Mi ùnica familia

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Incluso los incultos que nunca la hemos leído sabemos que “Ana Karenina” comienza con una frase celebérrima que dice -gracias, Google- así: 

"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada".

Ya que este blog no deja de ser un diario en marcha, podría hablar de las infelicidades familiares que rodean mis dos rancios apellidos, pero esos detalles escabrosos -lo recuerdo una vez más- sólo están disponibles en la versión de pago, así que me viene de perlas esta película de Mike Leigh para ilustrar la cuestión. Porque si es verdad que la historia del cine podría resumirse en el argumento de chico busca chica, no es menos verdad que también podríamos interpretarla bajo la frase lapidaria de León Tolstoi. Qué son los Corleone, o los Skywalker, la familia de Cassen en “Plácido” o la de Antonio en “Ladrón de bicicletas”, sino familias infelices que se han ido trabajando la desgracia o se la han encontrado sin merecerla. Las familias que no terminan con un loco dentro terminan arruinándose o diezmándose en trágicos accidentes. En realidad, por mucho que sonrían, no hay ninguna familia que no esté podrida por dentro. El cúmulo de agravios y decepciones es un poderoso oxidante celular.

La familia de “Mi única familia” se viene abajo porque uno de sus miembros -en concreto la esposa y madre- ya se vuelto insoportable del todo. Un auténtico cáncer de la convivencia que no recibe tratamiento farmacológico ni ayuda psicológica. Y sin embargo, nadie tiene el valor de mandarla a tomar por el culo o de avisar a los loqueros para que vengan con la camisa de fuerza. A veces lo llaman cariño, o aguante, pero en realidad sólo es miedo a la soledad, o incapacidad de sobrellevar las tareas del hogar. Hay gente como estos hombres de la película que prefiere aguantar a una loca sin remedio a tener que prepararse ellos mismos la cena o hacer la colada los sábados por la mañana.





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Becoming Madonna

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Madonna fue el mito erótico de mi adolescencia. Quedé hipnotizado por sus ojos, y por todo lo demás, desde que la vi gateando en aquella góndola de Venecia. Fue justamente eso: una aparición de la Virgen. Like a virgin... No la conocía de nada y de pronto me pareció la mujer más guapa del mundo. Luego vino el vídeo de “Material Girl” y la fascinación ya se tornó en enamoramiento aristotélico, que es un poco más sucio que el enamoramiento platónico de los inocentes.

Durante años viví secuestrado por ese ideal de belleza, un poco retaco pero de rostro perverso Mi reino por unos ojazos como los suyos... Mi imperio por ese lunar de su cara que yo siempre preferí a la pinacoteca nacional. Y luego ya ves: ahora son las pelirrojas estilizadas las que pueblan mi imaginación en decadencia. 

Cada vez que un compañero del instituto se metía con ella -que si vaya piernas de ciclista, o que si vaya pandero de paisana- yo me convertía en el paladín medieval que la defendía lanza en ristre sobre mi puente. Yo cosificaba mucho a Madonna, es verdad, pero es que tampoco me quedaba otro remedio. Yo hubiera querido viajar a Nueva York para conocerla mejor: apreciar su belleza interior además de la belleza más evidente que a mí me sulibeyaba.  O mejor aún: que ella, que disponía de mucho dinero, viniera a León para conocer al más rendido de sus admiradores; para que viera que yo en el fondo era un buen chaval y que bastaba una palabra suya para convertirme en esclavo arrodillado.

Pero luego, con los años, Madonna tiró por un camino y yo tiré por el otro. Divergimos. Ella se fue haciendo cada vez más rica y planetaria y yo cada vez más pobre y provinciano. Nunca la olvidé, pero ya no la tuve presente en mis oraciones. Y así hemos vivido, culo con culo, hasta que el otro día, mientras husmeaba en el menú de Movistar, descubrí este documental que relata sus comienzos en el mundo de la música: la vida de Madonna antes de que descendiera de un rascacielos para anunciarse entre los muchachos. Y entre las muchachas. Reconozco que en mi estómago aún sobrevivían un par de mariposas que se pusieron a revolotear.



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Borgen. Temporada 3

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En España tenemos sol, y playa, y cervecita fresca en la terraza. Escaqueo laboral y cachondeo por arrobas. Mientras no haya un gobierno que restrinja estos privilegios nos va a dar igual que nos roben otras cosas fundamentales: el dinero público, o la dignidad. 

La gente de este país, cuando llega el invierno, se conjura para dar un vuelco electoral en las próximas elecciones. Son inviernos casi pre-revolucionarios, como aquellos de la escalinata de Odessa y del acorazado Potemkim. Pero llega la primavera y los mismos que en enero juraban no tener ni un puto duro se acomodan en las terrazas y ya no quieren hablar más de política o de corrupciones. “Como en España, en ningún sitio”, te dicen cuando hace solo dos meses renegaban de su país y del carácter incorregible de nuestra raza. Son los mismos, sí, que hace nada soñaban en voz alta con vivir en los países nórdicos del bienestar, allí donde los políticos dimiten y muchas veces dicen la verdad. El buen tiempo es el aliado natural de nuestros explotadores. El sol es el opio del pueblo.

En Dinamarca, en cambio, tienen frío invernal, y playas chungas, y una cerveza cojonuda pero a unos precios desorbitados. Como el clima es arisco y el café también cuesta varias coronas de más, los daneses se afanan en construir una sociedad que funcione y les aporte felicidad por otros derroteros. 

En el palacio de Christiansborg también hay mucho hijo de puta pululando por los despachos, porque los daneses, hasta que no se demuestre lo contrario, pertenecen a la misma especie que la nuestra. Pero allí el sistema funciona, y los mecanismos punitivos están bien engrasados. Más allá de las ventanas donde los políticos discuten o trapichean, en “Borgen” se adivina una sociedad modélica que uno quisiera copiar en este país. Daría tres salmones ahumados por ser Alicia en un país de las maravillas donde hay impuestos rigurosos, servicios públicos y conciencias ecológicas. Gente que habla inglés con soltura para ser verdaderos ciudadanos del mundo y no unos paletos irrecuperables.





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Lazos ardientes

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Las nuevas masculinidades ya no se inmutan cuando dos amantes lesbianas se pegan el lote en una pantalla. Lo que hemos ganado en mansedumbre lo hemos perdido en alborozo y en capacidad de sorpresa. Los jóvenes han crecido en un mundo donde cualquier preferencia sexual ya no tiene más chicha ni más morbo que cualquiera; y los viejos, que han sido reeducados en clínicas muy caras de las montañas suizas, ya presumen en su mayoría de no excitarse con las mismas cosas de antaño.

Las viejas masculinidades, en cambio -al menos las que todavía no hemos entrado en la pitopausia demoledora- aún tenemos alegres erecciones cuando dos mujeres como Gina Gerson y Jennifer Tilly comienzan a acariciarse los pechos y a besarse con las lenguas juguetonas. Esta erección involuntaria -pero muy potente- que me ha sobrevenido en el momento más caliente de “Lazos ardientes” posee un 70% de orgullo -porque a mi edad ya no son todos los que pueden sostenerla- y un 30% de culpabilidad, por seguir, sí, excitándome con un amorío que ya no tiene nada de excepcional ni de morboso. Esta erección ha sido, como todas la erecciones, un acto casi reflejo, enraizado en capas muy profundas del subsuelo. Una reacción bioquímica irremediable. Una vergüenza, quizá, en un hombre decente del siglo XXI.

Hoy, en la piscina, en ese trance mental que llega cuando ya has perdido la cuenta de los largos y de los cortos, he ido elaborando un pódium de escenas para rebozarme todavía más en el barro primordial. En el número 1, por supuesto, está Adèle Exarchopoulos enamorada de Léa Seydoux en “La vida de Adèle”; en el número 2, Naomi Watts aferrándose a la última esperanza en el cuerpo de Laura Helena Harríng, en “Mulholland Drive”; y en el número 3, quizá por reciente, quizá porque mi memoria no es tan fértil como yo creía, estas dos mujeres de “Lazos ardientes” que lograron salir de una trama mafiosa de mil pares de cojones metafóricos pero también muy reales y agresivos.




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Matrix

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Para mí, ver “Matrix” es como leer “El capital” del abuelo Karl: una explicación del mundo laboral. De la explotación del hombre por el hombre. O por las máquinas. Verdades como puños, y recordatorios como templos, aunque en el caso de “Matrix” se expongan de un modo metafórico por el bien de la taquilla, y vengan disimuladas con hostias de Hong-Kong y ensaladas de disparos. 

El éxito de “Matrix” -su huella profunda en la cultura, su mensaje milenarista justo cuando rematábamos el segundo milenio- se debió a que cualquiera pudo interpretar el argumento a su antojo. Hay para todos. "Matrix" fue como aquel anuncio de la Coca-Cola que vendía el elixir para los listos y los menos listos, los altos y los bajos, los tímidos y los extrovertidos... 

Los hermanos Wachowski -ahora ya hermanas- acertaron con un argumento clásico, de griegos filosofando en el ágora o de germanos bigotudos dando clases en la universidad. ¿Qué es la realidad? Ésa es la gran pregunta que flota sobre todas las demás. Para los creyentes, la realidad sólo es el Más Allá y el mundo apenas un tránsito que dura un pestañeo. Para los físicos teóricos, la realidad es algo en verdad incognoscible; si acaso, el colapso de una función de onda provocado por el observador. Para el obispo Berkeley, en cambio, que no estaba tan alejado de los físicos teóricos, la realidad sólo es un sueño de Dios, un artificio que parece tangible pero en realidad es inmaterial. Puro Matrix si lo piensas. 

¿Y para un bolchevique? Para nosotros, que ya sólo le hablamos a los pájaros, la realidad es la explotación humillante de los trabajadores. Todo lo demás es interesante pero improductivo. Charlas de café. Los humanos de “Matrix” convertidos en pilas son la imagen perfecta de nuestra opresión: porque qué otra cosa somos, si no bestias engañadas, entretenidas con las pantallas de colores, mientras los amos nos ordeñan los vatios para pagarse sus lujos y reírse de nosotros desde lejos, o desde muy lejos, mientras navegan en sus yates o nos sobrevuelan con sus jets. 



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Austin Powers 2: la espía que me achuchó

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María Umpajote, Marifé Lación... Es que las recuerdo y me troncho por la mitad. Y Johnny Mentero, como jefe de la cuadrilla. Y un gordo cabrón llamado Gordo Cabrón... Personajes inolvidables. Puro acervo cultural. A la altura de Sancho Panza y de Dulcinea del Toboso, que también tenían algo de juego de palabras.

A lo tonto a lo tonto, Mike Myers y su doblador Florentino Fernández han dejado memes inmortales para la gente como nosotros, criada en el arrabal: el mojo, y el "¡oh, sí, nena!", ,y por supuesto, el personaje -y el concepto- de Miniyó. Miniyó, con tilde en la o y dedo meñique sobre los labios.

Miniyó es el deshueve absoluto. Un actor enano, por cierto, porque los acondroplásicos también tienen derecho a trabajar. Miniyó es la aspiración máxima de cualquier padre con hijo o de cualquier madre con hija. No sé si las podemitas dirían “Miniyá” o “Miniyé”. A saber. Tampoco creo que Austin Powers esté precisamente en su santoral. Miniyó es un clon no clonado del todo. Una versión mini que sigue nuestro rollo y guarda un  parecido más que razonable. El orgullo de la sangre. El egoísmo profundo del ADN. La tontería fatal de todo progenitor.

La última vez que vi “La espía que me achuchó” fue precisamente junto al Miniyó de mis cromosomas. Aunque él sea más bien Miniellla... De eso hace ya doce años que han pasado como si fueran doce segundos. Apenas unas campanadas de Nochevieja. Miniyó tenía por entonces trece años más inocentes que el asa de un  cubo. Recuerdo que ni siquiera se enteró de la coña marinera de Marifé Lación... O quizá sí, pero no le vio la gracia por ningún lado. Él siempre fue mucho más maduro que yo, que vivo anclado en una preadolescencia con canas en las sienes. En una especie de progeria ridícula de la cinefilia. 

En mi caso debe de ser el mojo, que aún burbujea por las venas. Ya no es edad, pero ahí está, desafiando a la entropía y a la fecha de caducidad. Mi mojo es mi orgullo y mi condena. Mis esperanzas de maduración pasan por su completa evaporación, pero ni las canículas del verano han podido, de momento, con su densidad de agente secreto.



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Austin Powers: misterioso agente internacional

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Me he reído mucho viendo esta estupidez. Esta sandez elevada al cuadrado. Porque la película, salta a la vista, es una majadería pensada solo para divertir a los majaderos. Y eso es lo triste: que a mí me toca. A mí me vale. Porque me troncho. Me parto el ojete. No debería, nena, ya lo sé, pero lo hago. Por gustos así -tan zafios y tan pueriles- te quitan el carnet de cinéfilo y te envían la Mancha Negra las mujeres.

Me he reído como un bobo, o como un bonobo, porque también había algo simiesco en mis risotadas. Algo muy primario, de cuatro millones de años de antigüedad en el árbol evolutivo. Caca, culo, pedo, pis... y el acto reproductivo. Es una mezcla imbatible para los espectadores de lenta o nula maduración. Los chistes de mingas y melones son como un embrujo para mí. ¡La zafiedad al poder! Y en “Austin Powers” hay muchos chistes así. Macanudos, nena. Pistonudos...  Joder: hacía siglos que no oía esa expresión, pistonudo, desde los tiempos del patio del colegio: Butragueño es pistonudo, o las domingas de Marta Sánchez son pistonudas. Mamá, he sacado una nota pistonuda en matemáticas...

Me he reído -eso también es verdad- bajo la presión de un complejo de culpa que ha estado ahí todo el rato, latente y pelmazo, pero que no ha llegado a joderme del todo la función. Con los años he aprendido a dejarlo amordazado en su lado del sofá. Cada loco con su tema y cada uno es como es. Supongo que no hay cinéfilo que no guarde un cadáver en su armario, y yo tengo unos cuantos cuando llega la hora de reírse. Los voy desempolvando según mi estado de ánimo y hoy le tocaba plancha y almidón al cuerpo presente de Austin Powers.

Aun así, aunque me autojustifique, sé que tengo el gusto perdido y el alma podrida. Nueve de cada diez adultos consultados consideran que “Austin Powers” es una mierda pinchada en un palo. Una película hortera y chabacana. Una broma de mal gusto. De hecho, las payasadas de Austin Powers ya están incluidas en el “Índice de Películas Prohibidas por la Nueva y Santa Inquisición”. 




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Superestar

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Creo que nunca vi dos minutos seguidos de “Crónicas marcianas”. Era un mundo incomprensible para mí, ajeno y endogámico. Aquello del Mississippi sí que lo veía un poco más, en la cadena rival, pero sólo porque salía Lucas Grijander haciendo homenajes a Chiquito de la Calzada, que es el santo fundador de nuestra cofradía de payasos. 

La verdad es que la noche del mainstream nunca ha sido mi varadero. En aquella época, por ejemplo, los marcianos de la tele siempre me pillaban viendo la copa de Europa o la película de las diez que daban en Canal +; y luego, a las doce, mientras me tomaba el Cola-Cao, sintonizando el informativo de CNN + para ver a Leticia Ortiz dando las noticias del día. Qué guapa era, jolín. Y qué guapa sigue siendo... Yo estuve enamorado de ella mucho antes que el puñetero príncipe de Beukelaer.

No vengo aquí a presumir de haber sido un no-televidente de “Crónicas marcianas”. Cada uno pierde el tiempo como quiere y el mío siempre lo pierdo persiguiendo un balón con la mirada. No había altura intelectual en el programa de Sardá, pero tampoco la había en un Inter de Milán-CSKA de Moscú o en Ferencvaros-Rapid de Viena. O sí, pero sólo un poquito más: lo que tiene el fútbol de metáfora o de esfuerzo colectivo. Yo vengo de la purrela y en la purrela me solazo. Nunca se produjo el salto de calidad ni el refinamiento de los gustos.

Y así, con tan escaso bagaje -apenas aquello de Boris Izaguirre enseñando el cilindrín y una noción muy básica de quiénes eran Tamara Seisdedos y toda su cohorte de Friquilandia- me embarqué en esta serie creada y perpetrada por Nacho Vigalondo al regazo de los Javis. 

Yo venía a recuperar un poquito de nuestra historia televisiva pero he acabado perdido entre gentes desconocidas o irrelevantes. Sólo he visto completo el episodio dedicado a Leonardo Dantés porque él sí es un viejo conocido en los entornos futbolísticos: un compositor como la copa de un pino de himnos ridículos y cánticos sandungueros. Un ídolo, y un referente. Lo que hace Secun de la Rosa con su personaje es un milagro del suplantamiento. 




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