La estrella azul

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Para ser guitarrero y no guitarrista, Mauricio Aznar cruzó el oceáno Atlántico para beber en las fuentes de Atahualpa Yupanqui. Mauricio se ganaba la vida como rockabilly pero tenía alma de poeta. Con el tupé ligaba la hostia y se metía droga a mogollón: la noche loca de Zaragoza. Pero la voz de su interior no le dejaba dormir por las noches. La voz interior es como un vecino con las ventanas abiertas en el verano: te grita, te pone de los nervios y al final no siempre dice lo más sensato del repertorio.

A Mauricio, por ejemplo, su voz interior le decía que el arte tenía que ser lo primero y que lo otro -las titis y la fama- tendrían que venir por añadidura o ser sacrificadas en el empeño. Mauricio, por supuesto, era un inocente, otro engañado por la publicidad, pero nos conmueve en su búsqueda y nos gana los corazones.

Allá en la Argentina Profunda, Mauricio encontró finalmente el secreto para acariciar la guitarra: el ritmo y el duende. Comulgó con el espíritu de Atahualpa Yupanqui gracias a un guitarrero que ejerció sobre él una bendita influencia, un poco a lo profesor Keating y otro poco a lo maestro Miyagi. A Mauricio también le ayudó mucho que durante esas semanas no tocara la droga que finalmente le mató a su regreso a Zaragoza.

Allá donde Jesús perdió el mechero en sus predicaciones por Argentina, Mauricio mató dos pájaros de un tiro y a punto estuvo de cargarse a tres. Porque si me hubiera hecho caso, si hubiera escuchado los gritos que yo le daba treinta años después al actor que le encarnaba, se hubiera traído a la Península a esa india que vive fascinada por su presencia. La chica es guapa, pero sin demasiadas pretensiones, musiquera, y le tira los tejos con un descaro que ya no sé si es actitud personal de la chavala o una cosa cultural del Quinto Pino.

Una pena que Mauricio no quisiera o no pudiera reconocerla. Igual que hay mujeres que te condenan, otras pueden salvarte del batacazo. Las hay que chocan de frente contra el meteorito que iba a aplastarte y salen indemnes de su heroísmo. La india hubiera sido una buena candidata para evitar el armageddon.



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Rabos: El musical

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Tirar de humor fino está bien de vez en cuando. Sirve para fingirse inteligente y para hacer reír a las mujeres. Bueno: a algunas... ¿Pero qué es, de todos modos, el humor inteligente? ¿El que nos hace parecer muy listos a nosotros y muy tontos a los demás? ¿El que nosotros entendemos y ellos no? Nos puede la soberbia. Siguiendo esa definición, un chiste de Groucho Marx soltado en el bar de La Pedanía me haría quedar como el más listo de los parroquianos; sin embargo, un chiste autóctono sobre el ciclo biológico de las lechugas me haría quedar como un ignorante marsupial. Cada uno está a lo suyo y nadie es más que nadie. El día que cierren los supermercados y haya que labrarse la tierra me comeré los DVDs con salsa barbacoa.

En mi caso, el humor inteligente es la ropa fina, el afeitado, la colonia de Hugo Boss... El disfraz de las noches interesantes. Pero en el día a día laboral a mí lo que me va es el humor zafio, el vulgar, el más guarrindongo del repertorio. ¿Dios es gay y además tiene pluma? ¿Dos hermanos gemelos se quieren tanto que se la clavan hasta el duodeno? Cosas peores hemos visto y oído... “Rabos: El musical”, en nuestros tímpanos curtidos, suena tan ofensiva como la I Carta de San Pablo a los Corintios. Donde los temerosos de Dios se ponen tapones de cera y las maestras de Primaria se escandalizan por el mundo legado a nuestros hijos, nosotros, los veteranos de la cerdada, los excombatientes de “El Jueves” que ya lucimos arrugas y cicatrices, nos reímos como gansos y nos rascamos la barriga satisfechos.

El problema de la película no es que sea transgresora, que a mí plim: el problema es que es muy mala. La idea es genial, pero el desarrollo es infumable. No daba ni para un cortometraje. Hay números musicales que te llevan y otros muchos que te abandonan. En realidad no pensaba verla, pero he visto que la dirigía Larry Charles y yo me debo a los amigos. Alguien que dirigió las peores intenciones de Sacha Baron Cohen y los mejores episodios de “Larry David” bien merecía este ratito robado a la enésima etapa llana de la Vuelta a España. 





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Eric

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Mientras veo “Eric” siento que una mano metida en el culo me manipula los intestinos. A esto se le conoce, en los círculos cinéfilos, como el “mal de Rockefeller”. Ya que Benedict Cumberbatch interpreta a un trasunto de Jim Henson- que no de José Luis Moreno- me viene de perillas la referencia. 

Quiero decir que viendo “Eric” no siento emociones por mí mismo: me las mangonean. Cuando no me aburro como una ostra -hay bastantes ratos así- puedo llegar a sentir asco, piedad, ansiedad..., pero es todo de garrafón, de segundas y terceras calidades. Yo sé que es esa mano la que pulsa las teclas adecuadas. La siento hurgar en mis entrañas y luego escucho el clic de las pulsaciones. En Eric es todo tan... falso. Tan prediseñado y comercial. Es el famoso algoritmo de Netflix. 

Me acordé mucho de Nanni Moretti en su última película, “El sol del futuro”, cuando acudía a las oficinas de Netflix en Italia para vender un proyecto y le exigían acomodarse al algoritmo milagroso: un giro de guion cada diez minutos, nada de desnudos, música estruendosa, un caso policial, una mujer maltratada, un abuso infantil, un homosexual orgulloso, varias mujeres empoderadas y unos cuantos hombres que descubren sus sentimientos. Y una causa bonita como telón de fondo: algo relacionado con el medio ambiente o con la igualdad, o con la sempiterna lucha contra los poderosos. Es todo de un cinismo abrumador. Ya no recuerdo la perorata exacta que le soltaban al pobre Moretti, pero él tampoco les dejó mucho tiempo para explayarse antes de salir pitando por las escaleras. 

Toda ficción es, por definición, una mano metida en el culo. Pagas -cuando pagas- para que te encuentren el punto de G de las emociones. Pero hay manos y manos. Las manos delicadas no fuerzan los sentimientos: los invitan a salir. Los seducen y los halagan. De pronto te sientes a gusto en el sofá y sabes que te están engañando un buen puñado de profesionales. Las manos de “Eric”, en cambio, son torpes y sobonas. Se creen la pera limonera porque han triunfado en muchos hogares testeados, pero se les nota el truco y la impaciencia. A mí me molestan o me hacen daño.




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La reina Cristina de Suecia

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Si hacemos caso de lo que se cuenta en la película, la reina Cristina de Suecia no abdicó por ser pillada en un escándalo financiero o por cazar osos polares en los hielos de Gotemburgo -como le hubiera pasado a una reina de los borbones- sino por culpa de un éxtasis sexual que la hacía levitar por encima del populacho. Aún más, sí.

En la película, la reina Cristina cae enamorada hasta las gelideces del embajador de los reinos de España, don Antonio Pimentel de Prado, de los Pimentel y los Prado de toda la vida. Un amor imposible y muy poco grato para el dios de los protestantes, dado que nuestro embajador era tan devoto de la comunión diaria como de usar la picha brava al estilo de los toreros. Don Antonio fue todo un “spanish caballero” que tres siglos antes de Alfredo Landa ya cumplió el sueño de ser correspondido en la cama por una sueca, aunque fuera en la mismísima Suecia, y no en la playa, y con ella forrada de armiños para sobrellevar el duro invierno de los escandinavos. 

(Pimentel fue enviado a Estocolmo para hacer de celestino entre la reina Cristina y nuestro rey Pasmado, y un diablillo interior se descojona en mi interior cuando Greta Garbo se ríe a mandíbula batiente -y qué carcajada tan bonita, la de la Garbo- al contemplar el retrato de Felipe IV pintado por Velázquez, que era su perfil de Tinder de la época, de fina pincelada pero para nada digital).

Sin embargo, la realidad que cuentan fríamente las enciclopedias es que Cristina de Suecia dejó su trono por culpa de otro éxtasis menos honroso para su figura: el religioso. Hija de Gustavo II Adolfo -el gran azote de los católicos en las guerras de religión- Cristina fue mal influenciada por algún obispo intrigante y encontró en la hostia dominical el alimento seguro para garantizarse el Cielo de los Justos. Hay gente para todo... 

Y si es verdad que la realidad supera a la ficción, yo, en este caso, porque soy un romántico incurable, prefiero la ficción a la realidad. E incluso propongo que fueron aquellos polvos de Cristina con nuestro embajador los que insuflaron el valor necesario para librarse de la corona y crear un bonito precedente que solo los reyes mangantes han hecho ley y tradición.





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Fahrenheit 451

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Si las dictaduras queman libros, las democracias impiden leerlos. No existe mucha diferencia. En el mundo libre puedes comprarlos, guardarlos, piratearlos incluso, pero luego, cuando empiezas a leerlos -que es el acto subversivo verdadero- siempre aparece alguien que molesta o interrumpe. Son los otros Guardianes de la Moral. Los Jodedores de la Marrana.

En “Fahrenheit 451” existe un cuerpo de antibomberos que aprovechan la “ley Corcuera” para entrar en tu piso y quemarte los libros en un auto de fe con queroseno. Es todo muy espectacular y condenable. Una cosa distópica de comunistas o de fascistas. Según sus superiores, leer te hace distinto y peligroso; te hace pensar en mundos alternativos y te distrae del verdadero afán de los ciudadanos, que es trabajar y consumir sin hacerle demasiadas preguntas al diputado. 

No nos engañemos: es lo mismo que opinan nuestros líderes democráticos.

En el mundo real, en lo que llamaríamos “Celsius 20” -que es la temperatura en la que todo dios sale a la calle a dar voces por teléfono- no se necesitan estos fuegos tan espectaculares, como de película de Nerón, para que la gente deje de leer y se acomode a su destino. Los maderos que trabajan para la Brigada Antilectura constituyen el 97% de la población. Y ni siquiera hace falta instruirles: ya vienen obtusos de fábrica. Te ven leyendo un libro y les salta el instinto de molestar como un resorte del ADN. No lo pueden remediar. Es como un gen de neandertales que reacciona ante un objeto peligroso. Es su forma de decir “tengo miedo” y de anular tus pensamientos. 

Leer se ha convertido, como casi todo, en un lujo para ricos, como el aceite de oliva o las casas con jardín. Sólo ellos, los amos del cotarro, pueden comprar el silencio privatizando sus espacios. En el mundo de los purrelas todo es una cacofonía de gritos, golpes, martillos, petardeos, televisores, móviles sonando... Motos y coches. Vecinos de casa y vecinos de terraza. Convecinos de piscina. Usuarios de biblioteca. Nadie calla ni bajo el agua. El silencio es oro, y los libros, o el acto puro de leer, un sueño de aristócrata.




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Los Commitments

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1. En Irlanda todo el mundo compone poesías o toca un instrumento musical. Es como una manía nacional. Aquí, por ejemplo, jugamos al fútbol o aporreamos la mesa con el dominó. Las culturas... 

No hay bar de Dublín que no tenga su música en directo, sus “commitments” en estado embrionario o ya salidos del cascarón. Los irlandeses, además, le hacen a todo: al folk, al pop, al soul...  Es por eso que Irlanda aún se mantiene en los primeros puestos europeos del índice de natalidad. No era el catolicismo, como creíamos, sino las tías, que se derriten por los músicos y sus letras. Aquí, en España, hemos dejado de procrear no por la crisis económica, sino porque las mujeres ya no nos encuentran atractivos. Los gilipollas del gym jamás podrán competir con un guitarrista molón que desgrana sus amores contrariados.

2. Los grupos musicales se forman para ligar. Todo lo demás es disimulo antropológico. El manager de “Los Commitments” asegura en sus entrevistas que él ha montado el grupo para devolver la dignidad a sus miembros, para regalarles un motivo de orgullo cuando vuelven de la cola del paro o del curro mal pagado. Nunca dejarán de ser la chusma obrera de Dublín, pero subidos en el escenario, tocando o cantando, son estrellas del barrio y soñadores del futuro. 

Y es verdad, pero no es toda la verdad. De hecho, “Los Commitments” se disolverán al final de la película por culpa de los líos de faldas -y de pantalones -y por los sueños de seducción que sus miembros más talentosos ya alimentan en otros escenarios con gachíses más elegantes y juguetonas.

3. Con “Los Commitments” cierro este ciclo dedicado a las películas rodadas en Irlanda o que hablan de los irlandeses. Sé que me dejo unas cuantas en el olvido o en la pereza. Irán apareciendo a lo largo del curso. Una de ellas es “Las cenizas de Ángela”. Nunca la he visto y nunca la veré. El guía, al pasar por Limerick este verano, nos aseguró que era su película preferida sobre Irlanda. Pero es el mismo hombre que en otra conversación nos dijo que Arnold Chuachenegue era su actor preferido de toda la vida. Hay opiniones que lejos de animarte te hacen recular. Todavía más.





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Omagh

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Este verano, en Irlanda, pasamos muy cerca de Omagh con el autocar. Entre Belfast y Derry hay un cártel en la carretera que indica el camino para llegar. 

Recuerdo que nuestro conductor estaba saliendo de Irlanda del Norte a muchas millas por hora porque nos habíamos excedido del tiempo programado y corríamos el riesgo -inocuo, por otra parte- de que alguien nos parara y nos pidiera los pasaportes. En la excursión éramos todos españoles y por tanto europeos en un territorio comanche que aún forma parte de la Europa geográfica, e incluso de la futbolística, pero ya no de la existencial. 

(Parar en Omagh, lo reconozco, ya hubiera sido el colmo del amarillismo, pero sí me hubiera gustado parar en Derry para hacerle un homenaje a los tiroteados y tararear el “Bloody Sunday” de U2 en el epicentro de la historia. No pudo ser).

Esa tarde nuestro destino era Ballybofey, justo al otro lado de la frontera, en la República Irlanda, que sigue siendo un país europeo aunque muy extraño en sus costumbres. Nadie juega al fútbol y todo el mundo canta y compone poemas. Y eso, quieras o no, imprime carácter.

Al llegar a Ballybofey me dio por pensar que quizá allí, en los tiempos de los Troubles, se refugiaban terroristas del IRA que operaban al otro lado de la frontera. Como aquellos etarras que asesinaban en San Sebastián y luego regresaban tan ricamente a San Juan de Luz. O como estos terroristas de “Omagh”- tan reales que no hay ficción que nos consuele- que después de poner la bomba que mató a 29 inocentes regresaron a Dundalk convencidos de ser unos hombres de provecho y unos héroes de la patria.

Recuerdo que en España el atentado de Omagh tuvo mucha repercusión porque allí murieron dos españoles que estaban de vacaciones: una guía turística y un chaval de 12 años de los que ella pastoreaba. También es verdad que seis años después hicieron esta película y ya a casi nadie le interesó. 

(Hubo una décima de segundo terrible, al pasar por el desvío de Omagh, en la que miré al guía de nuestra excursión y le pregunté, con el pensamiento, si estaba completamente seguro de que el IRA Recalcitrante ya no operaba en el lugar).





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Mad Men. Temporada 7

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Hubiera querido que el último episodio de “Mad Men” no terminara jamás. Llegué a barajar la posibilidad de ver una sola escena cada día: someterme a una dieta espartana que contuviera la grasa de un único  diálogo o de una réplica solitaria, para que la última experiencia con la serie me durara, qué sé yo, un mes entero, hasta octubre, cuando la bobada ya me pareciera ridícula e insostenible. 

Pero he cedido a la tentación, claro, porque estaba muy pendiente del anuncio final de Coca-Cola -¿y si todo “Mad Men” no fuera más que el proceso vital y creativo que condujo a celebrar la chispa de la vida?- y pasadas las doce de la noche, como en el cuento de Cenicienta, me he despedido de Don Draper para convertirme de nuevo en la antítesis de su éxito y de su magnetismo. Mientras él se quedaba en California encontrándose a sí mismo y encontrando nuevas mujeres de bandera, yo me iba a la camita pensando que mañana me esperaba el desempeño funcionarial y la huida cotidiana de los espejos. ¿Cuál es el sentido de mi vida y la de otros tantos?: pues que existan, como contrapesos del orden natural, hombres como Don Draper que no conocen un no por respuesta. Tan guapos y elegantes que nos importa un cojón de mico que carezcan de moral. 

Si alguien hubiera colocado un micrófono en mi salón mientras yo recobraba “Mad Men” al completo, comprobaría que el silencio ambiental impuesto por mis auriculares se rompía siempre con una de estas tres exclamaciones en voz alta: “¡Joder, que tía!”, “A mí esas cosas no me pasan” y “Qué elegancia, joder, qué elegancia...”. En ellas reside el cogollo de la experiencia. Sobre todo la última: la elegancia. Porque aquí todo es elegante, y no sólo los ropajes y los estilismos con los que tanto dieron la turra en el suplemento "S Moda" de “El País”. Elegante es cómo ligan, cómo rompen, cómo negocian, cómo encienden el pitillo, cómo sirven la ginebra, cómo validan un culo, cómo piden perdón, cómo despiden a la gente, cómo la contratan, cómo cuelgan el teléfono... Cómo enfrentan la vida sabiéndose en último término triunfadores y admirados: Don Draper, y los Mad Men, y las Mad Women que se auparon sobre sus hombros.




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