Emilia Pérez

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Don Pantuflo Zapatilla, el padre de Zipi y Zape, repetía mucho la palabra “inefable” cuando veía algo tan insólito que no podía definirse. Leyendo los cómics de Bruguera aprendimos varias palabrejas que ya están a punto de extinguirse. La única persona que las utiliza sin parecer ya un cursi o un gilipollas es Javier Pérez Andújar, mi cuate de Sant Adrià, cuando recuerda aquellos tiempos de rodillas siempre desolladas por culpa del fútbol callejero o de la exploración de descampados.

Imaginar a don Pantuflo Zapatilla viendo una película como “Emilia Pérez” puede causar serios cortocircuitos en las neuronas. No es sólo el abismo entre dos ficciones tan alejadas y surrealistas: es también el salto generacional, el tránsito como de siglos o de civilizaciones. Lo mucho que hemos cambiado -y que nos han hecho cambiar- desde que leíamos el “Pulgarcito” con un bollo de pan y una onza de chocolate. 

“Emilia Pérez” es incluso demasiado moderna para los tiempos que corren. Es tan arriesgada, tan loca, tan demencialmente “inefable”, que sólo los años nos dirán si al final era una genialidad maravillosa o una ocurrencia condenada a la risión y a su pase por la CutreCon. Es una película trans, sí, pero más bien trans-histórica, o trans-opiácea, el desafío consciente y provocador a los algoritmos que tiranizan nuestros destinos. Las polémicas wokes o antiwokes no son más que ruido de fondo y despistan la atención.

“Emilia Pérez” hay que verla para creérsela. No hay otra, porque contada pierde mucho. A mí ya me mataba la curiosidad y por eso la descargué en una versión cojonuda pero sin subtítulos. Al cine ni loco, vamos, con esos móviles como Gusiluces y esos bocazas como gascones. Menos mal que el inglés de la película es más bien escaso y macarrónico. La película ni me ha gustado ni me ha disgustado. No sabría decir.  “Emilia Pérez” no juega en esa dicotomía. Es otra cosa... La faena es ponerse ahora a recomendarla: a ver cómo la vendes, cómo la explicas, cómo te la explicas a ti mismo. Es tan rara que a la actriz principal la quieren llevar a los premios como actriz secundaria, y viceversa. Un sindiós. 




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Larry David. Temporada 10

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El episodio 10x7 de “Larry David” se titula “The ugly section”. Puede que sea la mejor ocurrencia de toda la serie. Y eso es mucho decir. La pera limonera. Es tanto como afirmar que un gol es el gol más bonito en la carrera de Maradona, o que Menganita es la chica más guapa en un desfile de Victoria’s Secret. La crème de la crème.

La acción transcurre en un restaurante de Beverly Hills donde los clientes son asignados al ventanal o al interior del local en función de su belleza física. Los guapos y las guapas disfrutan de vistas a la calle y del sol radiante de California; los feos, como nuestro querido Larry y su panda de amigotes, son relegados a mesas interiores donde la iluminación se regatea y el camarero atiende con su sonrisa menos verosímil.

La primera vez que Larry entra en el restaurante apenas tarda dos minutos en darse cuenta de este apartheid fenotípico. No es racismo, ni clasismo: es aspectismo y también escuece lo suyo.

A medias enfadado y perplejo, Larry se lo hace ver al maître, pero éste niega seguir cualquier política empresarial:

- Es solo casualidad -le responde-. No me fijo en esas cosas.

Larry, obviamente, no se lo traga, y al día siguiente regresa en compañía de una mujer hermosísima para hacer dudar al mentiroso. El castigo a su tocapelotez será un nuevo destierro a las zonas interiores del local, donde Larry se quejará amargamente y prometerá justa vendetta. Así son, más o menos, todos los episodios de esta serie inobjetable.

Viendo el episodio por tercera o cuarta vez empecé a pensar que las aplicaciones del amor -la vida misma, en general- también son restaurantes de Beverly Hills donde nos acaban sentando en nuestro sitio por las pintas. La diferencia es que aquí no hay ningún maitre al que hacer responsable de la marginación -Dios, si acaso. Aquí todos somos como somos y hay que asumir nuestro destino. Es la ley del mercado. El aspectismo puro y duro. Relegas y te relegan. El liberalismo económico es un invento del diablo, pero el liberalismo erótico es de una justicia inapelable.







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Gladiator II

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Al terminar la película estuve a punto de entrar en Wikipedia para saber qué emperador romano vino después de Caracalla. Porque “Gladiator II” termina con una supuesta reinstauración de la República que en realidad nunca se produjo. 

Ya tenía el teléfono en la mano cuando de pronto me vi ridículo y desistí. Qué más daba: lo iba a aprender hoy y lo iba a olvidar mañana. Y además: quería despojarme cuanto antes del influjo de la película. No entrar en su juego perverso de realidades y falsedades. Fingir que no la había visto y continuar mi vida como si nada. “Gladiator II” es un espectáculo pensado para otras sensibilidades. A mí también me molan las batallas y los duelos, pero no así, no para esto. 

En uno de sus interminables interludios ya había leído las críticas más crueles y divertidas en internet. Suficiente para mí. Así que cerré la app de la Wikipedia, puse la otra de la radio FM -porque soy un señor mayor que todavía escucha la radio deportiva por las noches- le puse el arnés a mi perrito Eddie y nos fuimos a disfrutar del viento nocturno y de la lluvia refrescante. Y aunque es verdad que todos los caminos llevan a Roma, incluidos estos que recorren La Pedanía, mis caminos mentales rápidamente me llevaron a los goles de Mbappé  y a la crisis profunda de nuestro juego.

“... y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal, amén”, decía el Padrenuestro que rezábamos en mi infancia, ya no sé el de ahora. Pero yo caí en la tentación, padre, incluso sabiendo que “Gladiator II” era materia de burla y hasta de escarnio en los foros del Imperio. Pero era domingo, y no había fútbol decente en Movistar, y en la NBA daban un partido entre segundones, y enfrentado al abismo de las horas muertas apareció el diablo para aprovecharse de mi ánimo tristón y de mi ausencia de energías. Y me dijo: 

- “Gladiator II” es una película tan boba y tan tóxica que amenaza con corroerte el disco duro del ordenador si no la sacas pronto de ahí. 

Y tenía más razón que un santo, el puto diablo: verla no ha sido un placer, sino una obligación. Un ver para opinar. Más bien un trabajo y una condena. Un remar de galeotes o un sobrevivir de gladiador.




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El cartero (y Pablo Neruda)

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La poesía es el último recurso de los feos. O de los que no tienen ni un duro. El arma definitiva pero blandengue.

Una vez, en Instagram, un escritor de medio pelo entró en mis territorios y me preguntó por mis motivos. Antes de responderle, me aseguro que él escribía para embellecer el mundo y cantarle a la mañana. La verdad es que parecía un poco gilipollas. Pero fuera del mainstream todos somos un poco así: heridos y exagerados.

Yo le respondí que escribía para conquistar a la mujeres y nada más, como el cartero de Pablo Neruda. Pero que luego, ay, por mi torpeza y por mi falta de talento, me salían escrituras muy alejadas del tipo molón y sensible que ahora triunfa en el negocio. Aquel tipo se quedó mudo y se borró al instante como seguidor de mis teorías antropológicas.

Pero yo sé que tengo razón: los hombres guapos no necesitan coger un bolígrafo o emborronar un documento de Word para conquistar, por poner un ejemplo, a María Grazia Cucinotta. Les basta con ser, con estar, con presentarse en sociedad. Con un guiño y un chascarrillo ya las tienen en el bote. Lo del bote es una metáfora, creo. Como esas que le enseñaba Pablo Neruda a su cartero en la isla volcánica.

Porque Mario Ruoppolo, el cartero, también pertenece a mi cofradía: de guapo no tiene nada y parece incluso un poco lerdo. Y de dinero, pues eso, lo justito: la casa, la despensa, los tres vinos en el bar... Una camisa nueva de vez en cuando. Una modestia muy poco sexy. Nada que pueda impresionar a María Grazia Cucinotta, que es la tía más buena del lugar. Una rareza botánica en el país de los cardos. Una mujer destinada a dormir en camas con sábanas más variadas y de mejor calidad. 

Cuando la conoce y se le rompe el corazón, Mario, que es un poco analfabeto, pero tiene el instinto muy certero y afilado, comprende que su último recurso, su disparo a la desesperada, será conquistarla con la poesía. Sin haber leído a Gabriel Celaya, él también sabe que la poesía es un arma cargada de futuro. 

Mario tiene la suerte de vivir al lado de Pablo Neruda para que le aconseje. Yo, en cambio, lo voy aprendiendo todo solito, golpe a golpe, y hostia a hostia.






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Memory

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1. Comienzo a ver “Memory” en el tren que me lleva de León a Ponferrada. Es el último día de mis vacaciones de Navidad. No me quejo. Tantos días libres te hacen soñar con la libertad absoluta y eso no es bueno para el espíritu.

2. Elijo “Memory” en mi ordenador porque solo me queda media hora para llegar y no quiero empezar una película que tenga mejores perspectivas. Con “Memory” me ahogo en un mar de dudas. La sinopsis es, cuanto menos, ridícula. Hay muchos espectadores que se chotean de la película por las redes. 

En realidad he elegido "Memory" porque actúa en ella Jessica Chastain. Nada más. Mi amor por Jessica -vaya por delante- es puro y muy respetuoso. No la cosifico para nada. La deseo sí, pero en cuerpo y alma. Yo creo que en realidad su reino no es de este mundo, como aquél de Jesucristo. Terrence Malick, en “El árbol de la vida”, opinaba lo mismo que yo. 

También es verdad que he descargado “Memory” porque la dirige Michel Franco, ese tipo que una vez me dejó muy perturbado con “Nuevo orden”, tan fallida como estimulante.

3. Veo 20’ antes de ponerme nervioso con la llegada del tren. Es noche cerrada y no hay avisos por megafonía. Si me despisto, podría acabar, qué se yo, en Orense. Además, hay un niño que va dando por el culo todo el rato con sus berrinches. Es el pan nuestro de cada tren. Nacen pocos y aun así son demasiados... 

4. La película, como me temía, es tendente al rollo y al extravío. Más que eso: es absurda. Podría borrarla y hacer como que nunca existió. En el barullo de las ropas y las maletas me olvido de darle al icono de la papelera.

5. Pasan los días y de pronto me acuerdo de que tengo “Memory” esperando sentencia definitiva. Sólo por ver a Jessica Chastain le concedo una segunda oportunidad. Elijo la hora de la siesta en un acto de desconfianza. Al poco me quedo dormido como un ceporro.

Cuando desperté, Jessica seguía ahí, tan bella como siempre. Pero su personaje, ay, es incomprensible. Se supone que es una mujer traumatizada con los hombres por los abusos que sufrió de niña, y sin embargo se enamora de un notas con demencia senil que jamás sabes si va a besarte o a agredirte.

6. Aguanto 15’ y me vuelvo a quedar adormilado. El final de la película lo paso a x8 de velocidad. Me pierdo a Jessica, sí, pero recupero mi vida anterior, que sin ella, también es verdad, es un poco más triste.




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Begin Again

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Nadie en su sano juicio abandonaría a una mujer como Keira Knightley a no ser que ella:

a) Sea una psicótica con brotes paranoides que camina por la vida sin diagnosticar (a veces pasa).

b) Descubra de repente a Jesucristo y decida convertir su piel humana en cuerpo místico y consagrado.

c) Te vacíe la cuenta bancaria hasta que tengas que decir basta y encima te eche en cara tu actitud (a veces también pasa).

d) Necesite comerse tus testículos en rodajas para curar las fases más agudas de su problemática depresiva.

e) Niegue las pruebas evidentes de que se acuesta con otros hombres y te acuse a ti -monje trapense y tonto enamorado- de pegársela con las tías más o menos sospechosas de tu lánguido ecosistema.


Pero Keira Knightley, en “Beging Again”, a diferencia de esas mujeres que yo por supuesto jamás he conocido, no presenta ninguno de estos cuadros psiquiátricos ni comete atrocidades que te cuestan la salud. Keira es guapísima, majísima, toca la guitarra como los ángeles y vive colgada del sueño musical de su novio talentoso. Keira es... la pera limonera. Y sin embargo, el pichabrava de su novio, en una decisión aberrante que estropea la película entera porque es su punto de partida y su hilo melodramático, la dejará por otra mujer en un acto que es al mismo tiempo pecado mortal e imposible metafísico.

Así las cosas, “Begin Again” -que no tiene nada que ver con “Volver a empezar”, la película que rodó José Luis Garci antes de cambiarse el apellido por Aznar- se instala en un realismo mágico como de García Márquez en el que Nueva York se transforma en Macondo y todo el mundo celebra las desgracias componiendo canciones y jurando no vendérselas jamás al sucio capital. Más vale cantar de pie que triunfar arrodillado. Pues puede que sí, mi comandante, pero también puede que no.






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1992

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Recuerdo a Carlos Pumares subiéndose por las paredes de su estudio una noche de 1992, en su programa “Polvo de estrellas”. Creo que ése fue el último año de Antena 3 Radio antes de su compraventa empresarial... Da igual, no es importante para la trama, pero sirve de referencia para explicar la pila de años que nos han caído desde entonces. Sobre todo a Pumares, pobrecito, que ya lleva tiempo siendo él mismo polvo de las estrellas.

Aquella noche, Pumares, aburrido de sus oyentes más bien mastuerzos y repetitivos, se puso a contar que había viajado a la Expo 92 con su familia y que le habían cobrado cien pesetas de las de entonces –“¡Cien pesetas!”, aullaba como un lobo herido- por una simple piruleta para su hijo. 

- Una piruleta, una simple piruleta, con su palito, y su caramelito, y su celofán... ¡Cien pesetas! ¡Es un atraco! Si en la calle una piruleta cuesta cinco pesetas, en la Expo, como mucho, yo pensaba que me iban a cobrar 10, o 20, ya asumiendo el latrocinio... ¡Pero me han cobrado cien! ¡Cien pesetas! ¡No hay derecho!”. 

Parafraseo, pero fue un poco así. Un grito indignado en la madrugada. El audio circula por la red y no es difícil encontrarlo. Ya es historia de la radio.

He recordado a Pumares mientras veía “1992” porque a él también lo imagino armado con un lanzallamas para vengarse treinta años después del feriante que le cobró cien pesetas por la piruleta. Y, ya de paso, ajusticiando a los empresarios y a los políticos que lo consintieron. Hubiera sido otra idea para la serie: no una trama con maletines llenos de millones, sino la pura venganza de un señor mayor, tal vez con algo de alzhéimer y fugado de su residencia, que lleva las cien pesetas clavadas en el alma y quiere irse de este mundo desquitándose del oprobio. 

Entre la chorrada que nos ha endilgado Álex de la Iglesia y esta chorrada que yo propongo no veo gran diferencia, la verdad. Una lástima que Pumares ya no more entre nosotros para convencer a los de Netflix y firmar el contratazo.

Eso sí: en mi serie, mucho más seria, los seguratas no dejan subir a la gente en el AVE con un lanzallamas. En el Sur no sé, pero en el Norte, desde luego, para ir de León a Chamartín, te miran con cien ojos y te obligan a pasar por el escáner. 





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Volveréis

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Los espectadores, al final de la película, nos dividimos entre los que creen que Ale y Álex volverán y los que creemos que no. Yo apostaría, no sé, tres dólares, a que después de la fiesta final se dan dos besos en la mejilla y -como asegura la hija de fruta de Isabel Natividad- no vuelven a cruzarse en la vida porque ésa es una de las grandes ventajas que tiene vivir en Madrid: que allí nunca te encuentras con tu ex porque se respira libertad y solo en las ciudades comunistas puedes toparte con un viejo amor al entrar en el café.

El otro día, en “Celeste” el personaje de Manolo Solo, el paparazzo, aseguraba que había fotografiado a tantas parejas de famosos que había desarrollado un instinto arácnido para saber cuáles estaban en la cima de su amor y cuáles bajaban danto tumbos por la ladera. El paparazzo presumía de acertar un 99% de las veces. El único error -decía- lo había cometido consigo mismo, una vez que vivió muy seguro de su matrimonio y descubrió que su mujer se la pegaba con un compañero de trabajo. 

Yo no voy a presumir de un 99% de efectividad en estas artes adivinatorias, pero tampoco soy un pardillo que camine ciego por la vida. Como Manolo Solo, no suelo equivocarme con el pronóstico de los amores a no ser que se trate de mis propios romances estrambóticos, pero no por ceguera, sino porque desafío contumazmente a la realidad.

En el fondo es muy sencillo: si la pareja se entiende en la cama -y por entenderse en la cama cabe desde la ausencia completa de sexo hasta la bacanal epicúrea y cotidiana, el caso es entenderse- la cosa tira para delante. Ale y Alex ya no se entienden, o se entienden a medias, y cuando en una de sus discusiones aparede la neo-palabra "cosificación" ya está todo sentenciado.  En cuanto un miembro de la pareja empieza a padecer un exceso o un déficit de contactos se siente traicionado y empieza a mirar por la ventana a ver si pasa alguien con quien entenderse mejor y seguir sus pasos arrastrando la maleta. 




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