Jackie

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La primera vez que vi Jackie fue un día raro de cojones. Recuerdo que vi la película a media tarde, llevado por el nombre de Pablo Larraín, que suele ser una apuesta segura, y que terminé la película demudado, tocado en cierta parte del espíritu. Natalie Portman -tan hermosa como siempre, quizá la mujer de mi vida aunque ella no lo sepa- logró que yo me conmoviera por esta mujer tan aristocrática y tan alejada de mi mundo. Natalie no interpretaba, sino que era, Jacqueline Kennedy, destrozada tras el asesinato de su marido. Tan desorientada, tan perdida de pronto en un mundo que creía fortificado, el Camelot de los cuentos de hadas, que tardó un día entero en quitarse el traje de color rosa, manchado de sangre, y de restos de cerebro. La escena de su ducha en la Casa Blanca, a pura sangre y a pura lágrima, es una de las más terribles del cine contemporáneo. Da mucho más miedo que aquella de Hitchcock en el motel.

Después de ver la película vino a buscarme a casa quien era mi pareja de entonces. Tuvimos un sexo extraño, volcánico, íntimo hasta la médula. Nos quedamos mucho rato en silencio, tratando de asimilar lo que nos había sucedido. Nos daba miedo abrir la boca. Fue, paradójicamente, el principio del fin. Luego nos vestimos para ir a la ópera, como si viviéramos, precisamente, dentro de una película de aristócratas. Por un momento, camino del teatro, pensé que ella era como Jacqueline, y yo como John, y que sólo una desgracia morrocotuda conseguiría separarnos... Cuando todo terminó, yo también me duché  para desprenderme de su presencia. A lágrima viva, y a estropajo puro.

Hoy vuelto a ver Jackie en la soledad del confinamiento. Han llovido mares de gotas y de recuerdos desde entonces. Ahora la vida es muy distinta, pero también es rara de cojones. Está visto que no puedo ver esta película en un contexto normal, con mantita, y compañía, y el mundo de afuera más o menos arreglado. Esto de ahora es la Nueva Normalidad, que es un eufemismo  bastante desafortunado. Jackie, por cierto, ya nunca conoció la normalidad después de todo aquello. 





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30 monedas

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El Bien y el Mal no existen. Sólo, quizá, en los contextos escolares, cuando la seño corrige los exámenes o revisa los deberes. El bien y el mal -como metáfora de su relativismo, y de su cercanía- siempre se han escrito con el mismo bolígrafo de color rojo. O de color verde -como hacía una profesora mía de la  EGB- para que el examen corregido no pareciera una carnicería en la ausencia de saberes. El verde, definitivamente, era un color más ecológico y compasivo.

Lo otro, la pugna de la Luz contra la Oscuridad -que es el tema que anima a los buscadores de las 30 monedas - es un maniqueísmo tonto que ya no se sostiene, aunque sirva para hacer series tan entretenidas como ésta.  No existen ni Dios ni el Demonio. O, como aseguran los cainitas, el Demonio sólo es un funcionario al servicio del primero. Ya lo cantó Joaquín Sabina mucho antes que el padre Vergara: “Cómo decirte, que el cielo está en el suelo, que el bien es el espejo del mal / Cómo decirte, que el cuerpo está en el alma, que Dios le paga un sueldo a Satán.”

El Bien y el Mal se deciden por mayoría parlamentaria, por normalidad estadística, por consenso de la civilización, pero no son valores absolutos. Lo que ahora nos parece un crimen, hace siglos era el mandato de los dioses bondadosos. Puede que ahora nos sintamos orgullosos de algunas conductas que dentro de algún tiempo causen espanto en nuestros descendientes. Quién sabe. Para agarrarnos a una certeza ética que recorra todas las épocas, sólo tenemos una moral natural de andar por casa, que viene a ser más o menos la misma que heredamos de los monos: cuidar la prole, colaborar en comunidad y defender lo que es nuestro. El Bien y el Mal, como mucho -y quizá ya es bastante, todo un logro evolutivo- residen en el milagro empático de nuestras neuronas espejo. En un puñadico de bioquímica que cabe en la yema de un dedo.

30 monedas, la serie, empieza como un huracán divertidísimo. Todo es cachondo y terrorífico a partes iguales. Marca de la casa. Luego la cosa se estanca porque era imposible mantener un ritmo tan delirante. Para compensar, Álex y Jorge nos muestran el cuerpo desnudo y palpitante de Megan Montaner en varias escenas de sexo artístico, exigido por el guion, lo que anima -al menos a este espectador- a no desistir en el empeño. Por fin, en el último episodio, esperábamos asomarnos al Averno verdadero y sólo vimos a un Antipapa saludando desde un balcón de la provincia de Segovia. Bajonazo.





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El hoyo

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El otro día, en el bar, un hostelero simpatizante de VOX me explicaba la teoría neoliberal del precio de los cafés. Decía que si los rojos queríamos a los camareros bien pagados y bien asegurados -porque ésa era la discusión, la explotación horaria y monetaria- tendríamos que pagar el cafelito a 1’70, o a 1’80 euros, para que luego el empresario, con esos céntimos de más, siempre pensando en el bienestar de sus empleados -prohombre, antes que hombre, humanitario, antes que humano, creador de empleo, antes que ávido de beneficios- pudiera subirles el salario y no tenerlos sirviendo copas de sol a sol, o de luna a luna, si ya no hablamos de cafés, sino de gin tonics y de whiskazos, en los locales donde la purria, antes del coronavirus, buscábamos el amor y el consuelo y siempre salíamos igual de solos pero más pobres. De cartera y de espíritu.

Yo le dije que de acuerdo, que dónde había firmar, si él me aseguraba que mis 30 céntimos de más irían directamente al bolsillo del estudiante, del inmigrante de la mujer que se desloma  yendo y viniendo entre las mesas. Al bolsillo de mi hijo, sin ir más lejos, que es lo que al pobre le va a tocar hacer en la vida. Lo que pasa es que todos sabemos que esto no funciona así. Se me ocurren cien argumentos. Lo sé yo, que soy un bolchevique trasnochado, pero también lo sabe mi conocido, que de tonto no tiene un pelo, aunque él defienda la utopía neoliberal porque de algún modo extraño la asimila con el franquismo sociológico, y con que los catalanes son todos unos  hijos de puta. Esa extraña mezcolanza...

La teoría de la copa que rebosa champán en la cúspide y alimenta la pirámide de copas que viven debajo es una falacia. Una metáfora fallida. Porque las copas de arriba, cuando hablamos de seres humanos que buscan el beneficio, no tienen bordes, como aseguraba el señor Smith, y por lo tanto tampoco tienen desbordes. Como los extremos del Madrid. Sólo a golpe de huelga, de revolución, de meter un poco el miedo en el cuerpo, los rojos, hemos seguido abrir agujeros en el cristal, por el que mana el precario bienestar que nos mantiene. Pero siempre así: a regañadientes, a brazo partido, perdiendo más batallas de las que ganamos.




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Fragmentos de una mujer

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Sí, lo confieso: he visto Fragmentos de una mujer porque la actriz principal era Vanessa Kirby. Con otra mujer me lo hubiera pensado dos veces, porque las críticas venían tibias, no deprimentes, no lacerantes, pero tampoco entusiastas en plan ¡la película del año!, y no se la pierdan, y cosas así. Pero es que Vanessa es mucha Vanessa, aunque tenga un nombre tan desprestigiado en nuestros arrabales, que no sé por qué, la verdad, porque es un nombre bien bonito, con reminiscencias a helado de vainilla, a tarta contesa, a lencería fina -o tal vez soy yo, que me dejo llevar- con esa doble ss tan sensual que si la pusiéramos en mayúsculas ya sería asunto terrible y para nada divertido.

Vanessa Kirby era la princesa Margarita en The Crown, y del mismo modo que Yahvé perdonó a Sodoma porque halló un hombre justo en la ciudad, el dios de los republicanos nunca incendiará Buckingham Palace porque ella, Margarita, Vanessa, cada vez que salía en pantalla parecía un sueño de hombre hecho mujer, y de sangre azul además, y una actriz de talento descomunal, capaz de mirarte con un ojo y derretirte de deseo mientras con el otro, a lágrima viva, lloraba al coronel Townsend y te rompía el alma justo al lado del corazón.

Fragmentos de una mujer empieza como empezó, qué se yo, Salvad al soldado Ryan, a sangre y fuego. No te acabas de acomodar en el sofá y ya estás inmerso en el fregado, en el drama que nunca quisieras vivir. La primera media hora es absorbente. Te corta el aliento. Tardas -al menos yo- quince minutos en reconocer a Shia LaBeouf tras la barba de hípster bostoniano. En realidad, aunque estoy escribiendo todo esto medio en broma, el asunto del parto en casa es muy serio, muy dramático. Quedas tocado para el resto de la película. El problema es precisamente ése: el resto de la película. La trama de la mujer que recoge los fragmentos. Si no fuera porque Vanessa Kirby lo llena todo, se me escaparían los bostezos y las miradas al reloj. Al final, todos los matrimonios se descomponen de un modo parecido. Nada nuevo bajo el sol, ni bajo las camas.




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Big Mouth. Temporada 1

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El otro día, en la radio, Ignatius Farray recomendaba una serie de animación que estaba viendo con su hijo. Decía que los dos se reían mucho con Big Mouth, que al parecer es la nueva cachondada que lo peta entre los adolescentes abonados a Netflix. Una serie de trazo infantil, pero de contenido adulto, que cuenta el despertar sexual de los muchachos y muchachas del instituto americano.  Y me lancé, claro, al abordaje. sin pensármelo dos veces, porque la palabra de Farray a veces es el oráculo que te guía en la selva de las series.

Farray, aprovechando la ocasión, porque él es un humorista sabio, un cachondo que filosofa, hablaba de que ya vivimos instalados en la época post-caca-culo-pedo-pis. Que ya hemos superado la transgresión escatológica que cantaron “Los Punkitos” en Las aventuras de Enrique y Ana. Ahora, en las ficciones, salvo que sean en la sobremesa de La 1, para no provocar soponcios entre las señoras mayores -que bastante tienen ya con los sustos que luego les sueltan en los magazines de la tarde- todo el mundo ha regresado a la sexualidad monda y lironda de la polla y el coño, el follar y el masturbarse, con toda la naturalidad de las cosas naturales de la vida. Se ha perdido el romanticismo, sí, pero hemos ganado en sonoridad, y en precisión terminológica.

Big Mouth es mayormente eso: caricaturas de adolescentes que se hacen su primera paja, que se dan su primer beso, que tienen su primera regla o su primera polución nocturna. La vida... El despertar a la vida, sobre todo. ¿Quién no ha pasado por esos trances aunque hayan sido en la estepa castellana, o en la costa de Galicia, tan lejos todo de Wyoming o de Kansas City? Pero superado esto, de Big Mouth tiene gracia el primer episodio, menos el segundo, y ya casi nada el tercero. Tres o cuatro pasotes después  todo es lo mismo de siempre: la taquilla, el pasillo, el loser y el winner. El amigo gay, la bruja precoz, el tonto de la clase. La chica que no quiere sentarse con los malotes en el comedor y deambula con la bandeja hasta que encuentra a otra chica solitaria... Territorio manido, bostezante, mil veces repetido. 

Además, los institutos americanos nunca se han parecido en nada a lo que nosotros vivimos. 


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Soul

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Soul ha sido mi feliz reencuentro con Pixar. Hubo un tiempo, en esta misma casa, en que cada estreno de Pixar se celebraba como una fiesta de guardar. Uno doble, en realidad, porque Retoño y yo primero íbamos al cine, a dejarnos apabullar por las imágenes, y también por el sonido Surround, o THX, que nos dejaba medio sordos, y luego, meses después, comprábamos el DVD en las rebajas, o de regalo por Navidad, y en el sofá celebrábamos el sacramento cinéfilo de la confirmación. Pero Retoño creció, y yo “maduré”, y los estrenos de Pixar empezaron a pasar de largo como trenes que no se detienen en la estación sin pasajeros.

    Pero hoy no. Hoy me he puesto en mitad de la vía y el tren no ha tenido más narices que parar. El viaje ha sido cualquier cosa menos plácido. Yo esperaba un suave traqueteo por las estepas rusas y no he parado de dar brincos en una montaña de las ídems. Soul me ha hecho reír y llorar. Un sube y baja de las emociones que me ha descuajaringado un poco la tarde. A tomar por el culo el fútbol inglés, y la música de Caetano, y el ajedrez online, y la escritura de muchas gilipolleces que tenía pendientes en los apuntes. Todo aplazable, en cualquier caso.

    Tengo que reconocer, de todos modos, que al principio me senté desconfiado porque a mí, cuando me hablan del alma, me nace la tentación irrefrenable de cambiar de película o de canal. El alma es metafísica, y la metafísica, tras la cortina, siempre esconde un cura que mercadea la salvación eterna. O a un fumeta del New Age hablando de la transmigración de los espíritus. Entre el concepto de alma y quedarme yo dormido, apenas hay un minuto de transición. Pero Soul también es pirotecnia, espectáculo, guion vertiginoso, y una vez aceptada el alma como animal de compañía, ya te dejas llevar hasta el final como un feligrés que alquila durante hora y media su credulidad. Nueva York bien vale un misa.

    La moraleja de Soul la firmaría cualquier persona razonable: hay que vivir cada minuto como si nos fuera -precisamente- la vida en ello. No sobrevivir, sino vivir, a pleno pulmón, a plena risa, a pleno polvo, si nos dejaran. Lo que pasa es que para tomar conciencia cabal de esa perogrullada, siempre hay que morirse, o estar a punto de hacerlo, como el prota de la película. Como los protas de la vida real.





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Brácula: Condemor II

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Brácula: Condemor II es una película terrorífica, vaya esto por delante. Pero no terrorífica de dar miedo, claro, sino de ser mala. Mala a conciencia, a dolor, a todo lo que da el malímetro cuando los responsables se lanzan por la autopista.  Tengo muchas dudas de que Brácula llegue a ser incluso una película. Es más bien una cachondada, una merluzada, un sketch tonto rodado para la televisión. Reducida en minutos, y ya que participa en ella Bigote Arrocet, podría haber amenizado un interludio del Un, dos, tres de mi infancia, cuando Mayra Gómez Kemp daba a paso a los humoristas casi siempre lamentables que traían la Ruperta o el apartamento en Torrevieja, Alicante, escondido en un obsequio que dejaban sobre la mesa. 


Yo, de toda aquella trupé, sólo me reía con Antonio Ozores -que el Señor tenga en su gloria- porque Ozores hacía un número de trastabille verbal que era como el farfulle de mucha gente que conocíamos en la realidad, en el barrio de León, y al final él lo remataba con un “¡No hija, no!” tan misterioso como descacharrante. Yo aún lo digo por ahí,  “¡No hija, no!”, a mis casi cincuenta palos, para rematar alguna conversación con una gracia que pretende ser la hostia de original y de vintage, pero que luego nadie entiende. Y menos que nadie, las mujeres guapas.


Y dicho todo esto, para que nadie se confunda, sobre todo los lectores que me leen, porque los lectores que yo sueño ya son harina de otro costal, Brácula es una obra maestra porque en ella sale Chiquito de la Calzada soltando todo su repertorio, y eso es justamente lo que yo esperaba de la película: que Chiquito dijera fistro, y pecador, y comoorl, y torpedo sexuar, y guarrerida apañola, y hasta luego Lucas, y que está la cosa tan mala que hay que freír los huevos con “chaliva”. Todito todo, sin dejarse nada en el tintero de Barbate. De hecho, he visto la película con un cuaderno sobre las rodillas en el que tenía anotadas todas sus averías del lenguaje, y la verdad sea dicha, no le ha faltado ni una. Y además las ha soltado disfrazado de Gary Oldman en el Drácula de Coppola, que es un homenaje que a mí me conmueve y me llega hasta la entraña.





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Falling

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En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera, van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.

Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual,  o bianual como mucho, en el que hay que vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.

El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.

De todos modos, el momento más inquietante de la película es ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario. Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica, y quizá sanguinolenta.





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