Philadelphia

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Hace 30 años, en la sociedad biempensante, eran muchos los que aplaudían que el Vaticano y la CIA se hubieran conchabado para crear un virus que castigara con la muerte a los maricones. "Se lo tienen bien merecido", recuerdo que decían en los púlpitos y susurraban en los bares, acusándoles por andar por ahí, besándose a la vista de los niños, y desperdiciando su semen en concavidades no aptas para la vida. Por ofender al niño Jesús cada vez que guiñaban un ojo en el bar de ambiente de su pueblo. 

Jamás hubo, por supuesto, pruebas de semejante alianza, como nunca las hubo de que los chinos esparcieran el coronavirus para trastocar las redes del comercio internacional, pero la verdad es que si Woodward y Bernstein hubieran destapado un acuerdo estratégico entre el poder terrenal y el poder de los cazabombarderos a nadie le hubiera sorprendido la mandanga (aunque en el empeño vírico hubieran caído unos cuantos solados del propio bando, entre ellos cantidades no desdeñables de servidores nefandos del Señor).

Porque “Philadelphia” –y no “Piladelpia”, tonto, como decía aquel anuncio de la tele- no va de un trabajador al que discriminan por estar enfermo de SIDA, sino por ser lisa y llanamente un invertido. O sea: un bujarrón, un sarasa, un afeminado, un mariquita, un julandrón, un julay, uno de la acera de enfrente, un mariposón... Había decenas y decenas de sinónimos para elegir en el habla coloquial allá por 1993. Tantos como ahora, me imagino, aunque ya apenas las usemos porque la sociedad civil ha adelantado casi tanto como las ciencias de don Hilarión, y todo este escándalo de hombres que prefieren hombres y de mujeres que prefieren mujeres ya nos da un poco como la risa. “Philadelphia” es una película que se ha quedado muy moderna en las formas pero muy viejuna en los fondos. Aunque si hablamos de respeto y de tolerancia, esas cosas conviene repasarlas de vez en cuando.

(Pero claro: estoy hablando de la sociedad civil, no de la incivil, que creíamos casi exterminada, reducida a cuatro guetos de anormales y de cuñados fascistas, y ahora fíjate: cada vez tienen más diputados en los parlamentos y más voceros en los bares. Vuelven los bárbaros y amenazan con cruzar las orillas del Delaware). 





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Ricky Gervais: Armageddon

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Dice Ricky Gervais en "Armageddon":

“Si ser woke significa lo que significaba antes, que eres consciente de tus privilegios, que abogas por la igualdad y por minimizar la opresión, ser antirracista, antisexista, antihomofóbico... Sí, soy woke. Si ahora woke significa ser un matón autoritario y puritano que despide a la gente por dar su opinión, entonces no soy woke. Que le den a eso”.

Yo mismo, ateniéndome a la definición, tampoco soy woke. Me definiría como un comunista que se preocupa a ratos por el medio ambiente, que lee los libros malditos que los pijo-progres ni siquiera huelen por el forro y que piensa que Irene e Ione son dos estúpidas petardas que se han equivocado de enemigo. Y además me gusta demasiado Woody Allen... 

Hace meses, en una conversación ineludible, me rodearon dos wokes -¿wokas?- que se quedaban cortas defendiendo las políticas de cancelación. Según ellas, no es solo que hubiera que prohibir las películas de Woody Allen en las salas: es que había que erradicarlo de las filmotecas, de los videoclubs, de los catálogos de las plataformas. Y luego, ya consumada la venganza cultural por haberle metido los dedos a aquella pobre niña (sic), formar un comando guerrillero, cortarle los cojones con una podadora y exhibirlos colgados en un árbol de Central Park.

- ¿Verdad, Faroni, que todos los que idolatran a Woody Allen son unos cerdos asquerosos que merecen la misma suerte capadora?

- Eh... Sí, claro... Bueno, yo ya me iba, que tengo quema de libros de Michel Houellebecq a las cuatro en punto. 

Es solo una anécdota personal, pero ilustra el fondo de la cuestión. A esta gente se refiere Ricky Gervais en su monólogo. Y no son dos jovenzuelas anecdóticas: los wokes, sin reproducirse demasiado, como en el milagro de los panes y los peces, van camino de convertirse en una legión arrolladora.

Hay que ser Ricky Gervais -descarado, valiente, ya muy millonario para que le afecten las soplapolleces- para atreverse a colocar monólogos que son torpedos en la línea de flotación de la corrección política y la izquierda autosatisfecha. A un puto facha nunca se lo permitiríamos, pero a Ricky, que es uno de los nuestros, y que sabemos que todo lo dice por nuestro bien, sí. Of course.




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The Neon Demon

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“The Neon Demon" habla del efecto que produce la belleza femenina en el resto de las mujeres. Un tema muy poco tratado en el cine y también en la vida de los espectadores. Quizá por eso, aunque resulte fallida y a veces estúpida, “The Neon Demon” resulta muy original y adictiva. Tiene mil defectos, pero Nicolas Widing Refn le echa una imaginación desbordante muy propia de su ego. (NWR es un gafapasta que no puede dormir tranquilo si no rueda algo más original que el resto de sus vecinos. Es como ese tipo que adorna su casa por Navidad con tantas luces y simbolismos que al final ya no sabes muy bien qué coño se estaba celebrando).

Yo estaría por decir que el 98% de las películas van del efecto que produce la belleza femenina en los hombres que las miran. Decía Marcel Pagnol que en el cine solo existe un argumento: un hombre desea a una mujer; si se la tira, es una comedia, y si no, es una tragedia. Yo no diría tanto -porque también hay películas de hombres que desean hombres, y de mujeres que desean mujeres, e incluso de mujeres que desean hombres, aunque éstas sean las más raras en la cartelera- pero vamos, que entiendo por dónde iba el bueno de Marcel.

En concreto, “The Neon Demon” analiza el efecto que produce la belleza de una tía-buena en el gremio de las tías-buenas que compiten por los trabajos de modelo. Es por eso que la película, aunque sea una ida de olla, contiene al menos una exhibición de bellezones que entretiene mucho la tarde de primavera.

Según la teoría de NWR, la belleza hipnótica de una mujer produce en las demás el deseo de arañarle la cara o de hacerle cosas aún peores. Una envidia cochina, vamos. Un afán de destrucción de la obra de arte. Los hombres, en cambio, con los hombres más guapos que nos roban a las mujeres, no sentimos ese fuego agresivo en las entrañas. Nos limitamos a murmurar por lo bajo: “Joder, hay tíos con suerte..”. Es como un reconocimiento deportivo de la derrota. Una sumisión simiesca al macho alfa. Una resignación pacífica, aunque muy triste, de los mandriles secundarios.




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El caso Asunta

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La he visto casi de un tirón, pero eso no quiere decir nada. No me creo a ningún personaje. Aquí todo el mundo chirría, o sobreactúa, o imposta un acento gallego que da un poco de vergüenza. Hay gente que también habla en castellano o en andaluz y no se le entiende nada de nada. La Rosario Porto de las imágenes reales aún tenía un pase (mínimo) como mujer devorahombres. Pero su recreación... Jodó. 

Solo me creo a Tristán Ulloa haciendo del señor Basterra, quizá porque le miro de lejos y me veo un poco a mí mismo (en lo físico, digo, no jodamos): un tipo alto, desgarbado, con gafas de concha y pelo medio canoso. Parco en palabras y contenido en las emociones. Es el único que no ha hecho caso de los consejos y por eso construye el personaje más verosímil. Lo demás es una feria de histriones.

También me molesta mucho la banda sonora, esa cosa horrísona y machacona de gaitas y tamboriles. Ese subrayado melodramático para algo tan morboso que podía defenderse por sí mismo. Deduzco que la audiencia de Netflix necesita el redoble de emociones para creerse que hay gente mala por el mundo. La gente es estúpida del culo.

Por lo demás, todos conocemos a parejas que también están hasta los cojones de sus hijos. Gente que se dio el caprichito, que cedió a las presiones familiares, que se apuntó a la última moda entre el coro de amistades. Gente, incluso, que los tuvo de buena fe o que los adoptó en un arrebato de bonhomía, pero que luego se vio desbordada por la responsabilidad o porque tuvo que vérselas con un diablo de esos que te hacen la vida imposible. También los hay. 

A estos niños no deseados les salva que existen los abuelitos y que las parejas aberrantes como los Basterra-Porto son más bien infrecuentes. Si es verdad que fueron ellos, se tienen bien merecida la condena. Pero ojo: nunca seremos una sociedad madura hasta que esos hijos de puta que también adoptan perros y luego los abandonan en la carretera o los cuelgan de un árbol sufran las mismas penas de cárcel. Merecen la misma saña mediática en las televisiones. Nombres y apellidos, por favor. Yo nunca he visto la diferencia entre una niña china -o de cualquier lado- y un perrete que era todo amor y fidelidad.




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El último tango en París

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Todos hemos vivido con el título de alguna película suspendido sobre la cabeza: quién no ha sufrido un atraco perfecto, quién no ha cometido delitos y faltas, quién no se ha subido a un tranvía llamado deseo... La lista puede ser infinita. Es verdad que a veces son conceptos muy amplios, metáforas muy abiertas, pero luego hay títulos específicos que te dejan la piel de gallina, como si la vida ficticia y la vida real encontraran un punto de tangencia y se abriera un pasadizo para comunicarlas. Un agujero de gusano.

Yo, por ejemplo, también viví un último tango en París. Uno de los de verdad, con sus taconazos y sus faldas abiertas, y sus maromos engominados. En las orillas del Sena se ejecutaron los últimos pasos de nuestra extraña aventura en común. Mientras ella bailaba con los parisinos y yo la grababa con su consentimiento para luego repasar las técnicas y los alardes, tuve la corazonada de que iban a ser los últimos tangos de esa gran milonga que nos envolvió. Dos años antes ella bailaba para que yo la viera bailar, pero ahora solo bailaba para que yo la grabara con el móvil. De amante a cameraman; de hombre de su vida a candidato descartado.

Fuimos a París para reflotar un amor sin remedio. La Ciudad del Amor no nos podía fallar porque allí todo el mundo se enamora paseando por sus puentes o afianza su amor ya veterano. París es a los amantes como Lourdes a los paralíticos: existe un pacto tácito entre la ciudad y sus turistas. Tú pagas por un sueño y por una terapia. Por un milagro. A París se va a lo que se va, y el arte y la historia sólo son excusas para pasar las horas del día con la ropa puesta y la sonrisa repintada. Cuando el gran falo de la torre Eiffel se excita y se ilumina, las excusas caen al suelo con el sigilo de un camisón o de un calzoncillo de los caros. Pero no funcionó. Nuestro último tango en París fue tan confuso y tan descalabrado como el primer tango en La Pedanía.

¿La película?: pues pasada de rosca, insufrible, demodé. Incomprensible a ratos. Infumable. Demasiados in-... ¿La famosa escena de la mantequilla?: un charco de lodo.




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París visto por...

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París, para los parisinos, es como Palencia para los palentinos: la ciudad donde viven y nada más. La torre Eiffel no les impresiona porque la han visto desde pequeñajos y ya la dan por descontada en el paisaje. El turista en París acaba cogiendo una tortícolis porque todo es magnífico, o histórico, o le suena de alguna película. Cuando no es un palacio es un palacio de la hostia, o un parque divino, o un rincón espectacular. O una zagala inencontrable en otro lugar. Pero el parisino camina por sus calles pensando solo en lo suyo, que suele ser la lucha por la vida: el amor y el dinero, el deseo y la felicidad, aspiraciones universales que no distinguen entre el viajero y el oriundo. 

(En Palencia, en cambio, son los parisinos los que miran con curiosidad al Cristo del Otero mientras piensan que un huracán se ha traído en volandas al Cristo -¿pero no era más grande?- que perdió el mechero en Río de Janeiro).

En “París visto por...”, seis directores de la Nouvelle Vague aportaron su granito de arena para contar una historia que llevase lo parisino en su médula espinal. Una visión inexportable. Pero luego, ay, París casi no se ve, apenas un poco al principio, y un poco al final, lo justo para que entendamos que es una ciudad eterna que ha cambiado muy poco en casi sesenta años, más allá de los coches viejunos y de los rótulos de las tiendas.

Las historias de “París visto por...” podrían suceder en cualquier lugar del mundo que tuviera edificios altos, tráfico intenso y estaciones de ferrocarril. Son historias de urbanitas estresados e insatisfechos. Las podrían haber rodado en la misma Palencia, ya que me ha dado por ahí. En Palencia también hay desamor, socavones, burgueses cornamentados... Pero hay un cortometraje, “Gare du Nord”, el firmado por Jean Rouch, que lleva días rebotando por mi cabeza. ¿Qué harías si un día apareciera en tu vida el amor que siempre esperaste: exacto, calcado, como extraído de tus sueños? Y además en París, mientras paseabas distraído. ¿Tendrías el valor supremo de cambiar un sueño perfecto por una realidad la mar de sospechosa?





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Panorama para matar

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Le he puesto cinco estrellas, sí, pero la película es horrorosa. Mucho peor de lo que yo imaginaba. Hay películas que no se quedan viejas, sino ridículas, y por eso, si puedo evitarlo, no las rescato del santoral. “Panorama para matar” es cutre y pitopaúsica. Roger Moore seguía teniendo licencia para matar y para follar, pero ya contaba con 58 abriles bastante anquilosados. Un cincuentón de los de ahora, todo gimnasio y alimentos bajos en calorías, podría dar el pego de agente secreto; pero sir Roger, en aquellos tiempos preolímpicos, corre un poco como la gallina Caponata hasta que cambian de plano y ya es el especialista con peluca el que se desliza esquiando por el talud, o se pega de hostias con Grace Jones entre los hierros pudelados de la torre Eiffel. 

(De hecho, he visto la película porque quería recuperar esa escena en particular: llámenme tonto, o infantil, o incluso garrulo, pero les juro que fue lo primero que pensé cuando me vi ante la torre Eiffel el verano pasado: aquí rodaron aquella escena de “Panorama para matar”. Es muy lamentable y lo sé). 

Por supuesto, no es culpa de nadie que los efectos especiales pertenezcan a la era predigital, pero joder: se pasan todo el rato llamando a Silicon Valley “el Valle de la Silicona”, como si el malvado Zorin quisiera hacerse con el monopolio mundial de las tetas operadas y no de los microchips de alta tecnología. Corría el año 1985 y no era tan difícil -bastaba con abrir el diccionario Collins- traducir silicon por silicio, que es el oro abundantísimo que buscaban los nigromantes. 

¿Por qué, entonces, si “Panorama para matar” sólo merece una estrella -porque una es el premio mínimo por participar- le he calcado cinco como cinco luceros del alba? Pues mira: una porque sale Tanya Roberts en el esplendor máximo de su belleza; otra porque la canción de Durán Durán sigue molando cantidad y me la he puesto varias veces en el Spotify; otra porque “Panorama para matar” es un trozo de mi infancia, de mi padre trabajando en el cine Pasaje con su gorra y su librea; y la quinta, porque me apetecía redondear esta tontería con el esfuerzo último de mi subjetividad. 





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París je t'aime

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Las pequeñas historias que componen “Paris, je t’aime” transcurren en París como podían haber transcurrido en Viena o en Barcelona. No tienen nada de particular. Los personajes no necesitaban aparcar en Montmartre o pasear por las orillas del Sena para hacer lo que tienen que hacer o decir lo que tienen que decir. Ninguna “parisinidad” les impele. Ni siquiera se ven croissants en los desayunos, ni apenas brasseries. Las parisinas no van con gorrito y los parisinos no pintan sus acuarelas. París es un fondo muy bonito que decora las escenas pero nada más.

“París je t’aime” no es esa declaración de amor que se promete en el título como si la cantara Jane Birkin acompañada de Serge Gainsbourg. Ni siquiera es una película que trate de parejas que van a París a follar y salen más o menos fortalecidas de la experiencia. Apenas un par de historias abordan ese tema trascendental... Tan parisino.

El otro día, en “Herida”, una chica decía que las parejas solo van a París a hacer una cosa, y yo estuve a punto de gritarle que tenía más razón que una santa, pero que a veces las cosas se tuercen nada más llegar y no hay Ciudad del Amor capaz de enderezarlas. Y ahí está, la torre Eiffel, todo el puto día en el horizonte, como el símbolo fálico que se ríe de tu infortunio...

Para tomarte “París je t’aime” como un homenaje tienes que coger la metáfora un poco por los pelos: París como ciudad kilométrica y universal donde caben todo tipo de personajes: nativos, turistas, inmigrantes, vampiros de la noche... Mujeres tan francesas y tan chics como Natalie Portman, aunque ella naciera en Jerusalén -como aquel otro dios de los evangelios- y luego se criara en las Américas a base maíz y puré de patatas. 

Sólo hay dos historias que podríamos calificar de puramente parisinas, y que son, por tanto, las que más me llegan al corazón. Porque yo también estuve en esos dos escenarios y viví emociones muy parecidas: un amor que se esfumaba en el cementerio de Père-Lachaise como un fantasma entre las tumbas, y una reflexión  muy profunda sobre la inmensidad de lo turístico y la inanidad del turista accidental mientras me comía un bocadillo en los jardines de Luxemburgo. 





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