El turista accidental

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El turista accidental… Casi estoy por ponérmelo de epitafio cuando llegue la hora. Porque yo no soy más que eso: un turista accidental. Un azar de la biología, un armazón de proteínas, una consciencia medio consciente de andar por el mundo. Uno que va de enterado y no se entera de nada. Siempre de paso y rascándose el cogote. Eso: un turista.

    ¿Pero qué somos todos, en realidad, sino turistas paseados en autobús que lo ven todo deprisa y corriendo, malentendiendo, o entendiendo a medias, lost in traslation perdidos, hasta que te devuelven al hotel y apagan la luz de la habitación? Los poetas se tiran mucho el rollo definiendo la vida, pero vivir, en realidad, sólo es eso, hacer turismo. Eso sí: hay viajes de mierda y experiencias de ensueño; pesadillas en alta mar y lunas de miel inolvidables. Pero todo pasa y nada queda. La vida es una excursión con fecha de salida y fecha de regreso. Y recuerdos en las fotografías.

De todos modos, “El turista accidental” no va de esto. Va de un hombre que se dedica a escribir guías de viaje para la gente que odia viajar. Gente que cuando está en el avión sueña con estar en su sofá, para compensar a todos los que sueñan con volar cuando están en su sofá. Un flujo universal y equilibrado de los deseos.

Macon, aunque ejerza de guía de los viajeros, va por la vida como casi todos, más maleta que persona, dejándose llevar por los acontecimientos. Antes de perder a su hijo quizá era un hombre más jovial y atrevido, pero uno sospecha que nadie cambia en realidad y que los azares de la vida sólo le han ido quitando y poniendo disfraces.

    Macon se divorcia. Macon no es ningún chollo. Macon es un misántropo de libro, inteligente pero distante. Todo rebota en sus ojos azules y enigmáticos. Su pachorra puede resultar molesta e incluso irritante. Pero Muriel, Muriel Pritchett, “esa extraña mujer”, ve algo en élque nadie más podría vislumbrar. Y ella no está de turismo por Baltimore: ella está de safari y sabe bien lo que quiere. Puede que esté como una regadera, pero también puede que sea una mujer maravillosa. Las dos cosas a la vez. Un viaje de descubrimiento para Macon.







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Un pequeño plan... cómo salvar el planeta

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Tener un hijo superdotado puede ser una bendición de los cielos, pero también una china clavada en el zapato. Si el hijo te sale del tipo práctico, de los que construyen cacharros en garajes o invierten sabiamente en la bolsa de Nueva York, la criatura, puede retirarte del trabajo antes de que te jubiles a los 65, y no solo eso: puede regalarte la casa que siempre soñaste junto al mar, y hacer viajes esporádicos por aquí y por allá, para conocer el mundo que nunca conociste cuando currabas sin parar. Una ganancia máxima, tras una inversión mínima de un óvulo más un espermatozoide. Y la satisfacción, además, de tener un hijo más majo que las pesetas, y más listo que todos sus primos y que todos sus compañeros de clase.

Pero hay superdotados que a veces te salen como este chaval de la película, el tal Joseph, que con sus 13 años es un admirador de Greta Thunberg que lo vuelca todo en el idealismo, en la salvación del planeta, dejándote más o menos como estabas. E incluso peor, porque para financiar sus proyectos de iluminado precoz, Joseph es capaz de vender tus bienes a tus espaldas, lo más preciado del hogar, armado de una conexión a internet y de un desparpajo impropio para la edad.

Una buena mañana, los padres de Joseph -que son dos pijos de cuidado, por cierto, y que merecen sobradamente este desfalco- descubren que el chaval les ha vendido los pelucos, las joyas, los adornos carísimos e inservibles... Incluso los vinos cubiertos de polvo que ellos guardaban en la bodega. Todo eso que roban los asaltantes en los chalets de lujo y que tú siempre piensas: “Pues mira: que les den por el culo”.

Tener un hijo superdotado de esta categoría puede estar muy bien para clarificar algunos conceptos y limpiar un poco la conciencia, pero nada más. No te va a sacar de la pobreza, y tampoco te va a solucionar ningún enredo medioambiental. El planeta, queridos niños, y queridas niñas, está condenado. Solo es cuestión de tiempo. Lo único coherente que se dice en la película es que habría que exterminar a media humanidad para solucionar el problema. Se buscan voluntarios. 




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Breaking Bad. Temporada 5

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“Breaking Bad” no habría terminado como el rosario de la aurora si Walter hubiera sido un padre que se lo pule todo en cachondeos y solo deja las migajas para que la familia tire mes a mes, sin preocuparse por el futuro. Un Walter White más jaranero habría protagonizado otra serie muy diferente: quizá un dramón de sobremesa, puede que turco o venezolano, en el que la mujer está hasta los ovarios de sus despilfarros y decide ponerle los cuernos con el compañero más salado de la oficina, mientras que el hijo con parálisis cerebral, allá en el instituto de Ankara o de Maracaibo, duda entre ser un muchacho virtuoso y alejarse de su influencia, o seguir los pasos de su padre para que dentro de unos años, cuando le venga el cáncer o la cirrosis, tengan que quitarle con fórceps lo bailado.

Pero gracias a que Walt Whitman -perdón, Walter White- era un padre responsable que quería legar muchos millones antes de morirse, nosotros hemos disfrutado como enanos de esta serie que ya es patrimonio cultural y calcio de nuestros huesos. Hubo, incluso, quienes se compraron camisetas con la imagen de Heisenberg frunciendo el ceño y oteando el horizonte de los desiertos. Yo mismo, recuerdo, lo tuve algún tiempo de fondo de pantalla, como si Willy Wonka -perdón otra vez, Walter White- fuera un héroe de la voluntad o algo parecido. Ahora mismo, después de ver la serie por tercera vez, siento un poco de vergüenza por aquella concesión a su mitología. 

A veces se nos olvida que el título de la serie, traducido al román paladino, es “Volviéndose malo”, “O tomando el camino equivocado”. La gente, en las tertulias de la seriefilia,  todavía debate si Walter White es un héroe trágico zarandeado por las olas o un genio del mal que vivía embotellado en su apariencia de pusilánime. No sé... Yo estoy cada día más convencido de lo segundo. Cada vez que repaso la serie me parece un personaje más imperdonable e hijoputesco. Pero ojo, no solo Walter White. El orgullo cerril anida en cada uno de nosotros, esperando su oportunidad. Y un orgullo desatado es una fuerza indomable de la naturaleza.




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El perfume

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En “El protegido”, aquella película de M. Night Shyamalan, aprendimos que las capacidades humanas están distribuidas estadísticamente en forma campana de Gauss. Si en un extremo vivía Samuel L. Jackson con sus huesos de cristal -que lo soplabas y se partía- en el otro vivía Bruce Willis con sus huesos de hormigón -que lo metías en un accidente de tren y salía como único superviviente. A cada minusválido, decía Shyamalan, le correspondía un superhéroe de acción para que la suma total de las capacidades siguiera siendo 0 y se mantuviera el equilibrio energético del universo.

He recordado esto porque viendo “El perfume” he encontrado a mi superhéroe olfativo, Jean-Baptiste Grenouille, ese personaje de cuento que compensa las graves limitaciones de mi pituitaria. Porque yo, entre que tengo el tabique nasal desviado, y que el bulbo olfativo lo tengo alquilado para almacenar nombres de futbolistas y títulos de películas, tengo que acercarme mucho para captar el aroma de las cosas más bellas del mundo: las flores de La Pedanía, y un buen potaje de cuchara, y el cuello estirado de T… También es verdad que gracias a esta limitación yo me libro de la hediondez que a otros les satura y les pone de mal humor, pero yo preferiría oler como Dios manda, como está prescrito para nuestra especie animal, y no verme relegado a este extremo de la campana donde la vida no tiene ningún sentido cuando hablamos de filosofía, y solo tiene cuatro sentidos y medio cuando hablamos de biología.

“El perfume”, no sé por qué, es una película que se había escapado de mi radar. Quizá en su día desconfié, o sentí que recordaba demasiado bien la novela. Craso error… La película es magnífica, espeluznante, con una rara poesía que hoy no sería admisible entre los ofendidos y los bien pensantes. “El perfume” se la debo a T., que me hizo la recomendación, y que tiene, por cierto, una pituitaria también muy evolucionada, emparentada lejanamente -eso espero, lejanamente- con la de Grenouille.





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Dos hombres y medio. Temporada 7

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Lo cierto es que antes tenían más gracia, cuando eran dos hombres y medio de verdad y el niño no entendía los afanes sexuales de sus mayores. Ni sus melopeas habituales, cuando el sexo se arruinaba y solo quedaba la desolación etílica de los cuarentones. Alrededor de Jake, en los tiempos gloriosos de la serie, los personajes hablaban en metáforas, en floripondios muy divertidos sobre el amarse y el quererse. Eran los tiempos en los que el tío Charlie dormía con “amiguitas” y papá era un hombre asexuado que tarde o temprano volvería con mamá. Era, también, la infancia feliz en la que Berta era una pariente lejana de Mary Poppins con el único defecto de comer demasiadas hamburguesas en los descansos.

Antes de la séptima temporada tuvo que ser un descojono trabajar de guionista para la serie, practicando la autocensura cuando llegaban las masturbaciones o las prostitutas, las borracheras o las pornografías. Se tenían que oír las carcajadas desde el otro lado del valle cuando estos tipos se reunían para hablar de guarrerías sin que nada pudiera verse o decirse en los fotogramas. Pero ahora, con Jake ya convertido en un hombre -porque cumplidos los catorce años ya es un homínido con todas las de la ley,  obsesionado con el sexo y con poner en riesgo su salud- el lenguaje de “Dos hombres y medio” ha pasado a ser directo, sin filtros, como de conversación de hombres en la barra del bar. Ahora los personajes ya dicen follar, y paja, y condón, y “se me puso tiesa”, y “jodó, vaya que si me la tiraría...”, y a mí, que no me escandalizan estas expresiones que yo mismo utilizo en los contextos más cavernarios de la semana, me entra un no sé qué de nostalgia literaria. De inocencia perdida del niño Jake, y quizá también de mi propio hijo cuando creció.

De todos modos, nunca está de más perderse en los episodios de “Dos hombres y medio” -ideales mientras se friegan los cacharros o se barre la cocina- para recordar que los machos de la especie somos sexo y poco más. Tan simples como un pirulí; tan predecibles como la tabla del 1. Lo otro – lo de hacernos los intelectuales o los interesantes- también es un ejercicio de literatura. 








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El caso Figo

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Al terminar de ver el documental, leo con sorpresa que Luis Figo jugó en el Madrid los mismos años que en el F. C. Barcelona: cinco. Confieso que no recordaba ese dato, siendo yo tan futbolero y tan merengón. Pero es que para mí, el paso de Luis Figo por el Madrid fue una nebulosa y una farsa futbolística. Puede que hasta un engaño. A veces pienso que nos lo vendieron medio lesionado, o medio fatigado ya de la vida futbolística. Luis estaba casado con la mujer más bella del mundo, y eso, quieras o no, te altera un poco el orden de prioridades.

A veces creo que Luis Figo -el mismo que nos llamó “llorones” desde un palco ceremonial- nunca llegó a enfundarse nuestra camiseta. De esos cinco años vestido de blanco no queda ninguna jugada memorable, ninguna gloria individual. Nada como el escorzo de Zidane, o como los zambombazos de Roberto Carlos. O como las pillerías de Raúl, nuestro Raulito. Nada. Figo rindió, sí, pero a medio gas, para que no se notara mucho su quintacolumnismo. Figo vino al Madrid sin pretenderlo, obligado por el pesetero de su representante. Y acuciado, también, por su propia pesetería, por mucho que él jure que lo que necesitaba era “amor y reconocimiento” por parte de la directiva del Barcelona. All you need is love, no te jode... Hoy diríamos que Figo es un eurero, aunque yo nunca haya escuchado esa expresión. Me la apropio, en caso de tal. Digamos que Figo fue un mercenario del balón, quizá el más famoso de todos los conocidos. Su fichaje fue el acontecimiento más sonado del año 2000, mucho más que la llegada del milenio mismo o que el miedo a que se escoñaran nuestros ordenadores.

“El caso Luis Figo” es un documental para los futboleros ya talluditos que recordamos con pasmo todo lo que entonces sucedió. Por mucho que lo veamos jamás terminaremos de creerlo. Pero también es un recordatorio shakesperiano de dos verdades humanas como puños: la primera, que nadie dice la verdad; la segunda, que donde hay mucho odio hubo mucho amor.


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La ley de Teherán

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Para entender un poco mejor el contexto de la película, he leído en internet que hasta hace un par de años la posesión de 30 gramos de cocaína era castigada en Irán con la pena de muerte. Y como la cocaína, todo lo demás: la heroína, y la maría, y puede que hasta el pegamento de los escolares, que por eso en sus colegios lo pegan todo con la lengua, o con el chicle de los kioscos.

Sin embargo, el número de drogadictos no paraba de crecer en la tierra de los ayatolás. Y aunque parezca paradójico, es lo normal: los narcotraficantes arriesgaban la misma pena traficando con un sobrecito para la fiebre que con un saco para el cemento, de tal modo que llevaban su droga hasta el último rincón de las calles de Teherán o hasta el último poblacho donde Abbas Kiarostami rodaba sus películas insufribles (que eran, de por sí, porros merecedores de alguna pena muy capital.) Es como cuando mi exmujer castigaba al chiquillo sin ver la tele lo mismo por desobedecer una consigna que por traer una manchita de barro en los zapatos, lo que hacía que el retoño campara más o menos a sus anchas en la convicción de que ya vivía condenado de antemano.

No quiero ni pensar lo que hubieran hecho los ayatolás con Walter White -ahora que estoy revisitando los episodios finales de “Breaking Bad”- si le hubieran pillado con las manos en la masa justo después de cocinar las perlas azules al 99% de pureza. Me imagino que le hubieran puesto al menos tres nudos corredizos en el gaznate, para dar ejemplo a los otros Heisenbergs del Golfo Pérsico ávidos de pasta o de orgullo. 

Yo mismo, hace una semana, caminaba por las calles de Ámsterdam con un brownie de marihuana que contenía 0’5 gramos de la sustancia. Allí es todo legal, y casi hasta recomendable, por aquello de probar la experiencia completa de la ciudad, pero haciendo la división de 30 gramos entre 0’5 me sale que en Irán, al menos, me hubieran cortado un dedo o medio cojón por hacer la gracia de probar el pastelito y sentir como la risa afloraba desde el píloro. 


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Peaky Blinders. Temporada 1

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La resaca de la I Guerra Mundial fue la gran oportunidad perdida para hacer la Revolución. La revolución mundial, digo, la fetén, la que hubiera puesto todo el sistema patas arriba, con los soldados que regresaban de las trincheras cargados de razones y adiestrados en las armas, y no esa que finalmente triunfó en la Rusia de los campesinos hambrientos y los marineros del Potemkin, que fue una conquista más simbólica que fructífera, más sangrienta que liberadora.

El mismo Karl Marx, al que Lenin tuvo que adaptar a las circunstancias de su terruño, hubiera preferido que el socialismo triunfara en un país industrializado y comerciante,  para que los proletarios se repartieran la riqueza de las fábricas y los barcos, y no el pan con serrín que lo soviets distribuyeron penosamente en los planes quinquenales. El abuelo Karl soñaba con una revolución en Alemania, que era su tierra natal, o en Gran Bretaña, que es la patria de los Peaky Blinders. En Alemania estuvimos a punto, pero Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron traicionados por los socialistas tibios y sonrosados. Ahora esas traiciones te cuestan el ostracismo parlamentario, pero entonces te costaban el fusilamiento contra una tapia...

En Gran Bretaña, según cuentan los historiadores, también hubo intentonas, contubernios, huelgas masivas que amenazaron con invertir la pirámide de la riqueza. Pero faltó lo de siempre: unidad. Mientras los comunistas arengaban en las fábricas, los Peaky Blinders, que hubieran sido una fuerza de choque cojonuda, unos bolcheviques corajudos, prefirieron sacar tajada particular de sus habilidades. Entregados al día a día de ser los mafiosos de su pueblo, optaron por ser unos amorales que lo mismo se entendían con la policía de Winston Churchill que con los terroristas del IRA. O con los comunistas mismos, si eso era conveniente para el negocio. Les daba igual. En los ojos azules de Cillian Murphy no se refleja ninguna ética verdadera: sólo el egoísmo ancestral que defiende el acervo genético de la familia.





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