The Brutalist

🌟🌟🌟🌟


1. 

Yo venía predispuesto a que “The Brutalist” no me gustara. Me pasa con algunas películas y a veces también con algunas personas: que prefiero, de entrada, aunque parezca contraintuitivo, que me caigan mal para que no me rompan un prejuicio o no me provoquen un conflicto de intereses. 

Yo no quería que ninguna película nominada a los Oscar me emocionara más que “Anora”, que es mi niña mimada, o la niña de mis ojos. Mi damisela del Toboso. Y con “The Brutalist” me estaba temiendo lo peor: “¿Y si me gusta más que "Anora" y tengo que retractarme de mis juramentos de amor eterno, de la defensa a ultranza de mi Ani sobre el Puente de los Caballeros?”

Al final “The Brutalist” me gustó, cachis la mar, pero no tanto como para dejarme preocupado. La película es rara de cojones, barroca en las formas y arriesgada en los argumentos, y quizá haga falta un nuevo visionado dentro de dos o tres años para valorarla como se merece. Será entonces cuando averigüemos si es una obra maestra adelantada a su tiempo o una rareza que se instalará en nuestras estanterías aguardando un tercer visionado ya en el ocaso de nuestras vidas.


2.

Adrien Brody -al que estos días estaba viendo en “Tiempo de victoria” interpretando a Pat Riley en un universo paralelo- borda su papel de arquitecto judío que sobrevivió al horror del Holocausto. El problema es que es el mismo personaje con el que ganó el Oscar por “El pianista” hace ya más de veinte años. Si hubieran metido al pianista en un barco y lo hubieran llevado a Nueva York en 1945 para ganarse la vida como compositor traumatizado, “The Brutalist” hubiera sido exactamente la misma película. Cambias un edificio raro por una sinfonía dodecafónica y a correr.


3. 

La moraleja de la película, supongo, es que el capitalismo es un régimen más amable que cualquier totalitarismo siempre que estés dispuesto a dejarte sodomizar por el empresario de turno, ya sea metafóricamente -que es lo más habitual- o literalmente -que es donde suele llegar el trauma y el despertar de la conciencia proletaria. Antes de eso, por lo que se ve, ya no.




Leer más...

Flow

🌟🌟🌟🌟


Al gato callejero que llevo meses alimentando le llamé “Gandolfini” porque es como un gángster de “Los Soprano” que viene a mi puerta para extorsionarme con sus maullidos. Yo creo que le queda de puta madre este homenaje a James Gandolfini, pero si el día de su bautizo yo hubiera visto esta película, el gatito ya no se llamaría así, sino “Flow”, en honor a ese gato tan negro como letón que también las pasa canutas para sobrevivir. 

A mi gatete, al principio, porque era tan chiquitín que no se valía por sí mismo y yo no daba ni dos dólares por su supervivencia, no me atreví a ponerle nombre. No por vagancia, sino por no encariñarme demasiado. Es lo que hacían nuestros antepasados cuando los neonatos tenían sólo una posibilidad entre dos de sobrevivir.  “Gandolfini” también pudo haberse llamado “Don Gato”, como aquel felino de Hanna-Barbera que también vivía en la calle y tenía una jeta kilométrica. Pero “Don Gato”, en los dibujos, era un adulto malandrín, y mi gatete, el pobre, un pequeñín inocentón. 

Apareció un día en el callejón, abandonado, con los párpados todavía pegados por las legañas. Se escondía en el gallinero de mi vecino y sólo asomaba las garras para defenderse, y la boca para alimentarse. Eddie, mi perrete, al principio le ladraba con ganas de camorra, pero luego se acostumbró tanto a su presencia que cuando “Gandolfini” empezó a darse paseos por el callejón, los dos se olisquearon la pipa de la paz y se lanzaron algún que otro zarpazo  de armisticio. 

Después de dos intentos fracasados de adopción y de un invierno casi tan crudo como el de Letonia, “Gandolfini” -o "Flow"- sigue vivo y coleando, bien alimentado y tan listo como el hambre, sorteando los peligros del mundo animal y del mundo de los humanos. Aquí todavía no ha llegado el Diluvio Universal pero tampoco lo descarto. Todas las mañanas me lo encuentro sobre el felpudo del portal, estirándose y haciéndose dueño del cotarro, superviviente de una noche más que sólo los gatos y los fantasmas protagonizan por aquí.




Leer más...

Muertos S. L. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


A veces, en el colegio, alrededor de la máquina del café, las maestras más veteranas me animan a escribir una novela -o un guion para la tele, ya puestos- que cuente las mil movidas verdaderas pero inverosímiles que aquí, como en “Muertos S. L.”, son el pan nuestro de cada día. 

- Esto es un filón -me dicen para convencerme.

Y tienen razón. Por este colegio de educación especial pululan los funcionarios más excéntricos, los abraza-árboles más singulares, los católicos más ultramontanos de la comarca... Lo pongo todo en masculino para que nadie se ofenda. Es como si un extraño magnetismo atrajera al profesorado más descarriado de nuestro mundillo: el que se quedó con las teorías más locas de la psicología y las curaciones más milagrosas de Santa Toribia de la Sobarriba. 

Si rascas un poco, no hay nadie normal en esta plantilla. Ni yo mismo, para empezar. El mero hecho de trabajar aquí ya te señala  como un elemento sospechoso. La gente sana, cuando viene trasladada por azares del destino o por desconocimiento de la causa, apenas tarda un curso o dos en levantar el vuelo para emigrar a tierras donde la locura es más rara y no se vuelve contagiosa.

Aunque yo fuera un escritor de verdad, capaz de reunir todo esto en un todo coherente y descojonante, el tema de nuestros alumnos -no de ellos exactamente, pobrecitos, sino de lo que se mueve a su alrededor- es prácticamente inabordable. Se pueden hacer chistes sobre el negocio de los muertos pero no sobre el negocio de las minusvalías que ahora se llaman “capacidades diferentes”. La película “Campeones” es la frontera exacta de lo permitido. En este asunto tan delicado sólo cabe la comedia amable, la historia de superación, la dedicación sacrosanta de los profesionales. El buen rollo y el mensaje optimista. La taza de Mr. Wonderful y la cara amable de la realidad. La poesía cargada de futuro. La ñoñería y el autoengaño. La voluntad que lo puede todo y el "coaching" como mantra para desnortados.

Una comedia que nos dejara desnudos a los emperadores sólo nos haría gracia a los veteranos que conocemos el percal. El contraste con la realidad nos mataría de la risa, pero fuera de aquí sería muy difícil de digerir. Es un proyecto inviable. Carne de cancelación.  




Leer más...

Carretera perdida

🌟🌟🌟


Al terminar la película, mientras los títulos de crédito escapaban del infierno, yo, tirado en el sofá, en la postura fetal del espectador indefenso, buscaba en internet las mil respuestas a las mil preguntas que planteaba mi estupor. Era la tercera vez que veía “Carretera perdida” y la tercera vez que acababa sin enterarme de nada.

¿El orgullo?: herido. ¿La inteligencia?: mancillada. ¿La  paciencia?: desbordada. ¿El sueño?: de pronto arrinconado, de la mala hostia que me entró. El “Homo sapiens” llamado Augusto Faroni  -que encima va por la vida alabando a David Lynch y pegándose con cualquiera por salir a defenderle- de nuevo convertido en un “Homo rascacogotensis”. Un lerdo no muy distinto a Homer Simpson si un día, en la televisión por cable de Springfield, se topara con esta película que desafía toda lógica y parece más bien una broma del ya difunto maestro pelopincho.

Por suerte, la exégesis más leída en internet contiene un spoiler que contribuye a calmar las aguas del espíritu. Vuelves a quedar como un imbécil -un reimbécil- al descubrir la brillantez de esos argumentos explicativos, pero al menos las imágenes de la película dejan de flotar en una dolorosa anarquía para empezar a ensamblarse y a formar grumos de razón. Donde antes había mil piezas sueltas, ahora, gracias a la perspicacia de ese usuario, ya sólo quedan diez o veinte bloques chocando entre sí o golpeando las paredes internas de mi cráneo. 

El problema es que si lees otras explicaciones alternativas terminas más perdido que como empezaste. De la carretera perdida pasas a transitar por el puro campo a través... Si la primera explicación te deja satisfecho, la segunda, que dice justo lo contrario, también lo hace, y lo mismo la tercera, y así hasta el absurdo infinito, y como todas parecen brillantes pero se contradicen, la única conclusión posible es que aquí todos andan igual de perdidos y que la única diferencia es que ellos han tenido el valor -o los santos cojones- de publicar su opinión sobre qué es en “Carretera perdida” el sueño, la realidad o la locura. O el puto cachondeo.




Leer más...

Terciopelo azul

🌟🌟🌟🌟

“Terciopelo azul”  ya es un clásico de nuestras videotecas pecadoras. Es oscura, sucia, incómoda... turbia como el fango. Cancelable por la izquierda y condenada por los curas. Los biempensantes y los meapilas se escandalizan mucho con ella, y nosotros, de toda la vida, lo celebramos sonrientes.

“Terciopelo azul” es el recordatorio de que nuestra civilización es una manzana lustrosa que lleva el gusano escondido por dentro. En las primeras etapas del desarrollo, el embrión de los seres humanos no es muy distinto del reptil o del dromedario. Tienen que transcurrir varias semanas para que los nuevos tejidos disimulen el pecado original, la animalidad de nuestros ancestros. Capas orgánicas que son como manos de pintura, o como baños de barniz. Pero por debajo, por mucho que nos disimulen, y que disimulemos, subsiste un ser inhumano que palpita y que transpira. 

Las gentes de bien construyeron los derechos humanos y las leyes fundamentales. Ellos son los que sonríen al vecino y pagan sus impuestos. Pero en el tejido social, más o menos disimulados, siempre han medrado los sociópatas y los tarados de distinto pelaje. El cableado de nuestro cerebro es tan denso que muchas veces se producen chisporroteos inevitables. Y de esa línea genealógica procede el Frank Booth de “Terciopelo azul”, que es un tipo tan devorado por su propio bicho que ya es casi todo gusano, o cucaracha, como un Gregorio Samsa sin remordimientos. 

La pareja de pipiolos de “Terciopelo azul” no termina de creerse al personaje de Frank. Ellos pensaban que el "mal" vivía lejos, en otros barrios, quizá más allá del Mississippi. Como mucho, en los bajos fondos de las ciudades, o en las películas rodadas por los pesimistas. Para ellos era inconcebible que el instinto criminal pudiera vivir en la casa de al lado, en la cola de la panadería, en el asiento del autobús. Y más aún; que ellos mismos, que se creían buenos e impolutos, casi querubines si no fuera por algunos defectillos del alma, llevaran la larva agazapada en su interior.




Leer más...

Dune (1984)

🌟🌟

Solamente he recorrido la mitad del desierto. No he podido más. Para mí, el oasis prometido será un sueño inalcanzado. Me tumbaré aquí, ebrio de especia, hasta que el sol de Arrakis me extraiga la última gota y el último vapor. Es el fin. Mi amor confuso por David Lynch esta vez no ha sido suficiente. He... desfallecido.  Su “Dune” es insoportable, cutre hasta el extremo. Inentendible si no fuera porque hemos visto las películas de Denis Villeneuve y más o menos sabemos de qué va la movida interplanetaria. He dicho "más o menos".

Las novelas no las he leído y creo que ya nunca las leeré. La verdad es que estoy un poco hasta los harkonens de los atreides. O viceversa: hasta los atreides de los harkonens. Estoy hasta el gorro de consultar si la especia que te pinta los ojos de azul y te pone en ventaja para conquistar a las mujeres se escribe melange, mélange o mèlange, con el dichoso acento bailando sobre vocales... ¿Se supone que el planeta Arrakis fue primero colonizado por los franchutes? ¿En esa segunda mitad de “Dune” que ya nunca veré aparece una colonia de franceses en el desierto, olvidada y anacrónica, como aquella que sobrevivía en las junglas de Indochina en "Apocalypse Now"? ¿O también habrán cercenado sus escenas en el montaje? ¿Existe una versión redux del “Dune” de David Lynch? Que Dios nos pille confesados...

La Teoría de la Fascinación por lo Cutre (TFC) que enunció el catedrático Pepe Colubi de la Universidad de Oviedo a veces funciona y a veces no. Hay cutreces entrañables y cutreces que echan para atrás. Existe una fascinación positiva y atractiva, sí, como cuando vemos “En busca del arca perdida” y nos importan un pimiento las cabeza de caucho y los rayajos en los fotogramas. Pero también existe una fascinación negativa, paralizante, a la que llamamos repulsión. El “Dune” de 1984 se ha quedado para los muy frikis, para los muy cafeteros. Para los entregados a la causa. Para los arqueólogos de la ciencia-ficción. No hay cinefilia provinciana que pueda con estos esfuerzos de la voluntad. La mía desde luego que no.



Leer más...

El hombre elefante

🌟🌟🌟🌟🌟

1. IMDB sostiene que yo tenía nueve años cuando descubrí los afiches de “El hombre elefante” en el cine Pasaje, en León, donde trabajaba mi padre. Recuerdo que estaban en el pasillo transversal, camino del ambigú, en aquella pared donde se exponían los anuncios de los próximos estrenos, y que yo me cagaba de miedo cada vez que pasaba por allí. Creo que llegué a tener pesadillas con aquel hombre-engendro de la capucha de un solo ojo... La película, por suerte, era de las no autorizadas para menores y daba igual que yo tuviera la morbosa tentación de asomarme a la película.

2. Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Llegado el momento se retiraron a su cunita y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, unos gamberros entrañables. Pero cuando llegó el adiós prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos y los quejidos lastimeros. Aprovecharon una distracción mía para irse como llegaron: un buen día y sin avisar.

Así es como muere también John Merrick en “El hombre elefante”: arropado en su cama y ahogado por el peso de su propia deformidad. Merrick se deja morir sin dar a viso a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso hacerse el interesante ni el melodramático: ni grandes palabras ni barrocas despedidas. Tras su fiesta homenaje, Merrick se descubrió reconciliado con el mundo y agradecido de haber existido, y con ese sentimiento aún caliente decidió que iba a poner el punto final. Todo un caballero.

3. La maldición de mi memoria -tan nula para todo pero tan parecida a la de un elefante para la cinefilia- me ha obligado a recordar que la última vez que vi “El hombre elefante” fue al lado de la mujer-víbora. Acabábamos de sabernos enamorados y nos besábamos después de cada escena. Al final lloramos como dos magdalenas con la muerte de John Merrick... Luego nos fuimos a la cama a celebrar el amor y la cinefilia. Entonces yo no vi -porque el amor es ciego- los dos dientes afilados y las bolsas de veneno. 




Leer más...

1917

🌟🌟🌟🌟

Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, un acto patriótico sin apenas consecuencias para la vida, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. 

Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, los pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o a caer desplomados por las explosiones democráticas. Ningún soldado sangraba al morir. Nadie moría despedazado o destripado, o con media cara volada de un disparo. Nadie moría entre convulsiones o llorando como un bebé. Eran muertos de paja. Aquellos alemanes de nuestra infancia -siempre desprovistos de personalidad, apenas entrevistos en las trincheras o en las torres de las iglesias -caían como los indios que se caían de los caballos o como los vietnamitas que saltaban por los aires. U-ese-á, U-ese-á...

Nuestros héroes anglosajones siempre eran hombres maduros y varoniles que quedaban muy fotogénicos metidos en el barro y soltando un chiste con mucha testosterona antes de entrar en combate. Todos eran invulnerables y guapos, veteranos de cien batallas en el frente y de cien polvazos en la retaguardia. La guerra -nos querían decir- era para tíos de verdad como John Wayne y Robert Mitchum. O como Alfredo Mayo en “Raza”. 

Quizá la primera ficción que nos sacó del equívoco -a los chavales más bien idiotas y crédulos de mi generación- fue la serie "M.A.S.H." que pasaban por la tele. Allí descubrimos que los soldados que mueren en las guerras (gritando y sangrando) son casi todos chavales secuestrados por los gobiernos de los burgueses. Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación era no haber participado jamás en el asalto a una trinchera o en el desembarco sobre una playa barrida por las balas. 

“1917”, tantos años después de habernos caído del caballo, es un espectacular recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, por ejemplo, que se la den a la primera gaviota que la reclame.



Leer más...