El hombre elefante

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1. IMDB sostiene que yo tenía nueve años cuando descubrí los afiches de “El hombre elefante” en el cine Pasaje, en León, donde trabajaba mi padre. Recuerdo que estaban en el pasillo transversal, camino del ambigú, en aquella pared donde se exponían los anuncios de los próximos estrenos, y que yo me cagaba de miedo cada vez que pasaba por allí. Creo que llegué a tener pesadillas con aquel hombre-engendro de la capucha de un solo ojo... La película, por suerte, era de las no autorizadas para menores y daba igual que yo tuviera la morbosa tentación de asomarme a la película.

2. Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Llegado el momento se retiraron a su cunita y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, unos gamberros entrañables. Pero cuando llegó el adiós prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos y los quejidos lastimeros. Aprovecharon una distracción mía para irse como llegaron: un buen día y sin avisar.

Así es como muere también John Merrick en “El hombre elefante”: arropado en su cama y ahogado por el peso de su propia deformidad. Merrick se deja morir sin dar a viso a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso hacerse el interesante ni el melodramático: ni grandes palabras ni barrocas despedidas. Tras su fiesta homenaje, Merrick se descubrió reconciliado con el mundo y agradecido de haber existido, y con ese sentimiento aún caliente decidió que iba a poner el punto final. Todo un caballero.

3. La maldición de mi memoria -tan nula para todo pero tan parecida a la de un elefante para la cinefilia- me ha obligado a recordar que la última vez que vi “El hombre elefante” fue al lado de la mujer-víbora. Acabábamos de sabernos enamorados y nos besábamos después de cada escena. Al final lloramos como dos magdalenas con la muerte de John Merrick... Luego nos fuimos a la cama a celebrar el amor y la cinefilia. Entonces yo no vi -porque el amor es ciego- los dos dientes afilados y las bolsas de veneno. 




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1917

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Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, un acto patriótico sin apenas consecuencias para la vida, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. 

Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, los pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o a caer desplomados por las explosiones democráticas. Ningún soldado sangraba al morir. Nadie moría despedazado o destripado, o con media cara volada de un disparo. Nadie moría entre convulsiones o llorando como un bebé. Eran muertos de paja. Aquellos alemanes de nuestra infancia -siempre desprovistos de personalidad, apenas entrevistos en las trincheras o en las torres de las iglesias -caían como los indios que se caían de los caballos o como los vietnamitas que saltaban por los aires. U-ese-á, U-ese-á...

Nuestros héroes anglosajones siempre eran hombres maduros y varoniles que quedaban muy fotogénicos metidos en el barro y soltando un chiste con mucha testosterona antes de entrar en combate. Todos eran invulnerables y guapos, veteranos de cien batallas en el frente y de cien polvazos en la retaguardia. La guerra -nos querían decir- era para tíos de verdad como John Wayne y Robert Mitchum. O como Alfredo Mayo en “Raza”. 

Quizá la primera ficción que nos sacó del equívoco -a los chavales más bien idiotas y crédulos de mi generación- fue la serie "M.A.S.H." que pasaban por la tele. Allí descubrimos que los soldados que mueren en las guerras (gritando y sangrando) son casi todos chavales secuestrados por los gobiernos de los burgueses. Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación era no haber participado jamás en el asalto a una trinchera o en el desembarco sobre una playa barrida por las balas. 

“1917”, tantos años después de habernos caído del caballo, es un espectacular recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, por ejemplo, que se la den a la primera gaviota que la reclame.



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Somebody Somewhere. Temporada 2

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Estamos tan acostumbrados a ver gente guapa por la tele que cuando salimos a la vida y descubrimos a una mujer bellísima, o a un hombre muy atractivo, creemos, durante un segundo de confusión, que estamos ante otra ficción de las plataformas. Atrapados en un universo sin salida. En una serie dentro de otra serie, como en esa metáfora tan manida de las muñecas rusas.  Descubrir la belleza en la vida cotidiana es como viajar a otra dimensión sin necesidad de usar el mando a distancia. Y sin pagar, además, otra cuota mensual a las ya muchas que se acumulan.

Del mismo modo, cuando en las ficciones nos encontramos con gente tan fea como nosotros –y los personajes de “Somebody Somewhere” son feos de cojones- pensamos por un instante que hemos vuelto a esa vida cotidiana donde los infortunados genéticos somos mayoría en el ecosistema y deslucimos bastante la nota media del Paraíso. En mi caso heterosexual y heteronormativo, una mujer bellísima pero real es como una película en movimiento; en cambio, una mujer sin atractivos pero ficticia es como mirar por la ventana en lugar de asomarme al televisor. Son -con perdón, entiéndaseme bien- las gallinas que entran por las que salen. 

“Somebody Somewhere” produce en los espectadores menos sofisticados como yo ese efecto pernicioso de no estar viendo una serie de la tele, sino de haberte teletransportado a las llanuras de Kansas para vivir entre personas reales, tangibles, tan parecidas a uno que casi te da grima hasta mirarlas. Los personajes de la serie son vulnerables, simplones, escasos de belleza, se sienten fuera de contexto pero no tienen más remedio que vivir muy lejos de los epicentros. Es una sensación muy contradictoria, porque habla muy bien de la serie pero al mismo tiempo te entran muchas ganas de abandonarla. Para eso, insisto, ya tengo la ventana. 





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Slow Horses. Temporada 2

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Me interesaba mucho el personaje de Jackson Lamb. Pero no tanto los demás, y por ahí se me ha ido el interés. Con dos temporadas ya he tenido suficiente. Cuando el capitán sale a comer, los marineros toman el barco y el rumbo se vuelve rutinario: músicas trepidantes, carreras por aquí, disparos por allá, bombas que no explotan y malos al final siempre chapuceros... Algún personaje interesante y mil estorbos secundarios metidos con calzador. “Slow Horses” llena la barriga pero no alimenta. Es más de lo mismo: puro algoritmo en la fábrica de chorizos.

Si no fuera por Jackson Lamb -cuya presencia era tan estimulante como cicatera- “Slow Horses” sería de una mediocridad risible y de unas aspiraciones alicortas. Un relleno para las plataformas. Acabo de ver en IMDB que van a rodar una sexta temporada y he decidido bajarme del caballo ahora mismo, en plena marcha. Pero como es un caballo lento, no corro demasiado peligro. La vida es corta y miserable, y las series inocuas y sempiternas acrecientan esa sensación de tiempo desperdiciado. Si no te enganchan, te matan poco a poco y acentúan la depresión. Killing me softly...

Y me jode, insisto, porque Jackson Lamb era un personaje que tenía secuestrada mi atención. Pero no por su inteligencia -que yo no llego a tanto- sino porque su facha, y su verbo, y su cinismo depravado, eran el aviso andante de mi propia tormenta. Jackson Lamb soy yo, pero ya extraviado del todo, ya perdido para la causa. Un Faroni con diez años más de uso repetido del mismo abrigo, de la misma maquinilla de afeitar inoperante. Un fantasma de las navidades futuras que venía a advertirme sobre el descuido personal que acompaña a la vida del misántropo. Y viceversa.




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La franquicia

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No sé si habrá sucedido alguna vez en la Iglesia Católica , pero en la Iglesia Laica -que es la nuestra, la única verdadera- se trata de un procedimiento habitual: rebajar un santo a categoría de beato cuando sospechamos que sus milagros fueron más bien producto de la casualidad, o de la inspiración involuntaria de un día irrepetible. 

Siendo verdad lo que predicaba san Chiquito de la Calzada -que una mala tarde la tiene cualquiera- no es menos cierto que un buen día también lo tiene cualquiera, y eso no significa tener hilo directo con los dioses. Hasta el más tonto del barrio ha perpetrado alguna vez un milagro alcohólico o sexual digno de no ser tomado por verdadero y sin embargo tan cierto como que existimos y que la certeza anticlerical nos ilumina. 

Digo todo esto porque Armando Ianucci -Padre de nuestra iglesia y Evangelista de los descojonos- ahora mismo es un santo que está siendo cuestionado por el Alto Comisionado de la Fe. San Armando subió a los altares al obrar dos milagros consecutivos llamados "The thick of it" y “Veep” que todavía nos dejan perplejos a los creyentes. Algunos teólogos un poco exagerados -entre los que yo me encuentro- sostienen que "Veep", con permiso de Larry David, puede ser la mejor comedia de todos los tiempos, tan corrosiva que cuando abres la carcasa del DVD o pinchas su visionado en el televisor temes que te salte un chorro de ácido a la cara. 

Pero ahora, diez años después, san Armando tiembla angustioso en su peana. “La franquicia” es una serie con la que te ríes a ratitos y poco más. No hay tránsitos místicos ni espíritus elevados. A lo sumo, es una ocurrencia. Graciosa. Poco inspirada por el Altísimo. No es mejor ni peor que “Avenue 5”, que ya nos había dejado un poco consternados a los creyentes. Aún no sabemos si san Armando ha perdido sus poderes o se ha juntado con las malas compañías. Seguimos aquí, en el cónclave, discutiéndolo acaloradamente.




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The night of

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Cada segundo que vivimos es uno de los muchos probables que se ofrecen. La carretera está plagada de alternativas y de sugerencias, a veces para tomar atajos y a veces para despeñarte por un barranco. Casi siempre para marear la perdiz y terminar más o menos donde estabas. Si acaso, para ir de mal en peor perdiendo una batallita cada vez o la guerra en un único bofetón. Casi nunca, ay, para tachar un sueño pendiente de la agenda.

Si nos ponemos en plan mecánico-cuánticos, los futuros alternativos son infinitos y resultan agobiantes si los piensas. Lo que pasa es que no solemos hacerlo porque conducimos distraídos y no prestamos atención a los millones de señales que marcan los desvíos. Sólo de vez en cuando nos vemos obligados a abandonar la ruta prevista para internarnos por otra carretera. Es entonces cuando decimos que me mudé, o me enamoré, o cambié de trabajo, o lo encontré, o me han diagnosticado una cosa muy jodida... Creemos que somos nosotros, pero siempre es el destino, disfrazado de libre albedrío.

La vida decide por nosotros y siempre vamos a remolque. La fortuna hace el trabajo y la voluntad se atribuye todo el mérito. Es el manual de los tontos. La vida es imprevisible y te acecha en cualquier esquina. Que se lo cuenten al bueno de Nasir Khan, el muchacho de "The night of", que un día tomó prestado el taxi para irse de parranda por Nueva York y acabó en comisaría acusado de violación y asesinato en primer grado. Nasir aparcó el taxi en el lugar equivocado y dejó subir en él a la chica equivocada. Si te ofrecen droga y además eres un buen muchacho, tienes que decir que no, como recomendaba Maradona en el spot.

Pero si te ofrecen droga y sexo al mismo tiempo -y quien te lo ofrece se parece mucho a la chica de tus sueños- estás jodido de verdad. En la selva en la que vivimos, el polvo del siglo no puede traerte nada bueno si te lo regalan por la jeta. O te están liando o te estás dejando liar. La ficción, como la realidad, está llena de ejemplos pedagógicos.




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Larry David. Temporada 11

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Solo conozco a una persona -in person, quiero decir- que se haya reído alguna vez con las ocurrencias de “Larry David”. Es mi amigo de La Pedanía, y quizá por eso, entre otras cosas menos importantes, sigue siendo mi amigo. Él no es un entusiasta como yo,  pero a veces se asoma a la serie porque le doy mucho la matraca y porque sé que tiene una suscripción a HBO Max -o como demonios se llame ahora. 

Yo sería capaz hasta de tomarme un café con un facha ayusista, sólo si me dijera que también se descojona con Larry David. Alrededor de nuestro gurú se admiten todo tipo de especímenes. Yo mismo, que soy un bolchevique durmiente, un soldado del Ejército Rojo que espera la orden de encaramarse a la Moncloa con una bandera tan roja como mi sangre, me parto el culo con las andanzas de este millonario cuyas máximas preocupaciones en la vida son pillar hora en los restaurantes de moda, jugar al golf con los amigotes y encontrar su jersey preferido en la boutique más cara de Los Ángeles. 

El camarada Lenin, hace cien años, hubiera deportado a Larry David a Siberia, o lo hubiera hecho ejecutar en la cheka de Moscú. Pero ahora que los comunistas nos hemos vuelto gente civilizada, podemos empatizar con algunos cerdos burgueses y no sentirnos culpables por la desviación. Hasta el camarada Lenin hubiese entendido que Larry David no se ha hecho millonario, sino que hemos sido nosotros, los proletarios, los que le hemos hecho millonario a cambio de hacernos reír y de regalarnos la mejor serie de nuestra vida. 

Una vez, hace años, mi madre vino de visita por La Pedanía y vimos juntos un episodio de “Larry David”. Me dijo que el personaje le daba tanta vergüenza ajena que no lo podía soportar. Otra vez le puse un par de episodios a una amante que tuve y no se rio ni una sola vez. Es más: arrugaba el morro todo el rato. Yo pensé: "Esta chica no me conviene". Y ella pensó: "Estos dos son gilipollas".

¿Y mi hijo, por ejemplo, de Larry David?: nada, ni por el forro. ¿Y las otras amantes que vinieron después?: tampoco nada, pero ya por decisión propia, porque Larry y yo tenemos algunos parecidos inquietantes que dicen muy poco a nuestro favor.



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Salve María

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Leo Kanner, el psiquiatra que definió por primera vez el autismo, sostenía que las “madres frías” eran las responsables de causar el trastorno en sus retoños. Madres que al igual que María en la película se muestran distantes e incluso hostiles con el bebé que debería recibir palabras cariñosas y afectos indudables. 

Los años centrales del siglo XX vivieron el reinado de las teorías ambientalistas y cualquiera que hablara de genes defectuosos para explicar los males conductuales era tachado de reaccionario y condenado al ostracismo. Un poco como ahora, pero mucho peor. Sin embargo, el tiempo fue demostrando que Leo Kanner y sus secuaces se equivocaban. No en la definición, pero sí en la psicogénesis. El autismo resultó ser un trastorno que tiene su origen en una herencia desgraciada y hay poco que podamos hacer para prevenirlo. Un gen mal copiado, una proteína mal situada, y el niño que debería abrazarte con amor se convierte en un ser extraño y aislado del entorno. Es una puta lotería, y los que trabajamos con estos chavales lo tenemos más que archisabido. 

Es por eso que viendo “Salve María” no temo en ningún momento por la salud mental de ese pobre bebé. Sí por la salud física, claro, cuando la enajenada de su madre fantasea con ser la nueva reina negra de las páginas de sucesos. Pero como la película no crea en mí ninguna tensión y no me creo en ningún momento que pueda producirse un fatal desenlace, vivo más o menos descuidado, absorbido de vez en cuando por las tonterías del teléfono, y pienso que las probabilidades de que ese chaval crezca sano y feliz son las mismas de cualquiera. 

También es verdad que respiro más aliviado cuando descubro que esa madre, al final, regresa a la juerga nocturna de la que nunca debió salir -qué personaje más odioso, más poco digno de lástima por mucho que se empeñe la directora- y que será su padre el que a partir de ahora le llevará al colegio y le preparará los bocadillos.

- ¿Una mala madre y un buen padre? ¡Pura propaganda reaccionaria!- dicen que dijo Irene Montero, escandalizada.




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