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Todos tuvimos un disco predilecto que en la adolescencia
escuchamos cientos de veces hasta dejarlo rayado. En mi caso no fue un disco
-que nunca hubo tocadiscos en casa- sino una cinta de casete, el doble álbum de
Joaquín Sabina y Viceversa. Con sus ritmos rockeros, Sabina cantaba cosas muy
ciertas sobre el amor y sobre la vida, o cosas que yo, al menos, con mis catorce años
provincianos y merluzos, pensaban que eran muy ciertas. Y que luego lo fueron, ciertamente.
Sin embargo, la canción que más me gustaba del disco, la primera que aprendí de cabo a rabo para recitarla, no la cantaba Sabina,
sino un amigo suyo al que presentaba muy efusivamente sobre el escenario. Un tipo de
apellido extraño, Krahe, jamás oído por estos lares, con esa hache
intercalada que parecía como de apellido centroeuropeo, o judío, o tal vez las dos cosas a la vez. La canción se
titulaba, y se sigue titulando, para nuestro alborozo melancólico, Cuervo Ingenuo, y en ella Javier Krahe,
acompañado de su cazú y de la guitarra de Sabina, ajustaba cuentas
con Felipe González por habernos engañado con el asunto de la OTAN.
Hombre blanco hablar con lengua de serpiente,
hombre blanco hablar con lengua de serpiente,
Cuervo Ingenuo no fumar,
la pipa de la paz con tú,
por Manitú, por Manitú
Corría el año 1986, y Felipe González ya se había quitado
la máscara de defensor de la clase obrera. Los que íbamos para rebeldes
celebrábamos la canción de Javier Krahe casi como un himno de nuestro auténtico
izquierdismo, de nuestro auténtico compromiso.
Tú, mucho partido, pero,
¿es socialista, es obrero?
¿O es español solamente?
Pues tampoco cien por cien,
si americano, también.
Gringo ser muy absorbente.
Hombre blanco hablar con lengua de serpiente...
Por culpa de esta canción, Javier Krahe vivió un calvario
personal y profesional. Los sociatas dieron orden de que no se le
contratara en ningún municipio, en ninguna fiesta del pueblo, en ningún
concierto de la Casa de Cultura, y Javier, con su banda escueta de músicos muy
fieles, tuvo que refugiarse en los garitos clandestinos, en los cafés
nocturnos, en las catacumbas de la música de cantautor. Pero sobrevivió, y se
hizo un nombre, y siguió publicando discos que yo compraba en
mis escapadas a Madrid, porque en León, en el extrarradio provinciano, los
cantautores con haches intercaladas no tenían sitio en los expositores.
Lo vi en directo hace un par de meses, en Ponferrada, en
un concierto para cien o ciento cincuenta incondicionales de la Invernalia del
Noroeste. Krahe ya va para mayor, y a veces confunde las letras, y se mueve con
torpeza sobre el escenario. Pero sigue siendo un descojone, y un goce para el
alma, y un privilegio para el
espectador, estar allí celebrando la eucaristía de las birras y los whiskies, mientras
el predica su santa palabra, su veterana sabiduría. Javier Krahe canta para
disimular que en realidad es un poeta, el más eminente de la generación del 44,
que nunca se estudió en los libros de texto porque los enterados confunden a
los poetas con los pedantes y los plastas.
La primera vez que lo vi fue
en León, en el año 90, en la discoteca Tropicana, "la Tropi", donde también iban a divertirse los Quijano en su juventud . Yo formaba parte de una pandilla universitaria recién
creada, con algunas chicas de muy buen ver que yo deseaba en la intimidad
del pensamiento. Pero nada más, porque eran incalcanzables, y ya estaban adjudicadas de nacimiento... Además, yo esa noche sólo tenía ojos para Javier, y oídos
para Krahe, aunque el sonido de la sala fuera espantoso, y sus letras nos
llegaran distorsionadas, ininteligibles, de tal modo que sólo los discípulos más
avezados éramos capaces de corearlas. Así me pasé la velada, canturreando,
sonriendo, ajeno a mis compañeras universitarias, hasta que un momento dado me
descubrí completamente sólo, abandonado a mi suerte de las canciones. Los demás
estaban en las butacas de la zona en penumbra, ya emparejados y enredados en
los arrumacos, ajenos por completo al hombre de la barba blanca y los ojos
azules. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi pandilla, ex-pandilla
ya, era un grupo impar, y de que allì sobraba un hombre en la cacería sexual. El menos atractivo, el más despistado, el que estaba a otras cosas menos trascendentes de la
vida. Volví la vista hacia el escenario, fijé mi mirada en la de Javier Krahe y
le dije por lo bajini: "A partir de ahora vas a tener que alegrarme muchos
días, que consolarme muchas noches..." Y ha cumplido, con creces, el
maestro.