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Viajaba tan mareado en esta montaña rusa de peleas y matanzas que
es Kingsman, tan abrumado por los
efectos especiales y las cabezas que revientan como calabazas, que
sólo al final, en los títulos de crédito, me doy cuenta de que Mark Hamill -Luke
Skywalker, el redentor de la galaxia muy lejana- figura como Dr. Arnold en el
reparto de esta locura juvenil. ¿Y quién coño era el Dr. Arnold, me pregunto yo,
a las doce y pico de la noche, con un dolor de cabeza que sólo el paracetamol y
la tertulia deportiva de la radio sanarán media hora más tarde?
Tengo que
regresar a este teclado para recordar que el Dr. Arnold era el tipo que
secuestraban al principio de la película, un profesor con pajarita que
anunciaba a sus alumnos de Oxford, o de Cambridge -tampoco lo recuerdo bien- la
venganza definitiva del planeta Tierra contra sus parásitos humanos. Mark
Hamill chupa sus buenos minutos de pantalla, con varias líneas de diálogo que
lo fijan claramente en el objetivo, y no puedo decir, ahora que lo veo en las
imágenes de Google, que salga muy deformado o maquillado. Es él, redivivo, el hijo
de Anakin Skywalker, el caballero Jedi que devolvió el equilibrio a la galaxia,
aunque aquí salga viejuno y con barbita, regordete y con cara de pánfilo.
Yo, en Kingsman, andaba en los subtítulos, en la tontería, en la fascinación idiota por estas
peleas a cámara lenta donde los aprendices de James Bond clavan sus cuchillos,
disparan a quemarropa, retuercen cuellos comunistas para salvar a la civilización
occidental. Las películas preferidas de Esperanza Aguirre... Y así, engatusado por
estas majaderías para adolescentes, me perdí el guiño, el homenaje, la
aparición estelar del guardián de las estrellas. Así voy de perdido y de bobo,
en estos primeros calores del año, que llueven como tormentas de fuego. Y lo
que me rondarán, morena.