Ted Lasso. Temporada 1

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A mí lo que me van son las comedias negras. Lo azul oscuro casi negro, que decían en la película. Cada vez que me topo con una comedia donde triunfa el buen rollito, me entra como una incredulidad, como un nerviosismo tonto  en el culo, que ya no reposa, y ya no encuentra su acomodo en el sofá. Y aunque sé que transito por los territorios de la ficción -y que podría, al menos, abandonarme a una versión mejorada de la humanidad- algo en mí se rebela, se revuelve contra el flower-power de los roussonianos, y contra el discurso tonto de la New Age. Cuando me veo así atrapado, tardo un minuto en cancelar la programación para rebuscar en mi videoteca una comedia que me haga reír, y no me lleve la contraria. Una comedia ejemplar, y de vidas ejemplares, donde todo el mundo sea malvado y vaya a lo suyo. Donde nadie escuche a nadie, y todo sea como una gran sopa donde flotan los estúpidos y las egoístas, las tunantas y los gilipollas... La vida misma que transcurre tras el ventanal.

Ted Lasso es la antítesis de mi ideal; la comedia amable que tenía prohibida por mi médico. En Ted Lasso to er mundo e güeno. Incluso los imbéciles -y las resentidas, y los avariciosos, y los chulos de mierda-son buenos, o tienen su corazoncito dispuesto a rectificar. La serie la  protagoniza este tipo insufrible llamado Ted Lasso, que es una especie de Ned Flanders que ha venido al Richmond C.F. a salvar al equipo del descenso, y a salvar a sus integrantes del abatimiento. Ted Lasso es un iluminado que siempre tiene la palabra exacta, la parábola necesaria, el ejemplo que venía al pelo para levantar la moral de la tropa. El tipo sabe de amor, de desamor, de derrotas, de victorias pírricas, de felicidades incompletas y de sueños por alcanzar. Tiene la paciencia de un monje budista, y la sabiduría de un filósofo griego. Es medio tonto y medio japonés...

Pero no sé por qué -será la alergia primaveral, o el bajón emocional, o a vacuna de AstraZeneca -Ted Lasso me ha liado con sus payasadas, y con sus haikus de galletitas de la suerte. He llegado al episodio final en un visto y no visto, incrédulo y emocionado a partes iguales. La vida no es así. La gente no es así. Las comedias decentes, incluso, no son así. Y Ted Lasso, aunque meritoria, es una comedia indecente y manipuladora... Pero estos días -en lo laboral, y en lo filosófico- estoy de vacaciones.



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Los últimos de Filipinas

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Está mal esto que ponen en la Wikipedia. Los últimos de Filipinas -o al menos lo que yo entiendo por Filipinas- no fueron estos soldados del Baler, abandonados a su suerte por la burguesía española, que siempre tuvo como lema: “Muerto el negocio, que se joda la infantería. Porque los hijos de los pobres -y aquí hago un inciso revolucionario- sólo servían para esto: para poner el pecho ante las balas, por Dios, y por España, y por la larga vida de los Borbones, que ahí siguen, claro, nos ha jodido, sin haber perdido jamás a nadie en combate, preservando el apellido... Ahora que los pobres ya sólo sirven para poner copas, tengo que reconocer que hemos mejorado mucho en lo político y en lo social. ¡Vivan las cadenas!

Estos desgraciados del sitio del Baler -y los obtusos de sus oficiales, que hay que ser obtuso, e hijo de puta- fueron los últimos defensores de Filipinas como islas, como territorio colonial ubicado en el Pacífico. En eso, por supuesto, no tengo nada que objetar. Pero ni siquiera ellos fueron los últimos balaceados del Imperio Español. El sargento Arensivia, aquel chusquero que se dejaba hasta la última gota de sangre en las viñetas de “El Jueves”, pasó su aguerrida juventud  sirviendo en el Sidi Ifni, y tragando arena del desierto mientras izaba la bandera rojigualda.

Filipinas -quiero decir- es un símbolo, una manera de hablar, un referente mítico que engloba nuestro pasado colonial: el nacionalcatolicismo que viene de Felipe II, y el sueño de horizontes victoriosos y muy españoles, que diría don Mariano. Los últimos soldados de estas Filipinas ampliadas -de estas Filipinas 2.0- tienen que ser, en justicia, los últimos que sufrieron aquella mierda, aquel orgullo estúpido de ser el faro de Occidente. Filipinas era un estado mental, un patriotismo casposo, un ideal maloliente. Los últimos de Filipinas -los que yo pondría verdaderamente en la foto de la Wikipedia- somos nosotros, la generación del 89 de los Maristas de León, la última que no fue mixta, que se educó a la antigua, sin chicas en clase, pero con muchos curas fascistas dando po'l culo. Una generación adoctrinada, asustada, embaucada en los valores eternos de la España decadente. Nosotros -sí nosotros- fuimos las últimas víctimas del Imperio Español: del territorial, y del ideológico, y de sus lunáticos defensores. La putada es que ahora están regresando...



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Sound of metal

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Me interesaba ver Sound of Metal porque yo también me estoy quedando algo teniente del oído derecho. O mejor dicho, sigo con la misma graduación militar que tenía al cumplir los 24 años. En aquel esplendor más bien marchito de mi hierba, me hicieron una audiometría y me diagnosticaron que se acabó lo de ir a las discotecas a hablar de cine y literatura. Que ya no me iba a enterar de nada, con el ruido de fondo, y que para ligar, en caso de tal, pusiera la mejor de mis sonrisas y aprendiera el lenguaje folklórico de los abanicos.

Del mismo modo que veo películas de amor porque me enamoro, y de ciencia-ficción porque sueño, y de compromiso político porque voto, a veces, también, veo películas que además de venir con muchos premios hablan de un fulano al que también le duele lo mismo, o pasó por lo mismo, o le dejó una mujer parecida con la misma puñalada. O, como en este caso, un fulano que se levanta un día por la mañana y descubre que se ha dejado media audición en la almohada, irrecuperable del todo, como un líquido que se escapó y se evaporó entre los sueños del amanecer.

Luego, en verdad, las peripecias de este baterista del trash-rock (o del rock-metal, que no sé) nada tienen que ver con las mías de antaño. Ni las biográficas ni las auditivas. Mi leve sordera palidece frente a la suya, que raya el cofotismo y la desesperación. Y esto, además, es España, y no  Massachusetts, y aunque seamos un país bochornoso para casi todo, aquí, al menos, no tienes que hipotecar tu vida para que te pongan un implante coclear (lo de mantenerlo ya es otro cantar). Yo, además, no rulo por ahí en caravana, ni tengo una novia rockera, ni acabo de salir de la heroína. Ni se me ocurriría, por supuesto, en la puta vida, confiarme a una congregación religiosa para reencontrar la luz y el camino, por mucho que me sonrían y me den palmaditas en la espalda.

Mi peripecia auditiva tiene más que ver con aquel personaje de Woody Allen en “Hannah y sus hermanas”, que también sufrió una pérdida monoaural, una sospecha de tumor, un temor de la hostia, un refugio esperanzado en las salas de cine... Pero esa es otra película.



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¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

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Hace algún tiempo, cuando la nueva logopeda se presentó en mi clase a saludar, “Hola, encantada, soy Mengana, y vengo a sustituir a Zutana”, yo, boquiabierto, ojiplático, pero profesional, muy profesional, como el entrañable Pazos en “Airbag”, entablé con ella una conversación que también nos salió profesional, muy profesional.

Pero mientras yo disimulaba las palabras de amor con tecnicismos en la materia -que si el autismo y que si tal- en las entrañas yo sentía que Max, mi antropoide interior, se desperezaba de la siesta en su árbol, se rascaba con una mano la cabeza y con la otra el escroto, y empezaba a canturrear la canción inmortal de los Burning: “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”

Mengana hablaba, y hablaba, y yo asentía, y asentía, y Max, mientras tanto, echaba cuentas funestas de la edad que nos separaba, y del atractivo que nos alejaba, y en su cálculo automático y certero -que me río yo de los superordenadores modernos- le salió que no, que nones, un cero patatero, una x despejada de valor negativo, un menos muchos, la hostia de lejos en notación algebraica... Ni siquiera un numero entero, sino uno de aquellos números imaginarios que estudiábamos en el bachillerato, aquellos que llevaban una parte real y una parte ficticia con una “i”de iluso, y de idiota integral...

Y así, una vez despejado el deseo -porque Mengana era muy joven, y había bajado del Cielo, y yo voy para vetusto, y vivo en el Infierno de los pecadores- Max siguió cantando la canción que los Burning compusieron para la película como un encargo de Fernando Colomo, pero que luego, porque es un tema cojonudo, y pegadizo, la trascendió, se emancipó en las radio fórmulas, y se convirtió por derecho propio en un himno de extrañeza cada vez que una mujer está fuera de sitio, y los años la delatan. Mujer fatal... Porque Mengana, la logopeda interina, estaba como Carmen Maura en la película, fuera de contexto, y los años también la delataban, aunque en su caso fuera por demasiado joven, casi una debutante en la plaza del magisterio, donde la veteranía es la norma, y la belleza la excepción, y ya casi nadie ve las viejas películas de Fernando Colomo.



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Judas y el mesías negro

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“Algunos romanos trataron mal a los españoles y, por ello, un pastor llamado Viriato juntó a unos cuantos valientes y les hizo la guerra. Viriato venció a los romanos en muchísimas batallas, y como no podían con él, le ofrecieron dinero a tres de sus capitanes y éstos le mataron mientras dormía”.

Jodó... Es que está clavado, o casi, el argumento. Un spoiler de “Judas y el mesías negro” como la copa de un pino, escrito hace más de cuarenta años en “El Parvulito”, de la editorial Álvarez, que era nuestro libro de texto en el parvulito, precisamente. Yo el texto no lo recordaba, pero sí el dibujo, muy gráfico, de los tres lusitanos que apuñalaban a Viriato en su cama, en la tienda de campaña. Tengo aquel Parvulito clavado en la memoria gráfica, y a veces, cuando las películas soplan las hojas del álbum, las viñetas regresan a la vida y siento un estremecimiento por el tiempo que pasó, y por lo mucho que aprendí. Allí, en "El Parvulito", estaba concentrado todo el saber: la comprensión básica de la vida, de la historia, de los seres humanos... Lo demás sólo ha sido una ampliación de la materia.

Roma sigue pagando traidores dos milenios después. De hecho, si no pagara traidores, no seguiría existiendo. Quien dice Roma dice Estados Unidos o el Imperio Británico. Es lo mismo. El mismo amo con distinto collar. El Gobierno de Murcia, sin ir más lejos, que hace unas semanas también pagó a tres ciudadanos de Ciudadanos para que acuchillaran metafóricamente a su jefe de filas. Nada ha cambiado. Ni siquiera la forma de pago: a los diputados, como a los capitanes de Viriato, se les sigue ofreciendo una bonificación en metálico y otra en especias. Una finca en Emérita Augusta o un apartamento en la manga del Mar Menor; una cuadriga último modelo o un 4x4 que atruene por la autopista; un bono para el puticlub de Cartago Nova o un volquete de putas recién llegado de Madrid.

El judas negro de la película es mucho más miserable que todos estos traidores. Su recompensa por acabar con Fred Hampton, el líder de los Panteras Negras, es, simplemente, no ir a la cárcel. Quedarse como estaba, como las virgencitas que rezan a Jesús. Porca miseria. Roma paga traidores, sí, pero a veces, simplemente, le basta con no cobrarles.


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El exorcista

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Diana, la lagarta de la serie “V”, se comió el ratón de Susanita el 2 de febrero de 1985, sábado por la tarde, en Televisión Española, que era la única tele que existía por entonces. Lo he buscado por internet, y coincide ciertamente con mi recuerdo. O con mi no-recuerdo, mejor dicho, porque yo, que había ido al cine con unos amigos, me lo perdí. Todo el mundo recuerda ese momento del asco supremo, de la sorpresa mayúscula. Es un momento generacional a la altura de la muerte de Chanquete, o del último episodio de Hombre rico, hombre pobre. Aquel efecto especial de la garganta que engullía el bicho -tan cutre visto ahora, pero tan acojonante, visto entonces- yo tuve que verlo después, en alguna reposición, reenganchando a la serie como el último de la fila. Pero no maldigo mi suerte, como decía el cantar. Cuando aquel sábado de mis doce añitos -ya casi trece- mis amigos y yo salimos del cine, y regresamos al barrio, y los hermanos y las amistades nos iban diciendo “¡La hostia, lo que os habéis perdido...!”, nosotros, con una sonrisa muy estúpida de superioridad, les respondíamos: “No... ¡Lo que os habéis perdido vosotros!”

Nosotros, el Oscar y el Antonio, el Omar y el Menda, en el cine Abella de León, habíamos visto a una niña poseída por el demonio que se metía un crucifijo por el coño, y le gritaba “¡Fóllame!” a un cura arrodillado ante su cama, y luego giraba el cuello 360º sin palmarla en el intento dislocado. Lo del alienígena y el ratón palidecía en comparación con aquello... Nosotros habíamos visto a una chavala que levitaba sobre su cama, que hablaba del revés, que escribía “Help me” sobre su propia piel para pedir ayuda al exterior. Habíamos visto al puto demonio, en sus ojos trastornados.

Nosotros habíamos ido a ver “El exorcista” en una reposición de película restaurada, con cuatro entradas gratis que mi padre nos facilitó. Mi padre, por cierto, no nos advirtió de nada, el muy capullo: sólo nos dijo que era una película cojonuda, un clásico imprescindible, y cuando a mitad de película -pantalla grande, sonido atronador, penumbra en la sala- ya estábamos todos acojonados, cagados de miedo, nadie quiso ser el gallina que tomara la iniciativa de largarse. Recuerdo -con mucha vergüenza- que en el momento culminante de la película, para exorcizar nuestro propio terror, los cuatro nos levantamos de la butaca para gritar al unísono con el padre Merrin: “¡El poder de Cristo te obliga!, ¡el poder de Cristo te obliga!”. Nosotros, que éramos alumnos en los Maristas, conocíamos bien la salmodia.






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Ane

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“La culpa es de los demás...”. Esto lo que Lide se repite a todas horas cuando Ane, su hija, perpetra -o dicen que perpetra- actos terroristas. Para su madre, Ane es una adolescente como todas las demás: un poco terca, quizá, un poco cabronceta y bastante mal hablada, pero en el fondo una buena persona. Nada que ver con la purria del vecindario, o con sus amigas del instituto, que la que no es fea resulta que es tonta, o viceversa. Además, Ane saca unos sobresalientes de la hostia, casi sin esforzase, grillándose las clases sólo para demostrar que puede sacar los contenidos con media meninge, y media hora de empollamiento, y no -como insinúan los profesores, y balbucean sus compañeras- para irse por ahí a liarla, a la kale borroka, a planear movidas, a acicalar zulos, a vigilar a futuros desgraciados. Todo eso son habladurías, envidias, gilipolleces que la ciencia ya ha refutado mil veces porque ser inteligente y ser buena persona es exactamente lo mismo, dos caras de la misma moneda, y Ane, bueno, es el vivo ejemplo.

Y da igual que a Lide, la madre coraje, le presenten pruebas abrumadoras contra su hija: que la hayan pillado rajando ruedas, o robando dinero, o lanzando cócteles molotov... Sí, es Ane, pero no es Ane, a ver cómo lo explico. No son sus genes, eso desde luego, porque asumir eso sería como asumir que yo misma tengo parte de culpa, que vengo de una estirpe medio tarada, y por ahí no paso. La culpa de que Ane haga esas cosas -insisto, si las hiciera, o las hiciese- es de su padre, que es un divorciado lamentable que vive con su madre; o de su madre misma, la suegra, que todo lo soluciona rezando. La culpa es, por supuesto, de los profesores, que nunca la han entendido, y de sus compañeras, que nunca la han aceptado, y del sistema, que nunca la ha encarrilado.

Y así toda la película... En fin... La culpa, querida Lide, no es de nadie. Guarda toda tu rabia. Los hijos son como son. La gente es como es. Los hijos nacen, crecen, y luego, antes de reproducirse -o no- salen por Antequera, o por Gasteiz, a su puto rollo. Que encajen más o menos en el mundo sólo es cuestión de suerte.



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Rifkin's Festival

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Nadie salta sin red. Me lo enseñó una mujer de la que aprendí muchas cosas sobre el amor. Casi todo lo importante, en realidad. Su experiencia, su sabiduría, su crueldad intolerable -que dirían los hermanos Coen- fueron un magisterio acelerado para este tontaina de la vida. Ella, Nefernefernefer, no tenía pelos en la lengua, y sí, a veces, lenguas entre el pelo.

Nadie salta sin red, repetía ella. Nadie deja a nadie si no tiene otra cama que amortigüe su caída. Ahora las camas las hacen cojonudas -decía ella-, de viscolástica o de látex, colchones LoMonaco o LocoMía, y cuando dejas a tu pareja, la nueva cama ya no te clava un muelle en el culo, ni te jode la espalda en el impacto. Me decía Nefernefernefer -que sabía un huevo de rupturas porque ella perpetró muchas, y también le clavaron unas cuantas- que una relación tenía que estar muy jodida para que alguien dejara a su pareja sin buscarse primero el refugio y el consuelo. Y el nuevo polvo enamorado... Dicho así parece muy bestia, muy cínico, pero lo bueno de Nefernefernefer es que su cinismo se predicaba con el ejemplo; sobresaliente en la exposición teórica, pero cum laude, licenciada en Harvard, y licenciosa en Oxford, cuando ponía en práctica el desamor.

El pobre Mort Rifkin, en la película, es el ejemplo ficticio de que estas cosas (casi) siempre suceden así. Aunque su matrimonio lleva años naufragando, su mujer sólo le dejará cuando conozca -y mate a polvos, y se asegure su devoción- a un director de cine francés tan guapo como pedante. Sólo entones mantendrá con su marido “la conversación” en el dormitorio conyugal: esto estaba muerto, se venía venir, alguien tenía que tomar una decisión, etc. El protocolo establecido. 

Despechado, el pobre Mort intentará caer en la cama de la bellísima cardióloga que trata sus hipocondrías, una mujeraza nacida en Palencia, pero afincada en San Sebastián. Pero hay diferencias de edad, ay, y diferencias de atractivo, que ni la cultura ni la verborrea pueden superar. Es la historia de mi vida, sin ir más lejos... Antes, en las películas de Woody Allen, estas cosas sucedían, y cuando un tipo de Tercera se ligaba a una mujer de la Champions League, los espectadores nos atrevíamos a soñar. Ahora, en el invierno de la edad, a Woody Allen se le ha congelado el romanticismo. Y seguramente tenga razón.



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