Libertad

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En la película de Clara Roquet hay libertad, o más bien Libertad, pero no hay comunismo, lo que seguramente agradará mucho a la señora que manda en la capital. Libertad, la adolescente colombiana, pasa el verano en una familia que cuando escucha la palabra comunismo se parte de risa mientras saca la escopeta o llama al asesor fiscal para preguntar por la estabilidad de los mercados.

En esa familia que huelga en su piscina inabarcable -más grande que la piscina municipal que acoge a los parias de La Pedanía- vive una adolescente llena de complejos llamada Nora que verá en Libertad todo lo que ella no es: una chica libre, contestona, desinhibida con los muchachos, que sale de casa cuando le peta y regresa a ella cuando le sale, por mucho que su madre, Rosana, la criada del hogar, rabie y se desgañite con su vocecita de mucama ejemplar.

Libertad, además, es una chica de desarrollo acelerado, de rostro carnoso y curvas levantiscas, y Nora, acomplejada, se pregunta ante el espejo por qué la vida puede ser tan injusta. Por qué el desarrollo embrionario hace que unas sean así y otras asá. Por qué a unas chicas las premia con la belleza y el hechizo, y a otras las condena a la timidez y a la insustancialidad. En este primer verano lúcido de su adolescencia, Nora comprenderá que la vida no siempre es justa, y que está plagada de desequilibrios y sinrazones.

Nora, en su simpleza de adolescente, se considera una desheredada de la fortuna cuando todos sabemos que a la larga ella lleva todas las de ganar. Nora crecerá, medrará, recibirá apoyos innúmeros y tráficos de influencias, mientras que Libertad, que ahora es la reina provisional de la fiesta, la tormenta perfecta de los encantos, terminará deslomando su cuerpo a cargo de un jornal miserable. Ese es el destino más probable para cualquier siervo de la gleba. Pasados los años, Libertad será carne de crápulas y esclava de empresarios, mientras que Nora, a su ritmo, terminará encontrando su hueco en los privilegios de la burguesía.



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Seinfeld. Temporada 9

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Termino de ver la última temporada de “Seinfeld” y me ratifico en declaraciones anteriores: esta es la mejor sitcom de la historia. No las más perfecta, quizá, porque Larry David y Jerry Seinfeld tampoco aspiraban a la cuadratura de la comedia. Ellos iban un poco a capricho, a golpe de inspiración, y lo mismo sacaban episodios memorables que episodios prescindibles. Pero da igual: nada superará esta tesis doctoral sobre la farsa de ser adultos y responsables. ¿Adultos y responsables? Venga, hombre, hablemos en serio... Aquí no se libra ni el apuntador. Hablo de los personajes de la serie y de los espectadores en el sofá. Cualquiera de nosotros podría ser Jerry, o George, o Elaine. Kramer ya no tanto, eso es verdad.

Pero antes de juzgar a los personajes de “Seinfeld”, yo os desafío, queridos hermanos, a que el primero de vosotros que se considere normal lance la primera piedra. Ellos, como nosotros, también se ganan la vida y son amables con los demás. Tienen padres a los que quieren y policías a los que respetan. Hacen carantoñas a los niños. Pero nosotros sabemos... Nosotros les hemos visto por la mirilla cuando se juntaban en sus salones o en sus dormitorios. O en el Monk’s Café, alrededor de sus platos combinados. Nosotros les hemos sorprendido in fraganti cuando hablaban sin sentido. Cuando se comportaban como niños. Cuando planteaban cosas absurdas. Cuando cotilleaban y enredaban. Cuando juzgaban sin saber y anticipaban sin calcular. Cuando se mostraban maniáticos y bobos, estúpidos y arrogantes. Imperfectos hasta la ternura. Y yo digo que ay, que qué pasaría, si hicieran una sitcom sobre nosotros que les vemos, sorprendidos en los momentos más imbéciles de nuestra existencia. En esos instantes donde se descubre que ser adulto solo es un disfraz que nos ponemos por la calle.

Porque tengo a buen seguro que en la intimidad todos somos así: adolescentes sin escuadrar, temerarios y muy simples. Medio listos como mucho. Inteligentes en momentos puntuales. Más bien estúpidos en general. Maravillosamente imperfectos, y estúpidamente egoístas.




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El amor después del mediodía

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“El amor después del mediodía” no va de la preferencia sexual de hacer el amor a la hora de la siesta, que es una cosa de mucha raigambre en el Mediterráneo. Y a la que yo también tengo cierta querencia cuando se presenta la tentación. No: la película de Éric Rohmer va sobre el adulterio. De un adulterio limítrofe y extraño. ¿Porque qué es, a fin de cuentas, un adulterio? ¿Dónde está la raya que separa la fidelidad del engaño? Rohmer, por supuesto, no iba a rodar un adulterio convencional. Lo suyo -para bien - es enredar, hacer exégesis, poner a franceses y a francesas a filosofar. Y, de paso, hacer que el espectador se cuestione un par de cosas que creía afianzadas y que quizá no lo estaban tanto.

La película empieza con Frédéric -que es un hombre casado - paseando sus ojos azules entre las mujeres de París. Frédéric es un hombre muy atractivo y él lo sabe. Fija su mirada en las parisinas sabiendo que ellas no desviarán sus ojos ni su sonrisa. ¿Es eso adulterio? Según el propio Frédéric -que va deshilvanando su monólogo- no. Él dice que ve en ellas el reflejo de su mujer, y que admirándolas le rinde homenaje de hombre enamorado. Que no pasa nada, en definitiva, por ir valorando cuerpos admirables y futuros alternativos. ¿Es eso adulterio? Yo pienso que sí: de grado 1, quizá, pecado venial y peccata minuta. Quizá un imperativo de la biología. Un algo a veces indisimulable. Pero adulterio. Hay modos de mirar y modos de mirar...

Luego Frédéric conocerá a Chloé, que es una mujer bellísima que le desea. Ella no quiere que Frédéric se separe: le basta con ser su amante, con tener un hijo de él, con verse de vez en cuando en su piso de soltera. Frédéric se citará con Chloé muchas veces sin llegar a penetrarla. La abrazará, la besará, la acariciará desnuda cuando salga de la ducha... Pero nunca creerá estar cometiendo un adulterio. Nosotros sabemos que sí, pero él cuenta con el lenguaje para justificarse. Con la poesía que inventa metáforas. La palabrería.

Viendo la película me he acordado mucho de Bill Clinton y Mónica Lewinsky y no sé por qué.



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Pam & Tommy

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Hasta hace un par de semanas yo era uno de los pocos que no conocía el famoso vídeo de Pamela Anderson y Tommy Lee. Un ignorante lamentable. Estoy en el mundo pero es como si lo flotara, como si nunca posara los pies en el suelo. Solo en la hierba de los campos de fútbol... No veo la tele, ni leo las revistas, ni trato con nadie que me ponga al día de estas cosas. Alguien que me baje de  esta vida mía de pájaros virtuales, a demasiados metros de altitud. Vivo muy apegado al barro para unas cosas y muy distante para otras: así soy yo. El ermitaño de la tontería. Llevo años en una cueva de Tora Bora donde solo entra la “prensa seria” y la actualidad del Madrid, y las películas donde el nombre de Pamela Anderson jamás saldría en los títulos de crédito. Llámenlo elitismo, o estrechez de miras.

Pero tampoco vayamos a exagerar: antes de ver la serie sí sabía quién era Pamela Anderson Pero vamos, muy de lejos, apenas una referencia en el folklore americano. Jamás vi un episodio de “Los vigilantes de la playa” porque sus pechos no aguantaban toda la memez que alimentaban. Yo, de Pamela, solo conocía eso, sus pechos descomunales. Una ceguera úbrica, y lúbrica. Ni siquiera hoy podría ponerle una cara que no fuera la de esta actriz que la interpreta.  Magistralmente, creo.

Tampoco sabía, puestos a no saber, que Pamela había estado casada con un rockero llamado Tommy Lee que era el batería de un grupo de nombre indescifrable, y de música inescuchable. Pero es que ni pajolera, vamos. Y visto lo visto, tampoco creo que me haya perdido nada: Pam y Tommy son dos descentrados, dos personajes insufribles a los que íntimamente deseas que todo les vaya mal en la vida, aunque la serie se empeñe en susurrarte lo contrario.

Bueno: todo no, porque lo del vídeo les pasó a ellos como le podría suceder a cualquiera. Cualquiera que se autofilme, claro. Yo sería feliz si a Pam y a Tommy les frieran a impuestos revolucionarios. Eso sí; pero esto no. Esto otro es inadmisible. La serie va de la pérdida de la intimidad que vino con internet. Y todos -ricos y pobres, tontos y listos- tenemos una intimidad.



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Master of none. Temporada 2

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“Master of none” te da una de cal y una de arena. Es una serie irregular pero maravillosa. Es como una amante tronada, o como un amante bipolar, que te concede días perfectos y también días insufribles. La felicidad y la desesperación. La alegría de insistir y el miedo de continuar ¿Compensa? Pues depende. Eso va en el aguante de cada cual.

“Master of none” es por supuesto una amante que compensa. Si te saltas los episodios en los que Ansari reparte juego entre personajes secundarios, o relata la perplejidad de los hindúes, lo otro, que es encontrar a la mujer de sus sueños, es una sucesión de episodios perfectos que se contemplan con media sonrisa en la cara y media congoja en el estómago. Es comedia romántica, sí, pero no es ñoña ni gazmoña. Es muy del siglo XXI. En la búsqueda de Dev hay parejas que encajan y parejas que no; polvos arruinados y amores casi consumados. A veces hay cama en la primera cita y a veces la cama se pospone para siempre. A veces la cama solo llega tras largas conversaciones paseando por Nueva York, que es como se hacía antes, cuando éramos medio bobos, o románticos del todo, y aún nos pesaban los tabúes como piedras.

Tinder echa humo en el teléfono de Dev desde que su relación con Rachel dejó de funcionar. Y dejó de funcionar porque sí, sin razón ni motivo, como suceden las cosas en los tiempos modernos. Simplemente se cansaron, exploraron otras vías, les dio miedo dejar de volar. Y eso que volaban juntos. Pero les dio igual. Ahora todo es muy raro. La oferta y la demanda de corazones ha creado una economía propia e imprevisible. Ya nunca se sabe. Hoy amas, o te aman, y mañana el amor ya es imposible porque viene un bostezo o un viento del sur.

En esta segunda temporada, Dev está enamorado de Francesca, que es una top model italiana que todavía no sabe que es una top model porque su novio la guarda como oro en paño. Modelo y con novio: Dev lo tiene crudo, sí. Pero Dev no se rinde. Él no es Marcello Mastroianni pero tiene otras virtudes. Para empezar que es más más majo que las pesetas. Y con esa primera piedra tratará de construir el edificio de su amor.



 


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En carne viva

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Antes de rodar “En carne viva”, Meg Ryan fue la reina indiscutible del amor sin sexo. En sus comedias románticas ella ponía ojitos, morritos, te seducía con todos los vestiditos bien abrochados. Meg te enviaba e-mails conmovedores, o se subía a los rascacielos más altos para besarte, que son cosas muy tiernas de mujer enamorada. Pero luego, a la hora de la verdad, jamás te concedía la contemplación de su cuerpo desnudo. Eso solo sucedía tras la cortina de los títulos de crédito, y casi siempre con Tom Hanks de compañero sexual, así que durante años flotó en el inconsciente colectivo el enigma de su cuerpo sin ropa,  tan guapa como era de cara, y tan pizpireta de gestos, con ese punto perverso de sus ojos azules.

Y sin embargo, Meg Ryan había fingido un orgasmo como pocos se habían visto en las salas del cine respetable: un orgasmo de la hostia, a pleno pulmón, a todo lo que da el organismo. La reina del amor sin sexo demostró que también podía ser la reina del sexo sin amor. Pero pasaron muchos años antes de que alguien le concediera una oportunidad. Y la oportunidad, finalmente, se la concedió Jane Campion, en esta película que es tan rara como todas las de Jane Campion. Mira que “El piano” nos parecía rara de cojones y al final resultó ser la más ortodoxa de sus películas. Y también la más bella.

“En carne viva” es una historia tortuosa, reptiliana... rara. Va de un policía con bigote y de una profesora de literatura que follan por puro instinto, por puro morbo, que es a lo que nos referíamos antes con lo del sexo sin amor. Una cosa muy respetable, desde luego, pero que aquí se convierte en enfermiza, y en peligrosa, porque una cosa es zumbarte a un tío que en el fondo te la sopla y otra, muy diferente, zumbarte a un tipo que sabes que podría asesinarte. Ya digo que “En carne viva” es una película muy rara... Pesadota de seguir. Pero sale Meg Ryan en carne viva, eso sí, y según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, una película que da lo que promete merece al menos nuestro respeto.





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Ópera prima

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Se titula “Ópera prima” porque es la primera película que dirigió Fernando Trueba. Y, también, porque cuenta la historia de un hombre llamado Matías que encontró a su prima en la salida de Ópera, en el metro de Madrid. La casualidad.

Corre el año 1979 y las relaciones entre primos todavía no están bien vistas en democracia. Son tiempos oscuros que ya ven la luz del sol, pero todavía quedan zonas en penumbra. Matías y Violeta no son creyentes, pero por si acaso, para no dar lugar a habladurías, deciden encerrarse en la buhardilla donde ella vive para ver pasar la vida desde un edredón. De todos modos, si no lo han entendido mal, lo que es pecado mortal es casarse y procrear, a no ser que le pidas una dispensa al Papa. Pero follar, como ellos follan, con toda la inocencia del mundo, y además con una inocencia enamorada, no es más que un pecado venial por ser una relación extramatrimonial. Y de esas hay muchas por ahí.

Mientras que abajo, en Madrid, van germinando la movida musical y la movida socialista, ellos, en la buhardilla, encerrados bajo siete llaves a no ser que haya que trabajar, o que bajar al supermercado, viven la movida del amor, que es siempre la misma desde que el mundo es mundo. En un momento determinado, Matías le confiesa a su amigo que está viviendo la felicidad absoluta. Se lo dice por teléfono, desde la cama, con Violeta a su lado, desnuda y dormida. “Si la felicidad no es esto, no sé qué es...” Y yo estoy con Matías: la felicidad es poco más que eso: la buhardilla, y la mujer amada, y el deber que no llama, como cantaba Javier Krahe. Lo demás es superfluo, engañifa, mercancía de embaucadores.

“Ópera prima” no estaba prevista en mi programación. No quedaba ni un hueco en mi agenda de chotado. Pero ayer, en el Caralibro, un amigo puso un pasaje descacharrante de Óscar Ladoire arremetiendo contra tirios y troyanos alrededor de una mesa de comedor. Su personaje de Matías es memoria sentimental. Envidia cochina de la palabra. Matías es demoledor, ocurrente, tierno y odioso.  Ahostiable en ocasiones. Un genio. Le adoro. Y tuve que ver la película completa, claro. Otra vez.



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La maravillosa Sra. Maisel. Temporada 4

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La cuarta temporada de “La maravillosa Sra. Maisel” no es redonda. Tiene sus momentos tontos y sus cerros de Úbeda. Pero da igual. La cuarta temporada es como la propia señora Maisel: no es perfecta, pero te da lo mismo, si estás enamorado. Y yo vivo enamorado de la serie y de la señora Maisel. Un poquitín. Uno también puede enamorarse de un personaje de ficción, ¿no? Incluso de un dibujo animado, como les pasaba a los seres humanos con Jessica Rabbit, que bebían los vientos, y pugnaban contra la pulsión.

De hecho, siempre que me preguntan si vivo enamorado, tengo que matizar si me están hablando de una mujer verdadera o de una mujer de la pantalla, que a veces se suceden, pero a veces se solapan, en una trigonometría de fantasía. En un triángulo amoroso que vive sin conflictos ni tensiones. O eso creo yo...

Miriam Maisel, en mi modesta opinión, es un torbellino y un bellezón. Una mujer de armas tomar. Dice tacos, fuma, entra en reyertas con su lengua viperina. Podrías ir con ella a comer entre camioneros y te sentirías como en casa escuchando sus chistes soeces. Sus dobles sentidos de lagarta. Pero luego, tras pasar por casa y ponerse el vestido de noche, y tú el frac alquilado, podrías acompañarla a un concierto en el Carnegie Hall donde ella sería la reina de la noche, la mujer más hermosa y elegante de los contornos. Miriam Maisel es una todoterreno, una embaucadora de las miradas.

A mi amigo, sin embargo, que sigue la serie porque su mujer sigue la serie y hay que hacer matrimonio en el sofá, Miriam Maisel le parece una pesada, y una deslenguada. No soporta ese incesante parloteo que para mí es como el canto de los pájaros. Mi amigo dice que si Miriam fuera muda todavía tendría un pase, lo que a mí me indigna un poquitín. Lo llevo con mansedumbre. Pero es que a mi amigo no le gusta ni su físico, del que dice que le recuerda demasiado a Isabel Díaz Ayuso -o sea, al demonio mismo- en lo cual no va desencaminado. Pero es que a mí, que padezco flaquezas de bolchevique, eso todavía refuerza más mi colgadura, y mi chotadura por Midge Maisel, la reina de los escenarios.



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