La juventud
Un par de seductores
🌟🌟🌟🌟
La primera vez que vi “Un par de seductores” (la web de Filmaffinity, que es mi caro diario, señala que fue hace 17 años) le puse un aprobado raspado y ahora me pregunto, incrédulo, la razón de tal desvarío. Porque me he reído una jartá con sus paridas.
Me debió de pillar en un mal día, supongo, porque la gente no cambia y los gustos tampoco. Hay días para elegir comedias y días para elegir melodramas, y quizá yo entonces me equivoqué. Solo un puñado de obras maestras caben en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Solo ellas trascienden tu estado de ánimo y te trascienden a ti mismo. Por eso ellas son inmortales y tú no. Es lo que tiene estar tan bien hechas y pervivir en la nube de los píxeles, como los dioses de la Antigüedad.
Una cosa que siempre dije que haría -pero nunca hice- es anotar en un cuaderno no solo que vi tal película tal día, sino también la circunstancia que la rodeó, como recomendaba Ortega y Gasset en sus libros de filosofía. Anotar si la vi solo o en compañía (y qué compañía, si ésta fuera confesable), si hacía frío o calor, si la vi en el cine o en el salón de mi casa (o en un salón ajeno), si estaba recién follado o recién operado, o recién salido de una época conflictiva. En fin: todo eso que acompaña al “hecho del visionado”, y que a veces emite ondas de interferencia, distorsionando para bien lo que en realidad era una película cuestionable, o para mal, si era una película que en verdad merecía mayor nota o consideración.
Como “Un par de seductores”, que he visto, por cierto, en casa de mi mamá (porque estaba de visita), despatarrado en la cama, en el ordenador, con Eddie en su cunita roncando el sueño de los perretes. En el otoño de la edad y ya casi en el invierno del calendario.
(Esta película, como alguna otra, se la debo a Paco Fox y a Ángel Codón, que en sus podcasts divertidísimos me traen a la memoria las viejas películas. A veces reafirman mi opinión, pero a veces me hacen dudar: son tan entusiastas, tan hooligans, tan defensores de sus gustos... Bueno, un poco como yo, cuando bajo al barro de la pelea).
Origen
🌟🌟🌟🌟
Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si
ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas
otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo,
por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema,
no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba
con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto
o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente
compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo
que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.
Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de
entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos
para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y
perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas
a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo
quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal
lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto
a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la
peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”
Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como
quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película-
también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja
soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta
cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada,
con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o
joder la marrana... Lo mismo que hace Marion
Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados,
siempre es bienvenida.
El truco final
Uno viene a las películas de Christopher Nolan a entretenerse.
Pero también, por qué no, a que le estimulen la inteligencia. Lo que pasa es
que esto es como la estimulación anal: que a veces, cuando hay confianza -y con
Christopher Nolan hay confianza- uno se deja acariciar el ojete, se relaja, se siente
tratado como una persona inteligente y sensible, y de pronto, zas, te
encuentras con que el fulano te la ha metido doblada, y que se descojona a tus espaldas,
mitad amante y mitad cabronazo. Terminada la experiencia -quiero decir, la película-
ya no sabes muy bien qué pensar: por un lado ha sido excitante, y por otro, una
humillación. Sea como sea, se te queda la cara de tonto...
Aquí, en El truco final, la cuestión es saber si la
máquina de Tesla produce o no fotocopias de las cosas, y ya puestos a
electrocutarse, fotocopias de uno mismo. Saber si Nolan ha hecho una película
de ciencia-ficción o si el mago Angiers sólo perpetraba otro de sus trucos, apoyado
en la existencia de su gemelo... Da igual: quien la haya visto, sabrá
de qué hablo, y quien no, se va a quedar como estaba, porque esto es como
hablar en chino, y no desmenuzo gran cosa con el spoiler.
Después de apagar el DVD, recomponer el gesto y tantearme
subrepticiamente el ojete, me he puesto a pensar qué haría yo con una máquina
de Tesla que funcionase. Lo primero, eso seguro, fotocopiarme a las ocho de la
mañana para que Álvaro Bis fuera a trabajar mientras yo me quedo durmiendo un
rato más. Luego sacaría al perrete sin prisas, y haría un poco de ejercicio, y avanzaría
un poco en la nueva escritura sin recorrido... O sea, vivir. El problema iba a
surgir cuando Álvaro Bis regresara al hogar. No íbamos a disputarnos el mando a
distancia, eso no, porque somos idénticos en los gustos, y a los dos nos mola
Broncano y la NBA, pero ya, para empezar, habría que poner dos platos, y dos
lavadoras, y dos de todo... Eso no sería problema: lo haría por una mujer aventurera, aí que cómo no iba a hacerlo con mi clon, que soy yo mismo. Lo que pasa es que, como dicen en la
película, cuando tu clon descubre que dependes de él para seguir con el truco,
estás en sus manos, y una de dos: o cedes en todo, y te conviertes en su esclavo, o le asesinas -o sea, te asesinas- o tienes
que inventarte otro número para seguir de vacaciones.
Tenet
🌟🌟🌟
Christopher Nolan se ha tomado al pie de la letra aquello que
dijo una vez David Simon, el de la series de HBO: “¡Que se joda el espectador
medio!” David Simon lo dijo porque una vez le acusaron de ser un poco premioso
en el desarrollo de sus tramas. Sus series, ciertamente, tienen cien personajes
inquietos y eléctricos, y hace falta armarse de paciencia para llegar a los episodios
finales, donde al final todos encajan maravillosamente. Pero Christopher Nolan
va por otro lado con eso del “espectador medio”. Él ha decidido prescindir del
tipo sin estudios superiores, sin inteligencia de MENSA, sin paciencia de santo Job. Me recuerda mucho a Miguel
Induráin cuando subía los puertos. Nolan de Villava ya llevaba varias películas
subiendo a ritmo, dejando rezagados a los sprinters y a los fondones. En “Origen”
y en “Interstellar” ya hubo muchos que dimitieron en las primeras rampas de la
física, y se dedicaron a contemplar el paisaje de los valles. Ahora, en “Tenet”,
Miguel Nolan ha decidido que ha llegado la hora de acelerar la marcheta, y en
un repecho al 20% de paradoja temporal ha decidido que ya no le siga nadie:
sólo los que van dopados hasta las cejas, en la serpiente multicolor.
Quiero decir que “Tenet” no se entiende, y que cuando la
explican, se entiende menos todavía. Qué bien habría quedado Antonio Ozores en
un papel secundario, de agente encubierto de la CIA por ejemplo, explicando lo
de las flechas del tiempo con su farfulla del “Un, dos, tres”: “.... ¡no hija
no!”. Yo he resistido el primer acelerón -creo-, pero en el segundo he soltado
un juramento en voz alta y me he dedicado a contemplar el fondo moral de los
personajes. Uno está, de alguna manera inconfesable, con el malo de la película:
lo malo no es morirse, sino que todo el mundo se quede aquí, viendo lo que tú
ya no verás. Si nos fuéramos todos al mismo tiempo, pues bueno... De todos modos,
este pensamiento misántropo, que se pude albergar dos o tres veces en la vida, sólo
puede pensarse seriamente si uno no tiene hijos, y él, Kenneth Branaghosky, tiene
uno, el muy cabronazo y muy maléfico...
Lo otro, lo de que las generaciones del futuro tengan la posibilidad
de mandarnos a tomar por el culo retrospectivamente, con ingeniería positrónica
y retrocronológica, a modo de venganza por nuestro comportamiento medioambiental,
también lo entiendo perfectamente. Faltaría más. Y estos plastas de la CIA
queriendo salvarnos a toda costa... Si no fuera por mi hijo, ya te digo.
El caballero oscuro: la leyenda renace
La continuación de El caballero oscuro ha sido un bajón en el ánimo del cinéfilo, y una decepción, en el jolgorio del niño. Hay hostias, sí, por doquier, explosiones y persecuciones de mucho decir ¡oh!, y ¡ah!, que ya dábamos por consabidas. Pero no siempre se entiende muy bien a cuento de qué vienen. Hay mucho ruido, mucho lío, una banda sonora atronadora… Yo ya estoy algo mayor para estas pirotecnias, y el chaval, a mi lado, se tapaba los oídos con la música altisonante. Batman, en su imaginación traicionada, es un personaje que anuncia sus apariciones con una música siniestra, sibilina, más de película de terror que de fanfarria de americanos luchando por la Libertad. Qué cansinos son, los americanos, con el temita…
El hombre que pudo reinar
Ya no quedan reinos perdidos a los que huir, como Kafiristán. En el siglo XIX todo era más fácil para los aventureros que buscaban la felicidad. Liabas a un amigo, te liabas la manta a la cabeza, te pertrechabas con la ayuda de unas mulas y medio mundo estaba ahí, a tus pies, casi sin descubrir, tras el puerto de montaña. Con un poco de suerte, las tribus del valle podían confundirte con un semidios -el descendiente de Alejandro Magno, o el hijo perdido de los atlantes-, y gracias al malentendido te tumbabas a la bartola en el palacio de las montañas, a vivir a cuerpo de rey. A disfrutar del ocio de no hacer nada, del privilegio de acostarte con las mujeres más bellas. De soñar con la vuelta a la civilización chapado en oro, para ser la envidia de tu cuñado, y de la bruja que vive en el 5º derecha. Y luego, a comienzos de septiembre, si la policía no lo impide, regresar a esa segunda residencia palaciega, que ya se habrá convertido en tu patria verdadera. En tu lugar en el mundo.
Interstellar
¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir gravedad cuántica? Así rezaba el título original de la película, con el que se trabajó durante el rodaje e incluso en las primeras fases de la postproducción. Pero a última hora, tal vez para ganarse al público que no entiende los libros de Stephen Hawking, o que podía confundirla con una película francesa sobre la gravedad existencial, Christopher Nolan decidió titular a su película Interstellar, que anticipa aventuras en el espacio, y exploraciones entre galaxias. Y haberlas haylas, desde luego, y muy lejanas, arriesgadísimas, con la nave Endurance visitando planetas improbables y bordeando agujeros negros para ganar impulso y ahorrar combustible. Pero es un título que tiene algo de engañoso, porque la película no habla realmente sobre el futuro extraplanetario de la humanidad, ni quiere ser una parábola sobre nuestro destino como especie, con esos guiños hiperespaciales a las desventuras del astronauta Bowman en 2001. El tema nuclear de Interstellar es el amor que une a los padres con los hijos, un vínculo que uno, que también es padre, pero que asumió hace tiempo los postulados del materialismo dialéctico, siempre ha tenido por estrictamente biológico, genético, aunque adopte formas muy elevadas y nos arranque las tripas con sentimientos inaprensibles de pena o de alegría.
Un puente lejano
La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.
The trip to Italy
Cuatro años después de recorrer el norte de Inglaterra en The trip, Steve Coogan y Rob Brydon vuelven a fingir que se odian para embarcarse en otra aventura gastronómica pagada por The Observer.
Esta vez, como hay más presupuesto, o tal vez mejor humor, se lanzan a recorrer los cálidos paisajes de Italia, en vez de los brumosos parajes de su tierra. Coogan y Brydon rondan ya los cincuenta años, pero siguen comportándose como adolescentes que salieran a la cuchipanda. The trip era una película más triste, más melancólica, porque entonces ellos transitaban la crisis masculina de los cuarenta, que les mordía en la autoestima, en el impulso sexual, en las ganas de vivir. Ellos se descojonaban con sus imitaciones, con sus puyas artísticas, pero se les veía dubitativos e infelices. Ahora, sin embargo, quizá porque el paisaje es radicalmente distinto, y la luz del Mediterráneo lava las impurezas y reconforta los espíritus, Brydon y Coogan aparecen más risueños, más traviesos, como si hubieran asumido que el peso de la edad es el precio a pagar por seguir viviendo.
En una lectura superficial, podría pensarse que The trip to Italy es una gilipollez sin fundamento: dos tíos que van de hotel en hotel y de comida en comida recreando escenas míticas de El Padrino. Pero uno -quizá equivocadamente, porque la simpatía por estos dos fulanos es automática y visceral- creer ver en la película de Winterbottom una celebración de la vida y la amistad. Dos hombres maduros que abrumados por la belleza de la Costa Amalfitana hacen las paces con su destino y vuelven a sentir la alegría pura de la adolescencia, cuando nadie piensa en la muerte y todo sirve de excusa para echarse unas risas. Cuando las féminas, intrigadas por tanta felicidad, vuelven a posar la mirada con interés...
La huella
Si alguien dijo una vez que todas las películas podían reducirse al esquema "chico busca chica"-y si terminaban follando era una comedia, y si no, una tragedia-, lo mismo podría decirse de la lucha de clases. La lucha por los recursos es tan vieja como la lucha por la jodienda, y forma parte de cualquier película analizada hasta su tuétano. Si la película termina con un cabronazo que acapara los medios de producción, tenemos drama; si el subalterno, el explotado, consigue un reparto más justo del pastel, tenemos una alegre ficción de sonrisas proletarias.
Esta lucha peliculera puede ser estrictamente marxista, de bolcheviques contra el zar, de estibadores contra patrones, de esclavos alzados contra Roma. Pero puede ser, también, la rebelión de los marineros a bordo, la venganza del chaval contra el guaperas, la "promoción interna" de los matones dentro de la Mafia. O, incluso, como en La huella, el juego macabro que mantienen sus protagonistas tan ociosos como ocurrentes. El argumento es sobradamente conocido para los cinéfilos: Andrew Wyke, el escritor que vive retirado en su mansión de la campiña, cita al amante de su esposa para proponerle un sustancioso negocio de robos y estafas. Pero esto sólo es un anzuelo. Lo que Andrew Wyke quiere, en realidad, es hacer entender a su rival que jamás va a estar a su altura. Que un plebeyo nunca podrá satisfacer a su mujer como él la satisfizo en el pasado. Que entre ricos y pobres no sólo hay una brecha económica, sino otra más profunda, más decisiva, de pelaje, de sangres de distinto color. Una auténtico foso insalvable, como de castillo muy antiguo y muy británico. Andrew, el patrón, golpeará primero en su ofensa, y Milo, el peluquero, el obrero de la función, tratará de vengarse disparando los cañones de su ingenio, desde el acorazado Potemkin que navega en los mares de la rabia.
El americano impasible
Kingsman: Servicio secreto
Hannah y sus hermanas
En Hannah y sus hermanas conviven dos tramas que tienen muy poco que ver. La historia central, la que trata propiamente de Hannah y sus hermanas, es el relato de tres neoyorkinas que se reúnen en los restaurantes y en los saraos de la familia para ponerse verdes las unas a las otras, y hablar sobre el cultivo insatisfactorio de sus espíritus. Quieren ser actrices, escritoras, fotógrafas, profesoras de universidad... Tirarse a los hombres más inteligentes de Manhattan y formar parte de los círculos exclusivos de la cultura. Pero siempre hay algo que se interpone en sus caminos: los maridos, los novios, la competencia feroz de otras mujeres. Es un drama familiar que me interesa más bien poco. Crónicas insulsas sobre burguesas de la vida resuelta, que se aburren infinitamente en su tiempo libre y no paran de dar la castaña con sus sueños artísticos.
Quills
Quills es una película atípica en mi cinefilia particular, porque a pesar de los muchos años que han pasado sin revisitarla, conservaba de ella un recuerdo casi exacto. Quills contiene poderosas imágenes que no se me van de la cabeza, duelos verbales entre el marqués de Sade y sus puritanos carceleros que son líneas maestras del diálogo, y de la vida.