El portero de noche

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Mi padre también era portero de noche, y de tarde, en el cine Pasaje de León. Pero no era un nazi que disimulara su pasado. En aquellos tiempos -como en los de ahora- no era necesario ocultar que te molan los exterminios. Mi padre era más bien todo lo contrario: un anarquista anticlerical. Un Bakunin bien afeitado y con librea de reglamento. Y hasta con gorra de plato, como de sereno o de bedel -para nada la gorra de las SS que lucen Dirk Bogarde o Charlotte Rampling en la película- cuando llegaba un gran estreno a la ciudad y había que sonreír a las fuerzas vivas que se presentaban: el señor alcalde, con o sin señora, y el presidente de la Diputación, y los empresarios locales, y quizá hasta el señor obispo si la película no presentaba ningún peligro para el orden moral o la decencia. Mi padre no era nazi, ya digo, pero tenía que dar las buenas noches a los prebostes del fascismo. 

Ya sé, me desvío... Pero es que la película se me ha ido entre divagaciones. Está tan pasada de moda, tan pasada de rosca... Ni Dirk Bogarde con su careto indescifrable ni Charlotte Rampling con su belleza perturbadora son capaces de sostener este desvarío de Estocolmo que tiene lugar en los catres de Viena (por cierto: otra Viena entrevista, o filmada de lejos, por mucho que esa estafadora de la IA incluya “El portero de noche” en su algoritmo).

Thibaut Courtois... Él también es un portero de noche cuando el Real Madrid juega sus partidos tras ponerse el sol, en el recinto sagrado del Bernabéu o en los templos paganos donde nos escupen cantos irreproducibles y los árbitros -vestidos de negro como los oficiales de las SS- nos atracan a mano armada con la Luger de su silbato. Es el martirio de los nuestros; otra vez la persecución de los cristianos. Thibaut no sé si es nazi, pero seguro que vota a partidos afines para que no le quiten lo que es suyo cuando toca declarar sus ingresos millonarios. Son nuestros muchachos, sí, pero fuera del césped no aprobarían el más amable de los cuestionarios.




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El tercer hombre

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Este verano, después de visitar la casa de mi abuelo Sigmund en Viena, espero tener tiempo libre para recorrer los escenarios de “El tercer hombre”. Los que queden en pie, claro, porque ya han pasado tres cuartos de siglo y en la película se ve mucha actividad en segundo plano de obreros que desescombran.

El paseo será una obligación para el turista y un placer para el cinéfilo. He averiguado incluso que existe un museo dedicado a la película, con carteles originales y objetos que se usaron en el rodaje. Y en el altar mayor, como un dios que lo ilumina todo, la cítara con la que Anton Karas tocó aquella música inolvidable. Para los cinéfilos de provincias primero existió la música de “El tercer hombre” y luego ya la película, que veríamos por primera vez, supongo, en algún ciclo para gafapastas que patrocinaba la Caja de Ahorros. 

No me extraña que los vieneses le tengan tanto cariño a “El tercer hombre”. Al menos sale Viena, aunque un poco inclinada y fantasmagórica, y no como sucede en otras películas que la IA incluye en su lista de “Películas rodadas en Viena”, y que luego resulta que lo que se ve es mínimo, o acelerado, de tal modo que si luego descubrieras en IMDB que las localizaciones pertenecen a Palencia o a Pernambuco no te sorprendería en absoluto. 

Pero “El tercer hombre” no: aquí no hay trampa ni cartón. El portal donde se escondía Orson Welles con su gato zalamero todavía sigue ahí, en una calle de nombre impronunciable como todas las de Viena. Habrá que echarle una fotica, por supuesto. También permanece en pie el hotel donde se alojaba, y un par de cafés que son centrales en la trama. Habrá, por supuesto, que recorrer la avenida del cementerio por donde Alida Walli paseaba su desdén, y después, si no te atracan a mano armada en la taquilla, subirse a la noria del Prater donde Orson Welles veía a los hombres como puntitos rentables y prescindibles, tal como hacen los empresarios que ponen sus nidos carroñeros en lo más alto de los edificios.




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La pianista

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Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro. Lo decía Laura Dern en “Corazón salvaje” después de echar un polvo clarividente. Y tenía más razón que una santa: ahí estamos todos, a dos pasos de la frontera, primates a medio civilizar y muy raritos en la intimidad. 

Lo que pasa es que luego hay personas asalvajadas y otras que llevan una pedrada considerable. Ellos, y ellas, son las exageraciones que dan de comer a los psiquiatras y proveen de argumentos a los cineastas. Mi vida, por ejemplo, como la de usted, no daría ni para estirar tres minutos un congreso internacional de psiquiatría. Y en una ficción, apenas serviría para rodar un corto documental sobre la vida gris en las provincias. 

La vida de Erika, en cambio, la pianista de Haneke, hubiera dado para crear un culebrón de varias temporadas si las plataformas que producen series como chorizos hubiesen existido en 2001. La aventura sexual de Erika -por llamarla de alguna manera- no es, desde luego, la Odisea en el espacio, sino una tragedia griega en los conservatorios de Viena.

Precisamente fue allí, en Viena, donde mi abuelo Sigmund advirtió que la sexualidad del mono, al ser reprimida, produce perturbaciones sísmicas en la psique: las neurosis, y las psicosis, y las locuras genéricas a veces tan grandes como un piano. Tampoco tengo claro que Erika, la pobre, de haber nacido cien años antes, hubiese acudido a la consulta de mi abuelo en la Berggasse 19. Seguramente no, porque ella, fuera de la intimidad de los dormitorios y de los cuartos de baño, no da síntoma alguno de locura. Erika es rígida, sí, malencarada, pero no tiene espasmos ni suelta palabrotas como hacían las clientas clásicas de mi abuelo. 

Es más: Erika es bien recibida en la buena sociedad vienesa porque clava las sonatas de Schubert al piano. Erika es talentosa, sí, pero con limitaciones. Iba para concertista y se quedó en el magisterio. Michael Haneke explica que en alemán existen dos palabras distintas para el concepto de pianista: pianista, propiamente dicha, y tocapianos, que es quien jamás llega a la excelencia. En castellano tenemos al escritor y al juntaletras. Lo sé demasiado bien... Es un poco ese concepto. 


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Antes de amanecer

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Nunca vi una mujer más guapa que Julie Delpy en “Antes de amanecer”. Bueno, quizá sí: Christina Rosenvinge cantando “Chas y aparezco a tu lado” con aquel gorrito guevariano. 
 
También es verdad que a Julie, con los años, se le fue poniendo cara de arpía. Los años no respetan a nadie y acaban sacándote las vergüenzas. En las secuelas de “Antes de amanecer” -y no “Antes DEL amanecer”, como me empeño en escribir- Julie perdió el encanto de aquella francesita que paseaba enamorada por la noche de Viena. Julie seguía siendo guapa, claro, porque quien tuvo retuvo, pero su mirada se había vuelto extrañamente fría y atravesada. Sus palabras aún hablaban de amor con Ethan Hawke- un pedante y un plasta de campeonato, por cierto-, pero su rostro agripicante lo desmentía de continuo. En el atardecer de sus vidas, y en el anochecer de sus energías, aquel romanticismo de Viena ya no era más que un affaire de juventud. 

Cada cual sufre su transformación como puede: a mí, por ejemplo, se me está quedando cara de memo, o de intelectual pasado de rosca. Parezco un cardenal italiano que lleva años estudiando teologías desligadas del mundo terrenal. Así que dentro de un mes, si el Señor así lo dispone, pasearé esta jeta por las calles de Viena persiguiendo el fantasma de Julie Delpy por las esquinas. Después de visitar la casa familiar del abuelo Sigmund -al que ya debo una visita de nieto pródigo- Julie será una excusa como otra cualquiera para patearme la ciudad. 

Porque yo, en realidad, he regresado a la película para hacer un recorrido previo por Viena, no para recargar las pilas de mi romanticismo ya otoñal y decadente. Si buscas en la IA “películas rodadas en Viena”, “Antes del amanecer” es la primera que aparece. Pero luego, a la hora de la verdad, Viena sale muy poco, siempre de fondo, o de soslayo, y lo que se muestra es más bien recóndito y especialito, fuera de las rutas del turista simplón y poco dado a los rinconcitos.

La enseñanza que me llevo de la película es que habrá que ir con cuidado porque al parecer hay mucho sableador por las calles: gitanas que leen la mano, y poetas que te venden versos cursilones, y violinistas que te asaltan tocando sonatas de Mozart o de Schubert que prefieres escuchar en el hogar. Mucho plasta de cuidado. 



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Los ensayos. Temporada 2

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Puede que la segunda temporada no sea tan redonda como la primera. O puede, simplemente, que esta vez hayamos venido prevenidos. Nunca habíamos visto una serie tan extraña como “Los ensayos” y la primera vez nos cogió sin equipamiento. Asistíamos a la función como niños boquiabiertos ante el mago. Caminábamos sin brújula y costaba hacer pie sobre las piedras resbaladizas. Nathan Fielder tenía que ayudarnos y sin embargo se plantaba en la otra orilla para salir pitando o para hundirte aún más en el agua, traicionero o extraterrestre, como un reyezuelo loco de su isla.

Sea como sea, el producto sigue siendo único. No hay nada en la parrilla que se parezca ni remotamente a “Los ensayos”. No es comedia, no es drama, no es nada que puedas explicar a la concurrencia... A veces parece una imbecilidad supina y a veces una genialidad inigualable. Puede que sea ambas cosas a la vez. Una tomadura de pelo y también un desafío mayúsculo a nuestra inteligencia. Nathan Fielder podría ser un filósofo contemporáneo o un influencer de pacotilla. 

Lo más triste, pero también lo más sugerente, es que quizá nunca lo sepamos. Eso sí: seguirle el rollo -o la estafa- te aleja de cualquier tentación de jugar con el teléfono móvil. Ya digo que es como si te desafiara; como si se pusiera chulito al otro lado de la realidad y no tuvieras más remedio que entrar al trapo como un cabestro..

Viendo “Los ensayos” siempre me pregunto cuántas vidas harían falta para aprender a vivir de verdad. Cuántos ensayos... En mi caso, puesto que soy más bien duro de mollera, calculo que unas mil. Y ni aun así. Yo soy más del gremio de Rafael Azcona, que en aquella entrevista con David Trueba soltó lo que podría ser la refutación empírica de “Los ensayos”:

“A mí, las experiencias solo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero nada más”.





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Septiembre 5

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Si yo fuera uno de mis excuñados -el de la cara de merluzo, o el de los whiskys en el puticlub- te diría que yo tenía cinco meses cuando se produjo el atentado terrorista de los Juegos Olímpicos de Múnich, y que por tanto no estoy capacitado para emitir un juicio político sobre el asunto. Es lo que siempre respondían esos indocumentados cuando salía el tema de la Guerra Civil o del Holocausto: ni puta idea, no lo dimos en el insti, yo no estuve allí, ¿tú  estuviste allí para opinar...?, y les funcionaba. Se hacían los tontos -o los muy listos- y se quitaban de encima la hostia de problemas.

De todos modos, “Septiembre 5” no es un estudio político sobre aquel atentado que todavía resuena cuando se celebran unos Juegos Olímpicos. Ni siquiera sirve como preámbulo para volver a ver el “Múnich” de Steven Spielberg aunque te entren muchas ganas de recordar la belleza traicionera de Marie-Josée Croze. “Septiembre 5” va de servicios informativos y de transmisiones por vía satélite apenas tres años después de la llegada de Neil Armstrong a la Luna. Un pasado analógico como de cultura achelense o auriñaciense. La chavalada de hoy en día fliparía si viera por accidente “Septiembre 5”. No terminaría de creerse que sus padres crecieron en una tecnología prácticamente paleolítica, con medio cuerpo todavía en las cavernas. 

Por aquel entonces, en 1972, la tecnología televisiva estaba tan atrasada que en algunos aspectos iba por detrás de la realidad. Porque la realidad, al menos, siempre ha sido en colorines, y en colorines muy vivos, un milagro electromagnético que los televisores modernos todavía no han podido reproducir. En las provincias del subdesarrollo, las teles emitían en un blanco y negro que  nunca era nítido del todo porque siempre salía con electricidad estática o con una neblina temblona como de fiebre muy alta. La culpa era de la pobreza, sí, pero sobre todo de aquellas antenas famélicas salidas de los tebeos de Mortadelo y Filemón, o de la Rúe del Percebe nº 13.




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Babygirl

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Si “Eyes Wide Shut” terminaba con Nicole Kidman pronunciando la palabra “follar”, “Babygirl”, un cuarto de siglo después, comienza con Nicole Kidman follando con un brío desatado. Un verdadero empalme. Una elipsis narrativa a la altura del hueso espacial de Stanley Kubrick. 

De hecho, si hacemos caso omiso de algunos detalles, Nicole Kidman podría estar interpretando al mismo personaje. Las dos Nicoles son turbias, inteligentes y viven en los barrios caros de Nueva York. Las dos tienen fantasías sexuales que sólo confiesan al marido cuando ya no queda otro remedio o cuando un buen porro desata su lengua retozona. Eso sí: en “Babygirl” el marido de Nicole ya no es Tom Cruise -que seguramente se decantó por las orgías que celebraban los millonarios- sino Antonio Banderas, que también es guapo a rabiar y luce unas canas en la perilla que son la mar de seductoras. (A mí, sin embargo, que no soy famoso y vivo en las provincias deshabitadas, se me ha quedado toda la perilla congelada, como de explorador perdido en el Ártico, y las mujeres me bajan mucho la puntuación cuando sacan los cartelitos con la nota).

“Babygirl” quiere ser una película feminista y termina siendo la nueva entrega de “Cincuenta sombras de Grey” o la segunda parte de “Nueve semanas y media”: puro morbo sobre las alfombras. Sexo raro y enfermizo. Pocos espectadores van a sentirse incómodos o aludidos por la ridícula polémica. “Babygirl” podría haberla rodado cualquier ser humano no gestante y no nos habríamos ni enterado. Así de confusa y de contradictoria resulta su reivindicación.

(Nicole Kidman -por cierto- sigue enseñando un cuerpo de anglosajona longilínea y perturbadora. Pero ella, claro, lo tiene todo a su favor: la genética, y la pasta, y los tratamientos exclusivos. Eso sí: se ha olvidado de operarse la ceja izquierda, que luce con muchos menos pelos que la ceja izquierda. Alguien de confianza debería decírselo. Hay veces que la mirada se te queda clavada en el descampado y te pierdes parte de la trama).



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Mickey 17

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Las películas de clones ya son tantas que podría programarse un ciclo en algún festival veraniego. O en el salón de mi casa, con entrada restringida a espectadoras silenciosas y cultivadas.

El número de clones ya ha alcanzado la masa crítica que necesita Movistar + para habilitar uno de sus diales desocupados cuando andan de promoción o van a subirte el precio de la suscripción. Allí, en “Movistar Clones”, cuando estrenen “Mickey 17” a bombo y platillo –“¡La nueva superproducción del coreano impronunciable que ganó el Oscar con “Parásitos!”- repondrán los clásicos del género para que la chavalada conozca los orígenes y los talluditos nos solacemos con películas más originales que este “Mickey 17” que iba para gran denuncia del mundo y se quedó en un sainete de Factoría de Ficción.

¿Tipos “prescindibles” que viven en el espacio y que al morir son sustituidos por su clon? Eso ya lo habíamos visto en “Moon”. E incluso en la saga de “Star Wars”, donde había un ejército de soldados que eran los clones sacrificables de Jango Fett ¿Clones que se van degradando a medida que las replicaciones genéticas acumulan mutaciones? Ninguna película más divertida para eso que “Mis dobles, mi mujer y yo”, un clásico olvidado de Harold Ramis. ¿Un mindundi al que envían a un planeta remoto  para morir y resucitar mil veces en el campo de batalla? Tom Cruise ya interpretó a ese Lázaro de Betania en “Al filo del mañana”. 

¿Políticos trumpistas -y ayusistas- que huyen a otro planeta después de devastar el nuestro o de ser expulsados por alguna revolución ya inconcebible? “No mires arriba” ya contenía el germen de la idea. Incluso en la cinefilia de provincias te faltan dedos para seguir enumerando las referencias, los homenajes, los préstamos... las clonaciones de “Mickey 17”. 




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