Pájaros

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Antiguamente estas películas se llamaban “vehículos de lucimiento”. Ahora no sé. Seguramente será algún nombre en inglés: “stars meeting”, o “lighting vehicle”. Pero vamos, es lo mismo: juntas a un par de actores de moda y les metes en una trama improvisada para que luzcan en pantalla, recauden en taquilla y luego se paseen por algún festival a ponerse ciegos de marisco. 

En los últimos días he topado con varios “vehículos de lucimiento” en mi ordenador. Voy a tener que abrir una carpeta con ese nombre para ordenar el tráfico. Ayer fueron Matt Damon y Cassey Affleck en “Los instigadores”, que vaya puta mierda de película. Mañana, o tal vez el jueves, porque hay Champions en la tele, serán George Clooney y Brad Pitt luciendo palmito en “Wolfs”. La veré, sin duda, pero siendo heterosexual estricto -una minoría antropológica en vías de extinción- a "Wolfs" no le encuentro mayor gracia que asistir al homenaje del señor Lobo, aquel resuelve-asuntos de “Pulp Fiction”.

La otra noche, porque había fútbol de la Selección y Broncano empezaba a las tantas de la noche, me puse a ver, un poco a la defensiva, “Pájaros”, que es el “duelo interpretativo” -también se llamaban así- de dos actores que no son precisamente George Clooney ni Brad Pitt, pero que también resuelven lo suyo cuando salen en pantalla. Ahora mismo, como decía mi abuela, Javier Gutiérrez y Luis Zahera son el perejil de todas las salsas. No hay película española que no cuente con alguno de los dos, así que era lógico que al final sus trayectorias terminarán cruzándose como estrellas en el cielo. O como pájaros que emigran. 

“Pájaros” no está mal, pero tampoco está bien. Es una road movie que atraviesa Europa de Valencia a Costanza. Casi de Algeciras a Estambul. Y no todo es road: también hay barcos por el Danubio. El objetivo de las “road movies” es que los personajes cambien con el viaje; que descubran algo muy importante sobre sí mismos. Que regresen cambiados al hogar o se instalen en un nuevo futuro prometedor. Nunca me lo creo. Nadie cambia. O sí, pero sólo unos minutos. No sé... Este verano yo mismo me pegué una panzada de kilómetros por Irlanda y sigo siendo el mismo de siempre. 




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Los instigadores

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La alineación inicial de "Los instigadores" era para frotarse las manos: sale Matt Damon (ahora anunciante de criptomonedas), y Casey Affleck (tardé diez minutos en recordar su nombre), y Toby Jones (a éste nunca le olvido), y Ving Rhames (el inolvidable Marsellus al que casi borraron el cero), y Michael Stuhlbarg (también tardé diez minutos en recordar su nombre), y Alfred Molina (don Alfredo es de la familia), y Ron Perlman (que ya no habla occitano en sus películas) y finalmente, para darle un toque exótico y femenino a la acción, una actriz chino-americana a la que he visto un millón de veces pero a la que no logro ubicar en ninguna película concreta. 

(Y de director de orquesta, Doug Liman, antaño guionista luminoso de la saga de Jason Bourne contra los malvados, pero que desde que dirigió aquella película de Tom Cruise resucitando cien veces había desaparecido por completo de mi radar). 

La alineación, ya digo, prometía gran juego y casi garantizaba el resultado. Pero el cine, ay, es un poco como la tragedia cíclica del Madrid. No basta con juntar a un grupo de galácticos para que la cosa funcione. Muchas veces la suma de las partes es inferior a lo que cada parte aporta por separado. No se produce ningún fenómeno emergente. No brota nada artístico de la unión. “Los instigadores” es más bien una desemergencia. Una resta y un despropósito. 

A Florentino Pérez ya le pasó una vez y está a punto de repetir la cagada. El hombre -incluso el empresario de éxito- es el único animal de bellota que tropieza dos veces con la misma piedra. Jugando juntos, Ronaldo, Figo, Zidane y Beckham apenas dejaron una liga miserable en las vitrinas (quizá fueron dos, pero da igual una mierda que un par). Mbappé y esta troupe de brasileños están a punto de marcarse un “Los instigadores” en toda regla: buen rollo y tal, pero al final juegos de artificio. Glucosa sin proteínas. Nada que alimente el palmarés. Ratos divertidos y luego marasmo general. Cabreo en las gradas con muy pocas jugadas que aplaudir. Trucos de guion un poco vergonzosos. Gominolas y no chuletón. 

Tras la proyección, en mi salón, se oyeron algunos pitos en la grada.




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Ripley

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Hace unos meses, al poco de estrenarse “Ripley”, arribó el barco pirata a La Pedanía con un cofre que contenía sus episodios. Pero yo entonces estaba empachado de ficciones y me preguntaba, además, qué sentido tenía otra versión de Tom Ripley en las pantallas. Para los cinéfilos de mi generación ya existía un Tom Ripley canónico, insustituible, que fue aquel Matt Damon con cara de no haber roto nunca un plato. Como mucho algún himen, y puede que un par de culos alegres. Así que desdeñé el género y me decanté por otras ficciones que no dejaron más huella que estos escritos tontos que fosilizan al instante.

Pero uno escucha los podcasts, y lee las revistas, y capta las confidencias, y “Ripley”, incluso después del verano que todo lo derrite, seguía muy vivo en las conversaciones. El otro día regresó el barco pirata y ya no tuve dudas de descargar su mercancía. Me picaba la curiosidad. Los fotogramas en blanco y negro de Andrew Scott prometían una maldad nueva y reconcentrada. Ese actor tiene algo muy torvo en la mirada... Ya nunca podremos leer un relato de Sherlock Holmes sin imaginarnos a otro Moriarty que no sea él. 

Tom Ripley, en origen, era un tipo indescifrable y muy distinto: joven, con sex-appeal, capaz de hacer dudar a los hombres y de torcer voluntades en las mujeres. Andrew Scott, en cambio, ha perdido pelo y ya no le quedan muchos años para entrar en la aplicación de Ourtime. Estaba claro que su Ripley iba a ser muy diferente del concebido por Patricia Highsmith: uno al que se le venir de lejos y ni aun así puedes esquivarlo. También hay malvados así, magnéticos por pura maldad, irresistibles porque te puede la curiosidad y desmantelas las defensas. 

Ahora que he terminado de ver “Ripley” ya puedo afirmar que es la serie del año. La temporada final de “Succession” ya tiene sucesora. Eso sí: en “Ripley” siempre pierden los millonarios. Tom Ripley se los va cargando por el camino. Es otro método para ascender en la escala social, aunque no para redistribuir la riqueza: apropiarse de sus identidades. Suplantarlos como vainas extraterrestres que duermen bajo sus camas. No sé qué hubiera pensado el camarada Lenin de todo esto. 




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La batalla del domingo

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Cuando se estrenó “La batalla del domingo”, en 1963, solo faltaba una temporada para que Alfredo Di Stéfano abandonara las filas del Real Madrid y se despidiera del viejo Bernabéu -ahora el Taylor Swift Arena- como hace al final de la película.

Supongo que la marcha de don Alfredo ya era un runrún que recorría la prensa deportiva, pero también la prensa muy seria del Movimiento, siempre pendiente de "La Saeta". Porque Di Stéfano -jamás sabremos si a su pesar o si encantado de la vida- era una de las cuatro patas que sostenían la credibilidad del régimen junto a las hostias de la Guardia Civil, los milagros de Jesucristo y la construcción compulsiva de pantanos. 

Las copas de Europa del Real Madrid no las consiguió Franco satisfaciendo sexualmente a los dirigentes de la UEFA -como aseguran maliciosamente en la prensa catalana- pero sí le vinieron de puta madre para que en el extranjero se nos conociera por algo más que torturar a los toros y a los rojos. 

Un año después del estreno, en el verano de 1964, don Alfredo discutió con Bernabéu por una cuestión de dineros  y se fue a jugar al RCD Español. Dos años después, ya con cuarenta años de los entonces, que son casi como los sesenta de ahora, con barrigón y varias distrofias musculares, Di Stéfano se retiró de los campos de juego para sentarse en los banquillos y seguir demostrando allí su carácter hosco, atravesado, muy poco dado a la simpatía espontánea, aunque en la película se esfuerce mucho en sonreír por el bien de la taquilla.

La película es -con perdón- una mierda pinchada en un palo. No sirve ni como documento de la época, más allá del repaso muy madridista a las imágenes del NODO. En “La batalla del domingo” se cuenta que el Madrid perdía a veces contra rivales de tronío, pero la verdad es que sólo ves los goles marcados por nuestros muchachos. Es lo mismo que sucede ahora mismo en Real Madrid TV, esa emisora de Corea del Norte donde sólo se ven los triunfos de nuestro ejército. En una derrota por 6-1 sólo veras nuestro gol repetido quinientas veces. Entonces era la propaganda; ahora es la ley del mercado.





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Corazones en tinieblas

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Cualquier cinéfilo de pacotilla conoce la frase: “Apocalypse Now” no es una película sobre Vietnam: es Vietnam. Lo que pasa es que ahora mismo -porque yo ni siquiera llego a esa categoría de pacotillero- no recuerdo si fue el mismo Coppola quien la pronunció, interrogado sobre la demencia colectiva que se adueñó de aquel rodaje en Filipinas. 

Me pega más que lo hubiera dicho su mujer, Eleanor, la documentalista que mientras su marido filmaba la locura, registraba la locura de su marido. Con ese material rodado por Eleanor Coppola en los parones para el bocadillo y en las largas semanas que había que esperar entre desgracia y desgracia, se construyó este making off apabullante, muy didáctico para los que pensamos que “Apocalypse Now” es la mejor película bélica-antibélica de la historia. Un making-off que se ha convertido por méritos propios en una película sobre la película, con ficha independiente en las páginas más consultadas de la cinefilia. Las de pacotilla y las de verdad. 

“Corazones en tinieblas” es, además, un título cojonudo, porque en aquel rodaje imposible a todo el mundo se le enturbió de algún modo el corazón. Coppola, por ejemplo, descubrió el reverso tenebroso de la Fuerza y casi se convierte en un megalómano chalado con actitudes de Julio César. Eleanor, la pobre, mientras documentaba el infierno, tuvo que tragar con los volquetes de putas y con la vida vuelta del revés tan lejos de su rancho de California. Marlon Brando compareció en el rodaje más gordo y más loco que nunca, imponiendo sus caprichos y cobrando una millonada indecente por cada minuto en la pantalla. Martin Sheen se dejó de corazones metafóricos y se dejó media vida con un infarto de verdad, aunque a los quince días volviera tan campante y se marcara el papel por el que siempre será recordado.

(Mientras tanto, entre nubes muy densas de marihuana, Dennis Hopper les miraba a todos sin saber si estaba trabajando en una película o durmiendo la mona en Malibú).

Y en el medio de todo, curioseando, haciendo pellas, una pequeñaja llamada Sofía que ahora mismo rueda mejores películas que su padre...




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Un tranvía llamado Deseo

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En la primera escena de la película, Blance DuBois coge, literalmente, un tranvía que se llama “Deseo”, y yo, después de tantos años de cinefilia, por fin entiendo el juego de palabras, la metáfora tranviaria que daba título a este clásico de los años 50. El otro descubrimiento insólito es que “Un tranvía llamado Deseo” es una película muy turbia, muy sucia, no con sexo epidérmico porque aún se rodó bajo la dictadura del código Hays, pero sí un sexo tropical muy sobreentendido y resudado.

Pero ya que hablamos de sexo, no empecemos a comernos las pollas todavía, como diría el señor Lobo. Los clásicos del cine son de obligado visionado, pero no de obligada celebración. “Un tranvía llamado deseo” no sería lo que es si Marlon Brando no compareciera con camiseta imperio y cara de mala hostia. Corría el año 1951 y aquello tuvo que ser una bomba erótica que volvió turulatas a las señoras y muy verracos a los homosexuales. Sin Marlon Brando, la función no es más que una cosa boba, afectada, teatral en el peor sentido de la palabra, donde se lleva la palma una actriz bipolar -Vivien Leigh- interpretando a una mujer bipolar. No vio un Oscar tan peculiar hasta que Marlee Matlin ganó su premio en 1986 por interpretar a una mujer sorda... siendo sorda. 

El tranvía llamado “Deseo” termina su recorrido en el barrio más prostibulario de Nueva Orleans, donde vive la hermana de Blanche, Stella, que es una pija aspiracional que terminó con un maltratador que alterna los bofetones del revés con los pollazos de machomán. Como corre el año 1951 no hay nadie en este selecto vecindario que se escandalice por el abuso. Más que nada porque todos los tipos son iguales, y porque todas sus mujeres están extrañamente enamoradas de sus virilidades. Estocolmizadas por completo. Me extraña que las políticas de cancelación todavía no hayan prohibido “Un tranvía llamado Deseo” en las plataformas más selectas de los hogares. Sería, eso sí, una aberración censora muy censurable. Esconder ciertas tipologías bajo la alfombra es el remedio que sólo se les ocurre a las podemitas y a la Shary Bobbins de “Los Simpson”.





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Buenos días, tristeza

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Viendo “Buenos días, tristeza” me acordaba de ese amigo que no soporta ver “Succession” porque le caen mal los ricachones. Yo le digo que a sus años no puede seguir confundiendo contenido con continente, pero él insiste en su desdén. Yo mismo, por ejemplo, que soy un bolchevique anacrónico, quedo abducido en “Succession” ante esa exhibición de sociopatía que siempre viaja en helicóptero. No es síndrome de Estocolmo, sino pura fascinación. 

Sn embargo, en “Buenos días, tristeza”, yo mismo he caído en esa falta de sofisticación que le achaco a mi contertulio. Deseo que la película termine cuanto antes y que se malogren sus personajes. ¿Es buena, es mala...? Ni lo sé ni me importa. De cualquier modo: ¿éste era el “clásico insoslayable”? Porque la película no aguanta ni una siesta del otoño. Ni siquiera por la belleza de Jean Seberg, que Max, mi antropoide interior, celebraba columpiándose en su neumático.

Esta familia de apellido Ignoto no es tan rica como la familia Logan, pero tiene una casa de la hostia muy cerca de los Campos Elíseos. Luego, ya cansada de ver pordioseros por el Sena, veranea en una villa al borde del mar que ya quisieran para sí muchos futbolistas del Madrid. Los Ignoto son papá Raymond –que es un “french fucker” que cambia de amante cada quince días- y su hija, Cécile, que es una pija de manual destinada a seguir los pasos de su padre. Por aquí nada que objetar. Ellos, simplemente, pueden permitírselo. El “amor eterno” es un consuelo inventado por los pobres de espíritu: viene a decir que si tú te pones ciego a follar, yo, en cambio tengo “valores más elevados”. Una gilipollez. Se aprende mucho leyendo al tío Friedrich.

El problema es que los Ignoto carecen de empatía con las víctimas que van dejando por el camino. Tratan a los amantes como tratan a los pobres. Sus aventuras eróticas, que hasta el momento iban dejando cadáveres simbólicos, ahora han dejado uno de verdad. Al final de la película parece que Cécile llora la consecuencia de sus acciones, pero en realidad es la crema facial, que aunque es carísima, exclusiva de París, pica como una auténtica hija de puta. 




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Wise Guy: Los Soprano por David Chase

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1. Hace año y medio, cuando se terminó el amor, me puse a repasar las grandes series de la historia. Primero las de risa, para sanar, y luego, ya repuesto, las dramáticas, para volver al meollo de la vida. 

Vi “Breaking Bad”, “The Wire”, “Mad Men” y “Los Soprano”. Año y medio de tocarse los huevos da para mucho. Lo he comprobado. Buscaba establecer el ranking definitivo antes de que apareciera otra mujer en el horizonte. Pensé: “¿Y si a La Nueva no le gustan estas series, pasa el tiempo, me muero de repente y ya no puedo volver a verlas?” Sería una tragedia. Acompañada, sí, pero una tragedia. 

“Los Soprano” -tengo que decirlo- no es la serie más redonda de todas. Tiene altibajos y personajes prescindibles. Podría pasar por alto algunos episodios en la próxima revisión (porque la habrá). Pero los “momentos Soprano” superan cualquier otra cosa vista en televisión: son las tensiones, los estallidos, los destinos trágicos... James Gandolfini apoderándose de nuestra voluntad. Los últimos restos de mi memoria serán para la serie de David Chase y no para las demás.

2. Y sin embargo, allá por 1999, cuando se estrenó la serie en Canal + después del partido del domingo, yo fui de los que no quiso ver el segundo episodio por pura pereza y dejó correr el fenómeno televisivo. Imperdonable, sí. Me subí al carro cuando se subieron todos los demás, como un borrego que no quiere quedarse solo en la pradera. 

Recuerdo que me la recomendó un amigo de León que también estaba abonado a Canal +. Pero como nuestra amistad ya enfilaba la recta final no le hice demasiado caso. El tipo, además, estaba obsesionado con la mafia y no era muy de fiar cuando se enardecía: cualquier ficción que tratara el asunto la consumía con los párpados grapados a la ceja y luego la compraba en VHS o en DVD. Los Padrinos, James Cagney, "Yakuza"... Le daba igual. Luego, con el tiempo, cuando ya no éramos amigos, supe que tuvo enredos un poco mafiosillos con la ley. A ver si era por eso... ¿Causa o consecuencia?

3. Yo soy de los que cree que Tony Soprano muere en la última escena. Pero vamos: por hacer tertulia. Por alargar las cervezas. Creo que a David Chase le importa un pimiento lo que pensemos los demás. La Gran Broma. 





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