La herida
Una quinta portuguesa
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Me paso la vida soñando con retiros asturianos o escandinavos, pero también me valdría, por qué no, un casoplón colonial en Portugal. Una quinta portuguesa en el norte del pais. Un sitio donde llueva con frecuencia y no te ases de calor; que sea barrido por el anticiclón de las Azores -ese hijo de puta- pero también por las borrascas benditas que llegan del Atlántico. Un lugar donde nadie del pasado pueda encontrarme, y si me encuentra, que tenga que pensárselo dos veces antes de coger el coche y luego el burro que sube por los senderos.
Sería ideal, sí, para decirle adiós a todo eso, una quinta sólida y señorial, construida por una familia de cabrones que explotaron mucho a sus esclavos. No pasa nada: se iza una bandera roja en lo más alto del torreón y ya queda limpia de pecado. ¿No bendicen los curas las propiedades de los ladrones? Pero eso sería, claro, si yo fuera el dueño de la hacienda. En la vida real nunca podría comprarla con mi sueldo de funcionario, así que habría que echarle la misma jeta que le echa el protagonista de la película: plantarme delante de la dueña y decirle, ni siquiera en portugués, que soy un jardinero cualificado y simular un dominio vergonzoso de la azada. Y que salga el sol por Antequera. O por el Alto Miño.
Una habitación tranquila con vistas al monte o al mar: no pido más. Si no puedo ser el dueño, ser, al menos, un huésped con privilegios. Silencio. Sobre todo silencio. Con eso me vale. Que la carretera y la fiesta del pueblo queden a tomar por el culo. Para o inferno com isso. Y a ser posible, una conexión por cable, o por satélite, para seguir viendo la liga manipulada de Negreira y al menos indignarme muy lejos de la cueva de Alí Babá.
No sentir saudade por lo que quedó atrás. Por nada ni por nadie. O sólo por los vips. Ya tengo bastante con las pesadillas. Renacer en un país vecino pero distinto. Y sobre todo: no tener que hablar en inglés nunca jamás. No volver a ponerme en evidencia. Portuñol para todo. Para el amor y para el supermercado. Para dar los buenos días a los lugareños y también para alejar a los turistas con indicaciones equivocadas.
Celeste
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Mi historia con “Celeste”:
1. Allá por el mes de noviembre descubro en la parrilla de Movistar “otra” serie protagonizada por Carmen Machi. Esta mujer no descansa jamás y no puede ser por casualidad. Seguramente es una actriz eficaz y todoterreno, pero a mí no termina de convencerme. Reconozco que es un sentimiento irracional y maniático. Muy injusto también. Pero no lo puedo controlar. En su día me perdí el fenómeno “Aída” y desde entonces siempre ando a remolque con esta mujer.
El que diga que no tiene prejuicios parecidos con otros actores u otras actrices que tire la primera piedra.
2. El amigo, en La Pedanía, me dice que soy un prejuicioso y que el primer episodio de la serie anuncia grandes emociones. “Enorme, Carmen Machi”, me asegura. Le prometo que le daré una oportunidad a “Celeste”. No creo demasiado en mis buenos propósitos.
3. Pocos días después, en la radio, Javier del Pino entrevista a un inspector de Hacienda que ha ejercido de consultor para los guionistas de la serie. Cuenta anécdotas muy jugosas sobre la labor detectivesca de los funcionarios. Sobre todo cuando se enfrentan a millonarios protegidos por un ejército de asesores y abogados.
Descubro que Celeste, en “Celeste”, no es Carmen Machi, sino la cantante mexicana a la que ella intenta sacar las vergüenzas. Celeste es el trasunto poco disimulado de la ex novia de Piqué. El tema me empieza a interesar.
Además, cuando se habla de pagar impuestos, me sale una vena bolchevique que late muy fuerte y bombea sangre muy envenenada. Leña al mono. Todo el poder para el soviet.
4. En las vacaciones de Navidad me pongo a ver “Celeste” aprovechando los muchos trayectos en el tren. El primer episodio me engancha; los demás son igual de buenos. Descubro, tonto de mí, que el creador de la serie era Diego San José. Este tipo es el creador de la saga de Juan Carrasco, el político de Logroño. Tres jodidas obras maestras. No me extraña lo de “Celeste”.
5. A la vuelta de vacaciones le cuento al amigo que me ha encantado la serie. “Pues para mí, decepción total”, me suelta. Es el girito final.
Cerrar los ojos
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Cosas que hice en los 162 minutos que duró “Cerrar los ojos”:
- Parar la película al cuarto de hora para ver los minutos finales del Real Madrid en la cancha del ASVEL Villeurbanne. Al final, victoria blanca muy apretada.
- Buscar mentalmente sinónimos de pedantería: cursilería, epatamiento, estomagamiento, pretenciosidad... (¿En qué cueva ha vivido Víctor Erice todos estos años para no saber cómo es el habla coloquial de la gente?)
- Responder a mis contrincantes del Apalabrados, que se me estaban subiendo a las barbas.
- Levantarme para ponerme una copita de vino blanco, a ver si así la película me entraba mejor por el gaznate.
- Parar otra vez la proyección para ver los minutos finales del Arsenal-West Ham de la Premier League. 0-2. Sorpresa mayúscula. Mi Liverpool vuelve a ser líder.
- Hacer memoria de la filmografía de Víctor Erice. “El espíritu de la colmena” era muy bonita; “El Sur”, una obra maestra; “El sol del membrillo”, una pose para culturetas. Creo que no había más, no sé.
- Cerrar los ojos durante diez segundos, no más.
- Quitarme un resto de roña interdigital en el pie derecho.
- Comprobar en el Instagram que no ha bajado el número de mis seguidores. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.
- Imaginar, con envidia cochina, la vida sexual que ha llevado José Coronado a lo largo de su videa: un tipo que vive en mis antípodas mujeriles y que se ha quilado a todo lo quilable del panorama nacional y gran parte del internacional.
- Entrar, precisamente, nada, unos segundos, en Tinder, a ver si algún pez de río o de mar había picado el anzuelo. No ha habido suerte.
- Levantarme a por un yogur.
- Entrar, ya que andábamos, en el Facebook, a curiosear un par de giipolleces.
- Cerrar los ojos otra vez, pero solo veinte segundos, no más.
- Levantarme para ir a mear, pero no como un acto miccionante, sino más bien como una distracción del espíritu. Llevaba los cascos puestos para no perderme ripia de la trama.
-Atender los mensajes de Whatsapp de un amigo, que quería concertar una caminata para mañana.
- Cerrar los ojos, contar hasta sesenta, y comprobar que he clavado el minuto en mi reloj de pulsera.
- Cerrar los ojos.
Girasoles silvestres
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En los tiempos prehistóricos -si son como nos cuentan en National Geographic- a las mujeres les compensaba arrimarse al tipo más macarra de la tribu. Si alguien venía a molestar por la cueva o por el poblacho, el macarra le echaba de allí con un par de yoyas bien dadas del revés. Y si hacía falta traer una ración extra de carne o acceder al mejor acuífero de la comarca, el gachó, muy aficionado a levantar piedras para muscularse, no dudaba en tirar de sirla de sílex para acojonar a los convecinos. Es verdad que el macarra prehistórico -como el macarra de ahora- era un tipo inestable, marchoso en demasía, muy aficionado a ir de flor en flor para esparcir su semilla por los vientres muy diversos. Pero a fin de cuentas -porque si no sus genes no hubieran prosperado, y hoy ya no habría macarras pululando por el mundo -proveía de alimentos y sacaba las camadas adelante.
Pero eso era mucho antes de que existieran Los Picapiedra. De hecho, en “Los Picapiedra”, se ve esa transición de la mujer atávica que suspira por el chulo-putas a la mujer evolucionada que prefiere a un compañero como Pedro Picapiedra o como Pablo Mármol, dos bobolones que salen escaldados de todas las aventuras pero son fieles y buenazos. Betty y Vilma son dos mujeres inteligentes que han comprendido que en la tecnología reside el nuevo poder y el nuevo estatus, y que el tontolaba de la cachiporra ya no es la mejor apuesta para proveer de cuidados y de alimentos.
En “Girasoles silvestres”, el personaje de Julia demuestra que todavía hay mujeres atrapadas en este instinto básico. Cualquier espectador sabe que estos maromos tatuados que ella frecuenta - chulescos, más bien cortitos, amantes de la gresca o de lo paramilitar- no van a proveer de alimentos ni de cariños a sus rapaces. Que son pan para hoy y hambre para mañana. Y también, seguramente, una torta cuando se les caliente la cabeza.
Julia se llevará varias hostias simbólicas y alguna muy contundente antes de comprender que ese tontaina de Álex, ese soso medio guapo y sin remedio, es la mejor opción para encontrar el sosiego y no temer cada mañana por el futuro.
Competencia oficial
🌟🌟🌟🌟
Dos hombres meando el uno
al lado ya son competencia oficial. Un duelo de espadachines. Esgrimistas del
pene con la punta redondeada, aunque disimulen la escaramuza o sonrían con
cortesía. Dos pollas colindantes invitan a la medición automática de las dos
dimensiones. Es tan primigenio como casi inevitable... Yo, por ejemplo, tan
pudoroso como nací, no soy de los que miran, pero sí de los que se siente
observado. La otra, la tercera dimensión, que es determinar quién mea más
lejos, siempre queda truncada por la distancia al urinario, que es fija para
todos. Y aun así, de la potencia del chorro, se pueden sacar algunas
conclusiones.
Quiero decir que para los
hombres todo es campo de batalla. Competencia oficial o soterrada, según el
contexto. Lo que vemos en la película es una competencia a cara de perro -o de
simio- entre dos actores con un ego descomunal, aunque uno diga no tenerlo y el
otro se ría de poseerlo. Da igual: son hombres, y todo es vanidad entre los
hombres. Banderas y Martínez compiten por algo simbólico: la fama. El aplauso
de la crítica y un lugar en las enciclopedias. Pero si hubieran tenido la misma
edad, habrían competido todavía con más ferocidad. A lo simbólico hubieran
añadido lo concreto, lo sexual, el entrechoque de cornamentas. El hombre, lo
sepa o no lo sepa, lo necesite o no lo necesite, siempre está peleando en ese
escenario.
En las piscinas de verano,
por ejemplo, los hombres se tantean de reojo la barriga, la musculatura, la
prominencia del paquete... Mientras el
ojo de los desparejados -o de los infieles- controla el panorama femenino, el otro
ojo establece comparaciones raudas con los posibles rivales. Es el cálculo del
mono, que apenas dura una ráfaga de pensamiento. Yo mismo, que me declaro
pasota y no beligerante, objetor de conciencia en estas lides, reconozco que a
veces me asaltan esas competencias súbitas y estúpidas. Pero yo sé que el
culpable es Max, mi antropoide anterior, que se golpea su pecho peludo mientras
el mío se aplasta sobre la toalla, en la lectura, o flota en el agua, mientras
nado.
El buen patrón
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La primera aparición de Javier Bardem me deja descolocado
porque alguien -no sé quién, no conozco a nadie en ese mundillo- se ha
inspirado en mi apariencia para dibujar su personaje. Hay mucho de imagen
especular en ese corpachón desgarbado y en esas canas expandidas. Cuando llevo
el pelo largo se me pone así, tal cual, ondulado a lo pijo, a lo fashion pijo,
como en las fotos de la escuela.
Los dos lucimos -o deslucimos- una caraza de hombre criado a
biberón que nunca conoció la escasez del frigorífico ni la dictadura de las básculas.
Los dos, ay, llevamos ese aire indefinido entre la mansedumbre del espíritu y
la mala hostia de la sangre. Esa irresoluble contradicción de hombres
tranquilos que rumian por dentro sus encontronazos.
Bardem, eso sí, lleva unas gafas muy distintas a las mías -hace
mucho que me apunté al look de Jean-Luc Godard precisamente porque le odio-, pero
él las lleva como las llevo yo: con una resignación jesuítica que le viene de perlas
para construir su personaje, pero que a mí, a lo largo de la vida, sólo me ha
cerrado caminos promocionales y me ha ubicado en contextos inadecuados. Hay
gafosos de necesidad y gafosos de corazón, y yo soy solo de los primeros.
Paso los primeros veinte minutos confundido, casi en
silencio, lo que no es habitual en mí cuando tengo compañía en el sofá -soy un
turras de mucho cuidado- hasta que N. se
cosca de mi desconcierto, me toca el hombro con suavidad y me dice
descojonándose:
-
Tienes un aire...
-
Joder, un aire... ¡Un ventarrón! -le respondo.
Nos reímos, sí, y gracias a la risa por fin despierto y me
centro en los oficios del buen patrón de “Básculas Blanco”, que es un metomentodo
que no admite la infelicidad de sus empleados. Todo por la producción. El buen
patrón lo mismo ejerce de confesor que de asesor matrimonial. De psicólogo que
de matón profesional. Lo que toque. Un tipo peligroso si le desequilibras el peso
de los cojones, que lleva perfectamente calibrados.
Venga Juan
🌟🌟🌟🌟🌟
Tomando las cañas del viernes, el amigo me dice que no le
gusta la trilogía de Juan Carrasco porque lo ve todo inverosímil y astracanoso.
Que sí, que te ríes, y que Javier Cámara borda su papel, pero que él acaba
distanciándose porque ningún político puede ser así: tan estúpido, tan inculto,
tan metepatas. Mi amigo -que es un soñador y un pedazo de pan- está convencido
de que un auténtico berzotas como Carrasco no puede ser elevado sucesivamente a
la categoría de alcalde de Logroño, ministro de Agricultura y vicepresidente
del Gobierno, para luego encontrar acomodo en una empresa energética de esas
que nos roban a manos llenas. Bueno: esto último sí se lo cree. Lo otro no.
Mi amigo es de los que aún piensa que la política es para
hombres buenos o malvados, pero siempre competentes y decididos. Mi amigo no
termina de creerse que los estúpidos viven infiltrados en cualquier puesto de
la administración, o en cualquier puesto de venta de pollos. Que hay tantos
imbéciles dando órdenes como recibiéndolas; tantos anormales ganando elecciones
como anormales que les votan sonriendo.
Yo le digo que la trilogía de Juan Carrasco es una
comedia ejemplar precisamente porque no se aleja del retrato diario que aparece
en los periódicos. De lo que se lee, y de lo que se sobreentiende: esa risión
vergonzosa de gran parte de nuestra clase política. Y he dicho “gran parte”,
que conste, y no “toda”, como afirman los ultracentristas que luego votan a la
derecha, o los fascistas que tratan de socavar la legitimidad de la democracia.
El amigo y yo estamos enzarzados en una agria polémica -es un
decir - cuando llega un tercer amigo para contarnos la tragicómica aventura del
diputado del PP que hoy mismo, en votación telemática, por hallarse enfermo en
su domicilio, confundió el no con el sí, o el sí con el no, y avaló sin querer la
reforma laboral del gobierno social-comunista. Si su peripecia completa -el equívoco,
y las carreras, y las excusas, y su cara de panoli- no son puro Juan Carrasco, puro
“Venga Juan”, que baje el dios de las telecomedias y lo vea.
La Fortuna
🌟🌟🌟🌟
En La Fortuna sale mucho, casi la que más, una mujer
pelirroja que me lleva de su lado como un perrete incondicional. Reconozco que
babeo mucho en su presencia, y que me pongo retozón y algo pelmazo. Cuando ella
no está, me importan una mierda los galeones y las banderas, y languidezco; cuando
ella reaparece, todo recobra el sentido y yo regreso a la vida. Se parece mucho
al... amor, y puede que sea amor en realidad.
Lucia, mi dueña, no es una mujer demasiado guapa, pero sí es
sexy, deslenguada, procaz, moderna que te cagas. Me chifla. En la vida real, deslumbrado por los pibones, podría
pasarme desapercibida, y sería una pena, y un motivo de autocastigo, porque Lucía
es un fragor de la naturaleza, un animal salvaje, un peligro continuo y una
excitación permanente. Cada vez que Lucía habla en la serie reparte una hostia
-si es un enemigo- o una piropostia -si es uno de los suyos. Por su boca sale
lava de continuo, como en un volcán en erupción. Lava roja, claro, como su
ideología, o como su cabello de fuego, que promete piel blanca y pecas por
doquier, creando una expectación sexual que no se disuelve ni cuando su
personaje se declara más bien ajeno a los hombres. Es más: puede que ese
alejamiento acreciente mi deseo.
Hace poco, porque la realidad es así de caprichosa, leía en
una novela de Kiko Amat que... “las pelirrojas enfadadas son como tigres
desquiciados, son como ballestas mal ajustadas, como cañones poco engrasados.
Cualquiera puede recibir, la culpa ni se considera. Se trata tan solo de
cercanía y pólvora y presión. Física pura”. Pues eso: así es Lucía todo el
rato, una pelirroja enfadada, incluso cuando se enamora o se deja llevar por la
amistad. Igual que una mujer que yo conocí... Lucía es pelirroja, y punto, y en
eso viene a ser la heredera de Maureen O´Hara, que era la reina iracunda de
Innisfree, como Lucía es la reina chulesca de los mares. De los mares del sur,
concretamente, donde La Fortuna fue cañoneada para originar dos
conflictos diplomáticos: uno con la Pérfida Albión, que todavía escuece, y otro
con el gobierno de Estados Unidos, que es como si Andorra les declarara la
guerra en los tribunales.
30 monedas
🌟🌟🌟🌟
El Bien y el Mal no existen. Sólo, quizá, en los contextos
escolares, cuando la seño corrige los exámenes o revisa los deberes. El bien y
el mal -como metáfora de su relativismo, y de su cercanía- siempre se han
escrito con el mismo bolígrafo de color rojo. O de color verde -como hacía una profesora
mía de la EGB- para que el examen corregido
no pareciera una carnicería en la ausencia de saberes. El verde, definitivamente,
era un color más ecológico y compasivo.
Lo otro, la pugna de la Luz contra la Oscuridad -que es el
tema que anima a los buscadores de las 30 monedas - es un maniqueísmo tonto que
ya no se sostiene, aunque sirva para hacer series tan entretenidas como ésta. No existen ni Dios ni el Demonio. O, como aseguran
los cainitas, el Demonio sólo es un funcionario al servicio del primero. Ya lo
cantó Joaquín Sabina mucho antes que el padre Vergara: “Cómo decirte, que el
cielo está en el suelo, que el bien es el espejo del mal / Cómo decirte, que el
cuerpo está en el alma, que Dios le paga un sueldo a Satán.”
El Bien y el Mal se deciden por mayoría parlamentaria, por
normalidad estadística, por consenso de la civilización, pero no son valores
absolutos. Lo que ahora nos parece un crimen, hace siglos era el mandato de los
dioses bondadosos. Puede que ahora nos sintamos orgullosos de algunas conductas
que dentro de algún tiempo causen espanto en nuestros descendientes. Quién
sabe. Para agarrarnos a una certeza ética que recorra todas las épocas, sólo
tenemos una moral natural de andar por casa, que viene a ser más o menos la misma
que heredamos de los monos: cuidar la prole, colaborar en comunidad y defender
lo que es nuestro. El Bien y el Mal, como mucho -y quizá ya es bastante, todo
un logro evolutivo- residen en el milagro empático de nuestras neuronas espejo.
En un puñadico de bioquímica que cabe en la yema de un dedo.
30 monedas, la serie, empieza como un huracán
divertidísimo. Todo es cachondo y terrorífico a partes iguales. Marca de la
casa. Luego la cosa se estanca porque era imposible mantener un ritmo tan
delirante. Para compensar, Álex y Jorge nos muestran el cuerpo desnudo y
palpitante de Megan Montaner en varias escenas de sexo artístico, exigido por el guion, lo que anima -al
menos a este espectador- a no desistir en el empeño. Por fin, en el último episodio, esperábamos asomarnos al Averno verdadero y sólo vimos a un Antipapa saludando
desde un balcón de la provincia de Segovia. Bajonazo.