Inseparables (II)

🌟🌟🌟🌟

Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.

    Cohibido por aquella belleza duplicada, yo jamás crucé con ellas algo más que un hola o que un adiós, porque es verdad que eran indistinguibles, al menos en las miradas furtivas que yo les lanzaba cuando me las cruzaba.  En el improbable caso de ser aceptado por una de ellas, uno corría el riesgo de convertirse en el juguete sexual de aquellas dos chicas tan simpáticas como herméticas, tan guapas como gatunas. Sospechábamos que ellas se descojonaban de los tíos haciéndose pasar la una por la otra, relevándose por turnos en la discoteca, o  en el cine, diciendo que un momentito, que iban al servicio, a sus cosas, o a retocarse, cuando en realidad se intercambiaban los papeles y se descojonaban de la risa. 

    He recordado esa inquietud tan lejana porque Geneviève Bujold, en Inseparables, también descubre demasiado tarde que se ha liado con el pack indivisible e indistiguible de dos ginecólogos tan cachondos como enigmáticos. Ellos son los hermanos Mantle, a los que todo el mundo conocía en Toronto menos ella, despistada de la crónica social porque siempre andaba liada en el trabajo. De  pronto, sin comerlo ni beberlo, Geneviève se ve convertida en el hazmerreír de la alta sociedad porque todo el mundo sabe que estos dos tipos se reparten a sus amantes, que se las regalan el uno al otro con motivo de la Navidad, o del cumpleaños, o de la celebración de la propia vida. Que muchas veces, incluso, las comparten en el mismo lecho como un trofeo tan valioso que no pueden negárselo al hermano querido. Pobre Geveviève... Son las cosas de vivir en una ciudad tan grande, y no en un barrio tan chico como el mío, donde todos nos conocíamos al dedillo.



Leer más...

La zona muerta

🌟🌟🌟

En La zona muerta, Christopher Walken es un profesor de instituto que tras sufrir un accidente de coche adquiere el poder de adivinarte el futuro cuando te estrecha la mano. Pero nunca te saca el porvenir de las buenas noticias: el aumento de sueldo, la victoria de tu equipo, el revolcón con la mujer largamente deseada... Nuestro protagonista sólo posee la clarividencia de las desgracias, de las muertes trágicas. De los hundimientos de tu economía. No es, por tanto, un chollo de amigo, ni una suerte de cuñado. Hay que tener un par de bemoles para ir a su casa y pedirle consejo en una sesión de "estrechamiento manual". Cuando Christopher Walken vislumbra tu dolor, tu accidente, tu muerte sangrienta, el pobre hombre se agita en convulsiones como si le azuzaran con una picana. Y siendo ya de por sí un tipo de ojos saltones, éstos todavía se le asoman más al precipicio, amenazando con convertirse en yoyós de materia orgánica y viscosa.


       Uno, en la vida real, quisiera un amigo así para las pequeñas cosas, para los consejos de andar por casa, pero nunca para los proyectos importantes, de largo recorrido. Pedirle, por ejemplo, cada lunes por la mañana, que me agarrara del brazo y me predijera si el próximo fin de semana voy a acertar el pleno el 15 de la quiniela. Sólo eso. Me ahorraría unos euros muy majos que todas las semanas terminan en la papelera del despacho de loterías. Sería un chollo, la verdad, disponer de un  Christopher Walken al que yo pudiera molestar de vez en cuando para ahorrarme mucho tiempo de fútbol vacío y de lecturas condenadas al fracaso. Y de películas que son un coñazo insufrible. Y dejar de perder el tiempo con mujeres que en realidad no buscan nada, sólo pasar la tarde, chacharear, desahogar sus penas con un tipo que sólo es "amigo y tipo enrollado". 

Se me ocurre que este amigo imaginario podría hacerse millonario abriendo un negocio llamado Administración y Gerencia del Tiempo. Por apenas tres minutos de consulta, y unos cuantos aspavientos de trastornado, a 10 eurillos por consejo, Walken podría organizarte una agenda inmaculada, fructífera, repleta de aconteceres bien encaminados. Una bendición para los hombres y mujeres del siglo XXI, tan faltos de tiempo y de esperanza. Sería, por fin, la vida provechosa, condensada, nutritiva, todo lo contrario de esta vida que arrastramos en La zona viva, que es mayormente una sucesión de esperas, de colas, de tiempos muertos que llevan de una tontería a un fracaso, de una nadería a una gilipollez supina. Como estas entradas del diario, sin ir más lejos, que mira que malgasto el tiempo en ellas...




Leer más...

Fleabag. Temporada 1

🌟🌟🌟

Raquel busca su sitio es una serie viejuna que yo veía de vez en cuando porque Leonor Watling lucía en ella el esplendor de su juventud. El hechizo duraba hasta que los programadores ponían la primera ristra de anuncios y yo sintonizaba otra vez el partido de fútbol, o la película del Canal +, interruptus perdido en el amor. 

    La señorita Fleabag -que ya pertenece a otra generación de personajes, y también a otra camada de espectadores- acaba de cumplir treinta años y también busca su sitio en los asuntos afectivos y en las junglas laborales. Pero sus empeños chocan con la realidad de una ciudad hostil, y de unos hombres mentecatos. Y, por encima de todo, con su propio carácter vitriólico y exigente. Fleabag -nos ha jodido- quiere conocer al hombre perfecto, educado y guapo, cultivado y sexualmente infatigable, pero empieza a comprender que los hombres así escasean, y que sólo un viento muy afortunado depositará al prínicpe en su dormitorio.

     Fleabag es una señorita de muy buen ver, ocurrente y sexy, jovial y puñetera, y no le faltan hombres para ir probando los goces de la vida. Pero empieza a preguntarse si cada nueva conquista es un motivo de orgullo o la constatación de un nuevo fracaso. Le gustaría bajar un peldaño, o dos, en sus exigencias de mujer independiente y valiosa, pero aún no está preparada para hacer ese menoscabo en su orgullo. ¿Qué imperfección del rostro, del carácter, del desempeño sexual, estaría dispuesta a tolerar para conocer por fin al hombre de su vida? Y no solo eso: ¿qué defectos, qué aristas, que manías de su propia personalidad, o de su propio cuerpo, estaría dispuesta a poner sobre la mesa de negociaciones? ¿Dónde termina el orgullo y dónde empieza la conformidad? Es un convenio jodido, muy íntimo, de muchas horas de debate, que la señorita Fleabag airea ante los espectadores interpelándoles directamente con la mirada, rompiendo eso que en los manuales llaman la cuarta pared, bufando de fastidio cuando un hombre mete la pata y se borra sin saberlo de la lista de candidatos.
(El día a día de todos nosotros, en las apps del amor)  




Leer más...

Sex Education

🌟🌟

No hay vida para ver tanta serie. La verdad es que es un puto agobio, esto de la edad de oro de la televisión. Las series brotan como setas, en cualquier estación del año, diez por semana en la parrilla de la tele: las que arrancan, las que estrenan segunda temporada o ya van por la decimotercera. Las que uno siente la necesidad de revisitar en DVD o tiene que ver obligación, porque un amigo se puso pesado y hay que ver al menos un par de episodios para desecharla con educación. O hacerse -quién sabe-con un inesperado y valiosísimo tesoro, que habrá que agradecerle toda la vida.



     Uno se imagina que en Hollywood han construido unos estudios gigantescos como invernaderos de Almería, o como hangares de Cinecittá, en los que nunca se para de rodar, de enredar, de noche y de día, en turnos de ocho horas con las luces siempre encendidas y las cámaras en acción. Y luego las series que vienen del Reino Unido, y de Escandinavia, y de aquí mismo, que habrán hecho otros estudios descomunales en las afueras de Madrid, al lado del aeropuerto, o en Barcelona, donde los polígonos industriales. Ya todo el mundo produce series que terminan tarde o temprano en Movistar, o en Netflix, o en las miniteles del ALSA que cruza la estepa. Hay tantas series que uno vive acojonado con la posibilidad de perderse alguna fundamental, cojonudísima, y se pasa media vida leyendo reseñas y sinopsis para elegir una entre un millón. El trébol de cuatro hojas.  El problema es que aún así, poniéndose uno científico y exquisito, uno se equivoca, pierde el tiempo, se deja jirones de vida en historias que finalmente se quedan en nada, en una idea sin desarrollo, en una ocurrencia sin continuidad. Muerdes el anzuelo del primer episodio y descubres que allí no había mosca ni gusano. Sólo un artificio para que te enganches, y te saquen del agua apacible donde antes sólo existían las películas, y pocas, muy pocas, series escogidísimas.


    Veo el primer episodio de Sex Education y no me creo una sola palabra de lo que dicen, estos adolescentes frustrados. Ni un solo personaje resulta verosímil o enjundioso. Me ilusiono con la nueva serie de Ricky Gervais, otrora genio y transgresor, y no entiendo qué pinta este hombre fingiendo otros registros en After Life. Leo que Love es una comedia cáustica sobre el asunto del amor, y me encuentro una serie tan moderna, tan sofisticada, que ya no sabes dónde hay que reírse o dónde hay que llorar. Horas perdidas, proyectos truncados, ratos de sol o de lectura que se han ido por el retrete. La vida que se escurre.



Leer más...

Justo antes de Cristo


🌟🌟

Los romanos que vivieron justo antes de Cristo también decían cosas como “me pica un huevo esta mañana”, o “me cago en los dioses”, “o qué buena estás con la túnica, Emilia Claudia”. Parece una perogrullada, sí, pero salvando a los enemigos de Astérix, y a la corte de Pijus Magnificus en La vida de Brian, todos los romanos conocidos salen envarados en las películas, y en las series, los péplums lamentables que ya nadie ve ni en Semana Santa. Romanos que nunca cagaban ni meaban, ni carraspeaban cuando iniciaban el discurso, siempre impolutos en sus trajes militares o en sus togas del Senado, departiendo en latín literario, impecable, de precisión militar o burocrática, lisonjeando a las damas con poemas de Lucrecio o de Virgilio que ahora serían el descojono de las chicas del instituto. Personajes teatrales y muy poco terrenales que en realidad nunca nos creímos; ya no sólo distantes en el tiempo, sino también habitantes de otro sentido común, casi de otra especie humana que dejó acueductos enormes como legado histórico, y no puntas de hueso en las cavernas de la cordillera.



    Los creadores de Justo antes de Cristo han visto en la desacralización de los romanos, en su humanización puesta al día, un filón humorístico para que los abonados de Movistar + -que somos los únicos que vamos a ver la serie, y no todos, visto lo visto- nos descojonemos de la risa y nos reconciliemos con nuestros tatarapasados. Aquí todos llevamos sangre del Lacio en las venas, en mayor o menor proporción, y conozco a más de un norteño que fantasea con ser descendiente del mismísimo Augusto que vino a combatir a los cántabros, y fue dejando bastardos imperiales en que cada ciudad que fundaba, o en cada campamento que levantaba. 

    Lo que pasa es que la serie sólo tiene gracia  en su primer episodio, y pasada la tontería de ver a los romanos hablando como humanos del siglo XXI, el resto es como encontrar un trébol de cuatro hojas entre otros muchos que sólo ofrecen tres: alguna gilipollez que no compensa el esfuerzo de ir todo el rato agachado, con la vista en el suelo, descartando brotes insustanciales… Los tgéboles, que hubiera dicho el gran Pijus.






Leer más...

Eugenio

🌟🌟🌟

La gracia de Eugenio no residía en el contenido de sus chistes- que si los contara yo mismo, por ejemplo, en un café del trabajo, serían recibidos con risas forzadas de “menudo gilipollas es este tipo”- sino en su continente: el gesto hierático, el acento catalán, la parsimonia en el hablar, el negro riguroso de la camisa entreabierta... El pitillo en la mano y el whisky en el taburete, de cuando las televisiones permitían que los artistas se fueran suicidando poco a poco sobre el escenario, en vivo y en directo. Tiempos lejanos, míticos, de cuando nadie se escandalizaba porque un humorista catalán saliera en el prime time parlando con acento indudable, y hasta soltando palabrejas en vernáculo,  que si molt bé, o nano, o collons, no como Berto Romero o Andreu Buenafuente, que son catalanes diluidos y charnegos, y tienen aceptación popular porque hablan como si hubieran nacido en la tierra de sus  ancestros, que si no ya los hubieran defenestrado y recluido en TV3, los gerifaltes de las cadenas, temerosos del boicot y de la baja audiencia, que uno mismo tiene amigos que juran votar a la izquierda y no ven a estos dos genios por ser “putos catalanes” y “polacos de mierda”…  


    En aquellos tiempos marxistas que planteaban un debate de la izquierda contra la derecha, y no de la Patria contra Cataluña, nos hacía la hostia de gracia el Eugenio, hosti tú, pero sus chistes, la verdad sea dicha, eran más bien malucos, de patio de colegio, como los de Chiquito de la Calzada en las antípodas de la Península, que también eran malos de narices, pero te partías la caja con el pasito japonés y el pecador de la pradera… Yo soy de esos contumaces -más bien lamentables- que aún imita a Chiquito de la Calzada cuando digo comooorl, o eres un fistro, o pego un gritito idiota como de señorita enfrentada a un ratón, gooorrl, o algo así, cuando algo me sorprende. Tanbién digo doctor Grijander, y hasta luego Lucas, y los siete caballos que vienen de Bonanza... En fin. A Eugenio, sin embargo, por la distancia en el tiempo, lo tengo menos imitado cada vez, y ya sólo de Pascuas a Ramos me sale un hosti, nen del alma, o un saben aquell que diu…? cuando me paso de cervezas y me pongo a contar una historieta tonta ante la exigua audiencia del amigo. Da igual: a Eugenio y a Chiquito les tengo en el mismo altar de los humoristas que ya se nos van muriendo, a los tontainas de mi generación, telespectadores de canales únicos y en blanco y negro que casi nos reíamos con cualquier performance cuando encendíamos la tele. Nos reíamos, colega, hasta con Antonio Ozores haciendo el trabapollas en el Un, dos, tres,  o de Arévalo haciendo el gangoso en la misma sintonía, o celebrábamos las gracias -que es para cagarse si lo piensas bien- de aquellos payasoides que decían piticlín, piticlín, y veintidó, veintidó, madre mía…

    Eugenio, el pobre, al contrario que Chiquito, tuvo la mala fortuna de perder a la mujer de su vida demasiado pronto, y aunque en los escenarios de la tele o de las boites nada de eso se traslucía, porque el tipo era un profesional y un monolito de las emociones, al final su carrera quedó alicorta, truncada, suspendida en mitad de un chiste que luego, pasados los años, quiso terminar de mala manera, en apariciones como de espectro tembloroso y olvidadizo. Hasta que el último alcohol y la última nicotina se conjuraron para asesinarlo. Rematarlo, más bien.



Leer más...

Superlópez

🌟🌟

Con la excepción de Superlópez, todos los superhéroes de nuestra infancia fueron americanos porque allí es donde los científicos se dedicaban a hacer el tonto con la radioactividad, y a veces, en el laboratorio de la Universidad, o en el sótano de su casa, la cosa se les iba de las manos y se producía un escape de partículas que al no matarlos alteraba su estructura genética para hacerlos más fuertes, o más rápidos, o más imbéciles, según. 

    El único gran superhéroe que consiguió la nacionalidad americana sin nacer allí, de pura chiripa, fue Superman. El cohete que trajo a Kal-el desde el planeta Kripton lo mismo pudo haber caído en un maizal de Kansas que en un secarral de Castilla, y con esa premisa geográfica, Jan, que era un dibujante nacido en una comarca tan hispánica como El Bierzo, parió a un superhéroe lamado Superlópez que llevaba el esquijama siempre mal planchado y lucía un bigote tupido a lo Alfredo Landa, que era la moda nacional por aquellos tiempos. Superlópez era un torpe entrañable, un metepatas de manual, pero los que leíamos sus cómics, y al mismo tiempo éramos del Real Madrid, teníamos un miedo cerval a que en cualquier aventura tonta Juan López fichara por el F. C. Parchelona para convertirlo en campéon de España, y de Europa, y luego del Mundo. A ver qué Camacho cojonudo o qué Stielike bigotudo  iba a ser capaz de parar a ese alienígena medio idiota en sus regates. Los madridistas leíamos a Superlópez con un mohín de desconfianza, porque el tipo era muy simpático, muy infortunado en amores, pero era del Barsa, y cualquier día se iba a meter a futbolista para joder la marrana, y no queríamos ver a nuestro equipo humillado ni en la ficción de los cómics.

    Años más tarde, otra nave espacial venida del planeta Chitón -pero ésta muy real- cayó en la Pampa argentina trayendo a un niño que con el tiempo acabó jugando precisamente en el Parchelona. Años después, regate a regate, gol a gol, terminó desvelando su verdadera naturaleza de superhéroe, de alienígena tramposo: el Supermessi de los cojones, por mucho que siga disimulando su naturaleza con su hablar insulso, y su jeta de panoli.


Leer más...

El bosque animado

🌟🌟🌟

Uno tenía el recuerdo -distorsionado por el tiempo- de que El bosque animado era una comedia de gallegos pintorescos, un poco catetos, atrapados en el realismo mágico de su tierra. En mi recuerdo todo era como de troncharse de risa en la platea: el bandido Fendetestas decía “me caso en Soria” cuando saltaba al camino a dar el palo, y el pocero cojo se acostaba con la chica por la que bebía los vientos, y el alma en pena de Fiz de Cotovelo se topaba con la Santa Campaña para encontrar el recto camino de los muertos. Había un tonto fetén al que unos aristócratas desalmados vendían la fachada del Obradoiro, y un par de burguesas que en aquel entorno rural encontraban mil miedos para dar chilliditos de marujas. Una comedia amable, de Rafael Azcona disfrazado de sentimental, en ese bosque espeso de nieblas que allí llaman fraga sin ruborizarse -porque aquí, en las tierras no gallegas, dices de un bosque que es una fraga y parece que estás invocando el fantasma arbóreo de don Manuel, que quizá también anda errando camino de San Andrés de Teixido, o del palacio de la Moncloa, en frustrada peregrinación.



    Pero hoy, treinta y dos años después de aquel primer visionado -que son los mismos años que el Madrid estuvo sin ganar la Copa de Europa y parecieron una verdadera eternidad- he visto El bosque animado y se me ha caído el alma a los suelos, y la sonrisa al fregadero. No sé si es cosa de Azcona o de Wenceslao, del guionista o del novelista, pero la película es de una tristeza muy gris, espesa, de día de lluvia inconsolable. Lo que yo recordaba como una comedia es en realidad una tragedia sobre la fatalidad del destino, sobre la pobreza que no conoce remedio. Sobre la soledad que se enquista como una maldición. Parece todo muy gallego por la envoltura y por el paisaje, como muy arcaico o inevitable, pero en realidad son males que se reproducen en cualquier ecosistema de los seres humanos. Pocos sueños se cumplen, y pocos pobres escapan de la rueda. Muy pocas soledades encuentran la verdadera compañía de una comprensión. El bosque animado, sí, de la vida desanimada.

Leer más...