El tercer hombre
La pianista
Antes de amanecer
Los ensayos. Temporada 2
🌟🌟🌟🌟🌟
Puede que la segunda temporada no sea tan redonda como la primera. O puede, simplemente, que esta vez hayamos venido prevenidos. Nunca habíamos visto una serie tan extraña como “Los ensayos” y la primera vez nos cogió sin equipamiento. Asistíamos a la función como niños boquiabiertos ante el mago. Caminábamos sin brújula y costaba hacer pie sobre las piedras resbaladizas. Nathan Fielder tenía que ayudarnos y sin embargo se plantaba en la otra orilla para salir pitando o para hundirte aún más en el agua, traicionero o extraterrestre, como un reyezuelo loco de su isla.
Sea como sea, el producto sigue siendo único. No hay nada en la parrilla que se parezca ni remotamente a “Los ensayos”. No es comedia, no es drama, no es nada que puedas explicar a la concurrencia... A veces parece una imbecilidad supina y a veces una genialidad inigualable. Puede que sea ambas cosas a la vez. Una tomadura de pelo y también un desafío mayúsculo a nuestra inteligencia. Nathan Fielder podría ser un filósofo contemporáneo o un influencer de pacotilla.
Lo más triste, pero también lo más sugerente, es que quizá nunca lo sepamos. Eso sí: seguirle el rollo -o la estafa- te aleja de cualquier tentación de jugar con el teléfono móvil. Ya digo que es como si te desafiara; como si se pusiera chulito al otro lado de la realidad y no tuvieras más remedio que entrar al trapo como un cabestro..
Viendo “Los ensayos” siempre me pregunto cuántas vidas harían falta para aprender a vivir de verdad. Cuántos ensayos... En mi caso, puesto que soy más bien duro de mollera, calculo que unas mil. Y ni aun así. Yo soy más del gremio de Rafael Azcona, que en aquella entrevista con David Trueba soltó lo que podría ser la refutación empírica de “Los ensayos”:
“A mí, las experiencias solo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero nada más”.
Septiembre 5
🌟🌟🌟
Babygirl
🌟🌟
Si “Eyes Wide Shut” terminaba con Nicole Kidman pronunciando la palabra “follar”, “Babygirl”, un cuarto de siglo después, comienza con Nicole Kidman follando con un brío desatado. Un verdadero empalme. Una elipsis narrativa a la altura del hueso espacial de Stanley Kubrick.
De hecho, si hacemos caso omiso de algunos detalles, Nicole Kidman podría estar interpretando al mismo personaje. Las dos Nicoles son turbias, inteligentes y viven en los barrios caros de Nueva York. Las dos tienen fantasías sexuales que sólo confiesan al marido cuando ya no queda otro remedio o cuando un buen porro desata su lengua retozona. Eso sí: en “Babygirl” el marido de Nicole ya no es Tom Cruise -que seguramente se decantó por las orgías que celebraban los millonarios- sino Antonio Banderas, que también es guapo a rabiar y luce unas canas en la perilla que son la mar de seductoras. (A mí, sin embargo, que no soy famoso y vivo en las provincias deshabitadas, se me ha quedado toda la perilla congelada, como de explorador perdido en el Ártico, y las mujeres me bajan mucho la puntuación cuando sacan los cartelitos con la nota).
“Babygirl” quiere ser una película feminista y termina siendo la nueva entrega de “Cincuenta sombras de Grey” o la segunda parte de “Nueve semanas y media”: puro morbo sobre las alfombras. Sexo raro y enfermizo. Pocos espectadores van a sentirse incómodos o aludidos por la ridícula polémica. “Babygirl” podría haberla rodado cualquier ser humano no gestante y no nos habríamos ni enterado. Así de confusa y de contradictoria resulta su reivindicación.
(Nicole Kidman -por cierto- sigue enseñando un cuerpo de anglosajona longilínea y perturbadora. Pero ella, claro, lo tiene todo a su favor: la genética, y la pasta, y los tratamientos exclusivos. Eso sí: se ha olvidado de operarse la ceja izquierda, que luce con muchos menos pelos que la ceja izquierda. Alguien de confianza debería decírselo. Hay veces que la mirada se te queda clavada en el descampado y te pierdes parte de la trama).
Mickey 17
🌟🌟🌟
Las películas de clones ya son tantas que podría programarse un ciclo en algún festival veraniego. O en el salón de mi casa, con entrada restringida a espectadoras silenciosas y cultivadas.
El número de clones ya ha alcanzado la masa crítica que necesita Movistar + para habilitar uno de sus diales desocupados cuando andan de promoción o van a subirte el precio de la suscripción. Allí, en “Movistar Clones”, cuando estrenen “Mickey 17” a bombo y platillo –“¡La nueva superproducción del coreano impronunciable que ganó el Oscar con “Parásitos!”- repondrán los clásicos del género para que la chavalada conozca los orígenes y los talluditos nos solacemos con películas más originales que este “Mickey 17” que iba para gran denuncia del mundo y se quedó en un sainete de Factoría de Ficción.
¿Tipos “prescindibles” que viven en el espacio y que al morir son sustituidos por su clon? Eso ya lo habíamos visto en “Moon”. E incluso en la saga de “Star Wars”, donde había un ejército de soldados que eran los clones sacrificables de Jango Fett ¿Clones que se van degradando a medida que las replicaciones genéticas acumulan mutaciones? Ninguna película más divertida para eso que “Mis dobles, mi mujer y yo”, un clásico olvidado de Harold Ramis. ¿Un mindundi al que envían a un planeta remoto para morir y resucitar mil veces en el campo de batalla? Tom Cruise ya interpretó a ese Lázaro de Betania en “Al filo del mañana”.
¿Políticos trumpistas -y ayusistas- que huyen a otro planeta después de devastar el nuestro o de ser expulsados por alguna revolución ya inconcebible? “No mires arriba” ya contenía el germen de la idea. Incluso en la cinefilia de provincias te faltan dedos para seguir enumerando las referencias, los homenajes, los préstamos... las clonaciones de “Mickey 17”.
Queer
🌟🌟🌟
¿Un viaje exótico? ¿En compañía de una amante poco entusiasta? ¿Con destino a un lugar donde puedes consumir droga sin que te molesten las autoridades locales? Joder... ¡yo he vivido eso! Otras mil cosas que salen en las películas no, pero ésta, justamente ésta, sí. Sin ser beatnik ni homosexual me siento interpelado por “Queer”. Aunque sea una película fallida y olvidable. La aventura psico-sexual de Daniel Craig podría ser mi propia peripecia un poco -o un mucho- deformada.
Yo, desde luego, nunca he viajado a las selvas tropicales de Sudamérica para buscar el yagé junto a un muchacho de hielo que ha pactado echar sólo dos polvos a la semana. Pero sí fui una vez a Ámsterdam, en compañía de una mujer que me quería bastante menos de lo que ella aseguraba, a probar la hierba de los holandeses en un coffee shop que viniera recomendado en internet: fumada, o en infusión, o como ingrediente divertido en alguna galleta de fina pastelería.
Al igual que el personaje de Daniel Craig, yo también emprendí aquel viaje enamorado hasta las trancas pero sin ser capaz de engañarme. La culebrilla de la certeza -que es la prima de aquel gusanillo de la conciencia- reptaba lentamente por mi intestino para recordarme que jamás recibiría por su parte el mismo entusiasmo ni las mismas palabras. Lo notas, lo niegas, tratas de sepultarlo y aflora de nuevo al menor contratiempo... A veces pasa y tiene poco remedio. No es culpa de nadie. Yo mismo he sido a veces el espejo poco receptivo y decepcionante. La culpa es... de la sintonía. De las causas ajenas a nuestra voluntad, como en aquellas desconexiones de la tele.
Mi enamoramiento también tenía algo de suicida y de desesperado. Un imperativo, más que un colocón. A veces me quedo mirando al personaje de Daniel Craig y me conmueve. El amor, a veces, se mantiene vivo contra nuestra voluntad. Quisieras no querer, o no querer tanto, pero vas lanzado y no puedes frenar de sopetón. Necesitas una hostia de campeonato, o una pista de arena como esas que ponen en las bajadas de los puertos para ir frenando poco a poco hasta detenerte.