Indiana Jones y la última cruzada

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Escribo estos recuerdos en el año del Señor de 2021, tiempos oscuros en los que el Real Madrid, otrora espejo de virtudes, se arrastra por los campos del reino y los estadios de Europa como un ejército de espada roma y blasones con agujeros. Escribo estos recuerdos antes del próximo advenimiento del Mesías, que ya no se llamará Alfredo, ni Iker, ni Cristiano Ronaldo, sino Kylian, un semidios nacido en tierra de los francos que vendrá acompañado por un escudero de apellido Haaland, nacido en las tierras del norte, donde el sol apenas reluce y todo es lenguaje de bárbaros, y belleza de las mujeres.

Son tiempos propicios para los equipos plebeyos, los segundones de la historia, y quizá por eso, ahora que vuelvo a ver las películas de Indiana Jones, todo lo analizo en clave madridista, a ver si en esas reliquias que Indy quiere encerrar en un museo se encuentra la solución a nuestros males. En “Indiana Jones y la última cruzada” -que es, sin duda, la mejor película de las cuatro- se dice que el ejército que avance con el santo Grial será invencible porque sus soldados nunca perecerán en la batalla, y serán inmortales hasta que llegue el Fin de los Tiempos. Lo mismo decían del ejército que poseyera el Arca de la Alianza en la primera película (que es la mítica), y también de aquél que reuniera las cinco piedras de Sankara en la segunda (que es la tontería).

Yo ya propuse robar el Arca y enterrarla bajo el césped del Bernabéu, ahora que andamos de obras, o enviar una expedición a la India para indagar el paradero de las cinco piedras luminosas. Hoy, en las nostalgias de Sean Connery, imaginaba a Florentino Pérez haciendo prospecciones en Alejandreta con la excusa del gas natural, pero en realidad buscando el cáliz que se perdió por la grieta de la avaricia. Ya soñaba con futbolistas eternamente jóvenes y esbeltos, ajenos a toda lesión y a todo cansancio -y que se jodan, los que protesten- cuando salió el Caballero del Grial para anunciar que sólo se puede ser inmortal dentro de las ruinas de Alejandreta. Pues nada, Floren: tendremos que reconstruir allí el estadio, y apuntarnos a la liga de Jordania.





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Indiana Jones y el templo maldito

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De niño, en León, yo no podía ver las películas que se estrenaban en la competencia porque mi padre trabajaba en los cines rivales, y argumentaba que pudiendo yo entrar gratis en ellos, las veces que quisiera, como el niño aquel de Cinema Paradiso, por qué iba a darme dinero para ver otras películas que podría recuperar de mayor, cuando ganara un sueldo  y dejara de pedigüeñarle las propinas.

Las películas de Star Wars que construyeron mi infantilismo se estrenaban por navidades en nuestros cines -bueno, en “sus” cines, que eran de unos propietarios asturianos- pero las películas de Indiana Jones, aunque también venían paridas por George Lucas, se estrenaban siempre en el cine Emperador, el más bonito de la ciudad, que en realidad era un teatro donde a veces se festejaban óperas y ballets. Una vez vino el Bolshoi a pegar botes y yo estuve rondando las cercanías para ver rusos de verdad, aunque fueran comunistas fugaces y fugitivos. Quiero decir que el cine Emperador era un lugar casi aristocrático donde cualquier película de mierda parecía otra cosa, como de arte y ensayo, como si el marco hiciera más valiosa la pintura. Pero eso lo descubrí, ya digo, muchos años después.

Es por eso que la primera vez que vi Indiana Jones y el templo maldito no la vi, sino que la escuché, de labios de un amigo que había ido con sus padres y había regresado maravillado. El amigo nos contó cosas inconcebibles y asquerosas sobre el templo maldito: que en una cena servían sesos de mono, y sopa de ojos, y culebras vivas, y sorbetes de cucaracha. También nos dijo que salía una tía muy buena, la novia de Indy, pero que casi no te daba tiempo a enamorarte porque seguían pasando cosas muy repugnantes. Una de ellas, que a un hindú le sacaban el corazón de cuajo, arrancado por el puño de Mola Ram, y que aun así el tipo seguía vivito y acojonado. Qué barbaridad, dijimos todos los presentes... Aún no sabíamos que todos íbamos a pasar tarde o temprano por ese ritual, aunque fuese de modo metafórico. A mí, por ejemplo, me arrancaron el corazón hace algún tiempo y aquí sigo, vivito y coleando, y escribiendo estos recuerdos.




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En busca del arca perdida

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Si hacemos caso de lo que nos cuenta Steven Spielberg -y para mí es como si hablara el mismísimo Jesucristo, uno con películas y otro con parábolas- el Arca de la Alianza lleva 85 años guardada en un almacén del gobierno de Estados Unidos, en un hangar kilométrico que marea la mirada.

Desconozco si a veces pasan los agentes federales para quitarle el polvo y emplearla como bazooka en alguna guerra colonialista. Recordemos, como dice el personaje de Denholm Elliott, que cualquier ejército que avanzara con el Arca sería invencible y dominaría el mundo... Pero creo que no. A los americanos, en todo este tiempo, desde que Indiana Jones les consiguiera la reliquia dejándose la piel, les ha ido muy bien en algunas guerras y muy mal en otras, y no creo, por ejemplo, que los marines hubieran salido corriendo de Afganistán si hubiesen tenido el Arca para destaparla y hala, a tomar por el culo los talibanes, derritiéndolos con cuatro rayos subatómicos.

Lo más seguro es que ya nadie sepa en qué caja está el Arca de la Alianza. Ya sabemos cómo son los funcionarios, que lo traspapelan todo, y los cambios de gobierno, que hacen mucha limpieza de documentos. Y es una pena, la verdad, porque el Arca, empleada para hacer el bien, podría salvarnos el pellejo en muchas batallas trascendentales. En manos de los pobres podría ser el arma definitiva de la revolución, y en manos de los verdes, el arma definitiva para detener al cambio climático. Los poderes del Arca son la hostia, como ya sabemos.

Pero Dios, como decía mi abuela, es de derechas, y no creo que al final permitiera tales usos demoníacos. Así que yo, en mi humildad, en la segunda división de los sueños, le pediría a Florentino Pérez que hiciera un esfuerzo, uno de pirata trajeado, y que se trajera el Arca de contrabando como hacen ellos, los americanos, con el oro de nuestros galeones. Aprovechando que seguimos de obras, enterraríamos el Arca bajo el césped del Santiago Bernabéu y volveríamos a ser el equipo invencible y rutilante de hace unos años, de blanco esplendoroso, como de ángeles que bailan, y no de peleles enclenques que son batidos por el viento.



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El olvido que seremos

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Leo en internet que la segunda mitad de “El olvido que seremos” es mucho mejor que la primera. Pero vamos, muchísimo mejor. Nada que ver. Como la noche de Bogotá y el día de Medellín, mismamente. Como una película buena de Fernando Trueba y una película mala de Fernando Trueba, que a veces parecen dos tipos distintos, con el parche cambiado de ojo y todo.

Insisten, en las páginas de la cinefilia, que sólo hay que tener un poco de paciencia para atravesar el desierto insufrible de la primera hora. Para superar este rollo con diálogos de mazapán y músicas del cielo. Esta nostalgia con filtros donde no salen Óscar Ladoire ni Antonio Resines, ni nadie de la vieja troupe fernandiana que al menos nos haga sonreír con una boutade o con un chiste malicioso. Nada, ni las migajas de una comedia.

Todo esto lo leo cuando voy por el minuto 20 de la película y empiezo a temer que he sintonizado el “Cuéntame” de Medellín por una interferencia de las ondas, y que si no fuera porque Javier Cámara no suele estar en esos registros, va a tardar nada y menos en soltar un “Me cagüen la leche, Merche” o como sea que defequen los colombianos iracundos. El comienzo de “El olvido que seremos” es -sí, insisto- un rollo patatero, sensiblero, mainstream que te cagas. Un cursillo sobre el santo Job para aquellos que en realidad habíamos venido a otra cosa: a ver un episodio más de la lucha de clases, con este hombre, Héctor Abad Gómez, convertido en héroe y mártir de nuestra causa. La causa de la justicia social, de la inversión pública, de la recaudación de impuestos, de que se jodan los ricos aunque sólo sea de vez en cuando.

Las páginas que consulto dicen que todo eso llegará en la segunda hora, y que serán saciados de sobra los que mantengan la fe y alimenten el espíritu. Pero son las doce de la noche y el cansancio ya me pesa como hormigón sobre la cabeza. Me digo a mí mismo que veré el resto mañana, o sea hoy, pero sé que no es verdad.

Luego, en la cama, justo ya para coger el sueñito, leeré en internet la triste historia del doctor Abad. La puta que los parió... O el putero que los engendró... Ya no sabe uno ni cómo hablar.





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Seinfeld. Temporada 5

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Es fácil enamorarse de las mujeres hermosas que uno se encuentra por la vida. Sucede, qué se yo, dos veces al día, a veces tres. A veces ninguna, pero luego llega un día de seis que mantiene la media aritmética. La vida de Jerry Seinfeld en Nueva York no es muy distinta de la vida de Álvaro Rodríguez en La Pedanía. Hay días de primavera, y también días de invierno cerrado, que no se ve ni a jurar.  Uno se queda prendado de esa mujer que le precede en la cola del supermercado, o que le adelanta apresurada por la acera. Que aparece en internet sonriendo desde una distancia casi siempre kilométrica. Tan lejanas, que yo ya utilizo el año-luz, y no el kilómetro, para ubicarlas con astrofísica precisión. Todas ellas son mujeres perfectas, lo mismo las carnales que las pixeladas, pero son perfectas porque en realidad no sé nada de ellas, y el anonimato, y la ignorancia, permiten fantasear. Alguna, quizá, hace lo mismo conmigo...

En Seinfeld, Jerry y George  también se enamoran de una neoyorquina nueva en cada episodio. Las conocen con suma facilidad en la cola del cine, o  en la fiesta de un amigo. Jerry es guapo y humorista profesional, y George... bueno, George vive en Nueva York, y allí hay mercado para todo el mundo. Me gustaría verle aquí, en el Valle Verde, lidiando con el personal. Jerry y George contactan, quedan, llegan a las primeras intimidades, pero luego, indefectiblemente, dejan a sus parejas por una nadería sin importancia: porque llevan ropa rara, o hablan demasiado bajo, o se ríen demasiado alto, o regatean la propina al camarero… 

El efecto que producen estas situaciones es de comedia, y uno se ríe con el puntillismo casi neurótico con el que Jerry y George rechazan a sus novias fugaces. Pero los romances a este lado de la pantalla se dilucidan de un modo muy parecido, y aunque te ríes, hay un poso de verdad que cristaliza como hielo en la sonrisa. Yo también me fijo en gilipolleces para mover la foto a la izquierda o a la derecha; ellas también hacen lo mismo conmigo. Nadie está para tonterías. Nos hemos vuelto mayores y selectivos. Y mientras nos perdemos, y nos esquivamos, Seinfeld sigue siendo la mejor comedia imaginable.



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Moros y cristianos

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Todas las películas de Azcona y Berlanga son esencialmente la misma: el personaje principal desea conseguir algo y a su alrededor se confabulan los estúpidos para ponerle una zancadilla. A veces, demasiadas, el estúpido es el personaje principal, pero él no se da cuenta.

    Algunos desgraciados, como Plácido con su motocarro, o Canivell con sus porteros, salvan la jornada a costa de volverse casi locos. Otros, como el verdugo que no deseaba ejercer, o el bancario que no quería casarse, fracasarán en su lucha liberadora, y vivirán existencias muy tristes más allá del “Fin” anunciado por el rótulo. Pero aquí, la verdad, en Moros y cristianos, los turroneros se quedan en un limbo difícil de definir. Al final logran promocionar sus productos, pero por el camino se dejan un muerto, muchos dineros y la dignidad pisoteada de los apellidos: Planchadell, el de los listos, y Calabuig, el del tonto, que son sustituidos en los cartelones por una familia anglosajona muy alejada de Jijona.

        Alrededor de los personajes azcona-berlanguianos pulula una nube de moscas cojoneras que jamás aportan nada y siempre andan molestando. Son los amigos, los familiares, los extraños..., gentes que jamás escuchan a nadie y sólo están esperando su turno para colocar su rollo más o menos pertinente. Las películas de Azcona y Berlanga son, básicamente, el grito de Francisco Umbral en aquel programa de la Milá, donde exigió hablar de su libro tras tanto escuchar a los demás.

    Toda esta filmografía -quiero decir- es un estudio sobre la incomunicación humana. Cuando me sumerjo en las tramas, no noto fractura entre la realidad y la ficción. Cambia el contexto, pero la fauna es exactamente la misma que me encuentro por la vida. La vida, más allá de la tele, también está poblada por un ejército de incapaces, de pesados, de neuróticos, de egoístas, de pendencieros, de tarados, que salen cada mañana de sus trincheras para tomar posiciones en las colinas. Yo me creo Moros y cristianos a pies juntillas, con sus peseteros y sus liantes, sus imbéciles y sus salidos, sus mendrugos y sus aprovechados. Y me meo de la risa. Quizá porque yo también tengo lo mío...



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The Wire. Temporada 3

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Para los que hemos visto The Wire y la tenemos puesta en un altar -o al menos en proceso de beatificación- la muerte de Stringer Bell está a la altura de otras muertes memorables que convirtieron la pantalla en un velatorio virtual, como la muerte de Chanquete, o la decapitación de Ned Stark, con nosotros allí presentes, en el sofá, con la lágrima cayendo, y la respiración suspendida, sobrecogidos por la sorpresa de un desenlace inesperado.

Stringer Bell, como otros muertos muy llorados, no era precisamente un tipo recomendable, pero al menos, en la tercera temporada, intentaba salir del círculo vicioso de las esquinas cuadriculadas. Se le veía una parte de carne, en el corazón de piedra. O quizá nos engañamos, y todo era “only business”. Stringer era un gánster, un asesino vicario, un tipejo con el que era mejor no cruzarse por si sus intereses y los tuyos entraban en conflicto: una mujer, o un porcentaje, o una subvención del ayuntamiento...  Pero de algún modo retorcido, casi simiesco, Stringer nos caía bien. A las mujeres -he hecho una encuesta a mi alrededor, como cantaba Javier Krahe- porque su físico las turuletaba, y su voz las sulibeyaba. Y a los hombres, pues un poco por lo mismo, pero por razones de imitación, de aspiración a su estatus de depredador:  porque le veías desenvolverse en los barrios bajos o en los despachos de los senadores y tu ego machuno deseaba copiarle los andares, y las gravedades, y apuntarse lo antes posible a un gimnasio para adquirir ese cuello-toro y ese pecho-gorila.

La tranca -que también adivinamos portentosa- ya sería cuestión de someterse a cirugía, y eso siembra la duda, y estremece la billetera.

Yo, por mi parte, he vivido tres temporadas enamorado de la ayudante del fiscal, la mujer pelirroja de la que ahora mismo, la verdad, no recuerdo el nombre. Será que cada vez que sale en pantalla la sangre me golpea los tímpanos... Sí sé, en cambio, el nombre de la actriz que la interpreta, Deirdre Lovejoy. Cada vez que lo veo escrito en los títulos de crédito, al inicio de los episodios, me entra como un relax y como una excitación, todo al mismo tiempo, no sé si me explico.



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La mujer que escapó

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En el descanso de la Champions, para aprovechar los quince minutos en el limbo, veo el comienzo de La mujer que escapó, que es una película coreana que viene muy recomendada por los críticos. Pero vengo con prevención, ojo, porque son los críticos sospechosos, no los habituales, a los que me confío cuando no conozco al personal. Y este director, Hong Sang-soo, con nombre de delantero centro del Hamburgo, es la primera vez que se presenta en mi televisor. Es más: cuando uno de estos críticos culturetas, de cahiers du cinéma, que han trascendido el cine para alcanzar el “hecho fílmico”, afirma que tal película es la “nueva joya coreana”, yo me hecho a temblar, porque de las joyerías de Corea sólo llegan películas violentísimas -de machete en mano- o películas incomprensibles -de diálogos para besugos. Y Parásitos, sí...

Veo los primeros quince minutos de La mujer que escapó y descubro que no hay ninguna mujer escapando, y eso, siguiendo la teoría de Ignatius Farray, que afirma que en las buenas películas siempre coincide el título con lo narrado (como en El Padrino, o en Garganta profunda), ya es motivo suficiente para rendirse. Esta mujer coreana no escapa físicamente de nada, pero sí, quizá -metafóricamente, poéticamente, coreanamente del sur- escapa de su marido, que la ha dejado sola un fin de semana porque se iba de viaje de negocios, o no sé qué. A saber, porque los subtítulos son muy parcos, y tú ves que Gam-Hee habla y habla con sus amigas mientras el rótulo se limita a comunicar: “Buenos días...”. Es lo que pasa cuando te confías al pirateo en el Mar del Japón, que además te solapan el subtítulo con otro en chino mandarino, con lo cual la confusión –“la fusión intercultural”, dirían esos pedantes - ya es morrocotuda.

Pasan quince minutos y regreso a la Champions, y al terminar la Champions, regreso a la película. No me interesa lo que me cuentan -o sí, lejanamente- pero me seduce el hablar de estas mujeres, la parte puramente fonética del asunto. Me relaja, su parloteo. Es una experiencia ASMR que yo agradezco igualmente. Me viene bien para los nervios.





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