Alabama Monroe

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En la guerra sin cuartel que desde hace siglos enfrenta a los pobres contra los ricos, nosotros, los desheredados, sólo hemos podido combatir con las armas de la revolución violenta. Los derechos que hemos adquirido con el tiempo, y que ahora tratan de arrebatarnos estos mamones que nos gobiernan, se lograron en el cuerpo a cuerpo de la huelga o de las barricadas. Ni una sola concesión importante fue arrancada en las conversaciones civilizadas o en los parlamentos de los burgueses.  Todo se logró asaltando palacios de invierno o tirándose al monte con las guerrillas. Como no disponemos de más medios que la cabezonería y la fuerza bruta, nosotros, el lumpen, hemos emprendido batallas que se diferencian muy poco de aquella de 2001, cuando los monos luchaban por el agua de la charca golpeándose el pecho y blandiendo el hueso.




            Los ricos, en cambio, son mucho más sofisticados a la hora de asesinarnos. Le quitan un tanto por ciento a los presupuestos de Sanidad y ya se cargan a unos cuantos de miles de revolucionarios en potencia. A ellos la sanidad pública les da lo mismo, porque tienen sus hospitales privados para los achaques cotidianos, y los hospitales de Estados Unidos para cuando las cosas vienen muy jodidas. Para darle continuidad a este holocausto silencioso, han emprendido una guerra paralela contra los avances científicos. Los tipos de las batas blancas, dejados a su libre albedrío, y dotados de fondos suficientes, acabarían con los malestares del proletariado en el plazo de unas pocas décadas. Y eso no lo pueden permitir. Pero tampoco quieren, claro está, perderse las ventajas de los nuevos tratamientos que van surgiendo. Son ricos, pero también son humanos, y más tarde o más temprano enfermarán de los mismos males. Es por eso que de puertas afuera berrean contra la ciencia, porque aseguran que va en contra de la voluntad de Dios, pero luego, entre bambalinas, incorporan las terapias a sus hospitales privados y pagan un huevo por ellas. Entre otros asuntos problemáticos está el de la terapia con células madre. Hablan de asesinato de embriones, de genocidio de nonatos, de crímenes horrendos cometidos en la cárcel de las probetas. Pero eso lo dicen cuando el enfermo es pobre. Cuando el afectado es rico y poderoso, apelan al derecho inalienable de la curación personal. Pro-vida de los demás, en el primer caso; pro-vida de uno mismo, en el segundo. Son, como ya dije, unos auténticos hijos de puta. 


            En Alabama Monroe, que es la película que nos ocupa, la hija de la pareja protagonista enferma de un cáncer precoz que sólo las células madre podrán curar.  Aunque es hija de dos desclasados, tiene la suerte de haber nacido en Bélgica, que es territorio europeo y civilizado, y podrá acceder a la terapia sin que las tablas de la Ley caigan sobre el tejado del hospital. Pero el tratamiento será costoso, incierto, problemático, porque los avances verdaderos se cuecen en Estados Unidos, y allí, amenazados por los legionarios de Dios, los científicos sufren una zancadilla tras otra. El destino de esta niña, y de otras miles como ella, está en manos de estos pirados que blanden la Biblia como si fuera una ametralladora. De hecho, asesina con la misma eficacia. 
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La vida inesperada

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Uno pensaba que La vida inesperada -porque la anunciaban como una película de españoles perdidos en Nueva York- iba a ser la versión moderna de La ciudad no es para mí, aquella de Paco Martínez Soria en la que el pueblerino desembarcaba en Madrid y se enredaba con los semáforos y con los pasos de cebra. Uno esperaba a tipos perdiéndose en el metro, chapurreando inglés ligando torpemente con las americanas del pelo rubísimo. Uno esperaba, para entendernos,  una segunda parte de La línea del cielo, aquella película de Antonio Resines buscándose la vida en Nueva York confundiendo a las churras con las churris. 

    Pero las cosas, finalmente, no han seguido esos derroteros de la comedia. Los españoles que ahora hacen las Américas ya no son como los de hace treinta años. Están mucho más allá del jauaryú y del aidón anderstán. El más tonto tiene un máster en empresas o una labia andaluza que te cagas. Ya no lucen los mostachos celtibéricos de Antonio Resines, ni ponen caras de panolis cuando se enfrentan al amor gélido de las anglosajonas. En La vida inesperada todo es muy serio y muy maduro: treintañeros y cuarentones que renuncian a sus sueños, que piensan en el matrimonio, que descubren las primeras canas y se plantean la seguridad financiera del futuro. Los españolitos de La vida inesperada son tipos que hablan un inglés perfecto, que conocen las costumbres locales, que se desenvuelven por la Quinta Avenida como me desenvuelvo yo por la plaza de mi pueblo. La comedia de equívocos y chascos apenas dura cinco minutos, lo que tarda el personaje de Raúl Arévalo en comprender cuatro idiosincrasias de manual. A partir de ahí ya da lo mismo que la película transcurra en Nueva York o en Vladivostok. Hombres y mujeres se buscan durante el día para follar por la noche y luego mentirse al despertar. Todo transcurre en el interior de los apartamentos o de las cafeterías. Los rascacielos de Nueva York podría haber sido londineses, o ucranianos.  Es una película de Woody Allen sin demasiada gracia ni mordacidad.


 





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Freaks and Geeks reloaded

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Uno pensaba que A., mi hijo, cuando se perdiera en el mundo de sus colegas, reservaría tiempos compartidos para seguir viendo películas. Pero no me ha dejado ni las migajas del segundero. La semilla del cine, que uno creía arraigada en él, está desecada, o hibernada, o yo que sé. Unos días por esto y otros días por lo otro, A. se escaquea del sofá para refugiarse en su habitación, a meter goles con el Ronaldo del FIFA, a matar soldados en paisajes desolados, a contar por WhatsApp que se está rascando el huevo izquierdo y ha dejado tranquilo el otro derecho. 

    Lo cuento con un poco de acritud porque llevo encima la decepción del cine solitario, pero en el fondo lo comprendo. Que tire la primera piedra el que no renegó tres veces de sus padres antes de que cantara el gallo, y comenzara la edad del pavo. Son las putas hormonas, que parecen una pandilla de motoristas drogados recorriendo las carreteras del sistema circulatorio. Allí donde entran todo es músculo y bronca, machoterío y poca sesera. Luego hay chavales que se recuperan de la tontería y vuelven a ser reconocibles y cercanos; otros, en cambio, que ya venían tarados de serie, se quedan para siempre en el mundo de los descerebrados, y nunca vuelven a hablar como personas normales, ni a razonar como miembros de la especie. Uno, mientras tanto, en la tensa espera de los años, cruza los dedos y reza salmos en noruego a los dioses de los nórdicos.




            Hoy, sin embargo, por causas que todavía no me han sido reveladas, A. ha solicitado permiso para sentarse en el sofá de los cinéfilos. Quería ver los primeros episodios de Freaks and Geeks, que tantas veces le ponderé en los buenos tiempos. Algo le ha sucedido en sus convivencias del instituto que quiere verlas reflejadas en la serie de los chavales americanos. Me dio como un subidón, como una alegría, pero tuve que confesarle, antes de tenerlo atado en corto, que Freaks and Geeks, en la República de España, sólo existe en versión subtitulada. Y que él, que no ha leído un subtítulo en su vida,  podía renunciar libremente a la serie. Para mi sorpresa, se encogió de hombros y dijo que bueno, que vale, que así practicaba el inglés de sus estancias en la pérfida Albión. Está irreconocible de nuevo, pero esta vez para bien, o al menos para mi bien. 

   Con la serie ya en marcha le he visto enchufado, atento, sonriente cuando tocaba y pensativo cuando era menester. En los planos más cortos de Linda Cardellini se podía cortar la tensión sexual en el ambiente, ambos enamorados de esta chica majísima y con cara de ángel. Le han gustado las andanzas inocentonas de los freaks y de los geeks, pero flota en el aire la incógnita del retorno. Habrá un tercer episodio, pero no sé dónde, ni cuándo. Quizá mañana mismo, quizá dentro de unos meses. Para él, atrapado en el tiempo  de la juventud, serán como años; para mí, embalado en el descenso hacia la nada, serán como segundos. 


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Antes del atardecer

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Nueve años más tarde, en el atardecer romántico de París, Julie Delpy sigue siendo la francesa más hermosa que pasea junto al Sena. Está más delgada que en el amanecer apasionado de Viena, más mujer, más contenida. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, le salen unas arrugas en el entrecejo que delatan sus treinta y tantos veranos sobre la Tierra. Temo que en la tercera película, la del anochecer en la costa griega, Julie ya no sea la mujer que siempre amé. Quisiera equivocarme, pero esas arrugas anuncian los tiempos venideros....


     Mientras yo me solazo en la belleza de Julie Delpy, los dos amantes siguen parloteando, incansables y verborreicos, sobre los avatares de la vida. Ahora tienen treinta y tantos años, viven con parejas estables, han sufrido las primeras decepciones que no tienen solución. Han conocido mundo, y se han conocido a sí mismos. Pero siguen siendo, en el fondo, los mismos triunfadores de la vida. Se mantienen guapos, en forma, optimistas. No conocen las canas, las lorzas, las primeras averías del quirófano. Se han llevado los batacazos inevitables, pero ni uno más. Ni han parado de follar ni han dejado de viajar por el ancho mundo, él promocionando sus novelas, ella fomentando el desarrollo sostenible. Son esbeltos y guays, atractivos y resolutos. No sueltan ningún taco cuando hablan, ni un triste córcholis, ni un inocente cáspita, y eso sólo se consigue desde la paz interior que produce envidia. 

    Uno, derrumbado en el sofá, entiende sus problemas y sus inquietudes: el tiempo que se acelera, el matrimonio que se fosiliza,  la batería que se agota. Pero no siento empatía por ellos. Jesse y Celine son demasiado ajenos a mi mundo, a mi experiencia. Yo soy plebe, y vivo con la plebe. Aquí, en la provincia, vemos fútbol, trasegamos cañas, cultivamos la barriga, decimos "hostia" y "mecagüen la puta" a todas horas. Nuestras mujeres no se parecen a Julie Delpy. Ningún hombre se parece a Ethan Hawke ni en la rabadilla. Jesse y Celine, vistos desde la penumbra de mi salón, parecen extraterrestres, seres humanos de otro planeta, de otra existencia.




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Antes del amanecer

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La primera vez que vi Antes de amanecer yo tenía la misma edad que sus protagonistas, y atendía sus diálogos como quien está compartiendo un café interesante con los amigos. Me sentía partícipe de una película escrita para la gente de mi generación, aunque Ethan Hawke y Julie Delpy fueran guapos, cosmopolitas, plurilingües, viajaran por el mundo en trenes que pagaban sus papás millonarios. Yo, mientras tanto, en la sala de cine de Invernalia, seguía siendo feo, provinciano, y sólo hablaba castellano, y nunca había viajado más allá de Barcelona.


     Mientras duró la proyección mantuve los ojos bien abiertos, y las orejas bien estiradas. Quería aprender los secretos de estos triunfadores que estudiaban en universidades cojonudísimas, tenían examores de altos vuelos, y eran capaces de superar cualquier contratiempo con una sonrisa en la cara y un morreo a orillas del Danubio. Hawke y Delpy, en su recorrido nocturno de la Viena enamorada,  filosofaban sobre el compromiso, sobre el arte, sobre el tránsito de la vida, y yo apuntaba mentalmente algunos diálogos para luego soltarlos en mis círculos ibéricos, mucho menos sofisticados. De lo que contaba el personaje de Hawke me iba enterando más o menos, pero de lo que decía ella, Julie Delpy, no entendía realmente ni papa, porque Julie era la mujer más hermosa que yo había visto jamás, la traducción exacta de mis sueños, y yo sólo tenía sentidos para su belleza sin par.

       Hoy, casi veinte años después, he vuelto a ver Antes de amanecer. Hawke y Delpy siguen teniendo veintitrés años y toda la vida de la gente guapa por delante. Uno, en cambio, atrapado en la corriente nauseabunda de la realidad, ha superado ya los cuarenta años y sigue siendo feo, y provinciano, e incapaz de entender dos frases seguidas en inglés. Esta incapacidad auditiva, o quizá mental, de comprender cualquier idioma que no sea el castellano, me impide aventurarme más allá de los Pirineos, o más allá del río Miño, por temor a hacer el ridículo, o a morirme de hambre a las puertas de los restaurantes. Podría viajar a México, o a Sudamérica, a parlotear con mis primos lejanos de la lengua cervantina, pero son países donde siempre hace calor, y sobrevuelan los mosquitos, y procesionan las vírgenes y los cristos, y sólo tal vez en la Patagonia se sentiría uno como en casa, abrigado por el frío y solitario en la sociedad. 





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Shutter Island

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Uno, de adolescente, en los viajes más disparatados de la imaginación, a veces pensaba que la vida era un teatrillo montado por mis conocidos, Como aquel show televisivo que inventaron para el bueno de Truman, o como este sainete de psicópatas que le montan a Leonardo DiCaprio en Shutter Island. En mis largos períodos de aburrimiento, derrotado sobre los libros de textos gordísimos del bachillerato, yo salía flotando del mundo real e imaginaba otro, también verosímil, en el que un actor hacía de mi padre, una actriz de mi madre, y una niña que era actriz prodigio, de mi hermana. Imaginaba que alguien les pagaba por interpretar sus papeles cuando yo estaba presente, y que cuando desaparecía en el colegio, o en los partidos de fútbol, ellos regresaban a sus vidas reales para gastarse el sueldo y mantener a sus parientes verdaderos. Lo mismo pensaba yo de mis compañeros o de mis profesores: que eran actores que fingían estar allí haciendo exámenes, y explicando temarios, y proporcionándome enseñanzas y experiencias, pero que luego, cuando yo regresaba a casa, asistían a una escuela de verdad con notas verdaderas y castigos no fingidos. 



            Mi fantasía, que es anterior a las películas que luego me la recordaron,  no era ser protagonista de un programa televisivo con cámara oculta, ni estar encerrado de remate en el psiquiátrico perdido. Yo era un caso muy especial, muy secreto: un proyecto del gobierno, un experimento científico, un expediente X de los adolescentes de mi tiempo. Un bicho raro al que habían construido un entorno normal, con familia de suburbio, colegio de aluvión y amiguetes de andar por casa. Científicos camuflados entre el profesorado y el vecindario -tal vez el kiosquero de la esquina, o el viejo cascarrabias que se quejaba de los balonazos- hacían periódicos informes de mi comportamiento que luego enviaban a Madrid, o a Houston, para que los psicólogos de bata blanca evaluaran mis progresos adaptativos. Mi excepcionalidad, según el humor con el que yo urdiera la ensoñación, podía ser una tara genética, una procedencia alienígena, una configuración aberrante de la estructura cerebral. Un muchacho único sobre el que la ciencia terrícola había posado sus ojos curiosos, y sus instrumentos de medición más precisos. Así era como yo, el adolescente más gris de Invernalia, el más tímido con las chicas, el más apagado de las fiestas, el más  insustancial de las anécdotas, le daba de comer a su raquítica megalomanía.




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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!

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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! es una extravagancia francesa imposible de definir en estas páginas. Guillaume Gallienne, que es el creador y director de esta función, cuenta, en lo que supongo que es un relato autobiográfico (y digo supongo porque no sé leer la Wikipedia en francés) su tránsito tragicómico por una homosexualidad adolescente que él creía incuestionable, con burlas en los internados, y humillaciones sangrantes en los vestuarios, hasta que se enamoró perdidamente de una  mujer y sus esquemas sexuales se vinieron abajo. 


            Pero ojo: Guillaume y los chicos no es la parábola de un sodomita arrepentido que un buen día, cabalgando sobre su amante, vio a Jesucristo proyectado sobre la pared y se cayó de la cama con el gusto ya virado hacia las mujeres que procrean. No es la fábula moral de un julandrón que se salvó por los pelos del pubis de caer en las llamas del infierno. Les aseguro que Guillaume y los chicos nunca será proyectada en 13 TV, o en el canal ultracentrista que lo suceda en la batalla por el poder. Guillaume Gallienne, en su película,  juguetea con su homosexualidad sin ningún tipo de rubor. Lo que ocurre es que él mismo no tiene muy claro si se trata de una preferencia libremente desarrollada, o si finge ser gay por agradar a su madre, que es una mujer muy dominante que no quisiera compartir a su chiquitín con ninguna otra rival. La película es una mezcla muy particular de excéntrica mariconada con tratamiento psiquiátrico del complejo de Edipo. Podría haber sido un drama de aúpa, si Gallienne hubiese enfocado el asunto como un relato amargo, como una denuncia dramática de la homofobia y la incomprensión. Pero este tío, al parecer, es un cachondo mental, y ha preferido reírse de quienes no le entendían al mismo tiempo que se reía de sí mismo. La película es demasiado extraña y particular para resultar redonda, pero él, Guillaume, el personaje, y él, Guillaume, el autor, bien merecen el ratito.



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Carmina y amén

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Mientras veo Carmina y amén, que es la continuación que hubiesen firmado los mismísimos Azcona y Berlanga para Carmina o revienta, vuelvo a extrañarme de que sean los catalanes los primeros españoles que se consideren tan distintos del resto como para proclamar su independencia. Vistos desde Invernalia, los catalanes no parecen muy distintos del resto de peninsulares norteños. Tienen su propio idioma, es cierto, y su propia cultura, y al Barça como ejército desarmado que les va ganando las batallas, pero en cuestiones de carácter y de idiosincrasia, un habitante de Tarragona y uno de León podrían intercambiarse los papeles y sentirse tan ricamente en su nuevo hogar.

Los andaluces, en cambio, vistos desde la distancia de dos mesetas interminables, sí que parecen habitantes de un país diferente. La dominación secular de los musulmanes forjó allí un modo de ser diferente y difícilmente exportable. Más arriba del Tajo, la morisma sólo se aventuraba en la rapiña; más arriba del Duero, apenas quedan vestigios de su presencia. Para bien o para mal, nosotros, los del norte, seguimos siendo unos visigodos de tomo y lomo.
 

            Ni mejores ni peores, los andaluces parecen regirse por una filosofía distinta de la vida. Uno recuerda, de los tiempos que vivió en Toledo e hizo amistad con gentes de Granada igualmente exiliadas, que a veces coincidíamos con Los Morancos puestos en la televisión y mientras ellos se partían el culo de risa, y celebraban los chistes con grandes aspavientos, uno, desde su pose de castellano viejo y adusto, les miraba con cara de palo sin comprender nada. "Hostia, tú, es que lo clavan", me decían. Los Morancos clavaban la idiosincrasia, claro, pero es que yo, esa idiosincrasia, jamás la vi en mi terruño de Invernalia. Los Morancos, para mí, eran como humoristas venidos de otro planeta que contaran y parodiaran las cosas particulares de allí. Ahí empecé a comprender que siendo compatriotas del mismo pasaporte, pertenecíamos, en realidad, a dos países muy distintos. Lo de Los Morancos, obviamente, sólo es una anécdota que yo cuento aquí para hacerme entender. Pero ustedes, que los conocen, y que también conocen las aventuras y desventuras de Carmina, me entienden.




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Apocalypse now

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Llegan las ocho de la tarde y no me veo capaz de llegar al final del día. Un cansancio que no sentía desde hace meses se apodera de mis músculos y me hace razonar cosas disparatadas. Los fantasmas se cuelan bajo la puerta aprovechando que esta semana he dormido menos, que he descuidado el ejercicio, que ha regresado el tedio de las jornadas laborales. Vuelvo a ser el funcionario que llega a casa no cansado -porque eso es en la mina, o en la obra- pero sí mal dormido, mal encarado, con la libertad del verano esfumada en jirones de niebla coloreados. Y eso que ya no hace calor, y que las nubes alivian de vez en cuando esta puta insolación. Benditos sean los cielos encapotados, y los fríos venideros, que me librarán de esta tortura tropical, de este microclima de los cojones que vive instalado en los cielos como un OVNI portador de la catástrofe.


Son las ocho y desearía no seguir despierto, apagarme como hacía C3PO cuando quería refrescarse los circuitos. Pero no quiero dormir, tampoco. Aún me quedan cuatro o cinco horas de vida, y ya soy demasiado mayor para desperdiciar estos ratos concedidos. En el fondo estoy sano, no me duele nada, no puedo quejarme de una vida que otros menos afortunados soñarían. No quiero tumbarme en la cama para dejarme atrapar por unos sueños que esta semana se han vuelto maniáticos, muy pesados, devolviéndome a los seres queridos con los rostros desfigurados y a los seres odiados con todo lujo de detalles. Podría leer, pero me dormiría; podría venir al ordenador, pero me dejaría la vista; podría bajar al bar, pero allí no hay nadie con quien hablar.  Así que sólo me queda el cine. Paso el dedo índice por la estantería de los DVDs buscando una película larga, larguísima, de contenidos muy densos que me dejen noqueado en el sofá, no del todo vivo, pero tampoco del todo muerto.  Apocalypse Now… La he visto cuatro o cinco veces, pero eso no importa. Leo en la carátula que esta versión del director, la Redux, se va a las tres horas y media de metraje, y eso es justo lo que necesitaba. Con ese empujòn en el reloj podré sobrevivir a este día que nació torcido, y que quizás, quién sabe, acabe en un gran éxtasis cinéfilo. 

La vida es remontar los ríos, y los días.








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Gangs of New York

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Mientras los burgueses de La edad de la inocencia se ponían gotosos de tanto comer viandas y viajaban por Europa para curarse el estrés cuando bajaban las acciones, unos pocos barrios más abajo, en el mismo Manhattan, los inmigrantes irlandeses y los desclasados nativos se disputaban la comida de los basureros a mamporro limpio. Aunque ellos mismos revestían sus peleas de odio religioso -católicos los primeros, protestantes los segundos- en realidad, como en todas las guerras de religión, lo que allí se dirimía era el exterminio mutuo de la clase trabajadora, para ahorrarle balas al ejército de los ricos y remordimientos de conciencia a quien tuviera que dar la orden de disparar. 

    El lumpen que se proclamaba originario de América no volcaba su odio contra los políticos que los mantenían en la miseria, sino contra los irlandeses que bajaban de los barcos huyendo de la hambruna, y les disputaban los mismos chuscos de pan. O contra los negros, que venían huyendo del trabajo esclavo y se encontraron con un Norte soñado donde ni siquiera existía el trabajo, o uno tan mal pagado que no daba para garantizar las dos comidas diarias que siempre tuvieron en el Sur.


            Hubo, sin embargo, en aquellas revueltas del Nueva York decimonónico, un momento mágico en el que los pobres dejaron de matarse  unos a otros para mirarse a los ojos y reconocerse ratones en un mismo laberinto. Moscas en un mismo montón de mierda. Cuando Abraham Lincoln proclamó el alistamiento forzoso en los ejércitos de la Unión, los desheredados, que habían de pagar 300 dólares de la época para librarse de la muerte en las trincheras, dijeron hasta aquí hemos llegado. Los barrios bajos de Nueva York ardieron en julio de 1863, y la marea violenta se extendió a los barrios ricos para hacer, por fin, un poco de justicia. Mientras nativos e irlandeses se clavaban los cuchillos en el mísero barrio de Five Points, el ejército yanqui cargaba contra todo bicho viviente que caminara sucio, fuera mal vestido o tuviera pinta de famélico. Mientras los fusileros avanzaban por las calles y los barcos bombardeaban desde el puerto,  los ricachones huían de la ciudad en sus carruajes de varios caballos de potencia. 

    Es justo en ese momento, en la refriega total de todos contra todos, cuando Gangs of New York, que hasta entonces sólo era otra película de mafiosos, adquiere un tono poético y comprometido. Antes de lanzarse las cuchilladas decisivas, El Carnicero, líder de los nativos, y Amsterdam Vallon, líder de los irlandeses, se miran a la cara y sonríen casi imperceptiblemente: se han reconocido víctimas de la misma opresión. Fueron segundos decisivos, quizá, en la historia de Estados Unidos. El germen fallido de una confabulación proletaria que hubiera convertido al joven país en el líder del socialismo mundial. Quién sabe. Pero El Carnicero y Amsterdam Vallon, tan primitivos, tan pasionales, enzarzados además por los favores sexuales de Cameron Díaz, prefirieron seguir apuñalándose en mitad de la calle. Una lástima.




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10.000 km

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10.000 kilómetros -metro arriba metro abajo- es la distancia que separa Los Ángeles de Barcelona. 10.000 kilómetros son la suma del ancho de Estados Unidos, la extensión mareante del Océano Atlántico, y las tierras resecas de España que van tomando verdor en las cercanías del Ebro. Pero no es la distancia, sino el tiempo de separación, lo que pondrá a prueba el amor fogoso e inoxidable de esta joven pareja. Ella, Alex, que es una fotógrafa de altos vuelos condenada al paro, recibirá una beca para trabajar un año en Los Ángeles, California, allí donde Hank Moody y Charlie Runkle californiquean con toda rubia que se beba dos copas de más. El novio, Sergi, que se gana la vida dando clase particulares mientras prepara oposiciones, habrá de quedarse en Barcelona, a cuidar el piso, a hacerse pajas, a esperar que el año de separación termine cuanto antes.


            Si nos fiamos de la primera escena de la película, que incluye polvo matinal y desayuno compartido entre carcajadas, el amor de estos dos pipiolos está hecho a prueba de bombas. Parecen tener muy claro lo del futuro compartido, lo del proyecto en común, lo del intercambio genético en forma de zigoto ¿Qué son doce meses, o diez millones de metros, en comparación con la fuerza del amor que reavivan cada noche en la cama, cada mañana en la cocina, cada tarde en el café, cada noche en el sofá delante de la tele? Apenas arañazos en el carro blindado. Inocua llovizna sobre el tejado impermeable de la pasión, que dijo el poeta... Gracias a Skype, a Facebook, al correo electrónico de toda la vida, ya no existen distancias que hayan de cubrir los caballos de postas, o los barcos de vapor, dejando entre las cartas espaciadas un mar añadido de incertidumbres. Ahora, con un solo golpe de ratón que viaja a la velocidad de la luz, puedes ver a tu amante lejano, hablar con él, mantener viva la llama del contacto. Podrás recobrarlo por entero, excepto, ay, su cuerpo. 

    Porque si el roce, como bien sabían los antiguos, es el que hace el cariño,  el desroce, en buena lógica, va abriendo las primeras grietas en las parejas. De nuevo lo llaman amor cuando quieren decir sexo. Sin follar -y perdonen que me ponga así de grueso, y así de cínico- no hay amor que se mantenga firme dos veranos, y mucho menos un año como éste de la película. El polvo cotidiano es la argamasa que mantiene pegados los ladrillos. Sin su presencia, sopla un poco de viento, o aparece un candidato alternativo, o te envían de becaria a 10.000 kilómetros de distancia, y todas las piezas se desmoronan como un juego infantil en Legoland.



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La jaula de oro

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La jaula de oro cuenta la historia de tres adolescentes guatemaltecos que deciden, llevados a medias por la pobreza y por el afán de aventura, subirse a los trenes de mercancías que se dirigen hacia el Norte, hacia la frontera de Estados Unidos, donde les han contado que se ubica el País de Jauja, la Casita de Chocolate, el pueblo del Far West donde atan los perros con longanizas y los caballos con cuerdas de hierba fresca.


       En las road movies tradicionales, rodadas en Hollywood, siempre son una pareja de gringos los que viajan hacia la frontera de México con un maletín lleno de billetes. Siempre hay un coche de policía que los persigue por el desierto, una serpiente de cascabel que les espera traicionera entre las piedras, un depósito de gasolina que se queda sin combustible justo cuando ya acariciaban el sueño de la evasión. La jaula de oro es una road movie que transcurre en sentido contrario, rodada en los parajes mexicanos donde reinan los cactus y las vírgenes de Guadalupe. Aquí no son dos ladrones, sino miles de trabajadores honrados, los que buscan la frontera que habrá de cambiarles la suerte y la vida. Como viajan sin coche ni gasolina, y las serpientes ya se las comieron todas los hambrientos que los precedieron en la ruta, aquí los peligros vienen encarnados por el propio ser humano: los policías de frontera que los expulsan a sus países de origen; los bandoleros que requisan a las mujeres para convertirlas en carne de prostíbulo; los plantadores de caña que los utilizan para limpiar los campos a cambio de un mísero catre y un bocadillo de mortadela. Los psicópatas del narcotráfico que se entretienen en asesinar emigrantes como hacía Amon Goeth con los judíos en su campo de concentración. 

    Estos pobres chicos de la película -que son el trasunto de la barbarie real que allí acontece todos los días- abandonaron la jungla de los animales salvajes para caer en esta otra del desierto mexicano, donde las alimañas caminan con dos piernas y dicen muchas veces güey y pendejo y la pinche de tu madre. La jaula de oro es otra película de pobres que buscan el pan. De malnacidos que aprovechan la circunstancia. De dioses ausentes que hace años abandonaron esos parajes porque les molestaba el calor y se mudaron a las pistas de esquí donde van los millonarios de vacaciones, 




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Cuscús

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Antes de levantar pollas y ampollas con La vida de Adèle, Abdellatif Kechiche, había rodado otra película titulada Cuscús que también tuvo su recorrido exitoso por los festivales. Uno, no lo voy a negar, esperaba encontrar en Cuscús emociones parecidas a las que nos regalaron Adèle y su amante del pelo azul. Uno soñaba con otra película estimable, de buen cine apasionado, en el que se deslizara por aquí y por allá algún polvo del siglo digno de ser recordado. Uno es cinéfilo y gorrinófilo a la vez, y esa dualidad del alma provoca un conflicto que sólo en películas como La vida de Adèle encuentra el camino de la paz y el armisticio de las tensiones.


    Pero Cuscús, para desolación de mi yo más indecente, se va por cerros argumentales que no son los de Úbeda, y mucho menos los de Safo. Cuscús es cine social, comprometido, de pobres que luchan por salir adelante en la vida y funcionarios vendidos al capital que les hacen la vida imposible. La vida misma, en definitiva, con su proletariado y su precariado, y mucho hijo de puta que anda suelto por ahí. Cuscús se parece mucho a las películas de Ken Loach, o más todavía, a las de Robert Guédiguian, que también es un rojo francés que se las trae con abalorios. De hecho, entre la Marsella de Guédiguian y este puerto comercial de Sète apenas hay cien kilómetros de distancia, y cero, ninguno, en la problemática social de la clase trabajadora.  Tales historias satisfacen a mi bolchevique interior, y al buen cinéfilo que aplaude la propuesta indignada, pero no, ay, al simio que se ha pasado toda la película esperando la oportunidad de avanzar en los tocamientos, y que se ha quedado, como premio de consolación final, con esa danza del vientre que no es moco de pavo, ni mucho menos, pero que está muy lejos -a varios orgasmos-luz del dulce retozar de Adèle con su amante -descubriendo la juvenil fogosidad.




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El buscavidas

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El buscavidas es una de las películas de mi vida. Primero porque es cojonuda, y segundo porque en ella juegan al billar, y a mí esa liturgia del taco me deja boquiabierto y ensoñando como un niño tonto. Si Eddie Felson se hubiese dedicado a trampear en partidas de póker, o en torneos de dardos, El buscavidas, para quien esto escribe, no habría tenido la misma relevancia, la misma mística que la ha convertido en una referencia continua de las tertulias. 

    Los lectores de estas malandanzas ya saben que lo mío con el billar es una fijación de autista, una obsesión de haber perdido la chaveta. Una vocación que nació no tardía, sino ya directamente muerta, a destiempo de cualquier aprendizaje y de cualquier futuro viable. Uno apenas sabe agarrar el taco, posicionar el cuerpo, realizar los golpes más básicos. Mi destreza manual, tan poco simiesca, apenas me llega para pelar los plátanos, o para fregar los platos sin estrellarlos contra el suelo. Mi padre, el pobre, vivía del arte que producían su manos, y yo sin embargo, entrampado en un laberinto genético, sobrevivo a pesar de mis manos. Así que me conformo con verlo en la tele, en los canales de pago, en largas veladas que me dejan hipnotizado, y evaporan el tiempo densísimo para convertirlo en apenas un suspiro. 

          El buscavidas, decía, es una de las diez películas que me llevaría a la isla desierta. O de las cinco, quizá, si me pillara en un día propicio. Y lo haría, sin embargo, en total desacuerdo con la moraleja final. Eddie Felson viene de California con una sonrisa de sol en la cara, y una taquera bien chula junto a la maleta, dispuesto a comerse el mundo de los billares. Pero Minnesota Fats, en su primer desafío, tras varias horas de juego, y varias botellas de whisky en el coleto, termina por destrozarlo. Minnesota es un veterano de mil batallas: se mueve despacio, cariacontecido, con una seguridad pasmosa en todo lo que hace. No se pone nervioso, no se apresura, encaja las malas rachas con una sonrisa de complacencia mientras se afila las uñas a escondidas. Eddie, por contra, es un chulo de los antros, un borrachín sin aguante, un pelele dominado por la frustración. Le llegan las malas rachas y se desmorona; le llegan las buenas y no sabe cuándo parar. 

    Vapuleado en este primer reto, retornará a sus cuarteles de invierno, al hotel desvencijado de cuatro chavos por noche. En la ciudad conocerá el amor, la lesión, la tragedia... La prostitución de su propio talento, en busca de ganarse una revancha contra Minnesota. Se presentará ante el gordo entrañable con un semblante distinto, con un autodominio insospechado. Y le vencerá. "Ahora tengo carácter", le grita Eddie a la cara, convencido de que el carácter es una cosa que se adquiere, que se trabaja, que casi se merece a cambio de los sinsabores personales. Pero el carácter, como todos sabemos, es una cuestión cromosómica que nos viene dada. Que nace con nosotros y muere con nosotros. El carácter no es una parte de nosotros: es nosotros, literalmente. Forma parte de nuestra estructura básica, como la sangre, o como los nervios. Ir por ahí gritando "ahora tengo carácter" es tan ridículo como gritar "ya tengo sistema nervioso", o "por fin me han colocado el esqueleto". Eddie dice que descubrió su carácter, pero en realidad lo está fingiendo, o lo fingía antes.




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Kauwboy

🌟🌟🌟

Me estoy volviendo viejo y sentimental. Películas que antes aguantaba con un estoicismo de macho ibérico, queriendo impresionar a mujeres que sólo existían en mi fantasía, ahora, a los pocos minutos de haber empezado,  me ponen un ahogo en la garganta, un malestar en el espíritu, una lagrimilla en el embalse ocular que espera órdenes para desaguar y regar los páramos de mi rostro.

    Kauwboy -que es una película holandesa de mucho renombre en los festivales, pero casi inencontrable en las razias de los piratas- es el dramón de un niño huérfano y el pájaro caído del nido al que cuida en el desván. Lo hace a escondidas de su padre, que anda medio loco y medio maltratador, encerrado en su mundo de viudo prematuro. Uno pensaba que en Holanda no ocurrían estas cosas, porque aquello es Europa, y la gente tiene otra educación, y otro saber estar, pero se ve que no, que en todos los sitios cuecen habas, y que el abandono infantil es una lacra que no distingue países protestantes de países católicos, territorios civilizados de tierras salvajes como la nuestra. El chaval, Jojo, viene a ser otro pájaro caído del nido, abandonado a la suerte de la vida doméstica, o de la convivencia escolar, y por eso entabla una relación tan especial con el pobre pajaruelo.

    Kauwboy está muy bien hecha, pardiez, y uno ya no está para aguantarse los sentimientos, ni para esconder las debilidades, ni mucho menos para decir que estas lágrimas traidoras no son lo que parecen. No aquí, al menos, en este blog, donde mi yo verdadero se sigue escribiendo desnudo, sin poses ni disfraces. Mañana, si algún vecino de este villorrio me preguntara por Kauwboy, volvería a mentir como un bellaco para salvar mi buen nombre: “Una mariconada, con niño, sentimental ya sabes…”



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Capricornio Uno

🌟🌟🌟

Uno tiene, desde niño, porque siempre lo escuchó en casa, y luego lo razonó de mayor, la convicción estúpida, pero convicción, de que el hombre nunca llegó a pisar la Luna. Sé que ahora está de moda hacerse el incrédulo, el conspiranoico, porque eso vende uno entre el personal, pero les aseguro que yo estaba mucho antes en la cola de la militancia: cuando la gente nos miraba como si estuviéramos locos, o nos hubiéramos fumado un porro.

En este club de renegados estamos convencidos de que los americanos, rezagados en la carrera espacial, dieron un golpe ficticio que hizo callar las carcajadas de todos los rojos del mundo. Había que poner un hombre en la Luna a toda costa, con la bandera de los Estados Unidos bien visible en las televisiones. Y si no podía ser en la Luna, en un paisaje parecido, construido por los de Hollywood. Como nadie había estado allí jamás, había mucho margenpara la improvisación. Qué sabía nadie de las rocas, del polvo, del color verdadero de los paisajes. Es aquí donde los miembros del club nos dividimos en dos bandos: los que pensamos que alguien de la NASA vio la Base Clavius en 2001 y pensó: “Hostia, nen, aquí tenemos nuestra Luna”, y los que piensan, herejes, que todo en 2001 fue un ensayo general para el gran engaño, y que la filosofía existencial del Monolito sólo fue un mcguffin que permitió a Kubrick experimentar con las texturas del espacio. Unos piensan que fue el huevo antes que la gallina, y otros que al revés, pero todos compartimos la misma tortilla, o el mismo caldo, que los mismo da.


Cuento todo esto porque hoy he vuelto a ver Capricornio Uno, película que narra un engaño muy parecido al cometido en 1969, pero esta vez con el planeta Marte como objetivo. Aquí no es la presión de los soviéticos la que empuja a los malvados, porque diez años después de Armstrong los rusos ya han dado por perdida la carrera espacial. Ahora su máxima preocupación es abastecer las tiendas, combatir el frío, embotellar el vodka, y luego, con lo que poco que sobre, ir construyendo la estación espacial MIR. Los malosos de Capricornio Uno son altos funcionarios de la NASA que no quieren perder las grandes inversiones del gobierno. Incluso la audiencia de la tele se aburría ya de ver tanto Apolo alunizando y tanto astronauta dando botes a cámara lenta.  Había que dar un golpe de efecto para rescatar la atención del público, y qué mejor producto que Marte, el planeta rojo, no de comunistas, pero sí del óxido de hierro, tan fácilmente reproducible en un estudio de televisión con polvo de ladrillo y cuatro pinceladas ocre en los cielos. 




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Un cuento francés

🌟🌟🌟

Agnès Jauoi y Jean-Pierre Bacri son dos cineastas del otro lado de los Pirineos, exmujer y exmarido, y residentes en París. En España sólo son conocidos por los asiduos a los festivales de cine, y por los afrancesados que sobrevivimos en provincias. Nosotros somos los descendientes de aquellos que sobrevivieron a las purgas sangrientas del siglo XIX, las que encabezaron los curas y los bandoleros contra nuestros indómitos tatarabuelos. Ellos huyeron de la corte de Madrid y se refugiaron en las montañas del norte, alimentados por bellas aldeanas que luego retozaron con ellos en los pajares, y se convirtieron así en nuestras recordadas tatarabuelas. De ahí venimos los renegados ibéricos que aún nos asomamos al cine francés de vez en cuando, a ver qué producen, llevados por la curiosidad de lo europeo, de lo bien hecho, y también, por supuesto, para rendir homenaje a nuestros antepasados perseguidos por el rey Deseado. Porque ellos soñaron con una España más culta y menos católica, y me ofendo mucho cuando escucho la expresión gabacho, porque yo me siento gabacho de espíritu, y escandinavo de vocación, y español sólo porque me obligan.



            Agnès Jaoui, que firma las películas como directora, y Jean-Pierre, que aparece siempre como co-guionista, tienen la extraña habilidad de escribir historias en las que uno, como espectador, queda absorbido por unos diálogos naturales, nada afectados, que pronuncian personajes como usted y como yo, de carne y hueso, recién salidos de la cama o de la compra del supermercado. Son franceses atrapados en la perplejidad de la vida, enredados en las mil revueltas de las costumbres, indecisos en el amor, perturbados por el trabajo. Los personajes de Agnès y Jean-Pierre son neuróticos de pronóstico leve que navegan con nosotros el río cotidiano. Ellos son como el compañero que te cuenta una neura, como el amigo que comparte una preocupación. En Un cuento francés, que es la cuarta película firmada en común por la expareja, no sucede nada trascendental. Nadie muere, nadie enferma, nadie termina en la cárcel por un delito que nunca cometió. No hay hermanos drogadictos, ni hijos parapléjicos, ni abortos traumáticos. La vida de estos parisinos es el coñazo habitual de todos los días: tres momentos fugaces de risa o de placer perdidos en la bruma gris que borra los contornos. Un cuento francés no se puede recomendar a nadie contando lo que en ella sucede, porque todo es banal, anecdótico, cotidiano. Nos lo sabemos de cabo a rabo, los transeúntes de la vida. Pero ojo: por debajo de la trivialidad nadan tiburones que de vez en cuando salen del agua y lanzan dentelladas muy peligrosas. 





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¿Qué hacemos con Maisie?

🌟🌟🌟

Los padres que se separan, la niña que sufre, el hogar que se rompe… Historias que en la vida real, cuando afectan a  personas cercanas, te dejan triste y pensativo, pues uno también es padre y marido, y sabe bien que sólo un desamor se interpone entre el hogar aparentemente feliz y la batalla sangrienta por las custodias. Uno ve a esos hijos trashumantes, que van de padre en madre, de abuelo en abuela, y siente una pena infinita por su destino. Luego los chavales crecen, se hacen fuertes, y de todos estos vaivenes sólo les quedará una leve cicatriz en el espíritu. Ellos forjan su carácter y su destino en el grupo de iguales, con sus compañeros del colegio, con sus amigos del barrio. Es ahí donde adoptan sus roles, donde mandan o se subordinan, donde se hacen fuertes o empiezan a naufragar. Pero mientras tanto, en los hogares infelices, ellos van sufriendo, se hacen preguntas, se quedan mirando a los adultos sin comprender nada de lo que sucede.




            El gran acierto de ¿Qué hacemos con Maisie? es convertir el punto de vista del espectador en el punto de vista de Maisie, la niña que viene y va. Nunca vemos nada que ella misma no vea, aunque nuestra interpretación de los hechos sea, claro está, muy distinta. Maisie barrunta, sospecha, hace deducciones guiadas por su lógica infantil. Más que sufrir, se entristece. Siente que su vida ya no es la misma, y que probablemente nunca volverá a ser igual. Pero tiene sus juguetes, su colegio, sus amigos. El cariño incondicional de los canguros que cuidan de ella, que la tratan mejor que sus propios padres, y ese refugio afectivo, y esa inconsciencia bendita de los niños, la va salvando día a día de la pesadilla. Nosotros, en cambio, sabemos, comprendemos, se nos pone un humor de mil demonios cuando sus padres juegan con ella al tenis de los horarios. No son malas personas en realidad -la rockera venida a menos, el marchante venido a más- pero son personas que no estaban preparadas para tener una hija. Antes que ella están los viajes, los compromisos, los amoríos, los descansos imprescindibles para curarse del estrés. Quieren a su hija, pero no la quieren en sus vidas. En ¿Qué hacemos con Maisie? no hay buenos ni malos. Hasta en eso es una película ejemplar y distinta. Sobran los gritos, las músicas, los melodramas. Los maniqueísmos estúpidos de las otras cien películas que antes tocaron el tema. Aquí sólo hay adultos que no querían ser padres. 


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El ala oeste de la Casa Blanca. Temporada 3

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El ala oeste de la Casa Blanca es el paradigma de lo que uno considera una serie ejemplar. De las vidas privadas de sus personajes apenas conocemos nada: no sabemos si follan mucho, si follan poco, si tienen hijos secretos, si han discutido con la parienta, si la criada les planchó mal la camisa. Sólo del presidente Barlett, pues es imprescindible para la buena marcha de los guiones, conocemos algunos asuntos de alcoba, o algunas naderías de sus aficiones personales. Del resto del elenco sólo sabemos que al empezar cada episodio están ahí, en los pasillos, en los despachos, en las tripas acristaladas de la Casa Blanca, tratando asuntos de la más alta importancia. Nos importa un bledo si cagan, si aman, si van de vez en cuando al peluquero. Todos los espectadores cagamos, amamos, vamos de vez en cuando al peluquero. Esa parte de la vida ya nos la sabemos, y es muy aburrida, y no merece la pena insistir en ella. Todo lo que tengamos en común con estos asesores presidenciales es redundancia y pérdida de tiempo. Lo interesante es verlos trabajar en una labor que nosotros jamás desempeñaremos, porque requiere de paciencia, de estudios, de sabiduría, de un buen juicio inalcanzable. De un cinismo a prueba de bomba, también. Viéndolos en acción soñamos que somos como ellos, inteligentes y abnegados, decisivos y trascendentes. Lo que nos fascina es su oficio, no su vida, que presumimos tan gris como la nuestra: las compras y la suegra, el aseo y los gritos, el mal sueño y la cara de asco.




           

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Diamantes negros

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Los dirigentes del Barça están muy indignados estos días, hablando de contubernios españolistas y de ataques a la nación catalana, porque la FIFA les ha castigado por incumplir las normas de captación de jóvenes jugadores. Lo que los dirigentes del Barça no parecen entender es que las normas existen por alguna razón, y que La Masía, por muy estimable que sea su labor, no puede ser un territorio ajeno a la legalidad. La república independiente y blaugrana del fútbol mundial. A estos hombres trajeados que hablan del complot judeo-hispánico, y de la perfidia internacional de Florentino Pérez conchavado con los del Club Bilderberg, habría que sentarlos en la sala de un cine para ver esta película titulada Diamantes negros, y así comprender el quid de la cuestión. Por las calles de Europa pululan miles – y no es una exageración, miles- de futbolistas africanos, menores de edad, que fueron traídos con la promesa de jugar algún día en los grandes equipos, entre ellos el Barça. Los ojeadores viajan a sus países de origen, de pobreza nauseabunda y futuro de muerte; allí reclutan a los más capaces en el caprichoso avatar del balompié, les sacan un dinero en concepto de gastos de viaje y de manutención, les falsifican la edad en los documentos oficiales, y luego, ya aterrizados en las ciudades del gran fútbol, les abandonan a su suerte si resultan no ser tan buenos como se pensaba. Si el chaval no la pega del todo torcida, y si se hace con los esquemas de juego y las recomendaciones del entrenador, llegará a jugar en equipos de categoría regional que no tienen ni un duro para botas, muy lejos de los estadios con tropecientos mil espectadores y millones de vatios en los focos. Los más afortunados de esta legión africana llegarán a jugar en equipos de la segunda división estonia, o de la tercera división en Portugal, ellos que soñaban con ser el nuevo Drogba o el nuevo Etoó. La mayoría, la  triste mayoría, se queda pululando por las calles, sin saber el idioma, sin dinero para regresar a sus países, dedicados al subtrabajo, a la mendicidad, a la delincuencia incluso, los más desesperados. 

    Por cada niño ilegal que es formado en La Masía, hay otros cien que son engañados con la promesa de ser formados en La Masía. Ese es el problema, y no parece muy difícil de entender. Esa es la prohibición que los dirigentes del Barça no respetaron, y que siguen sin asumir, como si la cosa no fuera con ellos. Se hacen los suecos, por supuesto.





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Llámame Peter (The life and death of Peter Sellers)

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Nacer con un carácter especial y problemático es apostar al doble o nada de la existencia. Lo más normal es que, quien así padece, acabe desaparecido en el fracaso, empleado en un mal trabajo, apalancado en la barra del bar cuando se encienden las primeras farolas. La vida gris de quien no supo adaptarse a las exigencias y se perdió en sus propios laberintos.  La gente que no tolera el fracaso, que no aprende de sus propios errores, que tiene un autoconcepto tan elevado que vive a mil kilómetros de altura de su yo terrenal y verdadero,  suele estrellarse contra un mundo que está hecho para los que saben esperar, para los que miden sus fuerzas y calculan el momento exacto del provecho. 

Existe, sin embargo, entre este gremio de los desnortados, una minoría exigua que logra doblar sus ganancias en la ruleta, porque al nacer, adosada a su excentricidad insoportable, como en un pack de regalo de los supermercados, viene una genialidad que los hará brillar por encima de la mediocridad reinante. A su habilidad especial sumarán el ego incombustible que los ayudará a comerse el mundo a bocados, y que los condenará, también, a vivir solitarios en la montaña inalcanzable del éxito.



Este es el caso, por lo que cuentan, de Peter Sellers. En Llámame Peter -que es un biopic olvidado de altísima enjundia, con un Geoffrey Rush que no interpreta a Sellers, sino que es el mismo Sellers- descubrimos a un hombre enigmático, sin personalidad definida, que se plantó en el mundo de los adultos con una mente infantil que no aceptaba negativas, que se encaprichaba de lo primero que veía, que premiaba y castigaba a sus semejantes con criterios que mueven a la risa o al hartazgo. Peter Sellers –para qué andarnos con rodeos- era un tipo insoportable. Un payaso como padre, un cretino con las mujeres, un déspota con sus directores, un niño eterno aferrado al cordón umbilical de la mamá. Un majadero integral que uno, desde la distancia de los mares y de los años, agradece no haber tratado ni conocido. Pero un majadero inolvidable, eso sí, cuando se ponía delante de las cámaras, porque fue un actor de registros únicos y de chotaduras memorables. Peter Sellers, en noches condenadas al lloro y a la melancolía, nos hizo ciudadanos reconciliados la risa y con la vida. Las patochadas de Clouseau, las tontunas de Mr. Chance, las filosofías genocidas del Dr. Strangelove…




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Bienvenido Mr. Chance

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Bienvenido Mr. Chance cuenta la historia de un autista que llega a ser, por el azar de la casualidad, asesor económico del presidente de los Estados Unidos, y candidato, él mismo, a la futura presidencia. Antes de alcanzar la fama mediática, Chance era el simple -en ambos sentidos- jardinero de una gran mansión. Pero al morir su patrón es expulsado a las calles de Washington con sólo una maleta por equipaje. A sus cincuenta y tantos años, Chance jamás ha pisado el mundo real, siempre preservado del ridículo o de la ignominia familiar. Todo lo que sabe de la vida lo ha aprendido a través de la televisión, zapeando compulsivamente. Chance no distingue la realidad de la ficción y responde a cualquier pregunta hablando de raíces, de flores, de la caída de las hojas, los únicos asuntos que en realidad comprende y maneja. 

    Acogido en la casa de un asesor presidencial, los políticos confundirán a Chauncey con un sabio capaz de resumir, en bellísimas metáforas, la esencia pura de la economía. Descubrirán, boquiabiertos, que hay un paralelismo muy fructífero entre el trabajo de un gobernante y el de un jardinero. Hay estaciones donde se trabaja y otras donde se recoge el fruto; hay que sembrar para recoger, hay que ser pacientes y cuidadosos, hay que mimar la tierra sagrada que nos sustenta. Hay que regar el tejido industrial, abonar las inversiones, podar las empresas maltrechas... Gobernar un gran país es como cuidar un gran jardín, oficios de la misma naturaleza.  Ellos mirarán embobados a Chauncey Gardener sin saber que el bobo, realmente, es él, incapaz de distinguir un billete de dólar de un billete falso del Monopoly.

            Jerzy Kosinski, el autor del guión, quiso reírse del lenguaje hueco de los políticos, de su rara habilidad para hablar y hablar sin decir nada. Chauncey Gardener viene a ser la quintaesencia del político ignorante y simplón. Sólo una leve exageración del prototipo al que solemos confiar nuestro voto y nuestras ilusiones. Nuestros políticos, lo mismo aquí que allá, lo mismo ahora que hace tres décadas, viven de pronunciar discursos que son un ejercicio sobre la nada, una disquisición sobre el vacío, una aportación sobre la perogrullez. 




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El color del dinero

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A Paul Newman no le concedieron el Oscar por El buscavidas, ni por Veredicto final, ni por La leyenda del indomable. Tres interpretaciones que ya son un clásico de nuestra cinefilia, y un punto de acuerdo entre los aficionados, se fueron al trastero polvoriento donde Hollywood guarda sus cagadas fosilizadas. Sería la mala suerte, o la incomprensión de su talento, o la improbable superioridad consecutiva de sus rivales. Cuando Paul Newman cumplió sesenta años, algún responsable de los premios debió de ver un ciclo suyo por la televisión, o se lo cruzó en alguna fiesta de alto copete, y recordó, como iluminado por un saber ancestral, que hubo una vez un actor mayúsculo que superó el estigma de su belleza para regalarnos actuaciones prodigiosas y personajes imborrables. En la ceremonia de 1986 le concedieron un Oscar honorífico que sabía a justicia, y un poquitín, también, a penitencia.

            Justo un año después, cuando todo el mundo ya imagiunaba a Paul Newman satisfecho del ultraje, y dedicado a sus otras pasiones de los coches de carreras y de las salsas para espaguetis, él, como espoleado en su orgullo, retomó el taco de billar y el papel de Eddie Felson para merecer el premio trabajando sobre el set.  Yo era por entonces un chaval, y me alegré mucho por Paul Newman. Aquella mañana de marzo, cuando me levanté a desayunar para ir al colegio y puse la radio, di un salto de alegría al enterarme de su victoria en la madrugada lejana de Los Ángeles. El siguiente fin de semana fui al cine, y juré sobre mi biblia de apóstata que El color del dinero era una película insuperable, la madre de todos los billares. Ahora veo la película y descubro que a Scorsese se le va un poco la mano con las bolas, con las músicas, con las gesticulaciones de los actores, y obliga a Paul Newman a componer un personaje, olvidando que los actores como Newman sólo necesitaban mover la ceja y despegar los labios. Newman fue muchas veces grande, grandísimo, pero aquí sólo es un buen actor que sostiene el entramado de una película irregular que a veces mola  y a veces produce urticaria. 




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El gran hotel Budapest

🌟🌟🌟

Las películas de Wes Anderson me producen disonancias cognitivas difíciles de conciliar. Existe un yo refinado que sí atisba la genialidad de sus propuestas, la originalidad absoluta de sus rarezas. Este inquilino de mi cabeza presiente que Anderson es un tipo distinto a todos los demás, con maneras de narrar nunca vistas en este salón. Pero mi otro yo, el cinéfilo de bar, el que demanda cinismo y carroña, se enfrenta a sus películas agitando las piernas con impaciencia, y consultando el reloj con excesiva frecuencia. Me gustaría amar a Wes Anderson como a los malabaristas del circo o a las patinadoras de Bielorrusia, pero el esfuerzo es terrible y muy poco gratificante. No soy capaz de encontrarle una sola pega a su última marcianada, El gran hotel Budapest, que tiene la gracia de una aventura de Tintín y el desparpajo visual de un niño metido a cineasta. La trama fluye, los actores cumplen, la extravagancia no molesta... Me gustaría, de verdad, entregarme al adjetivo grandilocuente, y al aplauso sin interrupción. Pero el otro yo que habita esta pensión se iba a mosquear mucho, y me iba a boicotear los escritos.  Este otro fulano no termina de verle la gracia a los experimentos. No se acomoda a estas sintaxis narrativas. El sentido del humor de Wes Anderson le entra por un oído y le sale por el otro. No le hacen gracia los chistes, y los actores le parecen amanerados y tontorrones. La paz de mi interior, la concordia de mis egos, el buen convivir de mi patio de vecinos, requiere que mi entusiasmo por El gran hotel Budapest sea reflejado aquí tibio y discreto. Como una señorita bien educada que aplaude tímidamente desde su palco.




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