Tres anuncios en las afueras

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En los 23 años que llevo en La Pedanía nunca se ha producido un crimen tan tremebundo como este de la película. La gente de aquí es muy particular, más bien tirando a lo cejijunto y a lo cerril, pero no produce psicópatas asesinos ni violadores de chavalas. Que uno sepa... Y los peregrinos, cuando pasan, en los cinco minutos que tardan en atravesar la calle principal, nunca cometen una barrabasada que luego tenga que investigar el cuerpo de policía. A veces, entre los oriundos, se producen insultos, peleas, discusiones sobre lindes... Acaloramientos de bar cuando juegan el Barça y el Madrid e interviene el videoarbitraje. Pero nada que desemboque en un guion truculento al estilo de Jolivú.

Pero si un día ocurriera algo grave -Dios no lo quiera- tenemos anuncios en las afueras para dar y tomar. Si en Ebbing, Missouri, Mildred Hayes solo tenía tres paneles disponibles para denunciar la parálisis policial, aquí, en La Pedanía, Castilla y León, habría tenido decenas de ellos para expresar su contrariedad. En eso, la verdad, vamos sobrados de material, porque para llegar hasta aquí hay que atravesar un polígono industrial en el que se venden coches y sofás de todos los colores, y cada negocio cuenta con su anuncio particular, enorme, bien visible para cualquiera que pase conduciendo o jugándose el pellejo en la bicicleta.

Hay un cartel, en concreto, que convoca todas nuestars miradas. Las masculinas por el deseo y las femeninas por la envidia. Ese jamás se lo dejaríamos a Mildred Hayes para que dejara patente su cabreo. Entenderíamos su dolor, pero le ofreceríamos otros carteles para desfogarse. Y si insistiera en ese, incluso pagando el doble de lo establecido en el contratro, convocaríamos un pleno vecinal para votar a mano alzada y evitar que nos dejara sin el recreo de la vista. El cartel del que yo hablo anuncia una tienda de sofás situada en la carretera de Galicia: en él sale una zagala esbelta y rubísima que lejos de atraer la mirada sobre el producto, la secuestra sobre su presencia, produciendo algo así como un efecto antipublicitario. 



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Vortex

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La soledad está muy de moda en los círculos urbanos y en los pueblos de la montaña. Según los últimos estudios, las camas estrechas ya se venden más que las camas matrimoniales. Pero yo creo que la soledad está muy sobrevalorada. Basta un dolor de muelas en la madrugada o una depresión inconsolable para comprender que la soledad es mal negocio cuando las fuerzas empiezan a fallar. Tampoco es cuestión de emparejarse para que alguien nos limpie el culete o nos sujete el tacataca. Buscar a tu enfermera de noche, como cantaban los de "La Mode" en la movida madrileña. Pero yo soy un nostálgico de la pareja, quizá un romántico trasnochado, y el saldo final de beneficios y pérdidas me sigue pareciendo que compensa.

Hace años, una pitonisa de ojos turbios y uñas mordidas por la ansiedad me dijo que los dos íbamos a morir solos. En su bola de cristal ambos flotábamos como islas, ajados y canosos. Reconozco que me asustó de veras, y que no hay día que no recuerde aquella mirada convencida de su verdad. Sin embargo, todavía creo que hay tiempo para la esperanza.

De todos modos, la vejez acompañada puede ser otra forma de soledad si la otra persona -como sucede en “Vortex”- está demenciada y apenas te reconoce. O si es incapaz de ayudarte cuando te da un infarto fulminante en el pasillo. Es un pensamiento terrible que recorre toda la película como un escalofrío. Lástima que la película sea tan aburrida y petulante. “Vortex” es el último “experimento fílmico” de Gaspar Noé, un tipo que a veces acierta con los inventos y a veces rueda cosas del profesor Bacterio.  “Vortex” es una película fallida, con muchas ganas de epatar y de hacerse la original. Funciona durante un rato, pero luego, si tienes el alma insensible como yo, te pones a bostezar y a pasar escenas con el mando a distancia. Los dos ancianos deambulan, se enredan, juegan con sus cachivaches... No es, desde luego, el “Amor” de Haneke. Donde otros han visto el retrato hondísimo y perturbador, yo solo he visto a unos vecinos enredando gracias a que nos separa una pared de metacrilato, y no de ladrillo. 




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Jojo Rabbit

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Hay que tener muchos huevos para hacer una película como "Jojo Rabbit" en los tiempos que corren. Y luego tener mucho talento para resolverla sin pisar demasiados callos, sólo los consabidos, los que crecen en los pies de los hipersensibles sin remedio. Hay que arriesgar mucho, de narices, para cerrar la película con los dos chavales bailando “Heroes”, la canción de David Bowie, que se compuso 32 años después de que Hitler asesinara a Blondie en el búnker de Berlín.

Un pasote, desde luego, soltar este anacronismo que podría haber quedado ridículo, metedúrico de pata, pero que sólo dura un segundo en la perplejidad del espectador. Al principio no sabes cómo reaccionar, pero luego, recompuesto de la sorpresa, ya no puedes evitar la sonrisa, ni la lágrima de emoción, porque mira que es bonita la canción, y mira que viene a cuento su letra, que trata de dos seres desangelados que necesitan creerse eso mismo: héroes, reyes por un día de su ciudad hecha pedazos. De sus vidas colgadas de una interrogación.

 Hay que medir mucho el chiste, la caricatura, para que Adolf Hitler haga de amigo imaginario del pobre Jojo y su presencia no provoque la náusea ni la indignación. En otros tiempos, Taika Waititi -que es el artífice de estos saltos al vacío- podría haber ido incluso más lejos: se nota que en algunos momentos de la película se contiene, que el cuerpo le pide más marcha… Pero son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y también para el sentido del humor. Taika Waititi podría haber sido el séptimo Monty Python si hubiera nacido en otro tiempo, y en otro lugar. Ahora los Monty Python posiblemente no podrían ni existir.

Internet, que parecía el logro definitivo, el universo expandido del humor sin limitaciones se volvió en nuestra contra. Dio altavoz a los listos, pero también a los tontos, que son más propensos a expresarse.



   

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Breve encuentro

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El personaje de Laura pronuncia un pensamiento terrible después de llamar a casa para decir que llegará tarde, que se ha enredado con una amiga, cuando en realidad está consumando un adulterio no consumado con el médico Alec, el hombre de quien está enamorada hasta las trancas pero a quien nunca llegará a ofrecer su cuerpo por aquello del temor de Dios y del prurito moral.

-  Es tan fácil mentir cuando sabes que confían en ti... Tan fácil y tan degradante...

Tras colgar el teléfono le invade una vergüenza de sí misma que casi la derriba. Después de todo, su marido es un hombre atento y jovial que no se merece esta traición del corazón; este enamoramiento que nació de una mota de polvo y se convirtió en una montaña que ya le pesa sobre los hombros. Porque el adulterio, además de un doble esfuerzo sexual -cuando se produce-, también exige un redoble neuronal que es la mentira sostenida. Y no todo el mundo está preparado para eso. Para jugar con dos barajas hay que saber mentir bien y no dejar que la moral introduzca balbuceos en el discurso, o dudas en el obrar. 

Mentir -como se dice Laura a sí misma- no es tan fácil. Puedes engañar una vez a los crédulos, a los que confían en ti; pero varias veces, si no llevas el engaño en la sangre, es imposible. Y Laura, aunque lo intenta, no puede. Ella no es así. Ni siquiera el amor que siente por Alec será capaz de transformarla en un diablillo que por las noches se acuesta con su marido y por las mañanas se encama con su amante. Hay que valer para eso. Y ducharse mucho, y con fruición. Hay que tener mucha coraza, o mucha cara. O estar perdidamente enamorada, irremediablemente enamorada, y quizá el amor de Laura por Alec, a pesar de la poesía y de los suspiros, no alcanza tales arrebatos.

La moraleja, supongo, es que a veces el adulterio no se produce por falta de deseo, sino por falta de capacidad. Muchos que presumen de monógamos incorruptibles en realidad es que no sabrían mantener dos vidas paralelas. Hacer de una incapacidad una virtud es un viejo truco de los moralistas.





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La prima Angélica

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La ciudad de mis recuerdos infantiles no es Segovia, sino León, aunque se parezcan mucho en lo reseco de sus alfoces. Además, cuando voy de visita, y me asaltan los recuerdos por la calle, o por los rincones de la casa, yo hago nostalgias de un tiempo mucho más cercano, los años 70 y primeros de los 80, no aquellos años de la Guerra Civil en los que Luis se enamoraba de su prima Angélica a escondidas de la familia y de los curas.

Pero la película me vale. Me la creo. También ayuda mucho que José Luis López Vázquez te valga igual para hacer de niño enamorado que de hombre maduro; de pionero transexual que de señor Quintanilla siempre a su servicio. Cada vez que le veo me acuerdo de lo que dijo George Cukor sobre él: que si hubiera nacido en Wisconsin habría ganado cuatros Oscar en Hollywood e incluso más.

Lo que le pasa a su personaje cuando regresa a Segovia es lo mismo que me pasa a mí cuando voy a León. Que vuelvo a ser niño, y revivo todo lo que viví con mi cuerpo de hombre, o de hombretón, ya pasada con mucho la mitad de la biografía. Es esa misma experiencia de ver fantasmas por las esquinas, escenas revividas, y filmaciones tridimensionales, que se proyectan por aquí y por allá como en un festival de cine callejero en el que tu infancia fuese la temática principal. Un revival, o una retrospectiva, que la ciudad te dedica a modo de homenaje.

Yo no tuve una prima llamada Angélica, pero sí otros amores de barrio, huidizos y avergonzados, bajo el escrutinio de los crucifijos omnipresentes. El posfranquismo que yo viví era, en esencia, el mismo franquismo inaugural: curas dando po’l culo en todos los sentidos y militares guardando las esencias de la patria. Mucha represión, mucha culpa, mucha mandanga. Y mucho sufrimiento en los niños enamorados. Y yo también fui un niño enamorado. 


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Un novio para mi mujer

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A veces tienes que dejar a una persona -o hacer todo lo posible para que ella te deje a ti- para comprender que en el fondo no puedes vivir sin ella. Es una situación terrible, primero porque quedas como un gilipollas, y segundo porque a veces ya no hay camino de retorno.

En esos casos, el alivio que sobreviene tiene una duración variable. Puede durar un día, un fin de semana, un mes de libertades. La soledad reconquistada promete montes llenos de orégano. Imaginas días enteros a gusto contigo mismo, sin discutir, o aventuras eróticas que ofrecen sexo sin tener que pagar un peaje espiritual. Una carnalidad deshumanizada -objetual, que dirían los filósofos- pero muy tranquila y beneficiosa para los nervios. Nueve de cada diez terapeutas recomendarían sexo sin futuro y pleno de carcajadas. Si eres capaz de encontrarlo, claro, que está la cosa muy jodida... La vida sin tu pareja puede parecer el Paraíso Terrenal, la Tierra Prometida, pero no lo es si de verdad estabas enamorado y comprendes que has metido la pata hasta el corvejón.

Es lo que le pasa a Diego Martín en “Un novio para mi mujer”, que es exactamente lo mismo que le pasaba a Adrián Suar en la película argentina del mismo nombre, de la que han hecho este remake que  apenas aporta nada: solo la presencia de Belén Cuesta, que nos gratifica, y la calvorota de Joaquín Reyes, que nos deja pensativos sobre los estragos de la edad. 

Sucede que Diego se precipita, se ofusca, ya no ve otra solución que la ruptura definitiva. Lucía se le ha vuelto insoportable, pesadísima, como un café malo que te jode la digestión desde el desayuno. Su pequeña locura ya no es graciosa, ya no estimula, ya no es la fuente de sorpresas inspiradoras. Su locura se ha vuelto una jodienda continua de manías y reveses, gritos y contradicciones. Lo bueno ya no compensa lo malo, y Diego ha decidido dejar de sufrir. 

Lo tiene muy claro, pero apenas tardará unos días en comprender que su sufrimiento no era tal, sino el precio que había que pagar por estar junto a ella. Nobody is perfect, y conviene recordarlo.




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Desenfocado

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A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida -la sexual, digo- si en vez de pertenecer a la masa de los anónimos, de los nacidos a este lado del televisor, hubiera sido un hombre famoso y seductor: un actor, un futbolista, un presentador de chorradas en Tele 5. Un choni que hace petting en la penumbra bajo la atenta mirada del Gran Hermano. Un concursante al que expulsan el primer día del Nosequé y luego pasean por los platós de la cadena. 

Una gloria nacional, quiero decir. Un guapete del star system como Bob Crane en “Desenfocado”, que mientras trabajaba en la radio vivió un matrimonio ejemplar  de tres hijos, casa de ensueño y mujer que le adoraba; pero que en cuanto protagonizó una serie de televisión empezó a caer en cada tentación andante que le sonreía, lo mismo una rubia que una morena, una impechada que una pechugona.

Es fácil decir que uno cree en la monogamia -o al menos en la monogamia sucesiva- cuando nadie te pone a prueba de verdad. Cuando la vida transcurre sobre una aburrida carretera que no tiene áreas de descanso ni desvíos secundarios. El amor verdadero, para serlo, tiene que vencer esas tentaciones apartándolas con ambas manos, como un explorador que se abre paso por la selva. Si no hay esfuerzo no hay vanagloria. No hay nada de qué presumir -la fidelidad, la integridad, todo ese rollo- si el diablillo no te señala las tentaciones y tú haces como que no lo oyes, como que es un ser malvado e imaginario. Los héroes del amor, como los héroes de acción, tienen que superar varias pruebas para merecer la distinción.

Lo que le pasó a Bob Crane fue, simplemente, que subió un escalón en la pirámide social. Que se hizo reconocible y empezó a frecuentar los hoteles y la noche. Y subido a ese escalón pudo contemplar lo que antes el muro le ocultaba: un jardín de las delicias donde el diablo ya no da abasto con el tridente que señala y ofrece. Una perdición y una lujuria. Todo muy humano, demasiado humano, como dijo el bigotón.







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Es peligroso casarse a los 60

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Ahora es más peligroso que antes casarse a los 60. En la película, por exigencias del guion, Paco Martínez Soria todavía fornica como un mulo, pero lo más normal por aquella época, cuando llegabas a la edad, es que el pene se rindiera a las leyes de la gravedad y el sexo durara apenas un suspiro o ni siquiera llegara a comenzar. Ahora, sin embargo, gracias a la viagra y a los cambios en la alimentación, los hombres de sesenta años fornican tanto como los mozos de treinta y tantos, y eso, para los corazones desgastados, es un ejercicio matador que llena las plantas de cardiología en los hospitales.

Si nuestros padres se casaron casi todos en la veintena, ahora, lo normal, es casarse a los cuarenta por aquello de la crisis económica y de los precios inmobiliarios. También es verdad que hay mucha vagancia, mucho acomodo, mucha tolerancia de los padres sobre la duración infinita de las nidadas. Pero de aquí a un par de generaciones, como siga subiendo el precio del gas y el precio de los alquileres, lo normal va a ser casarse como Paco Martínez Soria en la película, con la boina y la cachava camino de la partida de dominó. 

De hecho, la gente ya no se casará: acostumbrados a vivir cuarenta años de noviazgo intermitente, solo en fines de semana y en periodos de vacaciones, los novios y las novias habrán perdido la tradición de la convivencia, abanderados todos de la libertad individual y del tiempo sagrado con uno mismo. Casarse será tan raro como meterse en un convento.

Por lo demás, la película, aun siendo una cagarruta, tiene un alto valor documental. Sirve para medir el trecho que hemos avanzado; o que creíamos haber avanzado, antes del surgimiento de VOX. Don Mariano, por este orden, y por el bien de la comedia, le mete mano a una enfermera, niega el derecho de conducir a las mujeres y habla de los negros como maldiciones andantes que le joden el negocio. Don Mariano es pesetero, lúbrico, faltón, fachoso... Y aun así, es el protagonista simpático de la película.






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