Black Bag

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Todo el mundo miente. Lo decía el Dr. House cuando no acertaba con el diagnóstico. Podía sonar a excusa pero tenía razón. Somos capaces de mentirle incluso al médico, aun a riesgo de dejarnos la salud. La vergüenza a veces es más poderosa que el instinto de sobrevivir. Cómo serán, entonces, las mentiras que le soltamos al cliente o al simple conocido: a esos podemos freírles si somos unos canallas o nos pillan en un aprieto. Incluso al amigo del alma, o al amor verdadero, les modificamos de vez en cuando la verdad para hacerla más divertida o digerible. 

Ni siquiera el mundo de la pareja se libra de las mentiras. Es más: en ese ecosistema las mentiras se vuelven más refinadas y necesarias todavía. Más... adaptativas. “Estás muy guapa, cariño”, o “Me ha encantado tu regalo, cielo”. En sus variantes más veniales -que son la mentirijilla y la mentira piadosa- las mentiras son imprescindibles para superar el día a día de la convivencia. Ningún amor resiste diez minutos de verdades soltadas sin tamizar. Una buena amistad podría sobrevivir unos pocos minutos más.

Todos los personajes de “Black Bag” son mentirosos profesionales. Se ganan la vida trabajando para el MI6 y no pueden revelarle a nadie sus secretos. Cada vez que sus parejas le preguntan que a dónde van, o por qué llegan tan tarde para cenar, ellos, y ellas, simplemente responden que “Black Bag”: cartera negra, asunto ministerial, top secret de acceso restringido. Y fin de la conversación. Sus parejas tuercen el morro, sí, pero tampoco mucho, porque también trabajan para el MI6 y tienen sus propios Black Bags en la agenda para corresponder. 

“Black Bag” es un mundo endogámico de gente muy inteligente que se traiciona todo el rato. Todos son al mismo tiempo infieles y cornudos No lo pueden evitar. La inmunidad profesional es una tentación muy difícil de resistir. Si la cartera es negra, la carta es blanca, y goza de la protección del mismísimo gobierno. La mayoría de la gente no miente porque no quiera: sucede, simplemente, que no puede, o que no sabe. Los personajes de "Black Bag" viven en otra órbita de la realidad y no están sujetos a esas restricciones.





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La historia de Souleymane

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Hace unos meses llegaron a León varias decenas de Souleymanes. Los enviaba el gobierno central en función de los acuerdos territoriales. Llegaron en autobuses y los alojaron en un hotel medio funcional de las afueras.

Hubo, por supuesto, alarma social. En la prensa local apareció una asociación de vecinos que se había organizado en un santiamén con portavoces y secretarios. La verdad es que es la hostia: luego hace falta una sucursal bancaria o un consultorio médico y la mitad de estos paisanos no se presentan porque han votado a quien lo va desmantelando todo y les da como vergüenza. Hablo de esa gentuza, sí.

Los paisanos, y las paisanas, divididos a partes iguales entre gentes de orden y analfabetos funcionales, se quejaban de la presencia de los negros y de no haber sido escuchados por el gobierno. Los Souleyamanes aún no habían hecho nada pero ya habían sido quemados en efigie, como en los tiempos medievales. Me imagino que cerca de allí, en algún chalet adosado, estos ciudadanos esconden a tres precogs del crimen como aquellos que imaginó Philip K. Dick en “Minority Report”.  

Una parte más amable de la prensa -la que no está mangoneada por el obispado o por las constructoras- se acercó al viejo hotel para hablar con los Souleymanes. Todos eran hombres jóvenes y negrísimos, con sonrisas envidiables. Aunque solo fuera eso: la sonrisa. De castellano, o no tenían ni idea, o manejaban cuatro palabras de supervivencia. Pero se les entendía de sobra: solo querían trabajar. De lo que fuera. Ganarse un dinerillo para sobrevivir y otro poquito más para enviar a las familias.

La alarma social se diluyó en cuestión de semanas. Las hijas no fueron violadas y las joyas no fueron robadas. No hubo atracos ni tirones. Las asociaciones se evaporaron y los Souylemanes dejaron de aparecer en la prensa. Supongo que poco a poco fueron encontrando aquellos trabajos que pedían con humildad: de friegaplatos, de barrenderos, de limpiadores de retretes o de porteadores de comida. Los mismos vecinos que se quejaban ahora se benefician de su explotación. Como empleadores, o como clientes. Es el ciclo de la vida.




  

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Shoah

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Roger Ebert recordaba en “Las grandes películas” que “La lista de Schindler” levantó ampollas entre los supervivientes del Holocausto porque, según ellos, Spìelberg había diluido la tragedia hasta hacerla digerible para el gran público, buscando un equilibrio inadmisible entre el relato descarnado y el rédito comercial. Pocos de ellos mencionaban que Spielberg, al rodar su película en blanco y negro, había demostrado que esta vez le importaban muy poco los porcentajes. 

Para los desencantados con “La lista de Schindler”, Roger Ebert recomienda en su libro ver “Shoah”, que es como un tour por el infierno con 0% de glucosa. Pero él mismo advierte: hay que tener un culo bien entrenado para aguantar sus casi diez horas de duración. Con “Shoah” no queda otro remedio: o la paciencia infinita, o verla como siempre la hemos visto los provincianos, repartida en las cuatro sesiones que propone su edición en DVD. Da un poco igual porque nunca pierdes el hilo. Es imposible. La historia no necesita presentaciones y los relatos te dan vueltas en la cabeza durante días.

Lo más terrible de “Shoah” no es el testimonio de los supervivientes ni el cinismo de sus carceleros, sino la indiferencia de esos paisanos que vivían cerca de las “zonas de interés”. Lanzmann rodó “Shoah” a finales de los años setenta y aún quedaban muchos parroquianos que recordaban la llegada de los trenes a la estación, el desfile de las víctimas, los ruidos de muerte que venían de los campos y luego el humo nauseabundo que salía de las chimeneas. 

“Fue muy triste, sí, pero nosotros éramos católicos, nos dedicábamos a lo nuestro y tampoco nos iba tan mal”. O: “Yo no recuerdo bien, no me meto en política, eso son cosas para la gente estudiada...” 

La gente común es lo peor de todo, ahora y siempre. Todo les da igual mientras no afecte a su huerta o a su negocio. No son todos, pero son demasiados. La gente común simpatiza con cualquier barbarie que le aporte un beneficio: o la vota, o la aplaude, o la consiente. 

Un oficial de las SS acojona a cualquiera y es comprensible que nadie interviniera para ayudar. Pero a muchos les delata un brillo en los ojos cuando Lanzmann les sonsaca...





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Antes del atardecer

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“Antes de amanecer” nos llegó al corazón porque Ethan Hawke y Julie Delpy viven por encima del percentil 95 de la belleza. Y la belleza siempre nos cautiva y nos arranca la sonrisa. Aquella noche de Viena fue el encuentro mítico entre dos dioses griegos o dos actores de Hollywood. Hablo sobre todo de Julie Delpy, por la parte que me toca, que nueve años más tarde sigue siendo la francesa más hermosa que pasea por el Sena. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, a Julie le salen unas arrugas en el entrecejo que a mí me dejan muy estupefacto, o turulato, y reconozco que pierdo un poco el hilo de su conversación. ¿La cosifico? No, para nada, porque yo soy su caballero enamorado.

En los trenes de Viena, como en los trenes de León, el flechazo sólo puede darse entre los campeones indudables de la belleza. Se necesitan espejos muy agradecidos y muy persistentes en el tiempo para estar seguro de que uno va a decir “Hi!, how are you?” y no va a recibirte una mirada de rechazo o una no-mirada de desdén. O un gesto internacional de ayuda dirigido al revisor... En cambio, por debajo del percentil 50 de la belleza, en los trenes sólo hay miradas furtivas y complejos que afloran con tintes de rubor. Nosotros, los desheredados del fenotipo, frecuentamos los cines o los sofás de nuestra casa para huir de la realidad y ver cuántos colorines tiene el amor de los bendecidos.

Pero es justamente eso, la belleza exultante de sus protagonistas, la que estropea el artificio romántico en “Antes del atardecer”. Sus conversaciones son el puro lamento de quien no tiene suerte en el amor: matrimonios fracasados, y rollos sin enjundia, y un hartazgo progresivo del amor.  Hora y media de quejumbres que producen más vergüenza ajena que interés en el espectador. Porque si ellos, que pueden escoger básicamente a quien quieran e ir desechando candidatos hasta encontrar por fin la felicidad, no paran de afirmar que el amor es una mierda decepcionante o una aspiración imposible, qué tendríamos que decir entonces nosotros, y nosotras, los que veníamos a esta función para soñar un rato con ser como ellos.





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Un método peligroso

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El abuelo Sigmund fue el primero en comprender que el sexo reprimido era un veneno muy tóxico para la salud. Sin duda un medicamento indispensable para la convivencia y para la salvación del alma, pero fatal para el equilibrio de la mente recién descendida de las ramas.

En su consulta de Viena, el abuelo descubrió que era el sexo no resuelto quien causaba los conflictos interiores que enloquecían a sus pacientes. Al principio debió de quedarse boquiabierto y abochornado como un niño que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías y esperó a que saliera el sol por Antequera. Fue tal el escándalo y la conmoción que el abuelo corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían apenas cuatro gatos que seguían sus enseñanzas. 

Sigmund metió el telescopio de Galileo por nuestras fosas nasales y descubrió que por las circunvoluciones del cerebro -que son el laberinto mitológico de nuestra mente- pasea un bonobo que se pregunta todo el rato cuando llega el momento de follar. ¡Era el bonobo!, y no el Minotauro, el que provocaba el ruido que no dejaba dormir a sus pacientes. Era el mono de Darwin -y no Belcebú- el vecino de arriba que no paraba de dar golpes o de jugar con las canicas. La gente de Viena sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo y dejarlo encerrado en el sótano más inmundo de la vivienda.  

Carl G. Jung fue durante algún tiempo el discípulo amado de mi abuelo, pero era demasiado remilgado para asumir las consecuencias impepinables de la doctrina. Demasiado cínico también. Demasiado mujeriego... Jung era más proclive a las monsergas parapsicológicas y a los consuelos de la religión, así que terminó haciendo apostolado entre los crédulos y los mentecatos. Lo mismo que hubiera hecho Jesús si hubiera vivido a orillas del lago Zúrich y no al lado del reseco Tiberíades.



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La verdadera historia de Schindler

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En “La lista de Schindler”, puede que en aras de la simplicidad dramática, se nos omitió el dato de que Oskar Schindler, además de empresario de éxito, fue un agente de inteligencia al servicio de la Wehrmacht. Es decir: no un nazi de ocasión con un pin en la solapa, sino un nazi concienzudo que trabajaba dentro del sistema.

Schindler fue todo lo que se cuenta en la película -entrepreneur con dinero de papá y mujeriego infatigable de las alcobas- pero también algo más: un tipo escurridizo y contradictorio. Yo entiendo que después de todo, a efectos prácticos, haber sido un nazi de la primera ola no le resta valor a su valentía posterior. Es más: puede que se la añada. Pero ahora, no sé por qué, me jode que en la película me lo hayan ocultado. También porque el Oskar Schindler real resulta mucho más interesante que el Oskar Schindler ficticio. Un enigma con piernas. Todo el mundo habla de él en el documental pero nadie parece conocerle en realidad: no su mujer, por supuesto, pero tampoco sus amantes, ni los judíos a los que salvó y que luego le recibieron con los brazos abiertos en Israel.

¿Es verdad que Oskar Schindler se cayó del caballo camino de Cracovia? ¿Actuó con generosidad suicida o con un egoísmo calculado? ¿Será cierto, como deslizan en el documental, que durante la guerra se convirtió en un agente doble al servicio del sionismo? Da igual. Uno de los supervivientes incluidos en su lista lo zanja con un argumento irrebatible: “El caso es que estamos vivos y se lo debemos a él”.

(Por cierto: a Spielberg, en su día, le pusieron a parir por la famosa escena de las duchas que no soltaban Zyklon B sino agua fría para asearse. Le acusaron de mostrar una imagen “optimista” de los campos de exterminio. Pero resulta que aquello sucedió de verdad: las mujeres de Schindler fueron desviadas a Auschwitz por un error burocrático y pasaron allí varias semanas hasta que fueron llevadas a la fábrica de Brünnlitz. Su tren fue el único que salió de Auschwitz en toda la guerra con un cargamento de personas vivas).




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La lista de Schindler

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Mientras veía la película recordé de pronto a mi ex cuñado, el de los bugas, el que sólo veía programas de taekwondo presentados por Coral Bistuer, allá por 1993 o 1994, explicándonos en la mesa -como explicaba él siempre las cosas, entre el heroísmo paleto y la chulería sin apellidos- que se había ido del cine a la media hora de empezar “La lista de Schindler” porque aquello era un rollo inaguantable.

- ¡Menuda puta mierda de película! ¡Y sin colores! ¡El blanco y negro, como digo yo, para los intelectuales! – explicó a la nutrida concurrencia en un tono casi de político mitinero, imitando un poco, pero sin pretenderlo, porque él no tenía ni puta idea de quién era, a Miguel de Unamuno cuando escribió aquello de que inventen los europeos, o los americanos, en su correspondencia con otros filósofos menos estomagantes.

Tras soltar su diatriba contra el blanco y negro de las películas, mi ex cuñado me miró de reojo como buscando peleílla, discusión de bajuras, seguro de que jugando en casa y rodeado de familiares que eran más o menos como él, iba a golearme con sus argumentos si yo le rebatía.

- El que diga que esa mierda de película es mejor que cualquiera de Chuck Norris es que no tiene ni puta idea...  

¿Y por qué me lo decía a mí? Porque yo, en el país de los ciegos, fui el tuerto que semanas atrás, en vez de meterme la lengua en el culo como hacía casi siempre, había recomendado ver “La lista de Schindler” ya no sólo porque era una película cojonuda, sino porque casi era un deber para toda persona civilizada: por conocer, por recordar, por no olvidar nunca lo sucedido. 

Enervado, ya iba a saltarle con algún argumento cuando mi ex cuñada, su hermana, que también había ido a ver la película con su novio el de las mancuernas -y el de la polla kilométrica, según aseguraba él mismo cuando alcanzaba el tercer cubata- soltó para zanjar la discusión y ahorrarme ya el esfuerzo de pelear:

- Sí, porque además, todo eso del Holocausto depende de las versiones. ¿Tú estabas allí y lo viste? Yo no. Así que a saber... A lo mejor nos están mintiendo. Yo no miro ni los telediarios. Soy apolítica.




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Matabot

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Comienzo a ver “Matabot” en el tren que me trae de León a La Pedanía. El caballo de hierro ha llegado con dos horas de retraso y me inunda una mala hostia de viajero ninguneado. Quizá no sea el mejor momento para iniciar “Matabot” ni ninguna otra ficción. Lo ideal, si yo fuera un ser racional, sería cerrar los ojos, poner música en los auriculares y dejarme llevar por el traqueteo. El "cha-ka-chá" del tren.

Pero me puede el vicio, el ansia de vaciar el disco duro. Y además, sentadas frente a mí, y procedentes del Averno, me han tocado dos loros que no paran de parlotear, siempre con los nietos y las dolencias, las cosas del tiempo y las recetas del gazpacho... No veo ninguna diferencia entre los imbéciles que van dando po'l culo con el teléfono móvil y las sexagenarias que cacarean sus intimidades como si vivieran separadas por las montañas. Ellas también rellenan todo el pentagrama disponible y terminan por hacerte simpatizante de las ideas olvidadas de la eugenesia. 

(Es imposible escapar de estas encerronas en los Alvias incomodísimos y atestados de viajeros. Pero ya que el vagón del silencio es un privilegio exclusivo de la Alta Velocidad, yo propongo que nos pongan, al menos, en los trenes de los pobres, un “Matabot” que extermine a estos desaprensivos del decibelio). 

Para enfrascarme en “Matabot” llevo unos auriculares que supuestamente cancelan el ruido exterior, pero la voz chillona de las cacatúas se cuela por las rendijas del sistema. Eso me obliga a subir el volumen hasta que mi tímpano dice basta y me obliga a buscar un nivel de compromiso: “Matabot” ya será, hasta que la abandone justo en mitad del segundo episodio, una serie con banda sonora extraña y desasosegante. Como si este robot medio autista y medio gracioso -que prometía tantas alegrías y al final se quedó en casi nada- sintonizara por dentro alguna radio de yayas incomprendidas en la madrugada. 





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