The Studio

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Aún estamos en mayo, pero por mí ya estaría: “The Studio” es la mejor serie del año. Dudo mucho que venga otra igual. En el negociado de las comedias desde luego que no. 

Seth Rogen y sus guionistas han dado con una fórmula imbatible. “The Studio” es frenética, divertida, demencial... Es imposible dejar un episodio a medias. Hacía mucho que no toqueteaba el teléfono en mitad de una función: siempre hay un agujero en la trama, un marasmo, una tentación de huir antes de regresar. Pero aquí no: en “The Studio” no hay excusas para el bostezo o para la dispersión del espíritu. Comienzan a hablar y ya estás inmerso en las correrías. Ya eres uno más de la pandilla y te lo pasas de puta madre. 

A este lado de la tele todo es una pura carcajada, sí, pero allí, en ese Hollywood recreado, todo es motivo de despido o de meterse otra raya para funcionar. En “The Studio” no hay más que proteína y vitamina saludable: pura chicha de personajes al borde del infarto . 

Sospechamos que esta pandilla de miserables que dirige "Continental Studios" está sacada de la más cruda realidad. Puede, incluso, que la realidad sea mucho peor y que haya cosas que no se puedan ni apuntar. Pero nos da igual. “The Studio” es un canto de amor a las películas. Es incluso didáctica para los que amamos las ficciones por encima de todas las cosas. A estos tipos se lo perdonamos todo. Nos da lo mismo que sean unos peseteros, unos egoístas, unos chulos, unos traidores... Unos hombres deleznables o unas mujeres viperinas. Ellos hacen las películas, y las series, y nosotros besamos por donde pisan con sus zapatos italianos. A ellos les debemos nuestro regocijo, nuestra escapatoria, nuestra salud mental. Son más importantes que los curas, que los psiquiatras, que el 97% de la gente que nos rodea. 

Cuando llega la hora bruja, ellos abren la puerta de nuestra jaula para que volemos durante un rato con las alas extendidas. Sabemos que sólo lo hacen por la pasta, pero les pagamos encantados. Benditos sean.





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Chinas

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Aquí, en el Valle de La Pedanía, tan lejos del barrio de Usera, apenas se ven ciudadanos chinos por la calle. Y si ves alguno, lo más seguro es que venga desde Pekín, de peregrino, buscando el perdón de los pecados por el camino de Santiago. 

La Pedanía no es tierra de promisión para los chinos de la China. Para casi nadie de fuera en realidad. La única minoría inmigrante que ha echado raíces es la caboverdiana, tres generaciones después de que aquellos valientes vinieran a trabajar en las minas de carbón. Los chinos primigenios abrieron un par de bazares y de restaurantes y desde entonces han ido sobreviviendo sin expandirse. No ha habido efecto llamada ni nada parecido. No hay ni media calle, en este entramado urbano, que puedas llamar “barrio de Chinatown”, como en las películas americanas o en los extrarradios de Madrid.

Aquí, tan lejos de la capital de la provincia, caló muy fuerte la tontería de que en los restaurantes chinos sólo servían carne de gato o de abuelete no incinerado, y que disimulaban su sabor con la salsa agripicante. Desde entonces, la clientela que ha mantenido más o menos el negocio es justamente la que también vino desde muy lejos, desde el otro lado de las montañas. De León, por ejemplo, como es mi caso de maestro destinado. Los nativos del Valle son todos de sota, caballo y rey cuando llega la hora de comer: empanada, pulpo y botillo. Les sacas de ahí y el universo se contrae ante sus ojos asustados, que casi se achinan, de puro estupor, ante la presencia de otras sugerencias.

En la capital del Valle acaban de reabrir un restaurante chino que antes naufragaba y la cosa parece que funciona. Lo han puesto muy chuli, la verdad, pero no demasiado asiático en la decoración, sin dragones ni farolillos rojos para no asustar a los nativos. Aun así, sólo ves gente joven comiendo los sábados al mediodía. Ni siquiera las camareras tienen ya rasgos asiáticos. Es probable que los dueños lo hayan vendido todo y se hayan ido a vivir al lado de estas chavalas chinas de la película, tan entrañables y tan desubicadas.




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Black Mirror: Eulogy

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Al contrario que Paul Giamatti en “Eulogy”, yo no guardo ninguna fotografía de mis amores extinguidos. Ni de los que ellas cancelaron ni de los que yo mismo cancelé. Es mejor así. Lo recomiendan en varias webs del desamor y yo sigo fielmente su consejo.

El personaje de Paul Giamatti es un sentimental al que se le retuerce el corazón cuando abre sus cajas de zapatos. Pues mira: él se lo ha buscado. El almacenaje es un error de manual. Sólo sirve para refocilarse en el dolor o para descubrir errores mayúsculos e irreparables. Lo mejor en estos casos es la tolerancia cero con los recuerdos. Yo, por ejemplo, no conservo ni fotos alegres ni fotos tristes. Ni siquiera aquellas -una de cada veinte- en las que salía medio guapo para luego reaprovecharlas. No guardo fotos en el ordenador, ni en el teléfono, ni en el OneDrive... Mis nubes sólo admiten amores en desarrollo. El puro presente. Mi pasado, cuando se quema, no produce ni humo: es una de las ventajas del mundo digital.

Mi objetivo final es que los recuerdos se diluyan y que las caras se emborronen. Yo sería el cliente más entusiasta de esa tecnología prodigiosa que se anunciaba en “¡Olvídate de mí!”: una extirpación quirúrgica de la memoria. Pagaría lo que fuese -es un decir- para que no quedara ni rastro de los amores extinguidos. Como si nunca hubieran existido. Un agujero negro que yo luego podría achacar a un hostión con la bicicleta o a una melopea de campeonato. Una amnesia extraña pero de beneficios incalculables para la salud.

Al traidor ni agua: ése es mi lema. Porque al final todos los amores terminan en una traición. La tuya, o la suya, o la compartida. Las promesas de amor eterno deberían estar prohibidas por la ley y sin embargo seguimos escupiéndolas porque la carne es débil y el espíritu se ve obligado a disimular.

Sin fotos puedes olvidar poco a poco el rostro que te apuñaló. Sin fotos, el rostro que apuñalaste tampoco puede reprocharte ya nada.





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Black Mirror: Bête Noire

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De chavales, en la calle, cuando jugábamos a los superhéroes, la mayoría soñaba con volar por encima de los edificios imitando a Supermán. Otros, los menos, preferían dar hostias al estilo de La Masa, o estirarse como Mr. Fantástico para encestar canastas imposibles. Y al final de la fila, donde los borregos descarriados, estábamos los que añorábamos una visión de rayos X para verles las bragas a las chavalas. Eran otros tiempos, sí...

Yo, además de los rayos X, siempre quise tener los poderes telequinéticos de Carrie, que no era  una superheroína de los tebeos sino un personaje de Stephen King que luego protagonizó una película. Carrie se vengó de los que la habían humillado moviendo objetos mortales con la mente, sin apenas despeinarse. Una venganza bestial, a cara descubierta, en las antípodas de esta vendeta sofisticadísima que perpetra la psicópata de “Black Mirror“. 

A mí me molaba mucho la telequinesia porque con ella podías vengarte de los abusones desde el más recóndito de los anonimatos. Con el arte de la telequinesia -moviendo solo una ceja o girando levemente el cuello como hacía Sissy Spacek- ya podías pincharles una rueda de la bici a veinte metros de distancia, o el balón de reglamento, o hacerles un agujero en el pantalón para que se pasearan por el patio con el culo al aire y fueran el hazmerreír ya eterno de los cotarros. 

Ah, la dulce venganza... Yo entiendo en parte a esta tarada de "Black Mirror". De qué sirve un superpoder como el suyo -que es, por cierto, el superpoder definitivo, la elección continua del futuro más favorable para uno mismo- si no puedes dejar las cosas en su sitio con ciertos personajes. Es el exceso vengativo, y no la venganza en sí, que es justa y honorable, lo que convierte a esta mujer tan parecida a Nicole Kidman en una sádica irritante. La Ley del Talión es lo más recomendable en estos casos: devolver puya por puya, maledicencia por maledicencia, estafa por estafa, mentira por mentira... Gol anulado por gol anulado. De nada sirve ser el Emperador del Universo si no puedes permitirte esos pequeños desahogos. Yo, en eso, le doy toda la razón.




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Black Mirror: Common People

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Esta vez el futuro de “Black Mirror” ya está llamando a nuestra puerta. Charlie Brooker y sus guionistas sólo han tenido que anticiparse unos años  a los abusos hospitalarios que dentro de nada nos sacarán el dinero a navajazos. ¿Cuánto queda para que nos curen una enfermedad grave a cambio de que vayamos soltando anuncios por la boca...? 

“Common People” es un cuento de terror absoluto, aunque parezca -y de hecho lo es- una historia de amor demoledora. El acojone era la intención inicial de “Black Mirror” cuando secuestró nuestra mirada. Anticiparnos el reverso tenebroso de la tecnología y ponernos sobre aviso. Pero luego vino el desbarre, el mainstream, tal vez el agotamiento creativo, y nos fuimos desentendiendo de la serie hasta casi olvidarla por completo.

Pero no hay mal que cien años dure: parece que Charlie Brooker ha vuelto muy fresco y vitaminado. Es como si hubiera pasado, precisamente, por una clínica de rehabilitación neurológica... Esperemos que Charlie no esté en manos de “Rivermind” y que pronto empiece a decir sandeces por no pagar la suscripción Plus + de su terapia psicológica.

Los seguros privados de salud ya funcionan de un modo parecido al que vende “Rivermind”, esa empresa sin escrúpulos que uno se imagina gestionada directamente por el tío del Lambo -¿o al final era un Maserati?- y su novia la Quironesa. La “common people” muriéndose por no poder pagar su seguro y ellos de fiesta en el ático, o en la playa de las Seychelles, dando vivas a la libertad. 

En este año del Señor de 2025 ya hay cosas que cubre la póliza contratada y otras que necesitan una autorización expresa que no siempre se produce. Cuando la cosa se pone jodida empiezan las jodiendas y aparecen las propuestas de ampliación: Salud Extra, Bienestar Premium, Cobertura Óptima y Total... Todo va bien hasta que no aparece la enfermedad mortal que necesita un pastón en tratamientos. Mientras hablamos de gripes o de brazos rotos todo son sonrisas y tías buenas atendiéndote. El día que vaya a hacerme una prueba y me atienda la enfermera menos agraciada empezaré a temerme lo peor.






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La canción

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No veo un festival de Eurovisión desde que Rodolfo Chiquilicuatre compareció en Belgrado con su guitarrita de juguete. Y eso fue en el año 2008, que ya es como si me hablaran, pues eso, de Massiel y el “La, la, la”. El “chiki chiki”, por cierto, también es patrimonio nacional y algún día rodarán una serie explicando su gestación.

Lo de ver al Chiquilicuatre fue una excepción. Un seguir la broma de Buenafuente hasta ver cómo terminaba. Yo mismo, que jamás voy con España en ninguna competición internacional, hubiera dado dinero para que Rodolfo se llevara el premio y fuera declarado digno sucesor de Massiel. Pero fue por eso, ya digo: por la broma, por la cuchipanda, por las ganas de molestar... Llevaba 20 años sin ver el festival y han pasado otros 20 que tal cual. Mi indiferencia puede sonar a postureo intelectual o a desprecio aristocrático, pero es verdad que Eurovisión no me interesa en absoluto: los sábados por la noche siempre hay fútbol, o NBA, o un torneo de los magos del billar. No es que me dedique precisamente a leer a Proust o a practicar la meditación trascendental. Lo mío es la Tercera División del populacho.

Y sin embargo, poco después del “La, la, la”, hubo un tiempo infantil en que el festival de Eurovisión era fecha señalada en el calendario. Esa noche, en mi casa, se cenaba en el salón sacrosanto para no perdernos las canciones, y luego, con la barriga llena, nos sentábamos en el sofá para hacer nuestras quinielas y aprender los primeros números en idiomas extranjeros. Íbamos con España, claro, porque mi madre era una ciudadana ejemplar y yo todavía no sabía que esto es una monarquía bananera moldeada por un dictador.

Creo que la noche que Betty Missiego se quedó a las puertas de la gloria fue una de las más tristes de mi vida. Yo tenía 7 años y lo viví como un trauma de la hostia. Tan es así, que más de cuarenta años después me enamoré de otra india sudamericana que se le parecía un huevo cuando sonreía. A veces la llamaba Betty y ella se mosqueaba. Se pensaba que era por otra cosa y yo trataba de explicarle. Al final, ya ves tú, fue el menor de nuestros malentendidos.



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Rafael Azcona, oficio de guionista

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De niño, en el parvulario, porque los curas renegaban de la democracia y hacían lo que les daba la gana en sus recintos, los retratos de Franco y José Antonio presidían nuestros primeros esfuerzos escolares. Nosotros no sabíamos quiénes eran, o muy lejanamente, y nos daba un poco igual mientras reseguíamos las letras en la cartilla de Palau.

Cuando los rojos que gobernaban en Madrid les obligaron a retirarlas, los hermanos Maristas, cagándose en Cristo, las sustituyeron por un retrato del beato Marcelino Champagnat -que ahora ya es santo- y otro de la Virgen María que inspiraba sus oraciones. Ahí ya no éramos tiernos, pero sí algo creyentes, porque nos habían inculcado el terror de los infiernos y asumíamos la imaginería católica sin mayores traumas ni rebeldías. Hágase tu voluntad.

Al entrar en la Universidad descubrimos que ahora sólo había un retrato encima de las pizarras, pero con dos reyes, rey y reina, encerrados en su interior. Ahí ya teníamos conciencia política y nos jodía cantidad la parejita, pero nadie, que yo sepa, elevó jamás una protesta al rectorado. Quizá era obligatorio que estuvieran ahí, no sé, recordándonos sus estatus.

Ahora, de profe, en la paz de mi aula, en una esquina casi escondida para las miradas, tengo dos retratos muy pequeñitos de Azcona y de Berlanga. Es mi manera de exorcizar tanto retrato escolar del facherío. La foto de Azcona la tengo a la izquierda según miras porque ése es para mí el lugar de privilegio. Berlanga sin Azcona no era nadie, pero Azcona sin Berlanga seguía dando lo mejor de sí mismo. Azcona fue un genio, un referente, un influencer de Logroño. De mayor me gustaría ser como él fue.

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“A mí, las experiencias, sólo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero para nada más”.

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“No me río “de”, me río “con”, porque enseguida descubro que si me río de algo que le está pasando a alguien, eso mismo me está pasando a mí y soy tan imbécil que no me doy cuenta”.

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- ¿Tomas notas, a veces?

- No, porque sostengo que lo que se te olvida es porque no te importa.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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“Vivir es fácil con los ojos cerrados” es el homenaje muy cursi de David Trueba a los españoles que resistieron en silencio los años del franquismo. A esos rebeldes cotidianos que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta por dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un insulto por lo bajini para que no se oyera al otro lado del tabique. 

Javier Cámara, en la película, es uno de estos silentes cabreados que ve en la rebeldía de los Beatles una oportunidad para el desahogo y la apertura de conciencias. Una chance of gold para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar con las extranjeras. 

Victoria Prego nos contó que a la muerte de Franco la mayoría de los españoles sonrieron aliviados porque habian sido demócratas de toda la vida. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara el dictador mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sábado sabadete. Lo que pasa es que la historia siempre la escriben las minorías ilustradas, no las mayorías conformistas, que lo único que quieren es ganar dinero y que los rojos no les graven con muchos impuestos. Nuestra democracia, a efectos prácticos, sólo trajo revistas pornográficas y películas de destape. Esa fue su mayor aportación al espíritu nacional: la alegría de las domingas. Y ahora, encima, nos las quieren quitar. El puritanismo ha cambiado de bando de un modo sorprendente.

Tipos disconformes como el personaje de Javier Cámara había muy pocos. Cuatro lanzados en las universidades que luego vendían sus heroísmos para quilarse a las chavalas. Los tipos como Javier Cámara no querían llevarse una hostia de la Benemérita ni perder su puesto de trabajo. No desplegaban pancartas ni desafiaban a los grises en una carrera, pero también olían la hediondez y soñaban con que Europa viniera a ventilar las habitaciones algún día. 


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