Joel

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Uno de los comportamientos más extraños y menos animales del ser humano es la adopción de una criatura que no pertenece a nuestra sangre, que no lleva ninguno de nuestros genes. Dedicar tiempos, recursos, desvelos, al hijo de dos fulanos que nunca conociste y que seguramente nunca conocerás. Hacerle tuyo, entregarle la vida, convertirlo en heredero... Colgarle el apellido glorioso o ignominioso de tus antepasados.

Luego es verdad que hay hijos propios como cuervos e hijos adoptados como perretes. La sangre propia no garantiza nada: los hijos de la biología son tan impredecibles como los hijos de la legalidad. Ellos también son una lotería absoluta, un disparo al azar entre el fusil de los espermatozoides y la diana de las ovulaciones. Hay hijos biológicos tan extraños que a veces no los reconoces, e hijos adoptados tan afines que es como si los hubieras parido de verdad. Es un misterio. Más bien una absoluta casualidad.

Pero aun así, de entrada, la adopción tiene algo de comportamiento no evolutivo. Y además hay que asumir el riesgo de que el niño no sea como tú esperabas. Que no sume, sino que reste, como el polluelo del cuco. El temor a que la ilusión de los primeros días se transforme poco a poco en un arrepentimiento. Que el acto generoso se vuelva contra ti como un boomerang de los dioses traviesos. No suele suceder, pero a veces pasa. Yo conocí un caso muy sonado en La Pedanía, de casi salir en los periódicos. Y en esta película, Joel, el pequeñajo de la timidez extrema y de la cara inexpresiva, también amenaza con destruir el ecosistema familiar. Donde antes había un matrimonio bien avenido, casi sin fisuras, con la economía resuelta y los talantes acomodados, de pronto se abre una falla en mitad del pasillo como en “La guerra de los Rose”. Poca cosa, de momento, pero ya tarea para los albañiles matrimoniales que son los psicólogos y los terapeutas, los opinadores en general.

Joel iba a traer la cuadratura del círculo y de momento solo es un álgebra por resolver.





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El loco del pelo rojo

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A la salida del Museo Van Gogh, en Ámsterdam, pasan por una pantalla todas las recreaciones que el pintor ha tenido a lo largo de nuestra vida de espectadores. Sale un minion con la oreja vendada, y Martin Scorsese en su papel de “Los sueños”, y  la recreación por ordenador que hicieron de Van Gogh en “Loving Vincent”. Sale hasta Willie, el de “Los Simpson”, que no necesita ninguna caracterización porque ya se parece un huevo de por sí, con el pelo pajizo y la mirada de enajenado. Willie, a su modo, también crea arte segando la hierba del colegio, dibujando arabescos y abstracciones que solo Lisa Simpson sabe apreciar por las mañanas.

De todas las recreaciones de Van Gogh que allí se ven, la más famosa, sin duda, es la de Kirk Douglas en “El loco del pelo rojo”. O, al menos, es la más famosa entre los cincuentones como yo, que vimos la película en la tele de nuestra infancia y ya nos quedamos para siempre con la cara del personaje. Para mí Van Gogh es Kirk Douglas y punto pelota. Incluso cuando paseas por el museo y contemplas los autorretratos del pintor -todos parecidos, pero todos diferentes- hay una pequeña parte del cerebro que espera encontrarse en cualquier rincón con la cara de Kirk Douglas para hallar la paz de una pincelada definitiva.

T. y yo pasamos la mañana en el museo, la tarde en los canales, y luego, por la noche, en el hotel, nos pusimos a ver “El loco del pelo rojo” en una versión subtitulada que el wifi de los holandeses, tan europeo y tan moderno, descargó en un santiamén en mi ordenador. La película, la verdad, es una castaña. La sostienen Kirk Douglas y su parecido sorprendente. Lo otro es diálogo engolado y decorados de cartón piedra. Solo cuando aparece Anthony Quinn aquello toma un vigor y un resoplar, como de viento de la Martinica. T. y yo pensábamos profundizar en el personaje de Van Gogh después de la “museum experience” y nos quedamos más o menos como estábamos. Terminamos concluyendo que a Vincent le hubiera venido de perlas un tratamiento con litio. Quizá no hubiera pintado lo que pintó, pero hubiera llevado la vida que siempre soñó, recostado entre los trigales.





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Cowboys de ciudad

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Hay una canción de Javier Krahe que se titula “La Yeti”. Va de un hombre que huye de Mari Pepa, su exnovia, por razones que no se explican en los versos, y “que puesto a poner tierra de por medio, y ya puestos a poner, se enroló en un grupo de alpinistas que iban para el Everest”.

Es justo lo mismo que le pasa a Billy Cristal en “Cowboys de ciudad”, que necesita poner tierra de por medio con Mary Joseph, su mujer. No es que se lleven mal, pero algo no funciona en el matrimonio. Básicamente que Billy acaba de cumplir los cuarenta años y no soporta la rebelión silenciosa de sus vellosidades. Se le caen los pelos de la cabeza, pero le nacen otros nuevos en las orejas, y le salen algunos como escarpias por la espalda. Welcome, Billy...

Y entre eso,  y que el trabajo le aburre, y que los hijos ya pasan de él como de una figura decorativa, la cosa es que la cosa ya no se levanta y eso va abriendo una zanja en el lecho conyugal. Los americanos, para eso, son muy sanotes y muy remirados. Un día sin sexo vale, dos pasa, tres qué le vamos a hacer... Pero no hay matrimonio feliz que resista mucho tiempo tal inactividad.

Así que Billy, para poner fin a la crisis, decide tirar por las bravas del Río Bravo. Para qué dejarse un pastizal -se pregunta- en psiquiatras de Nueva York pudiendo viajar a la esencia del macho americano, del hombre Marlboro, en algún rancho perdido de Nuevo México. Para qué el diván y las asociaciones libres, de resultados siempre tan escurridizos, teniendo a mano el látigo y la cuerda, y un rebaño de cornamentas que bajar del monte a los pastos. Por qué rebajarse a la categoría de Woody Allen pudiendo ser John Wayne en el oeste americano. No puede haber mayor chute de testosterona.

“Cuando todo da lo mismo, por qué no hacer alpinismo”, remataba el personaje de Javier Krahe. O meterse a cowboy. Es igual. En los tiempos del desamor todo vale para el olvido.





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El caso Villa Caprice

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Los ricos siempre ganan. Salvo cuando se mueren, claro. Pero también es verdad que se mueren más tarde y siempre lo hacen con menos dolor. En vida sólo conocen la derrota ocasional frente a otros ricos. A los pobres y a los currantes nos ganan casi sin despeinarse. ¿Por qué?: porque son ricos. La misma palabra lo dice. Rico es “el que siempre gana”, reza el diccionario Forbes de la lengua financiera. Y luego, en el apartado de etimología, se explica que la palabra “rico” viene del prefijo ri-, que significa “sin escrúpulos”, y del sufijo -co, que viene a decir que te jodes como Herodes.

El rico que aparece en “El caso Villa Caprice” es francés y por lo tanto habla una lengua romance derivada del latín. Pero da igual: rico, en francés, es lo mismo que decir rico en arameo o en castellano. O sea: un ladrón sin conciencia. Yo estoy con mi madre en que a partir de cierto nivel de ganancias ya solo se puede ser un chorizo o un mamón. Nada puede ser honrado o legal en las alturas. Y el dueño de un casoplón como Villa Caprice tiene que robar lo que se dice a manos llenas. Quedarse con unas plusvalías de la hostia. Una mansión así sólo pude pertenecer a un chorizo de altos vuelos. Uno de fama internacional y todo. Y además, un chorizo tolerado por la jurisprudencia. Aquí mismo, ay chorizos muy famosos que evaden millones en sus impuestos y luego son tratados como filántropos. Las leyes, en cuanto al latrocinio se refiere, son cualquier cosa menos justas. Los ricos son los que sostienen el Palacio de Justicia y no van a tirar piedras contra su propio tejado.

En “El caso Villa Caprice”, por ejemplo, se ve que un rico es capaz de sortear cualquier ley que se inmiscuya en su delinquir. Solo tiene que mimar a su abogado para salir libre de pecado: ofrecerle cenas lujosas, barcos de vela, prostitutas de lujo o chaperos treinta años más jóvenes... Lo que él quiera. Cualquier cosa para que no se olvide de encontrar la salida del laberinto. Porque cualquier ley esconde una escapatoria, y solo los ricos muy tontos o muy descuidados terminan en la cárcel.





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Víctor o Victoria

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Después de echar el polvo del siglo, Victoria le pide a James Garner la prueba de amor definitivo:

-          Mira, cariño: todo el mundo piensa que soy un hombre. Y como tú vives enamorado de mí y siempre caminas a mi lado, todos te consideran homosexual en un mundo despreciable donde la homosexualidad sigue siendo anatema de los curas y escándalo de la sociedad. Pero yo, querido, no puedo desvelar el secreto de mi identidad porque este trabajo de transformista me da de comer, así que te lo voy a preguntar una sola vez: ¿estarías dispuesto a soportar la vergüenza pública, el señalamiento de los demás, la burla y la chanza, la condena y el desdén, sabiendo que por la noche yo te espero en la cama con la realidad innegable de mi cuerpo de mujer?

Y James Gardner, que no se esperaba tal desafío en el plácido deshincharse de su miembro, entra de repente en el mar proceloso de las dudas. Sopesando pros y contras se hace la picha un lío, y al final, para jugarse la decisión a cara y cruz, se lanza a las calles de París en busca de una señal divina que decida por él.

Y yo me pregunto, antes de condenar su cobardía o su pusilanimidad: ¿cuántos habríamos dado un sí instantáneo a la proposición de Victoria y cuántos habríamos vagado por la madrugada atenazados por el miedo? ¿Cuántos de los que nos consideramos gayfriendlys, tolerantes, ecuménicos, para nada homófobos y casi nada machistas, aguantaríamos en nuestras propias carnes las miradas que nos señalarían?

“Víctor o Victoria” se ha quedado muy vieja en su sentido del humor -los resbalones, los golpetazos, las tartas que vuelan y las señoras que chillan- pero aguanta el tiempo como una campeona cuando habla de cuestiones de identidad. Es una película muy moderna, como rodada antes de ayer. Plantea cuestiones que hoy mismo podrían salir en la edición dominical de los periódicos, alabando lo mucho que hemos avanzado pero denunciando el trecho larguísimo que nos falta por recorrer. 





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El camino: una película de Breaking Bad

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Las películas y las series de televisión son como las misas de los católicos: las hay de domingo y de fiesta de guardar, que son las obligatorias para encontrar la salvación, y luego las hay optativas, de jornada laboral, para encontrar la paz cuando se nos tuerce el humor o compramos algo innecesario en las rebajas.

“Breaking Bad” fue una eucaristía inolvidable, quizá la más sagrada de cuantas se han oficiado en ese pequeño templo que es mi salón, con la tele coronando el altar y mi sofá haciendo de banco del parroquiano. Y mis películas, por las estanterías, alumbrando al dios Heisenberg cuando este se materializaba para cocinar meta con la pericia de un alquimista y almacenar fajos de billetes con la avaricia de un usurero. Las andanzas de Walter White se quedaron en el imaginario colectivo porque todos somos un poco como él, ciudadanos anónimos con un talento oculto, y con un orgullo amordazado, y la estampa del traficante en las camisetas ya es iconografía de nuestro tiempo y del tiempo que vendrá.

De “Breaking Bad”, como del cerdo, lo aprovechamos casi todo, y con sus cien recovecos y sus cien interpretaciones yo rellené larguísimas conversaciones con el hijo y con los amigos, y ahora con T., que acaba de ser bautizada en la fe de los Gilliguianos.

Ayer, para celebrar su entrada en nuestra iglesia, vimos juntos “El camino: una película de Breaking Bad”, ella por vez primera y yo por ganas de acompañarla; y así, por nuestra santa voluntad, convertimos un miércoles cualquiera, laborable y tristón, en una misa de domingo preceptiva. En un Día del Señor por todo lo alto, con ornamentos florales y cánticos de ceremonia. 

Habíamos dejado a Jesse Pinkman huyendo en su coche destartalado, escapando de la balacera, gritando al mismo tiempo por la alegría de vivir y por el miedo a seguir muriendo en otra desventura. Jesse sueña con irse a Alaska, y con perderse entre los muchos fracasados de otras películas que allí viven una segunda oportunidad. Pero para eso necesita lo de siempre, y lo de todos: dinero.





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Better Call Saul. Temporada final.

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La vida tiene casualidades que puestas en un guion nadie se las creería. Ni siquiera en un guion escrito a cuatro manos por Vince Gilligan y Peter Gould.

Ayer, por ejemplo, mientras yo veía el último episodio de “Better Call Saul” y cerraba el universo expandido de Albuquerque y sus proveedores de la droga, T., al otro lado de la cordillera, desconsolada aún por la muerte del agente Hank Schrader, veía el último episodio de “Breaking Bad” sin todavía creerse que Walter White hubiera devenido un criminal cegado por el ego. No estaba pactado este visionado paralelo de ambos finales, que llegaron con apenas veinte minutos de separación en el WhatsApp, “Joder, qué final más bueno, ya terminé la serie. ¿Tú por dónde vas..?”.  Simplemente, coincidió. Los hados se encargaron de que ambos destinos se entrecruzaran en el vasto espacio electromagnético, yo muy tranquilo en mi cama, con el ordenador puesto en la rodillas asistiendo al último timo de Jimmy McGill, y T. hecha un manojo de nervios aovillada en su sofá, con la tele de muchas pulgadas escupiendo la balacera final donde se decidió el destino final de Walter White y Jesse Pinkman.

Yo había tardado siete años en completar “Better Call Saul” en una digestión lenta pero muy saludable, mientras que T. se había zampado “Breaking Bad” en apenas dos semanas de deberes aparcados y sueños hipotecados. 62 episodios como aquellos huevos duros que se comió Paul Newman de una sola sentada en “La leyenda del indomable”. De ahí mi mansedumbre final, y su descomposición por momentos.

Pero ahora, ante mí, ya no queda nada. Dicen que Gilligan ha dicho que volverá y tal, pero yo no veo de dónde sacar hilo para una tercera serie. Los muchos muertos ya están en el hoyo y los pocos vivos siguen a su bollo. T., en cambio superada la llorera y la perplejidad, aún tiene por delante las seis temporadas de la segunda parte del espectáculo: la conversión de Jimmy en Saul, y la conversión de Kim Wexler en su ángel de la guarda.





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Breaking Bad. Temporada 4

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Sí, la temporada 4, sin haber repasado las tres anteriores, porque T. llegó a casa como un vendaval y me pidió que le chutase mis viejos DVD para seguir la trama donde ella la dejó, justo cuando Walter y Gustavo deciden matarse a la primera oportunidad.

T. -que venía muy agitada, un tanto demacrada desde la última vez que la vi- me dijo que no podía aguantar más, que desfallecía, que confesaba ser una adicta a la serie y vivir descoyuntada desde que salió conduciendo de su pueblo. Que las pocas horas que había pasado sin su dosis de metanfetamina  habían sido para ella como el sueño del mono loco, o como la última abstinencia de Renton en “Trainspotting”.

Mientras yo rebuscaba los DVD en la estantería del salón, T. me confesó que llevaba días sin apenas dormir, amorrada al logotipo de Netflix y a la cabecera del Bromo y del Bario. Que no atendía los recados, que apenas comía, que ya ni siquiera descolgaba el teléfono ni atendía a los wasaps. Que por eso había estado perdida, asociable, incomunicante... Que se había encerrado en casa a cal y canto, a pestillo puesto y a persiana bajada. Que la perdonara, pero que la culpa era mía, por haberle recomendado la serie semanas atrás, “¿Cómo es posible que nunca hayas visto “Breaking Bad”..?

Me dijo, nada más desplomarse en el sofá, que a la porra las películas que teníamos programadas, y las otras series, y la vida más o menos en general. Que ella consumía la droga televisiva más pura y ya no podía detenerse. La droga que fabrica Walter White en los desiertos de Nuevo México y que luego vende Vince Gilligan a 11 euros la suscripción. Me dijo– impaciente, nerviosa, casi atacada, porque el viejo aparato tarda en cargar los DVD y primero salen las advertencias de la autoridad- que las horas pasadas lejos de Albuquerque le habían parecido el decimoquinto círculo de los infiernos. Pero que no se engañaba, y que era plenamente consciente de su adicción, y que yo, que también había pasado por estos trances, tenía que entenderla y arroparla. Y ponerle los DVD de una puta vez... Y sentarme a su lado para hacer de pañuelo de lágrimas, y de alivio de tensiones, y de confidente de teorías.





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