The Wire. Temporada 5

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Ayer mismo me quejaba con T. de esta esclavitud moderna de las series de la tele, que nos chupan el tiempo como vampiros insaciables. ¿Qué fue de cuando leíamos libros, y veíamos películas, y dormíamos una hora más en la madrugada? ¿De cuando la tentación última de la jornada era el sexo con la señora, o con el señor, y no los siguientes capítulos de una serie inaplazable e inabarcable?

    Las series han cambiado nuestros hábitos culturales, y no sólo eso: creo que nos están haciendo personas distintas, no creo que mejores. Vivimos apalancados, adosados al sofá o al respaldo de la cama. Decía Charles Bukowski que algún día naceríamos sin piernas de tanto usar las escaleras mecánicas. Y yo vaticino que si la Edad de Oro de las Series no pasa de moda, o nadie le pone remedio desde el Ministerio del Tiempo, nuestros nietos ya van a nacer directamente en los sofás, enraizados como árboles. Yo siempre soñé con una vida que fuera saltando de la cama a la vida y de la vida a la cama, en un dulce retozar. Y pasar por el sofá lo mínimo imprescindible: dos horas al día, como mucho, para ver el fútbol o la película del Plus. Eran sueños de un tiempo caducado.

    Pero eso sí: cuando llegue el tiempo de la liberación, y quememos los DVD en las hogueras, y se proscriban todas las plataformas digitales, que no me toquen “The Wire”. Habrá que redactar una ley ex profeso para protegerla. Declararla, junto a otras series incuestionables, un Bien Cultural de la Humanidad, o un Patrimonio, lo que sea, Preservarla de la vesania de las clases populares, que algún día regresaran a las salas de cine y a los prados de las fiestas, y no distinguirán la trufa de la mierda cuando se pongan a despotricar de las series que nos alienaban. 

    “The Wire” tiene que ser conservada en todos los formatos posibles, analógicos o digitales, tangibles o etéreos. Servir de ejemplo para recordar que una vez se hicieron series no para robarnos el tiempo sin más, como ladrones que entraban por la ventana, sino que pretendían ampliar el listado clásico de las artes. Porque “The Wire” es una obra de arte. Una pieza de museo, y un motivo de nostalgia.


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Arthur Rambo

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Yo también he escrito alguna que otra barbaridad en las redes sociales. Antes más que ahora, la verdad, porque ya conozco el percal y los peligros de dejarse llevar. Quisiera recordar aquí alguna, a modo de ejemplo, para establecer un paralelismo personal con Arthur Rambo y su lengua larga, y sus dedos ágiles. Pero mi memoria, que me mima, y me protege de todo lo malo, no me deja. Mejor así.

Pero sé, por mucho que mi memoria lo censure, que he escrito cosas que bordean el límite del buen gusto, o que lo traspasan, con un pie puesto en lo valiente y otro en la temeridad. Un Coloso de Rodas algo estúpido e inestable. Supongo que algunas tonterías todavía andan por ahí, flotando en la nube, como gas metano maloliente. Sé de una persona que las recopila -o las recopilaba- para esgrimirlas como argumento de que yo no soy tan majo como parezco. Lo que es un ejercicio inútil, y una pérdida de tiempo lamentable, porque yo mismo, y Billy Wilder, y las personas que me quieren, ya sabemos que Augusto Faroni dista mucho de ser un hombre perfecto, y que de vez en cuando mete la gamba, o la pata, hasta el corvejón, y a veces incluso más arriba.

Que tengo mis aristas, y mis pedradas, y mis huellas dactilares dejadas en la mierda. Como todo el mundo, supongo, solo que yo dejaba constancia por escrito, y no me limitaba a soltar paridas en la terraza del bar. La verdad es que no sé qué coño pretendía: dármelas de atrevido, de outsider, de opinante original.  O, simplemente, devoto como soy de la diosa Shiva, por tratar de “hacer de reír”, como decía el señor Barragán.

No sé... Quería ver “Arthur Rambo” porque yo también estoy a punto de alcanzar la gloria literaria -es un decir- y sé que el día que los admiradores me aplaudan, y los periodistas me entrevisten, y todas las personas que me quieren me den besos y abrazos, alguien tirará de hemeroteca y sacará a colación que yo una vez, por ejemplo, porque de esa sí que me acuerdo, me metí mucho con Karim Benzema y propuse hasta venderlo por una cantidad razonable. Y ahora ya ves: campeones de Europa, gracias a su magisterio.





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Tristana

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Ninguna película de Luis Buñuel me parece una obra maestra. “Viridiana”, si acaso, y un poco cogida por los pelos. Siempre hay cosas que se me escapan, o que me irritan: los surrealismos, los onirismos, los chistes particulares que solo don Luis entendía.

Buñuel no dejaba ninguna película diáfana. A ratos le sigues y a ratos te pierdes; a ratos entras en comunión apostólica y a ratos te entran ganas de apostatar. Pero nunca te deja indiferente, y ese es el secreto de su continuo revivir. El motivo de que sus películas nunca desaparezcan de las estanterías o de las plataformas digitales. Dentro de cien años, cuando otros cineastas más académicos, más “entendibles”, ya habiten en el olvido, todavía habrá cinéfilos de provincias y directores de festivales que programen sus viejas trapisondas. Y él, complacido, romperá el silencio de su tumba aporreando un tambor de Calanda.

Buñuel sobrevive porque él entendió lo que otros niegan, o vadean, o consideran una desviación del espíritu: que el sexo es un perfume omnipresente, un pequeño martilleo cotidiano, y que la vida de los hombres, y la civilización que los alberga, se construye sobre su eficaz represión o su total aceptación. Freud dixit. Eros y civilización. La calavera del abuelo Sigmund también sonreía cada vez que Buñuel estrenaba una nueva película. Su cine era... psicoanálisis en acción. Neurosis y psicopatologías. Ansiedades y frustraciones. Felicidades efímeras. Mentes turbadas por el deseo, o perturbadas, o masturbadas en el autoconsuelo. Rara vez satisfechas, porque el sexo es escurridizo, carísimo, rara avis, y cuando por fin se aposenta ya estás temiendo que levante de nuevo el vuelo.

En “Tristana”, el oscuro objeto del deseo es Catherine Deneuve, que rompe todos los corazones y tensiona todas las braguetas. La de su protector, Fernando Rey, que es un viejo verde galdosiano, y la de su amante, el pintor de ojos azules, que comprenderá demasiado tarde que Tristana no quiere a nadie en realidad, porque para ella el sexo es un juego con los hombres, una llave maestra para abrirlos en canal. Una femme fatale con una sola pierna, y toledana, para más señas.





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Malnazidos

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En los primeros títulos de crédito aparece Mediaset como una de las productoras de la película. Y es justo ahí cuando asumo que la película no va a ser ninguna maravilla. Que voy a ver “Malnazidos” de vistazo en vistazo mientras charlo con el retoño o respondo a mis rivales en el Apalabrados. Cine de verano, insustancial y tontorrón. Me dieron ganas, incluso, de verla sin gafas -que total, mira tú- para así despojarme de esta fotogenia gafapasta y enfrentar “Malnazidos” como un espectador más parecido al target de Tele 5.

(Si no lo hice fue porque de pronto apareció Aura Garrido disfrazada de guerrillera republicana y Aura Garrido no merece el cristal esmerilado de mis dioptrías. Ella se merece mucho más que la distracción de un intelectual atrapado en un espectáculo del bombero-torero).

Y no es que yo viniera, precisamente, a ver una de zombis dirigida por Ingmar Bergman o por Michelangelo Antonioni. Pero Mediaset -joder, ¡Mediaset!- es como el escalón más bajo del riesgo y de la creatividad. Sus directivos engominados jamás invertirán en un producto que se vaya por los cerros del autor o por los bosques de lo artístico. Ni, por supuesto, en un producto que alimente un mensaje revolucionario de clases trabajadoras. “Malnazidos” es una película sobre la Guerra Civil, pero ya no es como aquellas películas que se producían bajo el amparo de Pilar Miró. Aunque aquellos socialistas iniciaron el desmontaje de las siglas históricas de su partido, luego, en las películas, dejaban claro quiénes fueron los agredidos y quiénes los agresores en aquel golpe de Estado que ahora llaman “guerra fratricida”.

El mensaje de “Malnazidos” es pura basura ideológica: se dice que no hubo ni buenos ni malos. Todos víctimas. Que España estaba mangoneada por Hitler y por Stalin. Que Franco y sus asesinos nada: unos títeres. ¿Los curas?: de rositas, buena gente, aunque algo depravada. Salen el nazi puto-loco y el psicópata con gafitas del PC. El falangista compadrea con el rojo alrededor de las pasiones nacionales: el vinazo, y la baraja, y el culo de las señoras. Tópicos de una guerra perdida y manipulada.





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After Life. Temporada 2

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Ahora que Tony ya no quiere suicidarse – o al menos no todo el tiempo- en esta segunda temporada de “After Life” le tocará lidiar con eso que los psicólogos llaman el “duelo amoroso”. Tendrá que superarlo antes de que otra mujer pueda acceder a su cama sin que el recuerdo de Lisa suplante su rostro y posea su cuerpo como un demonio sonriente.

Mucho antes de que las parejas de swingers quedaran para follar, el abuelo Sigmund ya había dicho que la fiesta amorosa era un acto entre cuatro personas: dos amantes que jodían en cuerpo y dos examantes que rondaban en espíritu. Pero ahora mismo, en el caso de Tony, Lisa todavía no es un espectro intangible, de los que se quedan a mirar y se infiltran en el recuerdo, sino pura presencia física que no deja de hablar, de dar calor, de acariciar el cuerpo de Tony aprovechando la excusa de un soplo de viento.

Sobre el tiempo necesario para recuperarse de un amor perdido corren todo tipo de teorías por la red. Uno ya ha leído de todo en las consultas de los dentistas... Hay botarates, incluso, que se atreven a formular ecuaciones o aventurar algoritmos, multiplicando el tiempo que duró la relación por un factor corrector que te traduce a meses, o a años, el tiempo de masturbación compungida, o de revoloteo amoroso con el ánimo congelado. Puras sandeces que engrosan las tripas de las revistas... No hay fórmula que valga en estos trances: cada uno es como su madre le parió, y como el mundo le fue cincelando. Los hay que al día siguiente de la ruptura dicen “un clavo saca otro clavo” y se lanzan al mercado con el propósito firme de olvidar. Otros, en cambio, se hunden sin remedio y superan con creces los tiempos establecidos por los gurús, que ya son, de por sí, tiempos alarmantes que inducen al desánimo.

En el caso de una pérdida luctuosa el tiempo de recuperación se vuelve un océano de tiempo. Ya no hay números que valgan ni consejos que dar. Las revistas del corazón son para esto poco menos que papel higiénico. Para Tony, más allá del horizonte sin Lisa, sólo hay... otro horizonte. Un mar tristísimo e infinito. No hay números, sino símbolos algebraicos.





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After Life. Temporada 1

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Sólo dos décimas de segundo nos separan de la barbarie. Es el tiempo que se tarda en ver a un imbécil y decidir que es mejor pasar de largo. En saludar al jefe con una sonrisa en lugar de aporrearle con la grapadora. En esas dos décimas es donde el hombre evolucionado se sobrepone al homínido con cachiporra. No hace falta contar diez como recomiendan los manuales de psicología: el instinto de sobrevivir ya hace las cuentas por nosotros y además lo hace mucho más deprisa. Hay demasiado en juego. Si nos dejáramos llevar por el primer temblor de las tripas, la civilización no hubiera pasado de la charca de Stanley Kubrick y ahora los conejos correrían libremente por el campo.

El tejido social necesita la mentira y el disimulo para no deshilacharse. No compensa decir lo que uno piensa salvo que uno vaya por la vida pensando en abandonarla, como le pasa al personaje de Ricky Gervais en “After Life”, que va diciendo exactamente lo que se sale del pito o de la meninge, indiferente a las consecuencias. Todos los días, al despertar, él intenta cortarse las venas o ahogarse en el mar porque sin su mujer -fallecida de cáncer- la vida ya no tiene sentido para él. Pero su perra Brandy, que parece que se lo huele, siempre viene a salvarle en el último momento con la excusa de que necesita comer o tiene que salir de paseo. Aunque le ladra con aires de recriminación, ella es su ángel de la guarda

    Sin su mujer, el personaje de Ricky Gervais camina por la vida con el corazón arrancado. La comparación con los zombis está muy manida, pero es muy oportuna en estas premuertes por amor. Recuerdo que la primera vez que vi “After Life” yo temía, más que amaba, a una mujer. Si ella hubiera fallecido de repente, yo no hubiera llegado a estas fronteras de la desesperación y el pasotismo. Aun dolorido, lo hubiera superado con el tiempo. Ahora, enamorado de verdad, me aterra la posibilidad de una pérdida irremediable. No sé en cuántos fragmentos se rompería mi corazón. Los de Ricky Gervais son miles y muy pequeñitos.






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Separación

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Acabo de leer -porque me aburría, y porque esto iba para largo- que “Separación” ni siquiera termina al terminar. Que deja los enigmas colgando para que te apuntes a una segunda temporada ya contratada. Pues mira: que les den. A los “dentris” y a los “fueris”. A todos. Ya basta de tomaduras de pelo. Y de tomaduras de tiempo. El tiempo es el bien más valioso que tenemos, y estos tipos de la tele nos lo succionan con unas maquinarias silenciosas y ultrasecretas. ¿Qué harán, luego, en el mercado negro, con el tiempo que nos roban? ¿Se lo venderán a los ricachones a cien mil euros la hora? ¿A doscientos mil? Da igual, ellos pueden pagarlo. ¿Será por eso que los ricos cada vez viven más y los pobres cada vez menos? ¿Y si la esperanza de vida no cayera solo por el desmantelamiento del Estado del Bienestar -que también- sino porque además nos roban el tiempo en las plataformas como nos roban el dinero en los bancos o las ilusiones en las elecciones? ¿En eso consistía, después de todo, la Edad de Oro de la televisión? ¿En otro atraco al proletariado? ¿Una anestesia, una trampa, un opio del pueblo? ¿Un sacacuartos de relojes de arena? Bah.

Ahí dejo la idea, para una serie futurista. O no futurista...

Además de aburrida, “Separación” plantea un futuro laboral que ni siquiera es distópico. Que ni siquiera mete miedo. Yo mismo tengo una mente escindida sin necesidad de llevar un implante neurológico, de tal modo que cuando voy a trabajar, el Álvaro de fuera queda marginado del pensamiento, y cuando salgo de trabajar, el Álvaro funcionarial queda olvidado entre brumas impenetrables, diríase que escocesas. Mi hijo mismo, que ha empezado a trabajar en la hostelería, me confiesa que metido en faena no tiene tiempo ni para recordar cómo se llama, y que cuando sale de trabajar su mente se recupera tratando de olvidar. Pues eso. Que menudo invento de mierda, lo de la cápsula. Ni siquiera eso.




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Tropic Thunder

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Hace un par de semanas, T. no paraba de reírse mientras veíamos a Tom Cruise evangelizando a los hombres asustados en “Magnolia”. “Seduce and destroy...”. Luego, al final de la película, su personaje se quitaba la máscara de gilipollas y se desmoronaba ante la muerte de su padre. Porque Tom será muchas cosas -un cienciólogo risible, y un canijo vanidoso- pero cuando trabaja en una buena historia es un actor tan bueno como el que más. Un actor como la copa de un pino, o como la copa de una secuoya, allá en California.

T. no conocía esa versión tan... cachonda de Tom Cruise, tan deslenguada y procaz, como de poligonero buenorro. Incluso en su versión de Ligón Oficial del Reino, él siempre tuvo ese aire de niño bueno y repeinado, quizá un tanto picaruelo en su sonrisa de seductor. Peccata minuta si alguna señora soñaba con tenerlo de yerno y exponerlo con orgullo ante las amistades. Ellas, por supuesto, no sospechan que tras la sonrisilla de un hombre -de cualquier hombre- suele esconderse una imaginación pornoerótica de alto contenido emocional.

Ayer, no sé por qué, mientras paseaba con el perrete, recordé que había otra película en la que Tom Cruise se ponía a hacer el idiota con una gracia de truhan desacomplejado. Una idiotez todavía mayor que en “Magnolia”, supina, de premio Oscar de la Idiotez. La película era “Tropic Thunder” y de repente me entraron unas ganas terribles de verla. Es verano, hace calor, y el trópico parecía un buen lugar para relajar la mirada y aflojar la mandíbula con una risotada.

Y jodó, que si mi reí... Con un poco de culpabilidad, eso sí, porque la película es una tontería prona, o una tontería supina, que nunca he sabido distinguirlas. Una majadería. ¡Pero qué majadería! Actores de postín haciendo el majadero como auténticos profesionales: el Downey, y el McConaughey, y el Jack Black ese, que se cayó de chaval en la marmita de la majadería. Y Tom, majadereando como ninguno, sin perder ritmo ni comba.





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