Tiempo

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La Pedanía, como lo playa de “Tiempo”, también es una singularidad en la estructura del universo. El vórtice berciano... Al final no era la manzana reineta, ni la uva Mencía: el hecho distintivo era el paso del tiempo, que aquí se acelera, se desboca, atraviesa la mañana y la tarde con una furia de años enardecidos.  Ya los romanos que vinieron a por el oro cayeron como moscas. Es un hecho muy poco conocido porque lo contaba Plinio el Viejo en un texto que luego se perdió. Los legionarios llegaban por la mañana siendo jóvenes y aguerridos, y por la noche, cuando se calentaban en las fogatas, ya eran veteranos que pensaban en la jubilación. Y luego, de madrugada, mientras dormían, morían. Al final eran los lugareños, inmunes a esta aceleración, los que sacaban el oro de la montaña y lo llevaban a la frontera del vórtice, para comerciar con él.

Cuando me vine aquí, al exilio laboral, mi madre me advirtió que El Bierzo era un lugar muy extraño envuelto en nieblas de agua y en vapores de etanol. Algo así como el planeta Dagobah... Al principio sonaba a profecía exagerada, la verdad, porque La Pedanía era un lugar tan bonito como la playa de Shyamalan, o incluso más, con su verde y sus montañas, sus viñas y sus perretes. Una aldea apartada donde yo esperaba encontrar el reposo definitivo de mis huesos. Veintidós años después, que han pasado como si fueran cuatro horas, La Pedanía es un bullidero de coches y bares, de furgonetas de reparto que atraviesan las calles echando fuego por el motor. Un asco de modernidad, de prisas, de paraíso acosado por el automóvil. El signo de los tiempos, que llegó en un abrir de ojos. A las tres de la tarde se pusieron a construir; a las cuatro, asfaltaron; a las cinco pusieron los semáforos y a las seis abrieron los bares para que se jodiera el encanto y el sosiego.

Es tal cual como en la película de Shyamalan... Esta misma mañana mi hijo era un bebé que dormía en su cunita, y ahora, a las siete de la tarde, mientras yo escribo estas líneas, ya ni siquiera vive aquí, emancipado en otra ciudad donde el tiempo sí respeta el calendario. Y no como aquí, que lo atraviesa como un relámpago, y lo masacra.




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Succession. Temporada 1

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Hace años, en Mallorca, la familia Rodríguez se coló en un club de golf para ver cómo vivían los ricos, que son esos ladrones que viven del sobreprecio de las cosas y de la plusvalía de nuestro esfuerzo. En León hay ricachones, pero no ricos de verdad, como estos indeseables que salen en “Succession”, y sentíamos curiosidad por conocerlos en su hábitat natural. Corría el rumor de que allí, hasta las ocho de la tarde, podías tomarte una caña sin ser discriminado por tu origen plebeyo. Si guardabas unas mínimas normas de urbanidad -que nosotros manejábamos con cierta soltura- podías sentarte en su terraza para disfrutar de las vistas privilegiadas de la bahía, y del verde inmaculado de los greenes. Del aire purificado que se respira donde no hay pobres pegando voces o dando por el culo.

    El rumor era cierto: aparcamos nuestro Ford Fiesta en el rincón más alejado del parking y nos adentramos en las instalaciones sin que nadie nos detuviera. Los ricos que nos topábamos iban a lo suyo, con sus palos de golf, sus polos Lacoste, sus gafas de sol, y nadie nos dijo ni media palabra ni llamó al segurata. Ya sentados, una camarera guapísima -de origen escandinavo como poco- nos atendió con exquisita cortesía sin cuestionar nuestra evidente desubicación. Nuestras ropas del Carrefour resaltaban como cardos en un campo de rosas, pero las cañas estaban cojonudas, y sólo costaban veinte céntimos más que en el bareto de la esquina  A nuestro lado, los ricos resudaban tras patearse los dieciocho hoyos del campo, pero era un sudor muy distinto al nuestro: una cosa casi floral, sin amoníaco, ecológica y natural. En la terraza del club se respiraba… dinero. Y bienestar. La mansedumbre de quien tiene las espaldas cubiertas y el futuro asegurado.

    Antes de ser expulsados del Paraíso Terrenal, pasamos dos horas deseando que aquel estatus social alquilado no terminara jamás. Rezando para que no apareciera nadie de nuestra clase social jodiendo la marrana, ahora que éramos ricos por un rato, y queríamos disfrutarlo con tranquilidad. Dos horas más allí sentados y nos hubiéramos convertido en esos cabronazos de “Succession”. Daba hasta miedo.










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Vida perfecta. Temporada 2

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Me gusta mucho “Vida perfecta”. Pero a lo mejor es que me gusta mucho Leticia Dolera, la mujer. Me gusta a rabiar. La actriz no sé, porque se prodiga poco, aunque aquí cumple con creces, y te crees a pies juntillas todas sus sonrisas, y todas sus neurosis. Leticia tiene esos ojazos que valen para todo: para llorar, para seducir, para clavarse en tu cara como puñales. Para mirarlo todo como una niña recién salida al mundo... Joder, cómo me gustan sus ojos.

Y luego está la otra Leticia, la guionista, que también su puntazo, porque si algo tiene “Vida perfecta” es la frescura de sus diálogos, tan alejados de la declamación, de la teatralidad. Otras series españolas naufragan justo en eso: en que escuchas a los personajes y te entra la risa, o la vergüenza ajena, como de Calderón de la Barca pero en el siglo XXI. Esas son las series que le gustan justo a mi madre, pero a mí no. Leticia tiene oído, tiene calle, tiene vida de bar y de cafetería. Oído de vida en pareja, de amores ideales y amores abortados. Manuel Burque aparece con ella en los títulos de crédito, pero a mí me da que esta musicalidad, estas réplicas, estos tacos tan bien puestos, vienen del mundo interior de Leticia, porque se le ve en los ojos, en sus ojazos, que es una mujer muy lista, muy aguda, al tanto de las movidas que sacuden la vida moderna: el sexo y el trabajo, Tinder y la maternidad, la jungla urbana y el desapego de la especie.

A mi amigo le gusta algo menos Leticia Dolera, aunque reconoce sus méritos incuestionables. Nunca nos pondremos de acuerdo en estos asuntos... A mí -insisto- Leticia me sulibeya mucho, tanto que ya estoy pensando, ay, que esta escritura obsesiva debe de ser amor verdadero. Leticia me gusta lo mismo arreglada que desarreglada, recién levantada que recién acostada. No necesita ponerse guapa para ser guapa, y en eso creo yo que mi corazón anda  turulato.

La serie me gusta mucho, ya digo, casi tanto como Leticia, pero tampoco se me escapa que su mensaje es que ningún hombre merece la pena salvo que sea un discapacitado intelectual. No sé: a lo peor es verdad, y me estaba cabreando a lo tonto.





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Larry David. Temporada 10

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(Este texto fue escrito el 20 de marzo de 2020, día VI del Confinamiento)

Larry David, nuestro Larry, sigue desenvolviéndose con aire juvenil. Le queda comedia para rato, y yo doy gracias a los dioses. Larry, en su serie, come ensaladas y macedonias en los restaurantes de Hollywood; pasta sin salsas, y carne a la plancha, dando ejemplo. Se cuida. Está fino. Se ha convertido en un madurito la mar de interesante, capaz de ligar con mujeres a las que saca treinta años o más.  Larry también está en plena forma para el chiste, para la ocurrencia, para la maldad. Tiene palique para rato. Aún cumple en la cama como un caballero y no le hace ascos a las prácticas más placenteras. Y está podrido a millones, claro, los que ganó escribiendo y produciendo “Seinfeld”.

Pero la Wikipedia nos canta que Larry ya tiene 72 años, casi 73, y me invade la tristeza al pensar que esta décima temporada de su show -que no baja el ritmo, que no defrauda jamás, que sigue siendo la comedia más vitriólica de los últimos años junto con “Veep” - podría ser, ay, la última de sus aventuras autoparódicas.

    Ya digo que a nuestro amigo Larry se le ve igual de ágil, lustroso, perspicaz y puñetero.  E incluso más, ahora que al humor del diablo le suma el humor de la vejez. Pero me temo, ay, que dentro de nada se va a paralizar Hollywood por culpa del virus de los cojones -no de los cojones, quiero decir, sino de las vías respiratorias-, y que para cuando se reactive la maquinaria, y Larry se ponga con la undécima temporada, y venga a hacer escarnio de estos tiempos tan histéricos (que nos van a dar muchos argumentos para recordar lo estúpidos que somos),  a lo mejor ya no está entre nosotros, o le dicen los del seguro que ya basta, que hasta aquí hemos llegado. Como hicieron con Billy Wilder, en su tiempo, que también era otro cascarrabias al que obligaron a parar cuando aún tenía cien argumentos guardados en el cajón, para hacernos reír y pensar al mismo tiempo. Billy, un pre-Larry. O Larry, un post-Billy.

(25 de noviembre de 2021: ¡Larry ha vuelto! Ya anda por ahí la 11ª temporada. Alabados sean los dioses).







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A propósito de Llewyn Davis

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El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio, fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho, desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar, me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...

Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en “A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie supiera responderme. Así vivo.

A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.



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Spectre

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En realidad me importan una mierda las películas de James Bond. Para mí, James Bond es Roger Moore a ritmo de Duran Duran, Roger Moore contra Tiburón, Roger Moore ligándose a Octopussy y a otras damiselas de la escena internaiconal. (Octopussy, por cierto, aunque pudiera parecerlo por el nombre, no era una mujer con ocho vaginas que devoraban a los hombres, sino una mujer muy bella que solo tenía una vagina, como todas las demás, salvo la Virgen María, aunque eso sí: ardiente y seductora como ninguna).

Para mí James Bond es el Cine Pasaje, la infancia, la tontería de las pistolas de juguete. Yo veía sus películas en la pantalla gigantesca del cine, rodeado de amigos, a los que invitaba porque aquello era mi casa, mi feudo, como un millonario de las películas, pero solo de las películas. Cuando se estrenaba “la de James Bond”, yo dejaba de ser el repelente de los sobresalientes y el exaltado de los partidillos para ser Álvaro Rodríguez de nuevo, my best friend de toda la vida, que por cierto, no sé si puede venir también Fulano Pérez, el de 5ºA, qué tal te llevas con él... Fueron buenos tiempos. Los mejores.

Se fue Roger Moore, llegó Timothy Dalton, y para mí se acabó el mito del doble cero y de las tías en semibolas. Las películas de James Bond han ido cayendo una detrás de otra, no lo voy a negar, pero siempre a destiempo, a desgana, más como un homenaje a mi infancia que como una necesidad de la cinefilia. Son todas iguales. Con Daniel Craig nos prometieron hombres frágiles y amores verdaderos, pero James sigue siendo tan duro como una piedra, y tan follarín como toda la vida. Una excitación, sí, pero un muermo para el espectador.

Mientras vería “Spectre” no dejaba de pensar en una película que no tiene nada que ver con James Bond. Es “El protegido”, la de Shyamalan, porque en ella se explicaba que si uno se lleva todas las hostias y sobrevive, hay alguien que se lleva todas las hostias y se fractura. Es el equilibrio universal. Del mismo modo -pensaba yo-, para que alguien viva tantas aventuras como James Bond y folle tanto como él, tiene que haber otro hombre que vea sus películas los viernes por la noche, en el sofá, sin nada mejor que hacer.




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El hombre tranquilo

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En el recibidor de mi casa -donde casi nunca recibo a nadie- tengo colgado este póster evocador de El hombre tranquilo. Está puesto ahí para topármelo cada mañana mientras me pongo el abrigo o el chubasquero, o la visera contra el calor. Un lugar estratégico. Una vez pensé: me servirá de filtro para las innúmeras mujeres que pasen por aquí. La que se pare ante el grabado y tiemble de la emoción será la Mujer Elegida. Pero ya digo que es un recibidor con pocos receptores, muy particular, como el patio de mi casa, que tampoco tengo.

"El hombre tranquilo" es mucho más que la película de mi vida: es el sueño de mi vida. Es el paisaje verde, la pelirroja ardiente, la lejanía de los coches... El retiro a la vez sexual, monacal y agropecuario. Y lo sueña alguien, ojo, que jamás ha viajado a Irlanda, ni sabría cultivar un tomate o una lechuga. Que una vez conoció a una mujer de la estirpe de Maureen O’Hara y resultó ser, por los adentros, de la estirpe de Belcebú. O sea: nada. Por eso el cartel es un sueño: porque es un imposible vital, una oportunidad perdida, pero también una sonrisa cada mañana.

Hoy, mientras me colocaba el tabardo y Eddie -él sí- se trabajaba mi pierna ansioso por salir, en la radio matinal, por el pinganillo, publicitaron un viaje a Irlanda justo cuando yo fijaba la mirada en Sean Thornton y Mary Kate Danaher. Y pensé: un hombre aventurero, valiente, cansado realmente de su monotonía, no se lo hubiera pensado dos veces porque hay coincidencias que marcan un destino y lo hacen irreversible. Ese hombre  hubiera llamado al colegio para decir que no, que se acabó, que se iba a Irlanda ya mismo, vía Madrid o Barcelona, a probar suerte en Innisfree. Y a tomar por el culo todo, y todos. Y que cómo se hace, por favor, para pedir una excedencia voluntaria y dejar de cobrar la nómina fija y el sexenio adelgazado.

Pero este otro tipo, el Alvaro verdadero que yo soy, simplemente sonrió, se encogió de hombros y salió a la calle preguntándose cómo era posible que hoy fuera lunes si ayer mismo era viernes, sin sábado ni domingo que recordar.




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Plumas de caballo

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El otro día vino el amigo de hacer el Camino de Santiago, el Primitivo, por los bosques caducifolios, y me contó que en el albergue de Hansel y Gretel había coincidido con un grupo de treintañeras -guapísimas, estudiadísimas, procedentes de Madrid- que entablaron con él animada conversación. Mi amigo es de los que da confianza a las mujeres porque no se le enciende el rubor, ni tartamudea como un bobo. Se nota que está fuera del radar, fuera del mercado, y eso tranquiliza mucho y aposenta las miradas. También es verdad que él tiene más de 60 años, y que las guerras Clon, en su memoria, en las cicatrices de su cuerpo, ya son un recuerdo del abuelo cebolleta.

En un momento de la conversación, para meter risas y cuchipanda, él citó a Groucho Marx como quien cita a un conocido de toda la vida. Y ante su asombro de tipo leído y cinéfilo, ellas, las muchachas, le preguntaron que quién era Groucho Marx. Ya digo que eran estudiadas, y de Madrid, para nada extraterrestres o desnortadas. Pero no conocían de nada al tal Groucho. Ni les sonaba el nombre... El otro Marx sí, el comunista, dijeron, pero este, el humorista, que a lo mejor era familia de don Carlos, ni pajolera. Mi amigo les explicó, ellas asintieron, pero el abismo generacional se hizo tan grande que la conversación, aunque inocente y sin peligro, fue decayendo hasta que llegó el bostezo y la hora de dormir.

Mi amigo me lo contaba y yo no daba crédito a sus palabras. Para mí, como para él, los hermanos Marx son unos vecinos de toda la vida, ruidosos y cabestros. Unos primos gamberros que te tocan en suerte hasta el día que te mueres, liándolas pardas en las bodas, en las comuniones, en los partidillos de solteros contra casados. Salen en todas las fotos.La lían, incluso, en los funerales, porque no conocen el límite ni la vergüenza, tan odiosos como adorables. Hacen pedorretas en misa, o cambian as flores de sitio, o leen panegíricos absurdos sobre la figura del finado. Mientras les riñes te partes el culo... Los Marx son de la familia, jolín. Y esas muchachas -rectifico- de otro mundo..





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