La ciudad es nuestra

🌟🌟🌟🌟


A tenor de lo visto en “La ciudad es nuestra”, me da que en Estados Unidos -o al menos en el estado de Maryland- no tienen una ley mordaza tan retrógrada y neofascista como la nuestra. ¡Shame on you, congresistas de Madrid!

Si no, David Simon y sus secuaces -Pelecanos, Ed Burns, todos los sospechosos habituales de su banda- ya habrían comparecido ante el juez denunciados por el Cuerpo de Policía de Baltimore. Amenazados de cárcel por denunciar los abusos policiales y poner así en peligro la unidad de la patria, y la concordia de la Constitución. Y los privilegios de la burguesía. Y ya me callo.

A ver quién es el guapo que aquí, en España, podría rodar una serie semejante, contando cómo la Policía Nacional hizo esto o la Policía Autonómica hizo lo otro. No quiero detallar por culpa, precisamente, de la ley… Una ley que ni siquiera el gobierna social-comunista y pro-etarra ha tenido a día de hoy el valor o la conveniencia de retirar, lo que viene a demostrar que el aparato del Estado, gobierne quien gobierne, está al servicio de otros intereses mayores que lo sostienen o lo amenazan. Y ya me callo.

Alguien podría decir: “Antidisturbios”. Pero el suceso policial de aquella serie ya era -para que Sorogoyen e Isabel Peña se guardaran las espaldas- un medio accidente, una semifatalidad del destino. Un terreno gris en el que la fiscalía televisiva no podría entrar sin hacer mucho el ridículo. Nada que ver con el delito continuado de una banda organizada como esta de Baltimore, que se cobraba las horas extras con fajos incautados y te pegaba una hostia en la cara con solo reprocharles su actitud. Una banda de gánsteres al otro lado de la ley, que se suponía era nuestro lado.

Después de todo, ¿qué hace que un delincuente en potencia se decante por liarla vestido de uniforme policial o vestido con el traje de los Golfos Apandadores? Apenas un capricho del destino: el ejemplo de un amigo, una necesidad laboral, una oportunidad que se presentó... El bien y el mal se mezclan como el agua dulce y el agua salada en la desembocadura. Y ya me callo.





Leer más...

Somebody Somewhere

🌟🌟🌟🌟


Parece buena gente, pero es mejor no confiarse. En el estado de Kansas se vota republicano por mayoría abrumadora, en proporción de 3 a 1. Quiere decir que si hay ocho personajes más o menos principales en “Somebody Somewhere”, todos ellos simpatiquísimos y conmovedores, seis de ellos, cuando llega el día de las elecciones, saludan cordialmente a sus vecinos, hacen una buena obra camino del colegio electoral y allí, en esas cabinas con cortinas negras y palancas del TBO, ellos y ellas votan por la marginación del negro, la exclusión de los pobres, la desinversión pública, el saqueamiento de la sanidad, la carrera armamentística, la abolición del aborto, el bombardeo de un país remoto, la persecución del homosexual y la prédica de la Biblia como conjuro contra las teorías de la evolución y el contubernio internacional de los judíos.

Me he pasado los siete episodios de “Somebody Somewhere” pensando en quiénes serán los dos personajes que votan al Partido Demócrata allá en el Cinturón de la Biblia, y en los Océanos del Cereal. Uno, sin duda, es Jeff, el amigo de Sam. No sé: es homosexual, parece lúcido, no lleva vestimentas de paramilitar ni conduce todoterrenos intimidantes. No acaricia escopetas al llegar a casa... Es cierto que frecuenta la iglesia, pero sólo cuando el local se convierte en el centro cívico de la ciudad y allí se canta incluso al desenfreno y a la vida en tolerancia. Pero de los otros siete, incluida su protagonista, tan entrañable e indefensa, ya no sabría decir cuál es la otra manzana sana en este balde de manzanas podridas. Cuál el alma pura que convive entre estos sepulcros blanqueados que te prestan la motosierra, o te bajan al gato del árbol, o vigilan tu correo, o te arreglan una chapuza, o te regalan una tarta de bienvenida, pero que cada cuatro años votan en secreto para que tu vida sea mucho peor. 



Leer más...

Locomía

 🌟🌟🌟🌟


La verdad es que no tenía ninguna intención de ver este documental. Los “Locomía” -o los “Loco Mía”, que así aparecen en algunos rótulos- pasaron por la tele de mi casa como actores muy secundarios del vodevil. Quizá porque nuestra tele era todavía en blanco y negro y nos perdíamos los juegos de colores en vestimentaa y abanicos. Vistos en la vieja Philips del salón, los “Locomía” perdían mucho pedigrí, y como su música era siempre la misma, y el tema de los abanicos pues mira tú, ni fu ni fa, al pasar la novedad el resto no fue más que saturación comercial y parodias de Marte y Trece que eran lo mejor de lo mejor.

Quiero decir que quizá hacía veinte años que no dedicaba ni un solo segundo a estos muchachos de los trajes raros y los zapatos puntiagudos, aunque ellos, en el documental, se crean algo así como los forjadores de nuestra modernidad sexual e incluso artística. Son las cosas del ego, o de la falta de perspectiva.  En mi caso, la preocupación por sus destinos estaba -vamos a decir- en el puesto 13.456 del ránking de mis quebraderos de cabeza. “Ah, sí, un documental sobre los chicos del abanico...” Y poco más. Nada de interés hasta que el amigo de La Pedanía -que estaba más o menos como yo en cuanto a febril entusiasmo- me dijo que no me dejara llevar por las apariencias. Qué había visto la serie con su señora y que más allá del outfit y del bailoteo había una historia muy bien contada, adictiva, de egos que entrechocaban con la fuerza de venados en la berrea.

Y estos venados, de berrea, estaban más o menos todo el año, guapísimos y activos, picaflores y deseados. Después de todo, cuando tienes dieciocho años y formas un grupo musical, y más todavía si lo formas en Ibiza, lo haces para follar a lo grande, saltándole los turnos de espera. Lo de ganar dinero -que al final, junto con los celos, es siempre lo que termina por joderlo todo- ya vendrá cuando hagas cálculos de lo que necesitas para jubilarte con 35 tacos.




Leer más...

25 Watts/El viaje hacia el mar

🌟🌟


Aunque T. es de allá, y lleva lo de allá metido en el alma, no le duele afirmar que el cine uruguayo no merece el esfuerzo de una sentada en el sofá. “Ni medio minuto le dedico yo, vamos”, dice siempre con un gesto de desdén.

Hasta ayer, cuando ella entraba en ese discurso antipatriótico, yo le decía que tampoco sería para tanto, y que algo habría que rescatar tras siglo y cuarto de directores uruguayos dándole a la manivela, aunque solo sea por proximidad con sus vecinos argentinos. Y para adornarme con un ejemplo, y quedar como un hombre de mundo, siempre le traía a colación la tan afamada “Whisky”, que es la única película uruguaya conocida entre la cinefilia provinciana, y que no está tan mal dentro de su modestia parsimoniosa.

Pero T. me respondía que si “Whisky” era lo mejor que había parido su país, cómo sería todo lo demás, y que ya me daría cuenta si algún día si me adentraba en esas aguas turbulentas. Así que el otro día, azuzado en el orgullo, me dio por buscar en internet las películas más afamadas a ese lado del Mar del Plata. Encontré dos -aparte de “Whisky”- que la crítica ponderaba sobre todas las demás: “25 Watts” y “El viaje hacia el mar”. Las descargué, las guardé en el disco duro como un tesoro y ayer, reunido por fin con T., le propuse una ordalía de cinéfilos tumbados en el sofá. El mismísimo Dios iba a juzgar quién llevaba razón: si ella, en su convicción, o yo, en mi contumacia.

Y ganó T., claro, que se conoce el percal mejor que yo, y que a medias se indignaba y a medias se descojonaba con ambas películas. “25 watts” nos duró diez minutos en la pantalla. No entendíamos nada. Ni lo que hacían esos tres mendrugos ni lo que mascullaban entre dientes. Un desastre. “El viaje hacia el mar” batió la plusmarca anterior y nos duró veinte minutos más de  impaciencia. Unos hombres incomprensibles, cada uno con su neura y con su hablar también dificultoso, se suben a un camión para conocer el mar a una edad ya más que avanzada. No les vimos llegar. Nos apenamos en un recodo del camino aprovechando que uno de ellos, aquejado de la próstata, tuvo que solicitar una parada para mear.




Leer más...

Los hermanos Sisters

🌟🌟🌟🌟🌟

El western no forma parte de mi educación sentimental. Cuando yo era niño, los americanos dejaron de rodar tiroteos en Monument Valley y decidieron conquistar nuestra voluntad con destructores imperiales que surcaban las galaxias, y arqueólogos con sombrero que buscaban los tesoros de la Biblia. 
   Los westerns -ya viejunos- los veíamos en casa los sábados por la tarde, en aquel espacio que se llamaba Primera Sesión y que rescataba películas para la chavalería que se cobijaba del frío polar, o del calor insufrible. Nosotros no sabíamos si eran obras maestras o películas de relleno porque siempre las veíamos medio somnolientos, o medio distraídos, añorando los estrenos en pantalla grande que forjaban nuestros sueños.

    Los americanos dejaron de rodar westerns porque ya nadie se quedaba con la boca abierta cuando los tipos desenfundaban las pistolas en el O. K. Corral, o el Séptimo de Caballería irrumpía cabalgando a golpe de corneta. El western clásico, en esencia, era el manspreading de unos tipos carentes de moral -o de moral dudosa- que lo mismo robaban la tierra del indio que abofeteaban a la prostituta o se cargaban a un fulano por un quítame allá esas pajas. O esas zarzaparrillas. Violencia gratuita, infumable, de tipos Marlboro que llenaban la pantalla con sus físicos imponentes y sus voces acojonantes.

    El western que nos devolvió al género lo parió Clint Eastwood y se llamaba Sin Perdón: fue al mismo tiempo una obra maestra y un acto de contrición. De aquella piedra fundacional han bebido muchas películas que ya son parte de nuestra tertulia. De nuestro rollo patatero. De nuestro monólogo inagotable cuando algún incauto -o alguna incauta- nos pregunta que qué tal, que a ver si les recomendamos una película que hayamos visto últimamente…
 
    Sobre mi próxima víctima caerá la vanagloria, la alabanza, la crítica entusiasta y detallada de Los hermanos Sisters, que es un juego de palabras, sí, pero también un western simperdoniano de matones con conciencia que sólo quieren volver a casa con su mamá. Un clásico instantáneo.



Leer más...

Malena Pichot: estupidez compleja

🌟🌟🌟🌟


Antes de que dé comienzo el monólogo de Malena Pichot -supongo que para hacer la gracia y enfervorizar a su grey- un camarero se acerca para decirle que si va a hablar de feminismo él también quiere opinar:

-          ¿O acaso no puedo opinar porque soy hombre?

A lo que ella, silenciosa, responde sacando una lupara y apuntándole al pecho, como insinuándole que ni se le ocurra: que éste es su escenario, y lo de ahí abajo su potorro.

Me parece bien. Si no estás de acuerdo con el espectáculo, a callar. Como cuando toca ir a misa porque se murió un familiar, o hay que ver el telediario de Antena 3 porque visitas a tu madre. Ajo y agua. No es cuestión de decirle al cura que deje de predicar, o de pedirle a tu madre que cambie de canal y ponga al tío Wyoming con la esperanza de que Sandra Sabatés no se haya ido aún de vacaciones. El sacerdote y tu madre están en su casa, y tú, visitante ocasional, te jodes como Herodes (Malena, que conste, dice cosas peores). Y además, qué coño: ella tiene razón en casi todo. Casi...

“My kingdom, my rules”, como dijo un rey de Inglaterra, y el kingdom de Malena es su escenario y su micrófono. Ella es la reina de la función y toca escucharla. Cuando estás de acuerdo, pues sonríes y aplaudes; y cuando se te ocurre una objeción, pues sonríes menos o aplaudes menos fuerte. Lo fundamental es ser educado. En esto como en todo.

Dicho esto, hoy lo consecuente sería no escribir nada. Autoconcederme unas vacaciones. No voy a ser mejor o peor escritor por dejar sin firmar una gacetilla. Pero un prurito mental, y otro dactilar, estimulados por el café, me dejan el ánimo un poco inquieto. Mientras veía el monólogo se me ocurrían... matizaciones. Nada fundamental. No creo que sean “estupideces complejas”. En lo gordo estoy completamente de acuerdo; en lo flaco... En fin. ¿Pero quién se atreve, después de la lupara? Yo no, desde luego. Sólo diré que me he reído mucho. Esta mujer tiene eso que llaman “vis cómica”. Un don. Y además, los hombres, grosso modo, somos “ansí”, como ella nos retrata. Más simples que un pirulí, o que una pija. ¿Se puede ser más simple que la propia pija? A veces sí.




Leer más...

Los peores años de nuestra vida

🌟🌟🌟🌟


“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo. 


“Pretty Woman”, por cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad. Una re-prostitución.

Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos, prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.  

Luego, con los años, lo vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que entrechocan.

La gran broma de esta película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual -el trasunto de Gabino Diego-  eran pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.




Leer más...

Las ilusiones perdidas

🌟🌟🌟🌟🌟


Ahora que estoy en el tiempo renovado de las ilusiones -cincuentonas, pero muy sanas- se me hacía un tanto extraño, y un tanto irónico, ver una película titulada “Las ilusiones perdidas”. Como si mi inconsciente, prevenido de catástrofes anteriores, hubiera buscado una parábola moral que me preparara para el revés de la fortuna. Endilgarme, con la excusa de los premios internacionales, y de los aplausos de la crítica, una película francesa en forma de tirita, de venda con esparadrapo, antes de que se produzca la herida y yo me desangre con los chorros. La historia de Lucien Chardon como recuerdo de que la fortuna es caprichosa, y las personas incorregibles.

Temí, por un momento, mientras me entregaba al gozo cinéfilo, que mi inconsciente estuviera rebajando mis ilusiones con algo de agua para que la borrachera – o el achispamiento- no se me suba a las meninges. Y así preservar, al menos, esa frontera última de la razón. No sería la primera vez que mi inconsciente -que a veces es un cabronazo, pero a veces es un samaritano que cuida de mi felicidad- me hace encontrar una película que yo ni siquiera estaba buscando, y que me hace ver la verdad que los ojos me denegaban, por estar ciego yo, o por estar confusas las circunstancias. En tales lances, el inconsciente -por eso es inconsciente- maquina sin que yo me dé cuenta de su arácnido tejer.

Pero esta vez no hay caso: puedo asegurarles, mesdames et messieurs, que sólo era cinefilia, pura y simple cinefilia, desprovista de filo y de maldad, la que me llevó a ver “Las ilusiones perdidas” y me hizo salir indemne de su tránsito. Mientras las ilusiones del pobre Lucien se ahogaban en el Sena o se disipaban entre sollozos, las mías, protegidas por una mantita, dormían calentitas y despreocupadas mientras yo asistía a esta película impecable, casi perfecta, donde es difícil colocar un pero o buscarles tres pies a los gatos de París.





Leer más...