlo divino. A veces es un cirujano tan chapucero como Víctor Frankenstein. Junta los trozos sin armonía, sin sentido de la estética, como si no tuviera nueve meses para pensárselo, y produce seres humanos que lo tienen muy jodido para luego reproducirse. Es entonces cuando decimos que el ADN atenta contra sí mismo. ¿Quieres preservarte y construyes una máquina que no encuentra comprador en las redes del amor? 




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Una batalla tras otra

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Este año, me temo, tampoco haremos la revolución.  La revolución ha quedado aplazada sine die. Yo confiaba mucho en el año 2017, por aquello del centenario, pero habrá que esperar a un bicentenario que yo ya no veré. “A ver si alguien se anima”, me decía yo entonces. Tampoco hace falta que tomemos Manhattan en primer lugar, como cantaba Leonard Cohen. Con un palacio estratégico de Madrid nos vale. Y a partir de ahí, lanzarnos a soñar. Todo el poder para el soviet. 

Pero pasó el año 2017 y nadie recibió una instrucción del comisario de Moscú. De hecho, no sabemos nada de él desde el año 1989. O le han pegado un tiro o se ha sumado a la francachela de Vladimir. 

Las cosas están más o menos como estaban. O incluso peor. Los medios de producción están en manos de los mismos y las fuerzas del orden siguen dando hostias a mansalva. Los ejércitos no están con nosotros y el soviet ha pasado de ser un concepto histórico a una utopía de camaradas. En caso de ponernos burros, ¿qué armas podríamos oponer a las suyas? ¿Un cóctel molotov? ¿Un tirachinas? ¿La escopeta del abuelo? Estos anarquistas de la película al menos viven en Estados Unidos y disponen de armas de fuego que pueden comprar en las tiendas de juguetes. Y aun así, su esfuerzo es bastante tonto y baldío. Suicida. Contraproducente incluso. Menuda imagen que dan de psicópatas y de colgados... La revolución se hace a lo grande o no se hace. Y organizada, coño, dirigida desde arriba. Todo esto, sin el camarada Lenin, es una chapuza lamentable.

Nos quedan las urnas, sí, pero las urnas están diseñadas precisamente para impedir la revolución. Se trata de elegir entre Guatemala y Guatepeor. Si algún día nos diera por votar una propuesta revolucionaria de verdad, ellos sacarían los tanques a la calle o le pegarían un tiro al presidente. Estas cosas no las inventa mi paranoia: ya han sucedido de verdad. Así que está todo perdido. Cautivos y desarmados los ejércitos rojos y las facciones clandestinas, ya solo nos queda pelear por las migajas: un porcentaje, una regulación, una ayudita... Una batalla tras otra.






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Materialistas

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Al principio pensé que "Materialistas" era una película sobre el materialismo dialéctico, ése que enseñaba mi abuelo Karl en sus exilios por Europa. Pero me equivoqué. Ya me parecía raro que Dakota Johnson y Chris Evans participaran en una película de tal calado filosófico... Y revolucionario. Ya nadie habla del materialismo dialéctico desde que cayó el muro de Berlín y así nos luce el pelo a los desheredados. 

“Materialistas” tampoco profundiza en esa sabiduría ancestral que el doctor Severo Ochoa redujo en un axioma inolvidable del pop&rock: somos física y química. Y lo demás, la metafísica y el espíritu, fenómenos emergentes de las neuronas. Porque está el materialismo de mi abuelo Marx y el materialismo más antiguo que predicaba Demócrito de Abdera, y que yo también aplaudía bajo el pupitre y a espaldas de los curas.

No. “Materialistas” habla de la tercera acepción del materialismo, que es el afán por el dinero y de la subordinación a su reinado de todo lo demás. Del amor incluso. “Materialistas”, a su modo, está hablando de prostitución. Porque hay muchas prostituciones y no solo la del bar de carretera, o la de la escort en internet. Cuando una mujer como Dakota Johnson decide que ya sólo se casará con un hombre rico para dar carpetazo a su vida romántica, también se está prostituyendo. Y está bien que así sea. Nada que objetar. Si nadie engaña a nadie, miel sobre hojuelas. Sexo a cambio de bienestar: es una transacción tan vieja como el mundo. 

La gran pregunta es cuánta belleza tiene que irradiar un hombre para que una materialista de pro como Dakota Johnson se olvide de la pasta. La belleza de Chris Evans es al parecer deslumbrante y suficiente. Hay tipos con suerte, desde luego... De la otra belleza, la belleza interior, esa que las mujeres dicen valorar por encima de la física porque lo importante es el intelecto y el sentido del humor, no hay ni rastro en la película. Y también esta bien que así sea. Vamos a dejarnos ya de gilipolleces. 




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