Sonrisas y lágrimas

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“Sonrisas y lágrimas” empieza, literalmente, en todo lo alto, sobrevolando las cumbres alpinas que rodean Salzburgo. Aún no suena la música -the sound of music- pero el paisaje es tan bonito que por unos segundos nos sentimos conmovidos. Era todo tan cursi en mi recuerdo... 

Cuando la cámara desciende al valle y aparece Julie Andrews vestida de novicia católica -pero dando vueltas como un derviche musulmán- me agarré instintivamente al brazo del sofá porque empecé a temerme lo peor. De pronto ya era todo muy insufrible en mi recuerdo... Y aún así, lo peor aún iba a tardar unos minutos en llegar". Porque "The sound of music”, la canción, es bonita, e incluso pegadiza, y Julie Andrews está mucho más guapa que en mi recuerdo de la infancia, quizá porque entonces yo no me fijaba tanto en esas cosas. El paisaje es hermoso, y la alegría es contagiosa, y por un momento quiero creer que las casi tres horas que dura “Sonrisas y lágrimas” no van a ser un tiempo perdido. Me acordaba de mi madre, en el cine Abella de León, en un reestreno ya irrecuperable en la pantalla grande, canturreando las canciones dobladas al español y yo a su lado dejándome llevar por los sonsonetes. 

Pero el hechizo, ya digo, apenas dura lo que tarda Julie Andrews en recoger su toca y regresar al convento de Salzburgo a toda hostia consagrada. El siguiente número musical es un engendro azucarado cantado por las monjitas, y a partir de ahí ya todo será bochornoso, descatalogado, como rodado hace sesenta siglos y no hace sesenta años. 

Hay cositas, claro: alguna canción, alguna señorita guapa, y sobre todo el parecido asombroso de Christopher Plummer con Ernesto Alterio, hasta hoy ignorado por mi cinefilia. Pero “Sonrisas y lágrimas”, la verdad sea dicha, ya no hay quien la aguante. Me lo temía. Yo sólo venía por lo turístico, por ver Salzburgo en una película, ya que este verano paseé por sus calles buscando los fantasmas de la música y del viejo celuloide. 




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A different man

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A Renate Reinsve la conocimos en provincias cuando pasaron por Movistar “La peor persona del mundo”, aquella película noruega que presumía de varios premios y alabanzas en su cartel promocional. 

Se suponía que Renate interpretaba a una persona ruin y despreciable, pero luego, al final, la cosa no era para tanto: su personaje solo era una mujer frívola, algo perdida e inmadura: la hija irremediable de estos tiempos modernos donde el amor ya no soporta la menor de las contrariedades. Yo esperaba, no sé, una asesina profesional, o una cabeza coronada, o una presidenta de comunidad autónoma que anima a sus votantes a beber cervezas sin parar. 

Recuerdo que quedé completamente prendado de esta actriz que vino del frío y de los fiordos. Son cosas que todavía nos pasan a los hombres sin reciclar. Lo digo porque a enamorarse platónicamente de una actriz -un acto reflejo tan inocente y tan viejo como el propio cine- ahora, las feministas, en su Diccionario de Neolengua, lo llaman “cosificar”. Pero se pongan como se pongan, los amores como éste mío por Renate no son más que bobadas ideales, inocuas, de tertulia de cinéfilos. Ensoñaciones diurnas mientras uno nada en la piscina o friega los platos en la cocina. Una sublimación pixelada de los instintos. 

De hecho, si Renate Reinsve fuera mi vecina, yo jamás soñaría con que ella me concediera sus favores. En mi caso por viejo, y por feo, y por pobre, y en el caso del prota de la película por tener el rostro devastado por la misma neurofibromatosis que padecía el hombre elefante. 

Las mujeres como Renate, en el mundo real -porque es ley de vida y axioma de la selección natural- siempre salen con hombres muy guapos o forrados de dinero. Es por eso que “A different man” yo la colocaría en el género de la ciencia-ficción más desopilante. Su trama transcurre en un universo paralelo donde las noruegas implacables salen con pescaderos poetas o con funcionarios del grupo B. O con pobres desgraciados que sin un duro en el bolsillo tratan de disimular la monstruosidad de su rostro con la simpatía de su carácter. 




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Here

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En esta casa en la que vivo nunca ha vivido nadie más. Bueno, sí: una pareja, por tiempo limitado, que la ocupó cuando yo me mudé por culpa del amor. Tardaron pocos días en descubrir que la casa no se ajustaba a sus necesidades, así que estaba nuevamente disponible cuando al cabo de un par de meses regresé con el rabo entre las piernas: donde siempre ha estado, para mi suerte, pero aquella vez muy tristón y hasta humillado. 

(Iba a decir que regresó con la lección aprendida, pero el hombre, y su miniyó, son los únicos animales que tropiezan dos veces -y las que hagan falta- con la misma piedra del camino).

Mal lo tendría, pues, Robert Zemeckis, si quisiera rodar aquí una película como “Here”. En esta casa no hay fantasmas de las Navidades pasadas rondando por el salón, a no ser los que vivieron conmigo en carne y hueso y ahora son presencias energéticas que se desvanecen sólo por la noche. Por ahí ronda el hijo que voló del nido, y las ex amantes, y los dos compañeros de piso que se murieron del mismo mal... Amigos que vinieron a ver partidos del Madrid y fontaneros que vinieron a desatascar alguna tubería. En el salón de mi casa hubo polvos del siglo y llantos de incomprensión; mucho snooker en Eurosport y discusiones telefónicas que prefiero no recordar. Mucha comida y siestas rotundas. Películas maravillosas y películas ridículas como “Here”.

Porque “Here” es eso: una ridiculez, un monumento a la ñoñería. Un “experimento sociológico” que consiste en imaginar la vida que habrían llevado Forrest Gump y Jenny Curran si él no hubiera sido una persona con capacidades diferentes en un entorno socioeducativo poco inclusivo, y ella, bellísima, pero más bien imbécil, no hubiera tropezado cien veces con los machos más indeseables del ecosistema

Zemeckis quiere imaginarlos así, normales, funcionales, americanos puros de extrarradio, y para no aburrirnos demasiado salpica sus arrumacos y sus mierdas con flashbacks de las parejas que habitaron la misma casa y también soñaron con los polvos de la felicidad y la esperanza de una muerte lejana y poco dolorosa. 



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Bird

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Es difícil, muy difícil, ser misántropo y socialista al mismo tiempo. ¿Cómo interesarme por el bienestar de la gente común si no soporto a la gente común que me rodea? 

Vivo, desde los años de mi formación -o de mi malformación- una contradicción del espíritu que resuelvo por el camino más fácil de la filosofía: no hacer (me) demasiadas preguntas. También soy rojo y del Madrid, maestro y herodiano, jesuita de aspecto y sátiro de corazón. Soy el equilibrio precario de varias creencias incompatibles. El que quiera acorralarme con argumentos lo tiene fácil porque yo no tendría más remedio que darle la razón. Otra cosa es que yo, a mi edad, convencido ya de unas cosas y  de sus contrarias, vaya a cejar en mi empeño de hacer malabares con las naranjas.

“Bird”, por ejemplo, debería tocarme el alma socialista que se indigna con la vida miserable de los extrarradios. Pero me quedo más bien frío, cayetano, indiferente a la suerte de estas chonis y estos drogatas. No sé... Por mí que les den por el culo. Ni siento ni padezco. Mientras no muera ningún inocente y los niños puedan seguir jugando en los parques destartalados, yo ya me retiro tranquilo a mis aposentos. Ningún marxismo, ningún leninismo, ningún asalto de los soviets al Palacio de Buckingham podría salvar a esta gente de lo que son: lumpen. El resto marginal donde no llega ninguna mano tendida ni ningún orden racional. El comunismo quiso cambiar a la gente y se empotró contra el muro  inexpugnable de la biología. Una cosa es ordenar la vida económica para que se redistribuya la riqueza y otra conseguir que el tarado o el irrecuperable se incorpore al engranaje.

Las películas de Andrea Arnold no tienen nada que ver con las de Ken Loach, su compatriota socialista. En las películas del abuelo Ken salen proletarios de verdad, hombres y mujeres que se han quedado en paro o que cobran cuatro duros por deslomarse. Pero ellos quieren trabajar, participar, construir. Pagar impuestos para que luego les salga más barato el autobús o la cama de hospital. Los trabajadores de Ken Loach son mi gente, mis cuates, mis iguales en la lucha de clases. Los personajes de “Bird”, no. 





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Étoile

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Si Miriam Maisel, en “La maravillosa señora Maisel”, era una pija de Nueva York que triunfaba en los clubs nocturnos de los arrabales, Cheyenne Toussanint, en “Étoile”, es una arrabalera de París que triunfa en el mundo muy pijo de los ballets. Son dos historias complementarias, como de ida y vuelta, cada una el reverso cómico de la otra. 

Esta vez, sin embargo, el matrimonio Palladino no ha apostado por Cheyenne como apostó en su día por Miriam. “Étoile” es una serie magnética cuando esa actriz llamada Lou de Laâge aparece en pantalla: su mala hostia, su desparpajo verbal, su anarquía al mismo tiempo reprensible y estimulante... Su belleza también, claro. Y sus pasos de baile, como de hada gimnástica, aunque supongo que una doble la sustituye en los momentos más comprometidos. Da igual. El personaje de Cheyenne Touissant te apabulla y te enamora; te secuestra y te descoloca. 

Por eso no acabo de entender que los Palladino -en un error que ya es marca de la casa- se desparramen en historias secundarias que carecen de interés. Uno está deseando todo el rato que vuelva Cheyenne al escenario. Y si es posible, acompañada en las réplicas por Luke Kirby, ese actor que cuando desaparece de la trama también estás todo el rato deseando que regrese. Es esa sonrisa de medio lado, y esa vis cómica que sólo tienen los privilegiados de la comedia.

“Étoile” es una serie desequilibrada e imperfecta, como un bailarín en una mala tarde de verano. Pero lo bueno es tan bueno que al final te quedas hasta el último episodio. Podría tirarme el rollo y decir que me acerqué a la serie porque me interesaba mucho el mundo de la danza, pero no es así. De hecho, en Movistar, acaban de liberar el canal Mezzo y cada vez que lo sintonizo y veo un ballet pulso el botón de “Guía” para ver cuándo ponen una sinfonía o un quinteto para piano. La danza no es mi rollo, y sin embargo, viendo “’Étoile”, me iba acordando todo el rato de Nanni Moretti en “Caro Diario”, cuando decía que su sueño verdadero siempre había sido aprender a bailar.




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El hilo invisible

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El personaje de una novela de Michel Houellebecq afirmaba que todas las historias serias comienzan con los amantes acostándose la primera noche. La historia de “El hilo invisible” es, por tanto, mucho más seria que cualquier otra, porque en la primera noche Reynolds no desviste a Alma, sino que la viste envolviéndola en diseños de ensueño. 

Al primer golpe de vista, Alma se ha convertido en su musa y en su modelo. Después de tanto buscar y desechar, Alma, como un regalo del destino, ya es la medida exacta de su cinta métrica y de su imaginación desbordaba. Y al revés: Reynolds, para Alma, aunque ya un poco mayor y maniático, es el hombre indudable que la sacará de la vida real para convertirla en una princesa de cuento y dejarla probarse todos los vestidos antes de que se los pongan las princesas de verdad. El sexo, con tales certezas, es casi redundante en una noche como ésa.

Mientras veía “El hilo invisible” me acordé mucho de N., aunque nosotros, en aquella primera noche, nos desvestimos como dos amantes del montón, nada sofisticados ni originales. No la recordé por eso, sino porque ella se comportaba igual que el personaje de Reynolds Woodstock con Alma: desenamorada de mí, distante, incluso cortante, cuando entraba en el optimismo de la vida. En la vitalidad N. bailaba, viajaba, tonteaba... y se desentendía. Pero cuando le llovía la nube negra recordaba que yo siempre estaba disponible para cuidarla, al otro lado de la frontera. Entonces venía, o me llamaba, y mientras se dejaba consolar me decía que me necesitaba. Y que a su modo, muy particular, me quería.

Yo, por supuesto, deseaba su pronta recuperación; pero su recuperación suponía, ay, que yo volviera a difuminarme. Quizá por eso -como le sucede a Alma en la película -otra parte de mí deseaba que N. no recobrara el optimismo ni las ganas de bailar. Un pensamiento negro, pero en el fondo inocuo, sin setas venenosas de por medio, porque yo la quería tanto que incluso le recordaba las pastillas que tenía que tomar para recobrar la jovialidad y empezar a mirarme como si ya no me conociera. 





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The Master

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La primera vez que vi “The Master” busqué cosas sobre Cienciología en internet. Pero ya no recuerdo apenas nada: sólo que sus dioses son unos extraterrestres cabezones que viajan por la galaxia sembrando una semilla ya no sé si genética o espiritual.

Es por eso que hoy, en la octava ola de calor del verano, me he desmadejado en el sofá para ver otra vez “The Master” a ver si reparaba mis agujeros. Pero al poco he recordado que Paul Thomas Anderson siempre toma caminos extraños y tortuosos y que “The Master” no me iba a servir como libro de consulta. Su película es un acercamiento a la Cienciología -o a una engañifa muy parecida- que a ratos resulta comprensible y a ratos no. A veces convencional y a veces extravagante. Pero eso sí: siempre fascinante. 

“The Master” no pretende ser un biopic desautorizado sobre Ron Hubbard, ni un simposio sobre una religión que parece aún más absurda que las demás. “The Master” es, por encima de todo, la crónica de un empecinamiento pedagógico. Algo así como un remake de “El pequeño salvaje” de Truffaut, donde aquel ilustrado llamado Jean Itard se las tenía tiesas con el niño salvaje de Aveyron. En la película de P. T. A., Lancaster Dodd presume de practicar una psicoterapia capaz de devolver a los hombres al camino recto del equilibrio. Su método es una batalla terapéutica contra la tiranía de los instintos que a ratos parece un psicoanálisis de mi abuelo Sigmund y a ratos una psicomagia de Alejandro Jodorowsky. 

Lancaster Dodd vive muy confiado de sí mismo hasta que se topa con un peñasco en el camino: Freddie Quell, un excombatiente de la II Guerra Mundial alcohólico y sexoadicto. Un tipo desquiciado y enigmático de circuitos neuronales imposibles de reparar. Esa dialéctica imposible entre el profesor orgulloso y el alumno ingobernable será el drama central de la película. En el fondo, la vieja pelea entre la educación y el instinto... El combate filosófico entre la creencia de que los hombres pueden cambiar y la sospecha de que uno siempre es como es y anda siempre con lo puesto, como cantaba Serrat.




                    
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Pozos de ambición

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Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sándwich con dos rebanadas de pan sin nada de mortadela por el medio. Entre las costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas y los desiertos casi africanos. Y a mitad de camino, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza y se asesinaban solo entre vecinos. 

Estos parajes, para su mal, fueron el reclamo irresistible para los aventureros blancos que buscaban emociones fuertes. Ellos -los solitarios, los lunáticos, los de gatillo fácil- fueron sembrando los campos y abriendo los caminos. Mataron a los oriundos y exterminaron a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras ellos, llegaron los carromatos de "La Casa de la Pradera", los empresarios, los obreros, los pastores de almas, los camareros del saloon, las lumis del cancán, los cowboys que se medían las pistolas al atardecer... Y ya por último, para proteger a todo este paisanaje, el sheriff con su estrella y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización al completo.

Los Estados Unidos fueron levantados por tipos -o tipejos- como este Daniel Plainview de “Pozos de Ambición”: hombres de pasta dura y de espíritu inquebrantable. Y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato o por la chiripa. Horadaban por aquí y por allá hasta que se suicidaban desesperados o daban con un manantial para convertirse en capitalistas que rápidamente se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para presumir en sociedad.

Leo en internet que “Oil!”, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con las ideas socialistas de su hijo. Un drama griego que prometía grandes emociones, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor: ese héroe de nuestros tiempos, y de los tiempos antiguos, que casi siempre esconde a un mezquino arrogante en su interior. 




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