La lista de Schindler
Matabot
🌟🌟
Comienzo a ver “Matabot” en el tren que me trae de León a La Pedanía. El caballo de hierro ha llegado con dos horas de retraso y me inunda una mala hostia de viajero ninguneado. Quizá no sea el mejor momento para iniciar “Matabot” ni ninguna otra ficción. Lo ideal, si yo fuera un ser racional, sería cerrar los ojos, poner música en los auriculares y dejarme llevar por el traqueteo. El "cha-ka-chá" del tren.
Pero me puede el vicio, el ansia de vaciar el disco duro. Y además, sentadas frente a mí, y procedentes del Averno, me han tocado dos loros que no paran de parlotear, siempre con los nietos y las dolencias, las cosas del tiempo y las recetas del gazpacho... No veo ninguna diferencia entre los imbéciles que van dando po'l culo con el teléfono móvil y las sexagenarias que cacarean sus intimidades como si vivieran separadas por las montañas. Ellas también rellenan todo el pentagrama disponible y terminan por hacerte simpatizante de las ideas olvidadas de la eugenesia.
(Es imposible escapar de estas encerronas en los Alvias incomodísimos y atestados de viajeros. Pero ya que el vagón del silencio es un privilegio exclusivo de la Alta Velocidad, yo propongo que nos pongan, al menos, en los trenes de los pobres, un “Matabot” que extermine a estos desaprensivos del decibelio).
Para enfrascarme en “Matabot” llevo unos auriculares que supuestamente cancelan el ruido exterior, pero la voz chillona de las cacatúas se cuela por las rendijas del sistema. Eso me obliga a subir el volumen hasta que mi tímpano dice basta y me obliga a buscar un nivel de compromiso: “Matabot” ya será, hasta que la abandone justo en mitad del segundo episodio, una serie con banda sonora extraña y desasosegante. Como si este robot medio autista y medio gracioso -que prometía tantas alegrías y al final se quedó en casi nada- sintonizara por dentro alguna radio de yayas incomprendidas en la madrugada.
El portero de noche
🌟🌟
Mi padre también era portero de noche, y de tarde, en el cine Pasaje de León. Pero no era un nazi que disimulara su pasado. En aquellos tiempos -como en los de ahora- no era necesario ocultar que te molan los exterminios. Mi padre era más bien todo lo contrario: un anarquista anticlerical. Un Bakunin bien afeitado y con librea de reglamento. Y hasta con gorra de plato, como de sereno o de bedel -para nada la gorra de las SS que lucen Dirk Bogarde o Charlotte Rampling en la película- cuando llegaba un gran estreno a la ciudad y había que sonreír a las fuerzas vivas que se presentaban: el señor alcalde, con o sin señora, y el presidente de la Diputación, y los empresarios locales, y quizá hasta el señor obispo si la película no presentaba ningún peligro para el orden moral o la decencia. Mi padre no era nazi, ya digo, pero tenía que dar las buenas noches a los prebostes del fascismo.
Ya sé, me desvío... Pero es que la película se me ha ido entre divagaciones. Está tan pasada de moda, tan pasada de rosca... Ni Dirk Bogarde con su careto indescifrable ni Charlotte Rampling con su belleza perturbadora son capaces de sostener este desvarío de Estocolmo que tiene lugar en los catres de Viena (por cierto: otra Viena entrevista, o filmada de lejos, por mucho que esa estafadora de la IA incluya “El portero de noche” en su algoritmo).
Thibaut Courtois... Él también es un portero de noche cuando el Real Madrid juega sus partidos tras ponerse el sol, en el recinto sagrado del Bernabéu o en los templos paganos donde nos escupen cantos irreproducibles y los árbitros -vestidos de negro como los oficiales de las SS- nos atracan a mano armada con la Luger de su silbato. Es el martirio de los nuestros; otra vez la persecución de los cristianos. Thibaut no sé si es nazi, pero seguro que vota a partidos afines para que no le quiten lo que es suyo cuando toca declarar sus ingresos millonarios. Son nuestros muchachos, sí, pero fuera del césped no aprobarían el más amable de los cuestionarios.
El tercer hombre
La pianista
Antes de amanecer
Los ensayos. Temporada 2
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Puede que la segunda temporada no sea tan redonda como la primera. O puede, simplemente, que esta vez hayamos venido prevenidos. Nunca habíamos visto una serie tan extraña como “Los ensayos” y la primera vez nos cogió sin equipamiento. Asistíamos a la función como niños boquiabiertos ante el mago. Caminábamos sin brújula y costaba hacer pie sobre las piedras resbaladizas. Nathan Fielder tenía que ayudarnos y sin embargo se plantaba en la otra orilla para salir pitando o para hundirte aún más en el agua, traicionero o extraterrestre, como un reyezuelo loco de su isla.
Sea como sea, el producto sigue siendo único. No hay nada en la parrilla que se parezca ni remotamente a “Los ensayos”. No es comedia, no es drama, no es nada que puedas explicar a la concurrencia... A veces parece una imbecilidad supina y a veces una genialidad inigualable. Puede que sea ambas cosas a la vez. Una tomadura de pelo y también un desafío mayúsculo a nuestra inteligencia. Nathan Fielder podría ser un filósofo contemporáneo o un influencer de pacotilla.
Lo más triste, pero también lo más sugerente, es que quizá nunca lo sepamos. Eso sí: seguirle el rollo -o la estafa- te aleja de cualquier tentación de jugar con el teléfono móvil. Ya digo que es como si te desafiara; como si se pusiera chulito al otro lado de la realidad y no tuvieras más remedio que entrar al trapo como un cabestro..
Viendo “Los ensayos” siempre me pregunto cuántas vidas harían falta para aprender a vivir de verdad. Cuántos ensayos... En mi caso, puesto que soy más bien duro de mollera, calculo que unas mil. Y ni aun así. Yo soy más del gremio de Rafael Azcona, que en aquella entrevista con David Trueba soltó lo que podría ser la refutación empírica de “Los ensayos”:
“A mí, las experiencias solo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero nada más”.
Septiembre 5
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