Ida

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Las primeras escenas de Ida me producen un escalofrío de terror que me sube por la médula espinal. Porque Ida, de sopetón, parece una película del tan temido Dreyer, con ese convento, ese silencio, esos ventanales por donde entra la luz tamizada de los Cielos. Y el señor Dreyer, en este blog, es como el sacamantecas, como el hombre del saco. Dreyer es un mal recuerdo de juventud, una asignatura siempre suspensa en la carrera de Cinefilia. Es por eso, porque no sé apreciar a Carl Theodor Dreyer, ni a otros muchos maestros de la pompa y la circunstancia, por los que vago en estos blogs exteriores de la galaxia sin permiso ni diploma, opinando con letra pequeña, casi con vergüenza, expulsado de la crítica respetable que ve una cosa metafísica del "maestro danés" y nota que su espíritu entra en gozo, se exalta, se deshace de la cárcel corporal para entrar en comunión con la obra de arte y la palabra revelada.

    Pero a medida que Ida va desenredándose, mis recelos se vuelven injustificados y tontos. En el convento de Ida - que es una novicia polaca de los años 60 contemporánea de sor Citroën- la Virgen María no se aparece en los reflejos de las vasijas, ni resucitan las monjas enterradas en el huerto. Ni aparece un loco por la puerta anunciando la Segunda Venida de Cristo, que eran esas cosas teológicas con olor a porro que Dreyer metía en sus veneradas y vetustas películas. Antes de tomar los votos y enterrarse en vida al servicio de Jesús, Ida dejará el convento para arreglar sus asuntos personales en el mundo de los pecadores, y la película, desangelada y terrenal, transcurrirá en los paisajes urbanos y campestres de la Polonia comunista.

    Allí, en el mundo exterior que ella casi nunca ha pisado, Ida descubrirá que sus orígenes familiares no son cristianos, sino judíos, y que sus padres, a quienes no conoció de pequeña, fueron víctimas de la violencia nazi y de la codicia catastral. Acompañada de su tía, Wanda la roja, que bebe cien vodkas al día para llenar el vacío de su alma, Ida buscará la tumba de sus padres mientras se busca a sí misma por los paisajes nocturnos del pecado. 

Ida ha salido del convento con la resolución firme de no fornicar; de jurar voto de castidad sin saber realmente a qué placer prohibido está renunciando. Pero una noche, en el garito del hotel, fuera ya de programa, el saxofonista guapetón -que es la tentación enviada por el Maligno- se pondrá a tocar Naima entre las mesas vacías y el humo de los cigarrillos, y en esa atmósfera donde flotan las notas de John Coltrane y las feromonas del sexo presentido, Ida, antes de casarse con Jesús, decide regalarse una despedida de soltera a su modo particular.




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El nombre de la rosa

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El amor, como cualquier ente con vida, empieza a degradarse -y realmente a morir- nada más nacer. Quizá por eso no hay amor más puro, más verdadero, que el que jamás llega a desarrollarse. El que no conoce el desgaste ni la erosión. El que nunca dudó, o discutió, o se tiró una sartén a la cabeza. El amor de una sola noche, o quizá ni eso: el que no alcanzó ni la conversación ni el acercamiento. El amor fugaz, pero poderoso, incontenible, tan intenso como un terremoto, que a veces nos sacude en la terraza del café o en la espera del semáforo. Amores que se ofrecen como novelas a punto de empezar, como películas que muestran su primera escena, pero que al final se quedan en nada, imposibilitados por la fidelidad debida, o por el miedo súbito, o por la pereza infinita de emprender una conquista de dudosa viabilidad e imprevisibles consecuencias. Amores de los que no llegamos a saber ni el nombre, como le ocurre a Adso de Melk en El nombre de la rosa, el franciscano que permanecerá toda su vida enamorado en los muchos monasterios en los que vivirá su voto de castidad y su dedicación a la lectura. Él nunca odiará a su rosa, ni recordará los malos momentos vividos junto a ella. Adso no conocerá la traición ni el engaño. Ni existirán los celos ni las humillaciones. La cuesta abajo del amor que se escurre entre los dedos...

    La sabiduría popular llama platónicos a estos amores inconsumados, aunque el de Adso de Melk, concretamente, tiene una consumación muy sentida en la cochambre de la despensa, entre olores a carne agusanada y verdura podrida. A estos amores habría que llamarlos, más doctamente, aristotélicos, porque se dan en potencia y jamás en acto, y esa enseñanza tan sólida del bachillerato se la debemos al estagirita, que además es el filósofo central de la película, el autor de ese libro maldito por el que los monjes de la abadía se dejan dar por el culo en la celda de Berengario, que es el guardián de los libros prohibidos por la Iglesia, y también de los libros vetados por Jorge de Burgos, que es un castellano recio, arisco, de poca broma, como el colesterol de los anuncios.




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Predestination

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Para perpetuar las especies, los primeros seres vivos de la Tierra utilizaban la estrategia del autorreplicamiento para soslayar los equívocos del amor y sus quebraderos de cabeza. Los protozoos, en una especie de masturbación del núcleo celular, se dividían en tipos idénticos que garantizaban la continuidad de la especie, y se ahorraban tener que cortejar a la protozoa que vivía en la roca vecina: comprarle flores, invitarla al cine, a cenar, insinuar la última copa en el apartamento, antes de fusionar las membranas y mezclar los citoplasmas, que es como se echaban los polvos primigenios.

    Los antiguos protozoos, que fueron los verdaderos habitantes del Paraíso Terrenal, se copiaban a sí mismos en las tardes aburridas del domingo, cuando ya no tenían otra cosa que hacer, y con dos cocciones del ADN producían colegas idénticos con los que se iban de cañas y jugaban la pachanga del fútbol. Era un mundo sin complicaciones, básicamente feliz, pero evolutivamente desastroso. Sin la variedad genética que produce el sexo, cualquier virus, cualquier cambio en el ecosistema, arrasa poblaciones enteras de clones. Si cae el primer individuo, cae el último. Y así, tras varias extinciones que casi terminaron con la vida en el planeta, los protozoos decidieron que había llegado la hora de mezclar sus genes. De emparejarse con las enigmáticas protozoas para que las descendencias salieran variopintas y armadas con diferentes arsenales bioquímicos.

    Para que la vida siguiera, hubo que inventar el amor. Y el amor siempre es conflictivo y trabajoso, porque hay que amar, por definición, a otra persona, y no siempre se coincide en lo fundamental. Ni siquiera los hermanos gemelos tienen el consuelo de una coincidencia plena, de un amor sin espinas, porque siempre hay pequeñas mutaciones que los distinguen, leves erosiones del medio ambiente que los separan. Los únicos que pueden amarse a sí mismos de verdad, en quimérica comunión, son los viajeros del tiempo. Los que se reencuentran consigo mismos en una paradoja temporal y quedan enamorados de su imagen especular, como Narciso el de los griegos. O enamorados de su otro yo, pero cambiado de sexo, que también tiene su morbo -¡la hostia de morbo!-, y su reflexión filosófica.

    De todo esto, y de alguna cosa más, va Predestination.




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Hereditary

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Con Hereditary ya es la enésima vez que me traiciono, que me dejo llevar por la presión evangélica que ejercen los apóstoles del terror. Me han engañado tantas veces, estos sumillers de la sangre, estos gourmets de la carnaza, que ya debería tener la voluntad de hierro, y el cerebro de piedra, para que nada de lo que dicen, de lo que exaltan, de lo que predican en los foros, me haga titubear. Pero da igual. En el fondo soy un cinéfilo de voluntad débil, y de memoria olvidadiza. 

    El virus de estos apologetas es tan insidioso como el de la gripe en invierno, o el de la diarrea en verano. Termina por colarse en mi organismo y hacerme recaer en la tentación. Arrebatados por una locura colectiva, por una psicosis de secta comulgante, los frikis del chillido se ponen de acuerdo una vez al año para ensalzar una película que juran y perjuran que es "original y diferente". Que no es de sustos, dicen siempre. Que casi no hay sangre, que tiene un guión currado que al final todo le explica, y que te quedas atornillado en el sofá con la boca abierta, el sudor en la espalda, el corazón en un puño... Se ponen tan pelmazos, tan entusiastas, tan convincentes en sus argumentos, que uno, al final, termina por ceder. Pero al final, invariablemente, sale la misma monserga de siempre. El mismo timo de la casa encantada, la familia disfuncional, los fantasmas con camisón que aparecen en el dormitorio. Los mismos trucos, los mismos sobresaltos, los mismos bostezos...


    No sé dónde narices le ven la originalidad a Hereditary. Sale un perro en la primera escena familiar y ya sabes que ese pobre bicho está sentenciado a muerte. Y como eso, todo. Reconozco que lo del cabezazo en el poste -y no estoy hablando de un partido de fútbol, precisamente- tiene su cosa y su estupor. Pero el resto es lugar común y sendero trillado. Lo original hubiera sido que al final todos estos personajes estuvieran grillados, esquizofrénicos perdidos, la abuela y la nieta, la madre y el hijo, todos menos ese hombre florero que interpreta Gabriel Byrne en un papel tan ridículo como prescindible (¿Qué fue de Baby Byrne?) Pero resulta que no: que al final había espíritus de verdad, demonios, presencias, encantamientos de magia negra. Ni en eso es original, Hereditary. Un final psiquiátrico sí que hubiera dado miedo de verdad. Eso sí que es para acojonarse. Lo real, mil veces más que lo sobrenatural.


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Paterno

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Lo bueno que tienen todas las películas en las que sale Al Pacino es que sale, precisamente, Al Pacino. Luego, si la película es buena, pues de puta madre, miel sobre hojuelas; pero si sale mala, como Paterno, y uno siente la tentación de bajarse a medio metraje, queda el aliciente de su presencia, de su jeto arrugado, de su voz cascada: la original, cuando se puede, o la del doblaje, si no hay otro remedio, que también es un icono de nuestra cultura.

    La biología, que es una hija de puta concienzuda, nos va a dejar sin Al Pacino dentro de pocos años, Lo matará, o lo demenciará, o lo confinará en su mansión con piscina. Y aunque lo tenemos inmortalizado en nuestra videoteca, en un puñado de películas imprescindibles, siempre es un consuelo saber que el viejo Al sigue por ahí, trabajando, alquilando su prestigio, como si fuera un tío lejano que vive en Nueva York al que llamamos de vez en cuando para saber que sigue bien, y que todavía no vamos a heredar.

    Paterno, la verdad, olía a rollo a distancia, a sobremesa de cadena privada, por mucho que viniera avalado por la HBO -que ahora está un poco decadente- y por Barry Levinson -que se ha refugiado en la pequeña pantalla- y por Riley Keough, la chica de The Girlfriend Experience, que nos la han puesto de reclamo sexual y no se apea el jersey en toda la película. "Me temía que era una majadería... y confirmado", dice Carlos Boyero en la promo que utilizan para su espacio en la cadena SER. Y yo digo lo mismo, respecto a Paterno. Pero claro: al final te dejas liar, porque sale Pacino, y porque el mundo del deporte siempre es tentador aunque se trate de fútbol americano. Y porque lees la sinopsis y te piensas que esto va a ser como Spotlight pero ambientado en el mundillo de los vestuarios, que es el segundo espacio más propicio para el abuso infantil después de las sacristías. 

    Pero Paterno, ay, está a años-luz de Spotlight, que era una obra maestra sobre la investigación periodística. Aquí todo es confuso, acartonado, aburrido hasta el bostezo. Y es muy posible, incluso, que esté hecho así adrede, para respetar -hasta donde deje la decencia- la figura de Joe Paterno, el mítico manager de Penn State que supo de las debilidades de su asistente pero no denunció a tiempo, o no denunció lo suficiente, o no lo hizo gritando. A true and a sad story.




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Calle 54

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Al principio de Calle 54, Fernando Trueba cuenta que se enamoró del jazz latino a comienzos de los años 80, cuando un amigo suyo le regaló un disco y con él sembró la semilla de una afición que con el tiempo se convirtió en árbol frondoso y ramificado. 

    Porque esto del jazz latino, como el jazz norteamericano, es una música que en realidad son mil músicas al mismo tiempo, difícil de acotar o de definir. Aquí se mezclan los ritmos africanos con los cubanos,  los brasileños,  los que vinieron de Nueva Orleans, y te sale un menú con ensaladas de todo tipo: desde dúos para piano y violonchelo que parecen sacados de un repertorio de música de cámara,  hasta esas orquestas sandungueras y superpobladas que todos conocemos de las películas ambientadas en Miami, con tipos de camisas floreadas que tocan la hostia de trompetas, de trombones, de timbales y de platillos, y que te ponen la cabeza como un puto bombo mientras las caderas se menean un poco sin control, como si estuvieras en la discoteca para divorciados.

    Si te gusta el jazz latino, Calle 54 es una obra maestra que figurará en tu videoteca hasta el día de tu muerte, o de tu sordera definitiva. Aquí se dan cita -si hacemos caso de Fernando Trueba, que es el que sabe del asunto y ejerce de evangelista- lo más granado del panorama internacional: la crème de la crème de estos ritmillos, o al menos la que permanecía viva y coleando cuando se rodó esta película. Pero si no te va la vaina de los latinos y sus trompetas, si piensas que esta música se parece demasiado a la Orquesta Maravilla que toca en las fiestas de tu pueblo, y te vienen sinestesias de fritanga de churrería y de caca de las vacas, te aburrirás como un tontaina, como un cinéfilo engañalo por la publicidad. Porque Calle 54 es exactamente eso: un programa de actuaciones musicales del sábado por la noche, uno de José Luis Moreno pero sin José Luis Moreno, y sin humoristas lamentables, sólo jazz latino, con Fernando Trueba como maestro de ceremonias que hace los panegíricos y luego toma la cámara para filmar a estos fulanos que se entregan en cuerpo y alma, a lo suyo, a su instrumento, a su melodía interior, con una devoción infinita que al final -al menos en mi caso- termina por arrastrarte. 




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Casual

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Una vez disueltos los matrimonios indisolubles, los divorciados y las divorciadas salen de caza para recomponer su amor maltrecho, y reverdecer los laureles de sus genitales. Los cuarenta años, además, gracias al running, y al yogur desnatado, y a la morcilla de Burgos hecha con tofu, son como los treinta que cumplieron nuestros padres. Nadie está muy desahuciado cuando se mira ante el espejo. Quien más quien menos tiene un pase, o un disimulo, o un buen consejo del estilista. La buena alimentación ha retrasado la fecha de caducidad de nuestras carnes, y los cuerpos, más sanos que antes, más esbeltos y depilados, todavía son capaces de mantener una erección potable, o lubricar vastas áreas del interior. La salud acompaña en términos generales, y por delante, hasta la decrepitud, hasta que se extinga el deseo sexual y lleguen las sopitas y el buen vino, aún quedan veinte años de aventuras y de oportunidades. Y quién sabe si otra vez el amor verdadero, el segundo, o el tercero, según el currículum de cada cual.

    Pero ya no se liga como antes. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y gracias a ellas ya nadie sale realmente a ligar, a ver qué depara la suerte, y la noche. Gracias a las apps que buscan afinidades y unen los corazones, ya todo el mundo sale más o menos ligado de casa, y en las cafeterías, o en los restaurantes, sólo se comprueba que fulano o mengana no nos había engañado: que no se había quitado diez años de encima en la foto promocional, y que mantiene el mismo discurso  que cuando nos engatusaba en aquel chat que echaba humo a todas horas.

    Dicho todo esto, el punto de partida de Casual era cojonudo. Valerie es una psiquiatra de prestigio que regresa al mercado tras cumplir el luto sentimental de su divorcio. Aunque no va a necesitar mucha ayuda para seducir a cuantos hombres desee -porque ella es una mujer de buen ver, culta y predispuesta- tiene la suerte añadida de tener un hermano que ha hecho fortuna diseñando, precisamente, la app que ella utiliza para tender su tela de araña. Valerie lo tiene todo a su favor, y sin embargo no termina de desenvolverse con soltura en el neo-mundo del ligoteo. Quizá porque tampoco tiene muy claro lo que quiere, y camina dando palos de ciego, un poco al tuntún, sin decidirse todavía por el amor casual del simple folleteo, o por el amor que pone un poco más de compromiso en el asador.

    La sinopsis de Casual es prometedora, y ciertamente, en los dos primeros episodios, se cumplen las expectativas. Pero a partir de ahí, lo que iba para sitcom recomendable se convierte en algo que ya no es ni comedia mi drama, que no es chicha ni limoná. Una cosa rara que termina derivando en un culebrón familiar de tres generaciones que sólo piensan en follar. Una modernez insulsa, pretenciosa; y al mismo tiempo, un vodevil de aquellos que recorrían los pueblos de antaño. Cuando Casual quiere ser profunda y trascendente,  aburre a las ovejas. Nunca fue más profunda que al principio, cuando volaba como un pajarillo travieso. Definitivamente, al menos en las obras de ficción, no hay nada más serio que el humor.





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El joven Karl Marx

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En el desarrollo embrionario del movimiento obrero, los socialistas se dividían entre el Frente Popular de Judea, liderado por los Monty Python, y el Frente Judaico Popular, liderado por Karl Marx y Friedrich Engels. Y luego estaban los anarquistas, claro, que venían de la estepa asiática arrasando como los hunos. 

    Mediado el siglo XIX, el zigoto revolucionario se había subdividido en varias células que discutían entre sí. Una aberración biológica que ha llegado hasta nuestros días en forma de parlamentos fragmentados y derechas siempre triunfantes. Todo empezó con aquel blastocito de proto-rojos con reloj de bolsillo que discutían en los cafés, y en las redacciones de los periódicos. Incluso en los prostíbulos respetables, enardecidos antes del desahogo sexual, o con más mansedumbre, en la relajación de los instintos.

    Los anarquistas como Bakunin confiaban en la superioridad numérica de los pobres y abogaban por lanzarse a la calle directamente y liarse a hostias con la policía. Otros, los socialistas más flemáticos, predicaban una especie de reconciliación con la burguesía para avanzar juntos hacia el horizonte de un nuevo amanecer. Y luego, a medio camino entre la violencia y la reconciliación, estaban los marxistas-engelistas, que empezaron siendo sólo dos fulanos, Marx y Engels, dos tipos concienzudos que querían empezar la casa de la revolución por los cimientos, y no por el tejado, y dotar al movimiento de un corpus teórico, de una sapiencia sobre estructura económica. Atacar la Estrella de la Muerte con unos planos que señalaran el punto débil de la burguesía, no lanzarse a lo loco con los X-Wings pilotados por obreros famélicos, ni pretender, tampoco, como esos tontainas de los utópicos, llegar a acuerdos fraternales con el Emperador de los austro-húngaros o el Darth Vader de los prusianos.

    Y en estas refriegas políticas de tipos con sombrero de copa transcurre El joven Karl Marx, que lo mismo podría haberse titulado el El joven Friedrich Engels, la verdad, pues tanto monta monta tanto, el judío exiliado como el hijo del empresario. Supongo que El joven Karl Marx es un título más comercial, más mainstream, porque de Marx, más o menos, aunque sea para ponerlo a parir, todo el mundo ha oído hablar, pero de Engels, que fue su compitrueno cuando llovían las tormentas y las hostias, sólo saben cuatro gatos que fueron a clase en el bachillerato.

    O ya puestos, La joven Jenny Marx, que es ese personaje intrigante que nació para ser baronesa y decidió seguir a su marido por los cuchitriles de media Europa, haciendo la revolución. Por amor, o por convicción, o por ambas cosas a la vez. Exige un spin-off.




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