Prince of Broadway

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Estoy casi seguro -al 99’99 %, porque más es imposible- que no tengo un hijo mío perdido por ahí. Un vástago desconocido que lleve el apellido Rodríguez entretejido en sus cromosomas. Entre las medidas drásticas y las travesías por el desierto, duermo bastante tranquilo en ese sentido. Por las mañanas, como todo hijo de vecino, me levanto esperando una desgracia del destino, pero jamás he temido que aparezca una mujer en la puerta para dejarme en custodia el fruto desconocido de un amor. Sería una sorpresa de la hostia. Un alumbramiento tan improbable que hasta podría compararse con el nacimiento de Jesús. Una cosa entre milagrosa y alienígena. Bíblica. El hito primigenio de una nueva religión.

Lucky, en cambio, el hermano negro que trabaja en Broadway trapicheando con zapatillas de contrabando y copias ilegales de bolsos de Prada, es un pichabrava con mucho éxito entre las mujeres, lo que eleva el riesgo de crear vida humana de manera involuntaria. Parece mentira, la verdad, en estos tiempos tan alejados de los curas y tan informados de los métodos, pero siempre hay imperfecciones de la materia y momentos de pura irreflexión. Y quizá, sólo quizá, intervenciones malignas del Diablo. 

Si echas un polvo de Pascuas a Ramos el riesgo se reduce a un cero con escuálidos decimales, pero si eres el príncipe de Broadway al que pocas princesas deniegan la intimidad de sus dormitorios, entonces no hay que clamar al cielo cuando te dejan el pastel con una bolsa de potitos y cuatro pañales desparramados. Es el karma de los grandes folladores: se lo pasan en grande, pero corren ese peligro desconocido para otros. 

Y aun así, los hambrientos, y los desheredados, nos cambiaríamos por ellos sin dudarlo ni un segundo.



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Sirat

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La música electrónica es perjudicial para la salud. Quizá ése sea, después de todo, el mensaje muy poco esotérico de la película. El evangelio de andar por casa que se esconde entre las energías telúricas y las metáforas redentoras. Quizá los críticos y los adeptos han sobreinterpretado a Oliver Laxe. Quizá -aunque ciertamente se le parezca, por el flipe sideral, por el aspecto de dios buenorro- Oliver Laxe no sea la segunda reencarnación de Jesucristo.

Aparte de quedarte sordo, en “Sirat” se nos advierte que la música electrónica puede dejarte tocado de la cabeza, e incluso tullido de un brazo, o de una pierna, como atestiguan esta banda de cojos y mancos que cruzan el desierto de Marruecos saltando de rave en rave como la abeja Maya saltaba de flor en flor.

La música electrónica - pero eso ya no lo cuentan en “Sirat”- también es muy perjudicial para el amor. Lo fue, al menos, para uno que yo tuve, y que se desmoronó como se desmoronan los grandes imperios que parecían destinados a durar: de sopetón, en un fin de semana tan extraño como estroboscópico. 

Un sábado malhadado, N. me llevó a bailar música electrónica a una discoteca de por aquí. Ella ya sabía de mi reticencia, pero insistió. Me dijo que le daba igual, que sólo quería desmelenarse durante un rato. Que conmigo mirándola se sentía segura y no sé qué... A la hora y media empecé a bostezar en mi taburete. Le hice un gesto para marcharnos. Se lo tomó mal. Muy mal. A la salida me dijo que le había cortado el rollo y que nunca me lo perdonaría. Que la música electrónica era su chute y su enchufe con la vida, y que si estos eran los sábados que yo la regalaba ella prefería volverse a su tierra... Eran las tres de la madrugada y yo tenía 51 años. Ella 50. No hay que irse al desierto de Marruecos para encontrar gente que lleva toda la vida instalada en una rave. 

De hecho, mientras Sergi López buscaba a su hija, yo, ya más curioso que nostálgico, buscaba a N. entre la multitud, a ver si por fin había encontrado un novio madurito - tullido o zumbado- que compartiera sus energías.

(@64scaquespasmatriz_: ya tienes la no-crítica que me pediste hace unos meses. Seas mujer o bot, lo prometido es deuda). 





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The New Pope

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El dinero y el sexo mueven el mundo. Casi siempre para buscarlos y muy pocas veces para rehuirlos. Todo lo demás es tiempo de espera o un desvío por carreteras secundarias. Ochenta años antes de los hechos narrados en “The New Pope”, Liza Minnelli, en el Berlín del protonazismo, cantaba “Money makes the world go round” mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua. 

El Vaticano -incluso el Vaticano un poco complaciente de Paolo Sorrentino- está lleno de gentuza muy poco recomendable: fascistas, viciosos, pederastas, vendedores de humo y manipuladores muy hábiles del Espíritu Santo. Pero tontos, a esas alturas del cardenalato, no creo que haya ninguno. En la carrera eclesiástica, que es la más exigente de todas las profesiones, los más decentes y los más incapaces se quedan en los primeras vallas a predicar entre las ancianas la renuncia a las riquezas y el valor supremo de la castidad. 

Mientras los curas de tropa cuentan estas martingalas a los creyentes, allá, en la Ciudad del Vaticano, en el Meollo del Asunto, los cardenales viven abrumados por sus pecados sexuales, que son muchos y variados, y también angustiados por la idea de que después de varios siglos de escaqueo, el Gobierno italiano les haga pagar impuestos para terminar con sus días de vino gratuito y rosas en el jardín. 

Bragueta y bolsillo: no hay nada más. Por mucho que se revistan de ropajes y de ceremoniales, los cardenales son iguales que nosotros. Nada les distingue de la plebe a la que amenazan con las penas del infierno. Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres y en las mujeres. Ya quedan muy lejos los días en los que se sintieron especiales, casi espirituales, cuando escuchaban la voz de Dios y a veces, durantre unos segundos maravillosos, se creían libres del instinto y de las imperfecciones de la carne.




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La buena letra

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En “La buena letra” no hay banda sonora: sólo silencios, suspiros, deseos reprimidos... Y un cerdo que sorbe la sopa como si nunca hubiera salido de la aldea. La primera vez piensas: bueno, es un recurso dramático como cualquier otro: el tipo tiene hambre, y vive en la España del hambre, y carece de modales refinados. Etcétera. Pero a la tercera vez ya no sabes qué pensar. Ese hozar cerduno rompe la atmósfera insonorizada y se eleva a la categoría de metáfora ininteligible. Es una conducta repulsiva y estomagante, sí, pero seguramente esconde un sentido narrativo que se me escapa. Una cosa ya de culturetas, de exégesis profunda del alma de los personajes. 

En los tiempos de la masculinidad tóxica se decía que estas películas eran “cine de tacitas”. De mujeres que se contaban sus cosas íntimas en las sobremesas del té o del café: las frustraciones sexuales, los devaneos del marido, los logros inigualables de los hijos... Pero ya no vivimos en esos tiempos de expresiones incorrectas. Ni siquiera hay tazas de té o de café en “La buena letra”, porque recuerdo que estamos en la posguerra de los perdedores y que aquí todas las infusiones se hacen con achicoria. Las tazas del matrimonio Casamajor son de latón o de una loza ya muy desconchada. Tazas de pobres, de parias del pueblo, que viven con lo justo porque el marido es un rojo de mierda y la mujer apenas gana cuatro pesetas deslomándose en la máquina de coser. 

Su casa, además, carece de valor inmobiliario en 1940. Hoy, sin embargo, costaría un millón de euros por estar tan cerca del mar y guardar las esencias del mundo mediterráneo. Es lo que tienen los pobres: que siempre nacen en la familia inadecuada, y en el sitio inadecuado, y en la época inadecuada. La diferencia entre la riqueza y la pobreza reside apenas en un puñado de genes, en unos pocos kilómetros, en unos años de desfase en los calendarios. 




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Una quinta portuguesa

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Me paso la vida soñando con retiros asturianos o escandinavos, pero también me valdría, por qué no, un casoplón colonial en Portugal. Una quinta portuguesa en el norte del pais. Un sitio donde llueva con frecuencia y no te ases de calor; que sea barrido por el anticiclón de las Azores -ese hijo de puta- pero también por las borrascas benditas que llegan del Atlántico. Un lugar donde nadie del pasado pueda encontrarme, y si me encuentra, que tenga que pensárselo dos veces antes de coger el coche y luego el burro que sube por los senderos. 

Sería ideal, sí, para decirle adiós a todo eso, una quinta sólida y señorial, construida por una familia de cabrones que explotaron mucho a sus esclavos. No pasa nada: se iza una bandera roja en lo más alto del torreón y ya queda limpia de pecado. ¿No bendicen los curas las propiedades de los ladrones? Pero eso sería, claro, si yo fuera el dueño de la hacienda. En la vida real nunca podría comprarla con mi sueldo de funcionario, así que habría que echarle la misma jeta que le echa el protagonista de la película: plantarme delante de la dueña y decirle, ni siquiera en portugués, que soy un jardinero cualificado y simular un dominio vergonzoso de la azada. Y que salga el sol por Antequera. O por el Alto Miño. 

Una habitación tranquila con vistas al monte o al mar: no pido más. Si no puedo ser el dueño, ser, al menos, un huésped con privilegios. Silencio. Sobre todo silencio. Con eso me vale. Que la carretera y la fiesta del pueblo queden a tomar por el culo. Para o inferno com isso. Y a ser posible, una conexión por cable, o por satélite, para seguir viendo la liga manipulada de Negreira y al menos indignarme muy lejos de la cueva de Alí Babá. 

No sentir saudade por lo que quedó atrás. Por nada ni por nadie. O sólo por los vips. Ya tengo bastante con las pesadillas. Renacer en un país vecino pero distinto. Y sobre todo: no tener que hablar en inglés nunca jamás. No volver a ponerme en evidencia. Portuñol para todo. Para el amor y para el supermercado. Para dar los buenos días a los lugareños y también para alejar a los turistas con indicaciones equivocadas.



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Mi ùnica familia

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Incluso los incultos que nunca la hemos leído sabemos que “Ana Karenina” comienza con una frase celebérrima que dice -gracias, Google- así: 

"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada".

Ya que este blog no deja de ser un diario en marcha, podría hablar de las infelicidades familiares que rodean mis dos rancios apellidos, pero esos detalles escabrosos -lo recuerdo una vez más- sólo están disponibles en la versión de pago, así que me viene de perlas esta película de Mike Leigh para ilustrar la cuestión. Porque si es verdad que la historia del cine podría resumirse en el argumento de chico busca chica, no es menos verdad que también podríamos interpretarla bajo la frase lapidaria de León Tolstoi. Qué son los Corleone, o los Skywalker, la familia de Cassen en “Plácido” o la de Antonio en “Ladrón de bicicletas”, sino familias infelices que se han ido trabajando la desgracia o se la han encontrado sin merecerla. Las familias que no terminan con un loco dentro terminan arruinándose o diezmándose en trágicos accidentes. En realidad, por mucho que sonrían, no hay ninguna familia que no esté podrida por dentro. El cúmulo de agravios y decepciones es un poderoso oxidante celular.

La familia de “Mi única familia” se viene abajo porque uno de sus miembros -en concreto la esposa y madre- ya se vuelto insoportable del todo. Un auténtico cáncer de la convivencia que no recibe tratamiento farmacológico ni ayuda psicológica. Y sin embargo, nadie tiene el valor de mandarla a tomar por el culo o de avisar a los loqueros para que vengan con la camisa de fuerza. A veces lo llaman cariño, o aguante, pero en realidad sólo es miedo a la soledad, o incapacidad de sobrellevar las tareas del hogar. Hay gente como estos hombres de la película que prefiere aguantar a una loca sin remedio a tener que prepararse ellos mismos la cena o hacer la colada los sábados por la mañana.





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Becoming Madonna

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Madonna fue el mito erótico de mi adolescencia. Quedé hipnotizado por sus ojos, y por todo lo demás, desde que la vi gateando en aquella góndola de Venecia. Fue justamente eso: una aparición de la Virgen. Like a virgin... No la conocía de nada y de pronto me pareció la mujer más guapa del mundo. Luego vino el vídeo de “Material Girl” y la fascinación ya se tornó en enamoramiento aristotélico, que es un poco más sucio que el enamoramiento platónico de los inocentes.

Durante años viví secuestrado por ese ideal de belleza, un poco retaco pero de rostro perverso Mi reino por unos ojazos como los suyos... Mi imperio por ese lunar de su cara que yo siempre preferí a la pinacoteca nacional. Y luego ya ves: ahora son las pelirrojas estilizadas las que pueblan mi imaginación en decadencia. 

Cada vez que un compañero del instituto se metía con ella -que si vaya piernas de ciclista, o que si vaya pandero de paisana- yo me convertía en el paladín medieval que la defendía lanza en ristre sobre mi puente. Yo cosificaba mucho a Madonna, es verdad, pero es que tampoco me quedaba otro remedio. Yo hubiera querido viajar a Nueva York para conocerla mejor: apreciar su belleza interior además de la belleza más evidente que a mí me sulibeyaba.  O mejor aún: que ella, que disponía de mucho dinero, viniera a León para conocer al más rendido de sus admiradores; para que viera que yo en el fondo era un buen chaval y que bastaba una palabra suya para convertirme en esclavo arrodillado.

Pero luego, con los años, Madonna tiró por un camino y yo tiré por el otro. Divergimos. Ella se fue haciendo cada vez más rica y planetaria y yo cada vez más pobre y provinciano. Nunca la olvidé, pero ya no la tuve presente en mis oraciones. Y así hemos vivido, culo con culo, hasta que el otro día, mientras husmeaba en el menú de Movistar, descubrí este documental que relata sus comienzos en el mundo de la música: la vida de Madonna antes de que descendiera de un rascacielos para anunciarse entre los muchachos. Y entre las muchachas. Reconozco que en mi estómago aún sobrevivían un par de mariposas que se pusieron a revolotear.



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Borgen. Temporada 3

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En España tenemos sol, y playa, y cervecita fresca en la terraza. Escaqueo laboral y cachondeo por arrobas. Mientras no haya un gobierno que restrinja estos privilegios nos va a dar igual que nos roben otras cosas fundamentales: el dinero público, o la dignidad. 

La gente de este país, cuando llega el invierno, se conjura para dar un vuelco electoral en las próximas elecciones. Son inviernos casi pre-revolucionarios, como aquellos de la escalinata de Odessa y del acorazado Potemkim. Pero llega la primavera y los mismos que en enero juraban no tener ni un puto duro se acomodan en las terrazas y ya no quieren hablar más de política o de corrupciones. “Como en España, en ningún sitio”, te dicen cuando hace solo dos meses renegaban de su país y del carácter incorregible de nuestra raza. Son los mismos, sí, que hace nada soñaban en voz alta con vivir en los países nórdicos del bienestar, allí donde los políticos dimiten y muchas veces dicen la verdad. El buen tiempo es el aliado natural de nuestros explotadores. El sol es el opio del pueblo.

En Dinamarca, en cambio, tienen frío invernal, y playas chungas, y una cerveza cojonuda pero a unos precios desorbitados. Como el clima es arisco y el café también cuesta varias coronas de más, los daneses se afanan en construir una sociedad que funcione y les aporte felicidad por otros derroteros. 

En el palacio de Christiansborg también hay mucho hijo de puta pululando por los despachos, porque los daneses, hasta que no se demuestre lo contrario, pertenecen a la misma especie que la nuestra. Pero allí el sistema funciona, y los mecanismos punitivos están bien engrasados. Más allá de las ventanas donde los políticos discuten o trapichean, en “Borgen” se adivina una sociedad modélica que uno quisiera copiar en este país. Daría tres salmones ahumados por ser Alicia en un país de las maravillas donde hay impuestos rigurosos, servicios públicos y conciencias ecológicas. Gente que habla inglés con soltura para ser verdaderos ciudadanos del mundo y no unos paletos irrecuperables.





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