Amante por un día

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A la universidad no se va sólo a estudiar. Eso se ha convertido casi en un asunto secundario. Tal vez era lo principal en los tiempos fundacionales, en el Renacimiento y tal, cuando los bachilleres iban a estudiar latín y teología, y las mujeres se quedaban en casa removiendo los potajes. Pero ahora, en los tiempos modernos, con la esperanza de vida creciente, y el paro que acecha tras los títulos, y los muchachos y las muchachas que se cruzan alegremente en los senderos del campus, ya no hay ninguna prisa por aprobar las asignaturas. Para sacarse una carrera ahora hay tiempo de sobra, vida de sobra. Da lo mismo tardar cinco que siete años, mientras la economía familiar no se tambalee, o uno se descubra con treinta años haciendo ya un poco el ridículo entre tanta juventud. Pero hasta entonces, mientras el cuerpo aguante, y el dinero alcance, a la universidad se va, principalmente, a follar. Porque el aprendizaje sexual, como el aprendizaje del lenguaje, tiene una ventana de desarrollo, un tiempo óptimo para aprender la técnica, desarrollar la autoestima, cultivar las preferencias... Un tiempo de gozo máximo, en la salud intocada del cuerpo.

    Y mientras salta la liebre, y se concretan las miradas, la juventud se entretiene en los billares, en los pubs, en los botellones del parque semioscuro. Los nativos de la ciudad y los venidos de fuera confraternizan en los pisos de estudiantes con la excusa de que hay unas asignaturas que cursar, y un futuro que ganarse. El campus universitario es una gran casa de citas donde las parejas se conocen y se intercambian, y lo otro -las aulas, las bibliotecas, los laboratorios- sólo está puesto para disimular. Incluso hay catedráticos que aprovechan esta primavera sexual para escabullirse un poco de su triste otoño, y reverdecer viejos laureles con alumnas de muy buen ver, arrobadas ante la sabiduría que emana de sus canas.

    De todo esto va Amante por un día, pequeña, incisiva, muy estimable película. Franceses que hablan sobre el amor y luego lo practican. Los maestros consumados, en ambas artes. 





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Maniac

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Mientras veo los capítulos pares de la serie, me da por pensar que Maniac es una obra maestra inaccesible para las mentes menguadas, de kit básico como la mía, pero luego, en los impares, ya tengo la certeza de que Maniac es una tomadura de pelo que Netflix nos ha encalomado porque sale Emma Stone muy guapa y muy rubia. No hay término medio.

    Sea como sea, he llegado a los últimos capítulos de Maniac desfondado, con dolor de cabeza, sin entender casi nada de lo que me plantean. Casi enfadado conmigo mismo, la verdad, porque el olfato de perro viejo ya me advertía que aquí había gato encerrado, pajote mental, pelusilla en el ombligo de sus creadores. Pero Emma Stone, en efecto, reluce hermosa en el primer episodio, y con ese reclamo tan básico, tan simiesco, unido a mi orgullo de querer entender lo que me sobrepasa, o lo que solo es una broma sin sentido, me he ido enganchando como un panoli hasta llegar casi a la meta. 

    Y digo casi porque ni siquiera he visto terminar la serie:  he echado un ojo a los últimos minutos sólo por curiosidad malsana, por saber si al final todo era una fantasía del esquizo, o una pesadilla de la psico, o el último ronquido de Antonio Resines en el desenlace de Los Serrano. A ver si al final, por un casual, como remate humillante pero histórico, salían el tal Fukunaga y el tal Somerville de los cojones riéndose a mandíbula batiente del espectador, en un vídeo de factura casera, con gorritas de béisbol y tal, gracias por haber llegado hasta aquí, gilipollas, hemos ganado una apuesta gracias a ti y bla, bla, bla...

    También era posible que esto terminase en una mesa redonda de eminentes psiquiatras que nos desvelaran los simbolismos vistos en pantalla, con Emma Stone explicando su personaje, Jonah Hill mirándola arrobado, y gente entre el público con un micrófono que preguntase por las entretelas de las conexiones sinápticas en la fase beta del sueño y su correlación sinérgica con el diagnóstico diferencial de la esquizofrenia. Pero no. Nada de eso. Al final ha habido un The End muy convencional que sólo habrán entendido los enterados. Los que se tomaron muy en serio esta propuesta para nada convencional. Yo he fracasado en el intento. Que se joda el espectador medio, que dijo una vez David Simon. Y yo soy espectador medio, a mi pesar...



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Colgados en Filadelfia. Temporada 2

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En la segunda temporada de sus andanzas, los colgados en Filadelfia han comprendido que en la vida de un treintañero hay algo más que sexo. No todo va a ser follar, que cantaba Javier Krahe. También hay que hacer recados, y limpiar el cuchitril, y hacer tiempo en las consultas de los doctores. Las jodiendas del vivir, en defniitva, que antes ocupaban un tiempo marginal. Y entre ellas, la más importante de todas, ganar dinero. Porque los colgados no montaron su pub irlandés para hacer negocio, sino solo para ligar. Para que Mahoma no tuviera que ir a la montaña de otros garitos donde dejarse el dinero en copas  y el estómago en garrafones, sino para que fuesen las montañas de Filadefia, tan guapas y resaladas, las que vinieran a su Mahoma para jugar a las sonrisas y al flirteo.


    Su pub, que está montado con el kit básico de los pubs americanos, da lo justo para vivir, para ir reparando las cuatro bombillas y cumplir con los impuestos del ayuntamiento. Es por eso que los colgados tendrán que emplear su malévola estupidez -por no decir su deshonestidad, y su cara de cemento armado- para engordar sus cuentas corrientes. Si la vida es un avión con dos motores, el viaje de estos cachondos iba bastante escorado hacia el sexo, peligrosamente volcado hacia el desastre. Así que ahora, en los nuevos episodios, sin despistarse de cualquier oportunidad , estos impresentables le van a meter caña al otro motor para enderezar el rumbo. Usarán sus malas artes para sacarle un dinero a cualquier ocurrencia que cruce por su meninges. Con nulos resultados, of course...
 
    Y si por un casual asoma un prurito de moral o de decencia en sus conductas, ahí está el personaje de Danny DeVito para dar testimonio -como padrazo que es, y como tipo baqueteado por la vida que presume- de que en el amor, como en la guerra, o como en los trapicheos de trastienda de bar, casi vale cualquier cosa.

    Una comedia modélica sobre personajes impresentables.




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El hilo invisible

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Me sucede, cada dos o tres años, que me obsesiono con una película y la veo varias veces en el plazo de pocos meses, porque sus imágenes, su música, los hilos invisibles de su trama, vuelven continuamente a la memoria, recurrentes e insepultos, como espíritus del cine que se quedan dando vueltas por el salón.

 En cada una de estas invocaciones se produce el milagro de estar viendo la película por primera vez, con el mismo gozo, y con el mismo aliento, e incluso mejor, porque liberado del peso de la trama uno se abisma en las composiciones de los actores, o en las entradas sutiles de la banda sonora. En los detalles que otras veces -porque alguien interrumpía, o yo me despistaba, o uno estaba a leer el subtítulo- pasaron desapercibidos.

    Ahora me ha dado por El hilo invisible, que lo he enredado y desenredado unas cuatro o cinco veces, y en cada nueva hilazón me descubro fascinado, con cara de bobo, como enamorado de una damisela cuya belleza no se erosiona con mi mirada. Y lo curioso es que sigo sin entender cabalmente la película, con esas personalidades tan neuróticas, tan enrevesadas, tan dedicadas a construir el amor como a destrozarlo con sus manías y sus heridas. O quizá la entiendo, la entiendo del todo, pero me acompleja que los foreros digan cosas diferentes sobre el señor Woodcock y sobre Alma, su esposa, a pesar de los pesares. 
 Para mí, El hilo invisible, despojada del boato británico, del barroquismo de los vestidos, del floripondio psicoanalítico de las personalidades, trata, básicamente, sobre la convivencia conyugal, que es la madre de todos los corderos cuando hablamos del amor, lo mismo en el Londres de la nobleza que en el Móstoles de los proletarios. Lo difícil no es enamorarse, ni desenamorarse, que son acontecimientos tan repentinos como involuntarios. Lo jodido es aguantar que el otro te interrumpa la lectura, que haga ruido al masticar, que rasque las tostadas con saña, que se empeñe en follar cuando uno está imaginando nuevos vestidos para las cortesanas. Las pequeñas cosas, las insufribles jodiendas. Los hilos invisibles que lo cosen o lo descosen todo. Una interpretación seguramente muy pedestre, como todas las mías.




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Caras y lugares

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Yo, que me muevo por los caminos trillados de la cultura, y que desde que me vine a La Pedanía sólo hojeo los periódicos deportivos en el bar, no tenía ni idea de quienes eran estos dos artistas que protagonizan Caras y lugares: Agnès Varda, directora de cine de los tiempos de la Nouvelle Vague, y Jean René, alias JR, una especie de Banksy parisino que engalana las calles con sus ocurrencias fotográficas.

    Treintañero él y nonagenaria ella, improbables y marchosos, tan compenetrados que al principio pensé que esto era la versión francesa y por tanto más culta de Marujita Díaz y Dinio García, JR y Agnès recorren la Francia profunda con una camioneta que en realidad es un gran fotomatón camuflado, donde las gentes son retratadas en un tamaño de papel gigantesco, casi de coloso de Rodas, o de político con el ego subido de Charles Foster Kane.


    Mientras Agnès departe con los lugareños, y sonsaca de sus vidas las modestas alegrías, y las pequeñas miserias, JR, con esos retratos, va decorando los muros del pueblo, las fachadas de las granjas, los frontales de las fábricas, lo contenedores del puerto, los vagones de carga, los búnkers de Normandía... Es un efecto artístico que hay que reconocer muy bello e impactante: caras en blanco y negro que humanizan los paisajes industriales, que reivindican la carne sobre el metal, lo humano sobre la producción. El factor humano, que diría, Graham Greene. 

O vaya usted a saber,  porque yo en estos simbolismos de los artistas siempre termino por perderme, primero por incapacidad congénita para seguirles del todo, y segundo porque tengo la sospecha de que los artistas primero dan rienda suelta a su imaginación y luego ya le buscan una explicación a su producto, más o menos cogida por los pelos. Como me sucede a mí con estos escritos -en la otra punta de la inspiración, por supuesto-, que primero los vomito y luego les voy dando forma con las manos enguantadas, a ver si en el revoltijo de la indigestión surge una forma o una idea que justifique el esfuerzo de los músculos abdominales.





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Enemigo a las puertas

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Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.


    En el principio de los tiempos, Dios creó la testosterona para que los hombres echáramos músculo, agraváramos la voz y cuadriculáramos la mandíbula, que son los reclamos para que las mujeres se presten a la reproducción. Pero luego, con las complicaciones de la civilización, la testosterona fue asumiendo funciones, ampliando sus horizontes, y terminó por convertirse en la hormona del orgullo y de la guerra. En Stalingrado, en 1942, aunque Stalin había sublimado la suya en un seminario de curas, y Hitler, según las malas lenguas, sólo producía la mitad de lo posible, ambos volcaron sus reservas sobre la ciudad del Volga para engendrar una tormenta de fuego que se convirtió en la batalla más decisiva de la II Guerra Mundial. Los anglosajones, por supuesto, cuando ruedan sus películas, dicen que el hito decisivo fue el desembarco de Normandía, pero por entonces los alemanes ya llevaban seis meses retirándose del Este, y racionando la gasolina hasta en los mecheros para el tabaco.

(Stalingrado, no lo olvidemos, quizá fue la primera batalla de los tiempos modernos, desencadenada por la posesión de unos pozos petrolíferos).

    Entre las ruinas de la ciudad cien veces bombardeada y reconquistada, Vassili Zaitsev, el francotirador del Ejército Rojo elevado a la categoría de leyenda, tambièn tiene que medirse la polla con un rival temible del ejército alemán. Medirse el fusil no es más que una metáfora del asunto. Por eso son fálicos, y disparan proyectiles en la calentura. 




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4 meses, 3 semanas, 2 días

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4 semanas, 3 meses y 2 días es el tiempo que Gabita lleva embarazada sin que nadie lo sepa. Sólo su amiga más íntima, Otilia, con la que comparte habitación en la residencia de estudiantes, está en el conocimiento. Porque en la última Rumanía de Ceaucescu, mientras el Steaua de Bucarest ganaba la Copa de Europa (gracias, Duckadam) y ponía un poco de alegría en las calles, el aborto era un crimen perseguido con largas penas de cárcel, penado para cualquier mujer con menos de cuatro hijos o menor de 45 años.

    Lo más curioso de todo es que al principio de su mandarinato, Ceaucescu creía en el control de la natalidad para que su país saliera de las cenizas de la guerra y del atraso económico. La Rumanía de entonces practicaba abortos en los hospitales del estado y favorecía el uso de métodos anticonceptivos para que la mujer se incorporara al mundo del trabajo. Una escandinavia soñada a orillas del Mar Negro... Pero la economía no iba, se estancaba, y Ceaucescu, que debió de escuchar a otro astrólogo, o ponerse debajo de otra teja que caía, porque su comunismo tenía los mismos principios ideológicos que los del chiste de Groucho Marx, decidió cambiar su política de natalidad a mediados de los años 60, a ver si llenando Rumanía de chavales, y de chavalas, los campos producían más patatas, y las fábricas vomitaban más coches de aquellos monolíticos y acerudos.

    Lo que vino a continuación, como en cualquier país que se entrega a la dictadura de las cigüeñas, fue el abandono de niños, el aumento de su mortandad y la proliferación de abortos ilegales que muchas veces abortaban a la madre. La ironía es que esta generación de babyboomers involuntarios, que vinieron al mundo por culpa de un vodka de garrafón, o por un condón del mercado negro que reventó, fue la misma que veinte años más tarde, al poco de terminar los sucesos narrados en esta película, salió a las calles para poner el régimen patas arriba y al matrimonio Ceaucescu patas abajo. En agradecimiento de esa vida gris y pobretona que el anciano venerable les había obligado a vivir. 



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Borg McEnroe

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Hubo un tiempo en el que al tenis se jugaba con los sacudidores de alfombras que usaba doña Jaimita para azotar en el culo a Zipi y a Zape. Las pelotas eran blancas, el Ojo de Halcón una quimera, y Rafa Nadal, por incomparecencia existencial, no había ganado todavía su primer Roland Garros. Era el tenis de mi infancia, el que daban por la vieja Philips en blanco y negro, donde todas las pistas parecían de color gris: la tierra de Roland Garros como ceniza, y la hierba de Wimbledom como agostada.  

    Ése era el único tenis que yo conocía, el de las grandes estrellas de la ATP, porque de niño, en León, sólo jugaban al tenis los niños pijos y los fantasmas. Los que eran socios de un círculo recreativo y se pegaban una buena sudada antes de lanzarse a la piscina, o los que se construían una cancha en el chalet para darse el pisto ante los vecinos. La vida de provincias...


    Cuando tuve conciencia de ese deporte televisivo llamado tenis, Borg y McEnroe eran los campeones que se disputaban los grandes torneos del circuito: uno hierático como buen sueco, el otro rebelde como buen americano. El tipo educado y el chico protestón. El rey a destronar y el príncipe heredero. El que te imaginabas en el palco de la Ópera de Estocolmo y el que te imaginabas pegando botes en un concierto de Bruce Springsteen. Recuerdo que en aquellos lances históricos yo iba con Borg, instintivamente, sin una razón concreta. Yo aún no sabía que Bjön procedía de un socialdemocracia ejemplar, y que McEnroe era el embajador de un Imperio que predicaba la esclavitud de los proletarios. Si lo hubiera sabido, me habría alborozado mucho más en las victorias de Borg, y deprimido con más dolor en las derrotas. 

    De todos modos, mi pasión por el sueco habría durado casi nada: un suspiro de seis o siete torneos, porque con veintiséis años, harto de la presión, del no-vivir del tenista profesional, el sueco del pelo largo y la cinta en el pelo se retiró de las pistas para ganarse la vida en otros menesteres, publicitarios e inversores, en los que fue mucho menos hábil que con la raqueta.


    El que siguió dando por el culo fue el otro, McEnroe, que duró muchos años en el circuito ganando trofeos y protestando a los árbitros, encarándose con el público, destrozando raquetas en los descansos... Un impresentable que al final nos terminó cayendo simpático por culpa de aquel anuncio de las maquinillas de afeitar BIC. "¡La bola entró...!", le gritaba al juez de silla, y éste le respondía que muy apurada, como su afeitado, y tal... Joder, fue mítico, aquel anuncio. En el colegio nos pasábamos todo el día diciendo "la bola entró", jugando al fútbol, o al baloncesto, o las canicas en el gua, con aquel acento texano del tipo que le doblaba, y que luego Aznar, nuestro Ánsar, imitaría a la perfección cuando visitó a George Bush hijo y puso sus patas innobles sobre la mesita del café.




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