Soul

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Soul ha sido mi feliz reencuentro con Pixar. Hubo un tiempo, en esta misma casa, en que cada estreno de Pixar se celebraba como una fiesta de guardar. Uno doble, en realidad, porque Retoño y yo primero íbamos al cine, a dejarnos apabullar por las imágenes, y también por el sonido Surround, o THX, que nos dejaba medio sordos, y luego, meses después, comprábamos el DVD en las rebajas, o de regalo por Navidad, y en el sofá celebrábamos el sacramento cinéfilo de la confirmación. Pero Retoño creció, y yo “maduré”, y los estrenos de Pixar empezaron a pasar de largo como trenes que no se detienen en la estación sin pasajeros.

    Pero hoy no. Hoy me he puesto en mitad de la vía y el tren no ha tenido más narices que parar. El viaje ha sido cualquier cosa menos plácido. Yo esperaba un suave traqueteo por las estepas rusas y no he parado de dar brincos en una montaña de las ídems. Soul me ha hecho reír y llorar. Un sube y baja de las emociones que me ha descuajaringado un poco la tarde. A tomar por el culo el fútbol inglés, y la música de Caetano, y el ajedrez online, y la escritura de muchas gilipolleces que tenía pendientes en los apuntes. Todo aplazable, en cualquier caso.

    Tengo que reconocer, de todos modos, que al principio me senté desconfiado porque a mí, cuando me hablan del alma, me nace la tentación irrefrenable de cambiar de película o de canal. El alma es metafísica, y la metafísica, tras la cortina, siempre esconde un cura que mercadea la salvación eterna. O a un fumeta del New Age hablando de la transmigración de los espíritus. Entre el concepto de alma y quedarme yo dormido, apenas hay un minuto de transición. Pero Soul también es pirotecnia, espectáculo, guion vertiginoso, y una vez aceptada el alma como animal de compañía, ya te dejas llevar hasta el final como un feligrés que alquila durante hora y media su credulidad. Nueva York bien vale un misa.

    La moraleja de Soul la firmaría cualquier persona razonable: hay que vivir cada minuto como si nos fuera -precisamente- la vida en ello. No sobrevivir, sino vivir, a pleno pulmón, a plena risa, a pleno polvo, si nos dejaran. Lo que pasa es que para tomar conciencia cabal de esa perogrullada, siempre hay que morirse, o estar a punto de hacerlo, como el prota de la película. Como los protas de la vida real.





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Brácula: Condemor II

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Brácula: Condemor II es una película terrorífica, vaya esto por delante. Pero no terrorífica de dar miedo, claro, sino de ser mala. Mala a conciencia, a dolor, a todo lo que da el malímetro cuando los responsables se lanzan por la autopista.  Tengo muchas dudas de que Brácula llegue a ser incluso una película. Es más bien una cachondada, una merluzada, un sketch tonto rodado para la televisión. Reducida en minutos, y ya que participa en ella Bigote Arrocet, podría haber amenizado un interludio del Un, dos, tres de mi infancia, cuando Mayra Gómez Kemp daba a paso a los humoristas casi siempre lamentables que traían la Ruperta o el apartamento en Torrevieja, Alicante, escondido en un obsequio que dejaban sobre la mesa. 


Yo, de toda aquella trupé, sólo me reía con Antonio Ozores -que el Señor tenga en su gloria- porque Ozores hacía un número de trastabille verbal que era como el farfulle de mucha gente que conocíamos en la realidad, en el barrio de León, y al final él lo remataba con un “¡No hija, no!” tan misterioso como descacharrante. Yo aún lo digo por ahí,  “¡No hija, no!”, a mis casi cincuenta palos, para rematar alguna conversación con una gracia que pretende ser la hostia de original y de vintage, pero que luego nadie entiende. Y menos que nadie, las mujeres guapas.


Y dicho todo esto, para que nadie se confunda, sobre todo los lectores que me leen, porque los lectores que yo sueño ya son harina de otro costal, Brácula es una obra maestra porque en ella sale Chiquito de la Calzada soltando todo su repertorio, y eso es justamente lo que yo esperaba de la película: que Chiquito dijera fistro, y pecador, y comoorl, y torpedo sexuar, y guarrerida apañola, y hasta luego Lucas, y que está la cosa tan mala que hay que freír los huevos con “chaliva”. Todito todo, sin dejarse nada en el tintero de Barbate. De hecho, he visto la película con un cuaderno sobre las rodillas en el que tenía anotadas todas sus averías del lenguaje, y la verdad sea dicha, no le ha faltado ni una. Y además las ha soltado disfrazado de Gary Oldman en el Drácula de Coppola, que es un homenaje que a mí me conmueve y me llega hasta la entraña.





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Falling

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En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera, van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.

Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual,  o bianual como mucho, en el que hay que vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.

El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.

De todos modos, el momento más inquietante de la película es ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario. Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica, y quizá sanguinolenta.





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La boda de Rosa

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No sé qué pensaría Ana Botella de la boda de Rosa si viera la película. Pero no creo que la vea nunca, la verdad, porque Ana ya sólo ve las películas de José Luis Garci, tan relamidas y moralizantes. Garci tuvo su época de rojerío, es cierto, allá por la Transición, pero luego volvió al redil gracias a que José Mari, cuando le invitaba a la Moncloa, le leía la cartilla y le enseñaba de nuevo los Diez Mandamientos que venían en el Parvulito. Ana Botella nunca ve películas de rojos, ni de rojas, como las que rueda Icíar Bollaín, que lo mismo te denuncian un maltrato que una pobreza, una exclusión que un latrocinio.

 A doña Ana, que las manzanas se casaran con las manzanas ya le parecía el fin de la civilización occidental. Un día, muy cabreada, dijo ante un micrófono de 13 TV que lo próximo que aprobarían los comunistas serían las bodas de los dueños con sus perros, o con sus gatos, ni siquiera fruta con fruta, sino fruta con... a saber qué, y ahí se perdió, en la metáfora, la señora Botella, porque ya sabemos que ella, para la poesía, se maneja mucho mejor en el inglés de Walt Whitman. Así que no sé: le daría un soponcio, supongo, si viera a Rosa casarse consigo misma en una cala de Benicassim, rodeada de sus familiares incrédulos, que la toman por enajenada, o por demasiado estresada en su trabajo. ¿Cómo hacer una metáfora de la manzana que se casa... consigo misma? ¿Qué queda, después de esto? ¿Qué será lo próximo que profanen los bolivarianos en el poder?

Y dicho todo esto, la película de Icíar Bollaín es bienintencionada pero fallida. Bordea el ridículo en alguna escena. Sólo la presencia de Candela Peña, que es un animal cinematográfico, salva esta historia del estropicio absoluto. También es verdad que en esta casa siempre se ha querido mucho a Candela Peña. Cuando empezó, porque se parecía mucho a una pariente muy querida, como dos gotas de agua, en el fenotipo y en la gestualidad. Luego, porque se convirtió en una actriz de las que te hacen reír y llorar, estremecerte y enternecerte. Una rellenaplanos descomunal. Y ahora, porque cada dos semanas aparece en La Resistencia para participar en la cuchipanda de David Broncano y sus secuaces, regalándonos diez minutos de telegenia que son lo más bizarro y divertido de la programación actual. Vaya por ella, el esfuerzo de aguantar hasta el final La boda de Rosa.





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Nunca, casi nunca, a veces, siempre

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Había otra gran película sobre una adolescente que quería abortar y su amiga del alma que la acompañaba hasta el corazón de las tinieblas. Se titulaba 4 meses, 3 semanas, 2 días. Era una película rumana que estaba ambientada en los tiempos de Ceaucescu, de cuando el dictador quiso llenar el mundo de ceaucesquines  que extendieran el genotipo y el orgullo nacional. Rumanía era por entonces un país comunista, pero muy opusdeísta para hacer cumplir el mandato bíblico de “creced y multiplicaos”, así que el aborto, en cualquier supuesto médico o criminal, suponía un crimen contra la patria y la bandera. La trama de Nunca, casi nunca, a veces, siempre transcurre muchos años después, y en un continente que está al otro lado del mar. Su contexto legal y sanitario casi parece de otra galaxia, de una película de ciencia-ficción, si aquellas pobres rumanas hubieran podido montarse en un cohete interestelar para abortar sin peligro.

Nunca, casi nunca, a veces, siempre me inquieta, me incomoda, me hace olvidar la tentación continua del teléfono móvil. Que no es poco. Me absorbe. Estas dos actrices clavan el miedo y la angustia. Todo es ambiguo y gris en ese Nueva York tan poco turístico para quien llega con cuatro dólares en el bolsillo. Como estas dos chavalas, llegadas en el Greyhound de Pennsylvania, que sobreviven en el metro y en las estaciones de autobús para gastar lo justito y salir a la superficie sólo para ir a la clínica abortiva.

A la película le he puesto cuatro estrellas como cuatro soles que nunca salen en el relato. Pero no se me escapa -y esto ya empieza a ser recurso habitual- que todos los hombres que salen en ella son unos tipos asquerosos. Nadie se salvaría del fuego purificador en la plaza de su pueblo. El padre de la chica embarazada tiene una cara de sospechoso que no se lame. Luego, el jefe del trabajo resulta ser un baboso; el “simpático” del bus, un jeta; y el tipo del metro, un exhibicionista que se saca la chirla para desestresar su jornada en Wall Street. Quizá la directora exagera la nota para darle a todo esto un poco más de dramatismo. O quizá es que, vistos desde el otro lado del espejo, por mucho que disimulemos nuestra naturaleza de bonobos con los chistes y las literaturas, todos los hombres somos así de obvios y de deleznables.





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The Investigation

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En León, cuando yo era niño, también hubo un descuartizamiento muy famoso que acaparó la crónica negra de los periódicos. El crimen de “la descuartizadora del Portillo” fue incluso portada de El Caso, aquel fanzine truculento que se vendía en los kioscos a la vista de cualquier chaval, con fotos en la portada que eran verdadero snuff  de fotonovela. Muchos años después, el mismísimo Iker Jiménez, no sé si en el programa de la radio o en el programa de la tele, se presentó en el bar donde se perpetró el crimen -clausurado, pero todavía en pie- a buscar supongo que una energía negativa, o una psicofonía del asesinado. A saber.

    Las crónicas cuentan que aquella mujer, harta de ser maltratada, se cargó a su pareja con siete hachazos certeros en la trastienda del local, y que luego le desmembró y tiró las partes en dos bolsas de basura: una en las cercanías de León y otra en la montaña de Vegacervera, a cuarenta kilómetros de la ciudad. La primera vez que oí hablar del crimen fue precisamente en Vegacervera, recorriendo  las hoces con mi padre. En un recodo del camino que mi padre seguramente se inventó, me señaló la cuneta con el dedo y me dijo: “Ahí encontraron la cabeza del muerto del Portillo...” y yo, sin saber de qué me hablaba, introducido en la crónica negra como quien es arrojado a la piscina sin saber nadar, ya no dejé de ver cabezas cercenadas en cada montón de hojas de la carretera, o en cada roca que sobresalía de las aguas del río. 

    La imaginación popular había mulitplicado por diez, o por cien, el número de trozos esparcidos por aquella asesina provincial, porque estas cosas, cuando pasan en España, a diferencia de cuando suceden en lugares civilizados como Dinamarca, sacan del marasmo a la población, y la convierten en protagonista aunque sólo sea por vecindad, por estar cerca del meollo, y las habladurías, y las exageraciones, deforman los hechos hasta convertirlos en leyenda irreconocible.

    Dicen que una vez cumplida su condena, la descuartizadora ingresó en un convento y que ahora ejerce de cocinera para las monjas de clausura. Pudiera ser. También dicen que el muerto nunca fue encontrado en dos bolsas de basura, y que eso se lo inventó la autoridad competente para ocultar que el muerto, en realidad, había sido servido en riquísimas tapas que se servían con el chato de vino, o con la cervecita refrescante.







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Watchmen

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Ahora, en los telediarios, y en las series de ficción como “Watchmen”, a esos tipos del cucurucho blanco los llaman “supremacistas blancos”. Pero en realidad son los racistas de toda la vida. Lo que no sé es por qué ahora usamos dos palabras para designar lo que antes quedaba claro con una sola. La inflación del lenguaje siempre es algo sospechoso. De sobrevolar sin atacar. En otro sentido completamente distinto, escribir este blog también es, por supuesto, una inflación del lenguaje. Una cosa gimnástica y superflua. Una obcecación mental. Una escritura muy sospechosa. Otro sobrevolar para no decir gran cosa.

De hecho, cada vez que escribo la palabra supremacismo, el corrector del Word me la subraya en rojo, muy atento siempre a las palabras mal escritas, pero también a las innecesarias, y a las redundantes. Pongo racista, o hijo de puta, o hijo de putero, que ahora es más políticamente correcto, y puedo seguir escribiendo sin contratiempos.  Pero bueno, da igual... No voy a hacer más inflación con las palabras. Y mucho menos, inflación con la filología, que es el tema más aburrido del mundo. Yo quería contar que Watchmen es en esencia una secuela de Raíces, o de Doce años de esclavitud. Y me temo, ay, que será una precuela de las muchas ficciones que están por venir. Porque el racismo es un tema tan viejo como la evolución de las especies. Tanto como la diferenciación de la melanina, y la idiotez de los homínidos.

Los temas se acabaron hace mucho tiempo. Lo que cambia es la manera de contarlos. Los enfoques originales. Y Watchmen, de originalidad, va más que sobrada. Para empezar, es una serie que ni siquiera empieza. Quiero decir que se pasa por el forro la secuencia clásica y pone el nudo antes que el planteamiento, de tal modo que te pasas tres episodios rascándote la cabeza, insistiendo por pura fe, porque el amigo que te la recomendó te ha aconsejado paciencia. Al final -decía él, en tono evangélico- todo se anudará, quedarás maravillado, y serás recompensado setenta veces siete cuando lleguen los episodios finales. Y tenía razón.





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Laberinto de pasiones

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Mi viaje en el tiempo -el primero que haría si Marty McFly me prestara su DeLorean- tendría como destino el Madrid de la Movida. Aterrizaría, o aparcaría, en una calle de 1980, un sábado por la noche, para entrar directamente en el garito y codearme con aquellos rebeldes que abrieron camino, que vivieron a tope, que derrocharon la alegría y el desenfreno. Me quedaría con ellos y ellas hasta que el cuerpo dijera basta, de copas, de cuchipandas, de movidas, hasta las tantas de la mañana. Y luego a empalmar, a reírme, a tentar la suerte sexual, y en un momento de respiro juntar el valor para decirles que vengo del futuro, de La Pedanía, y que los admiro, que los envidio profundamente, desde que era un adolescente provinciano. Ellos me tomarán por un emporrado, claro, y tras darme una palmadita en la espalda me llevarán al chocolate con churros, y luego al Rastro, al disco, al fanzine, a lo que surja, y luego a dormirla, o a gozarla, en la buhardilla con vistas a los tejados en el centro de España, que entonces también era el centro del mundo. 

    Sobre esa predilección histórica no tengo ninguna duda. Cuando preguntan a la gente por el viaje que harían al pasado, a todo el mundo le da por querer a conocer a Jesucristo, a 50 grados a la sombra, en Jerusalén, que seguramente olía a meados y a muertos sin desclavar de las cruces. O eso, o conocer a los Césares, que vaya gilipollez también, por lo mismo de antes, una Roma mugrienta, y maloliente, y salvaje. No sé qué se les ha perdido en esos tiempos tan cutres como mitificados.

    Yo querría estar en Madrid, en los Madriles, hace 40 años, porque siento que el calendario y la geografía me hurtaron esa posibilidad. Nací demasiado tarde y demasiado lejos. Y cuando tuve edad para ir a vivir a Madrid, porque me lo ofrecieron, verdaderamente, unos amigos muy salados, no me atreví. Además hubiera dado lo mismo: hacia 1990 ya sólo quedaban los rescoldos, los locales cerrados, los tirados de la heroína. La Movida ya era historia cuando yo pude haberla vivido. Hay quien dice que no fue para tanto. Bueno... Me hubiera gustado comprobarlo por mí mismo.





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