Étoile

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Si Miriam Maisel, en “La maravillosa señora Maisel”, era una pija de Nueva York que triunfaba en los clubs nocturnos de los arrabales, Cheyenne Toussanint, en “Étoile”, es una arrabalera de París que triunfa en el mundo muy pijo de los ballets. Son dos historias complementarias, como de ida y vuelta, cada una el reverso cómico de la otra. 

Esta vez, sin embargo, el matrimonio Palladino no ha apostado por Cheyenne como apostó en su día por Miriam. “Étoile” es una serie magnética cuando esa actriz llamada Lou de Laâge aparece en pantalla: su mala hostia, su desparpajo verbal, su anarquía al mismo tiempo reprensible y estimulante... Su belleza también, claro. Y sus pasos de baile, como de hada gimnástica, aunque supongo que una doble la sustituye en los momentos más comprometidos. Da igual. El personaje de Cheyenne Touissant te apabulla y te enamora; te secuestra y te descoloca. 

Por eso no acabo de entender que los Palladino -en un error que ya es marca de la casa- se desparramen en historias secundarias que carecen de interés. Uno está deseando todo el rato que vuelva Cheyenne al escenario. Y si es posible, acompañada en las réplicas por Luke Kirby, ese actor que cuando desaparece de la trama también estás todo el rato deseando que regrese. Es esa sonrisa de medio lado, y esa vis cómica que sólo tienen los privilegiados de la comedia.

“Étoile” es una serie desequilibrada e imperfecta, como un bailarín en una mala tarde de verano. Pero lo bueno es tan bueno que al final te quedas hasta el último episodio. Podría tirarme el rollo y decir que me acerqué a la serie porque me interesaba mucho el mundo de la danza, pero no es así. De hecho, en Movistar, acaban de liberar el canal Mezzo y cada vez que lo sintonizo y veo un ballet pulso el botón de “Guía” para ver cuándo ponen una sinfonía o un quinteto para piano. La danza no es mi rollo, y sin embargo, viendo “’Étoile”, me iba acordando todo el rato de Nanni Moretti en “Caro Diario”, cuando decía que su sueño verdadero siempre había sido aprender a bailar.




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El hilo invisible

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El personaje de una novela de Michel Houellebecq afirmaba que todas las historias serias comienzan con los amantes acostándose la primera noche. La historia de “El hilo invisible” es, por tanto, mucho más seria que cualquier otra, porque en la primera noche Reynolds no desviste a Alma, sino que la viste envolviéndola en diseños de ensueño. 

Al primer golpe de vista, Alma se ha convertido en su musa y en su modelo. Después de tanto buscar y desechar, Alma, como un regalo del destino, ya es la medida exacta de su cinta métrica y de su imaginación desbordaba. Y al revés: Reynolds, para Alma, aunque ya un poco mayor y maniático, es el hombre indudable que la sacará de la vida real para convertirla en una princesa de cuento y dejarla probarse todos los vestidos antes de que se los pongan las princesas de verdad. El sexo, con tales certezas, es casi redundante en una noche como ésa.

Mientras veía “El hilo invisible” me acordé mucho de N., aunque nosotros, en aquella primera noche, nos desvestimos como dos amantes del montón, nada sofisticados ni originales. No la recordé por eso, sino porque ella se comportaba igual que el personaje de Reynolds Woodstock con Alma: desenamorada de mí, distante, incluso cortante, cuando entraba en el optimismo de la vida. En la vitalidad N. bailaba, viajaba, tonteaba... y se desentendía. Pero cuando le llovía la nube negra recordaba que yo siempre estaba disponible para cuidarla, al otro lado de la frontera. Entonces venía, o me llamaba, y mientras se dejaba consolar me decía que me necesitaba. Y que a su modo, muy particular, me quería.

Yo, por supuesto, deseaba su pronta recuperación; pero su recuperación suponía, ay, que yo volviera a difuminarme. Quizá por eso -como le sucede a Alma en la película -otra parte de mí deseaba que N. no recobrara el optimismo ni las ganas de bailar. Un pensamiento negro, pero en el fondo inocuo, sin setas venenosas de por medio, porque yo la quería tanto que incluso le recordaba las pastillas que tenía que tomar para recobrar la jovialidad y empezar a mirarme como si ya no me conociera. 





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The Master

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La primera vez que vi “The Master” busqué cosas sobre Cienciología en internet. Pero ya no recuerdo apenas nada: sólo que sus dioses son unos extraterrestres cabezones que viajan por la galaxia sembrando una semilla ya no sé si genética o espiritual.

Es por eso que hoy, en la octava ola de calor del verano, me he desmadejado en el sofá para ver otra vez “The Master” a ver si reparaba mis agujeros. Pero al poco he recordado que Paul Thomas Anderson siempre toma caminos extraños y tortuosos y que “The Master” no me iba a servir como libro de consulta. Su película es un acercamiento a la Cienciología -o a una engañifa muy parecida- que a ratos resulta comprensible y a ratos no. A veces convencional y a veces extravagante. Pero eso sí: siempre fascinante. 

“The Master” no pretende ser un biopic desautorizado sobre Ron Hubbard, ni un simposio sobre una religión que parece aún más absurda que las demás. “The Master” es, por encima de todo, la crónica de un empecinamiento pedagógico. Algo así como un remake de “El pequeño salvaje” de Truffaut, donde aquel ilustrado llamado Jean Itard se las tenía tiesas con el niño salvaje de Aveyron. En la película de P. T. A., Lancaster Dodd presume de practicar una psicoterapia capaz de devolver a los hombres al camino recto del equilibrio. Su método es una batalla terapéutica contra la tiranía de los instintos que a ratos parece un psicoanálisis de mi abuelo Sigmund y a ratos una psicomagia de Alejandro Jodorowsky. 

Lancaster Dodd vive muy confiado de sí mismo hasta que se topa con un peñasco en el camino: Freddie Quell, un excombatiente de la II Guerra Mundial alcohólico y sexoadicto. Un tipo desquiciado y enigmático de circuitos neuronales imposibles de reparar. Esa dialéctica imposible entre el profesor orgulloso y el alumno ingobernable será el drama central de la película. En el fondo, la vieja pelea entre la educación y el instinto... El combate filosófico entre la creencia de que los hombres pueden cambiar y la sospecha de que uno siempre es como es y anda siempre con lo puesto, como cantaba Serrat.




                    
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Pozos de ambición

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Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sándwich con dos rebanadas de pan sin nada de mortadela por el medio. Entre las costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas y los desiertos casi africanos. Y a mitad de camino, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza y se asesinaban solo entre vecinos. 

Estos parajes, para su mal, fueron el reclamo irresistible para los aventureros blancos que buscaban emociones fuertes. Ellos -los solitarios, los lunáticos, los de gatillo fácil- fueron sembrando los campos y abriendo los caminos. Mataron a los oriundos y exterminaron a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras ellos, llegaron los carromatos de "La Casa de la Pradera", los empresarios, los obreros, los pastores de almas, los camareros del saloon, las lumis del cancán, los cowboys que se medían las pistolas al atardecer... Y ya por último, para proteger a todo este paisanaje, el sheriff con su estrella y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización al completo.

Los Estados Unidos fueron levantados por tipos -o tipejos- como este Daniel Plainview de “Pozos de Ambición”: hombres de pasta dura y de espíritu inquebrantable. Y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato o por la chiripa. Horadaban por aquí y por allá hasta que se suicidaban desesperados o daban con un manantial para convertirse en capitalistas que rápidamente se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para presumir en sociedad.

Leo en internet que “Oil!”, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con las ideas socialistas de su hijo. Un drama griego que prometía grandes emociones, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor: ese héroe de nuestros tiempos, y de los tiempos antiguos, que casi siempre esconde a un mezquino arrogante en su interior. 




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Boogie Nights

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Cuenta la leyenda -porque es una leyenda, no hay registro en el diario de sesiones- que en 1977, cuando era senador, a Camilo José Cela le pillaron dormido en su escaño. Al parecer, ante la recriminación del presidente de la Cámara, C. J. C. respondió:

- Estaba durmiendo, no dormido.
- ¿Y no es lo mismo? – le afeó el presidente.
- Pues no, como tampoco es lo mismo estar jodido que estar jodiendo.

Me acordé de la famosa anécdota de don Camilo mientras veía “Boogie Nights” porque aquí, contradiciendo un poco al premio Nobel de la Guía Campsa, todo el mundo está jodido y está jodiendo al mismo tiempo. Hablamos, por supuesto, del mundo del cine porno en los años 70, en California, antes de que el videocasete se convirtiera en un electrodoméstico al alcance del proletariado y las películas guarras abandonaran los cines X de las grandes capitales para echar raíces en barrios periféricos muy parecidos al mío, donde la muchachada irredenta fue encontrando poco a poco el sustento y la perdición.

Entre los personajes de “Boogie Nights” hay un poco de todo, como en los viñedos más calentorros del Señor: hay prostitutas, cocainómanos, heroinómanas, erotómanos, pervertidos de catálogo y varios gilipollas que se creen Cecil B. DeMille por filmar mamadas con música suave y ambiente de luces desvanecidas. Unos acabaron en el porno por estar jodidos y otros terminaron jodidos por haber entrado en el cine porno. Los hay, también, que son una pescadilla de jodiendas que se muerde la cola o el rabo sin encontrar nunca la respuesta. Todos, o casi todos, son víctimas de su carácter y de sus circunstancias. Los caminos del Señor son inescrutables y a veces te llevan por los senderos más insospechados. 

Pienso, por ejemplo, en qué hubiera sido de mí mismo si en vez de nacer justo en el medio de la campana de Gauss hubiera nacido con esos 33 centímetros de pollón que luce Dirk Diggler en sus actuaciones. Alguno dirá: cuando vas vestido eso no se nota. Pues fíjate, yo creo que no, que de algún modo te lo captan en la mirada, o en los andares. Los envidiosos, y las mujeres.



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Borgen. Temporada 2

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Después de ver los episodios de “Borgen” siempre me dan ganas de visitar Copenhague. Es más: puede que lo haga el próximo verano si junto los jayeres necesarios. Pero no puedo aplazarlo mucho más: tarde o temprano el siroco africano alcanzará las costas del Báltico en los meses veraniegos y ya sólo nos quedará el Polo Norte para refugiarnos. 

“Borgen” es una serie de gran calado político que además sirve para vender la Marca Dinamarca al resto del mundo. Porque Dinamarca no es solo balonmano ni Eurocopa 92. No se termina en los juguetes de Lego ni en los cuentos de Hans Christian Andersen. “Borgen”, sobre todo, vende un país donde todo el mundo es guapo y se comporta de manera civilizada. Habrá de todo, como en cualquier viñedo del Señor, pero seguro que allí puedes operarte la fealdad en la Seguridad Social y reeducarte la estulticia mediterránea en una clínica puntera en psicoterapias. 

Copenhague no sale mucho en “Borgen” porque casi todo es trastienda parlamentaria y estudio de televisión, pero cuando los políticos se echan a la calle para estirar las piernas o confabular sin miedo a ser escuchados, se adivina una ciudad bonita y transitable, toda limpia y llena de bicicletas. En “Borgen”, cuando llega el verano, el sol no agrede a la gente con mordiscos y bofetones como hace aquí aprovechando la impunidad de las bajas latitudes. El sol de los nórdicos es un dios amable que te acaricia la piel y te invita a tumbarte en los numerosos parques de la ciudad. Es un sol... eso, civilizado. Danés.

Pero lo mejor de todo es cuando llega el invierno y los políticos de "Borgen" traman sus planes con muchos abrigos encima y exhalando el vaho que aquí en España ya es una especie protegida. El invierno en Dinamarca es infantil y acogedor. Es el invierno perdido de mi niñez. Es un invierno crudo y combatible. Hace cuarenta años, en León, te ponías un abrigo, un gorro y unos guantes y te reías del puto verano haciéndole pedorretas. Echo de menos la nieve, los carámbanos, la sal preventiva en las aceras... Quizá viaje a Dinamarca en invierno, y no en verano, a pesar de las pocas horas de luz. De ese modo también será un viaje en el tiempo.



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Amor ciego

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La belleza interior está sobrevalorada. Nadie se fija en ella. Nadie va por ahí sondeando la belleza de las almas ni leyendo los perfiles en las apps En el amor te lo juegas todo a una sonrisa, a unos ojazos, a un escote, a un hoyuelo en la barbilla.... A un cuerpo estilizado. Seguimos siendo monos que primero miran y luego ya lanzan una pregunta.

La belleza interior cobra valor cuando no queda otro remedio: cuando comprendes -a veces muy pronto, a veces demasiado tarde- que la belleza exterior no te admite en su club de privilegiados. Es entonces cuando descubres que había un sol que brillaba dentro de ti, y quizá, también, por analogía, en el interior de los otros desgraciados. Es mejor eso que ponerse a llorar, desde luego. 

La belleza interior es un mecanismo de defensa. Un instinto de supervivencia. Un relato. Expulsados del Paraíso del Fenotipo, los feos soñamos con crear un sistema binario de soles eclipsados que bailan en el cielo.

El tío Friedrich estaría conmigo en que la belleza interior es el pan de los pobres y la resignación de los desheredados. Un premio de consolación. Una zarandaja de Walt Disney. La belleza interior la hemos creado los feos para darnos a valer. La belleza interior es otro opio del pueblo. Una droga muy dura para huir de la realidad. Un refutación lisérgica de lo que descubres ante el espejo. Un autoengaño. Una terapia. Un arranque del orgullo.

Es más: yo estaría por asegurar que la belleza interior ni siquiera existe. La belleza exterior, digan lo que digan, no admite duda: te quita el hipo o te deja turulato. Llega como un mazazo y existen amplios consensos sobre ella. Pero la otra belleza... Todos decimos que somos bellos por dentro y eso tampoco puede ser. Lo que es de todos no es de nadie y carece de valor. 





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Dos tontos muy tontos

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Los dos tontos de la versión original no parecen tan tontos como en la versión doblada al castellano. Aquí, no sé por qué, les han redoblado una tontuna que ya demostraban de sobra por las pintas y por el comportamiento inadaptado. Es un recurso gracioso, sí, pero fallido, que además no se corresponde con la intención inicial de los hermanos Farrelly, que más bien se reían -o se reían “con”- de un par de gilipollas estrafalarios.

La misma palabra “tonto” ya ha quedado proscrita y arrumbada. Si alguien, ya adentrados en el siglo XXI, se atreviera a rodar un remake de “Dos tontos muy tontos” tendría, para empezar, que titularlo “Dos personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos muy personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos”. Puro veneno para la taquilla... 

Además, a Jim Carrey y a Jeff Daniels habría que ponerles a jugar al baloncesto, y proponerles un objetivo de superación personal que no fuera dilapidar billetes de cien ni cepillarse a las pelirrojas del lugar. Y obligarles, en la aventura, en la road movie por las Américas o por las Españas, a ser buenas personas que nunca hacen gamberradas ni tienen pensamientos que mancillen el Sexto Mandamiento. Así los quería el Señor y así los quiere ahora la sociedad evolucionada: ángeles del alma inmaculada siempre risueños y predispuestos. Un melodrama de Netflix conservador y afeitado, pero ya nunca jamás una cafrada divertidísima rodada por los hermanos Farrelly.

Por lo demás, “Dos tontos muy tontos” nos deja el recordatorio de que todos los hombres, tontos o listos, nos convertimos en imbéciles cuando se trata de obtener el favor de una mujer. La berrea nos iguala a todos. Nos vuelve ridículos y exagerados; exhibicionistas y ruidosos. Mentirosos compulsivos, también, que era otra película de Jim Carrey.




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