La voz humana

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Salvando la voz de Agustín Almodóvar, que en la ferretería del barrio dice parcamente: “Fifty euros”, y la voz del bombero que en la escena final pregunta: “¿Está usted bien, señora?”, sólo hay una voz humana en los treinta minutos que dura La voz humana. Es la voz de Tilda Swinton, claro, que aquí no se llama Tilda, sino simplemente “Woman”, así, en genérico, la Mujer, porque su monólogo de amante despechada es universal, arquetípico, y puede servir de advertencia a las novicias, y de recordatorio, a las graduadas.

¿He dicho monólogo? Pues no, mal expresado, porque el cogollo de la función es una conversación telefónica entre la mujer y el hombre, que son, ya digo, la Mujer y el Hombre. Lo que pasa es que sólo la escuchamos a ella, y ese detalle, que al principio nos predispone a su favor, porque hay que ser de piedra para no compadecerse de alguien que llora a moco tendido, luego, al final, nos deja pensativos sobre las razones del desencuentro. Tilda se nos muestra destrozada, barbitúrica, a punto de cometer cualquier barbaridad, humillada por un fulano que ya no piensa ni aparecer por casa para despedirse, metido ya en la cama de otra mujer más joven o más hermosa. O más rica, a saber, aunque eso parece difícil, porque el nido del ex amor es un loft de la hostia, con decoración exclusiva, y mucho arte posmoderno en las paredes.

Ya digo que uno, de entrada, está con Tilda Swinton y su desamparo, porque quién no ha estado así alguna vez, destrozado por dentro, sanguinolento en las entrañas, pensando que ha tirado años enteros a la basura, como tartas de boda que nunca se comieron. Años de mierda al lado de una persona que era el epicentro de la vida y ahora sólo es un retortijón en la barriga. Pero claro: sólo la escuchamos a ella, y a mí me da que esta mujer tampoco es el paradigma del equilibrio emocional... No sé, cosas mías.

Lo que sí está claro es que el fulano es un cabronazo que no ha recogido a su propio perrete, que es la única voz animal de la función. No ir a despedirse de su ex amante está mal, pero bueno, hay cosas peores. Pero no pasar a por tu perro... Quien abandona a un perro no merece ni una mierda de comprensión.



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Seinfeld. Temporada 1

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Seinfeld es mi comedia preferida. La repaso enterica cada tres o cuatro años, en unos DVD que guardo como oro en paño, preservados del polvo, de la luz solar, de las visitas que me preguntan: “¿Qué podrías dejarme para ver...?” He pensado incluso cambiarles las carátulas, para que pasen inadvertidos: ponerles unas matrículas falsas de película porno, si es una mujer -rara avis- la que me pide material, o unas de “Amar en tiempos revueltos”, si es un hombre el que fisgonea en mi videoteca. Los DVD de Seinfeld son sacrosantos, intransferibles, y valen más que la habitación que los cobija, y que la casa que nos sustenta. Solamente Eddie, el perrete -ni siquiera su dueño-, vale más que ellos. Mi compañero de piso es lo único que valoro más, pero porque los DVD son reemplazables, recomprables, pirateables en caso extremo, y Eddie, pobrecico, no, claro.

Seinfeld vale tanto porque es canela fina, especia raruna, vintage sentimental para cincuentones o pre-cincuentones como yo. Los viejos guerreros del Canal +... Ay, el Canal +, el de la llave blanca donde veíamos Seinfeld y Frasier, el fútbol y el porno psicodélico. A los que llevamos pagando la cuota desde los tiempos fundacionales deberían de amnistiarnos, de concedernos una tarjeta oro, o una black card de ésas, para no volver a pagar en la vida  Es más, Canal +, ahora Movistar, debería pagarnos un sueldo mensual, porque nos pasamos la vida haciendo apostolado de sus programas, publicidad gratuita, todo el día recomendando esto y aquello: el fútbol, y el snooker, y las pelis, y el porno ya no.

Pero bueno, a lo que iba: Seinfeld es mi Santo Grial, mi Arca de la Alianza, y en eso, como en otras muchas cosas, yo estoy con Pepe Colubi, que a veces luce una camiseta de la serie en la televisión. No creo que en los veinte o treinta años que me quedan en el convento vaya a encontrar una serie mejor, así que supongo que Seinfeld ya será para siempre la number one. No es, desde luego, la serie más redonda ni la mejor escrita. En nueve temporadas hubo momentos tontorrones, desfallecidos, abismos culturales y chistes de relleno. Pero lo bueno era tan bueno como el oro encontrado en una mina. Nunca más se han vuelto a ver unos quilates como esos. Larry David y Jerry Seinfeld se aventuraron en las montañas donde nadie se había atrevido a buscar (una comedia sobre nada, sobre la nada más absoluta, pura memez argumental y puro diálogo para besugos) y encontraron un filón que los hizo millonarios Y a nosotros muy felices.





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No matarás

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Empiezo la película remolón, poco convencido, pero al descubrir que el personaje de Mario Casas también lleva gafas, y también es un apocado con pinta de pardillo, se me disparan las neuronas espejo, y me identifico -salvando las distancias, claro- con el personaje. Al protagonista de “No matarás” también le cuesta decir que no, contrariar a los presentes, tomar la iniciativa en los asuntos decisivos. Medio tartamudea y esquiva la mirada si le vienen mal dadas. Todos sabemos que por debajo de las gafas de Clark Kent hay un Supermán del atractivo, de la musculatura, que en la vida real vuelve locas a las mujeres más guapas. Pero en una película la realidad queda en suspenso, y aquí Mario Casas no es el fucker de manual, sino Dani Nosequé, el tontolaba de su empresa, el pagafantas de las mujeres.

Decía que me identifico mucho con el personaje, sí, y más todavía cuando se topa con ese morbazo de mujer en la noche barcelonesa, y en vez de seguir el instinto de huida -que más que instinto es razón y clarividencia, pues se ve, se nota, se siente, que a esa mujer tan atractiva le falta un verano y parte del otoño- Dani, el pajillero, el de la vida tan poco excitante, decide seguir el otro instinto de la vara de zahorí, a ver si hay suerte, a ver si la vida le pega un giro radical y, como poco, se lleva el recuerdo de un polvazo reservado a los sementales más significados. Mejor eso que meterse en casa a cenar una ensalada mientras ve el Huesca-Valladolid, o la enésima película repetida o prescindible. Nos ha jodido.

Yo estoy con Dani. Yo soy Dani. Es más: yo he sido Dani. Le entiendo perfectamente. Mi abuela me decía que tiraban más un par de tetas que cien carretas. Me lo decía cuando yo era chiquitín, sin edad para el deseo, pero ella ya barruntaba, vamos que si barruntaba... Aquí, la verdad, teta muy poca, pero bonita y estilizada, eso sí. Suficiente para arrastrarte a la perdición, como en Camino a Perdición, que era otra película.

A orillas del mar, lejos de mi secano, se dice de otra manera lo de mi abuela: ata más pelo de coño que soga de marinero. Pues eso. Ahí lo llevas, Dani.



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Estoy en crisis

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Estoy en crisis, sí, como el personaje de José Sacristán. Estoy pre-cincuentón, pre-colonoscópico, incomprendido y ojeroso. Sufro la oxidación del escritor fracasado, del madridista irredento, del bolchevique retirado. Del funcionario que ya calcula su jubilación. Los jóvenes, y las jóvenas, ya me tratan todos -y todas, ay Jesús- de señor. Mis pedos huelen cada vez peor y no sé por qué. Será la otra oxidación, la celular, las cetonas, todo eso que estudiábamos en el BUP. Cuanta más verdura como, peor me huele la química. Ahí está el ejemplo de las vacas. Supongo que eso es bueno: que son las toxinas, que se evaporan...

Estoy que no hay quien me aguante, en definitiva. Estoy en crisis, sí, desencantado en general. A mi alrededor hay coetáneos que están mejor y coetáneos que están peor... Pues eso: una crisis de manual, de las de toda la vida. Tampoco he dicho que esté inmerso en una desgracia, o en un conato de suicidio. Sólo en crisis.

 ¿Y cuándo no está uno en crisis?, me pregunto yo. Hay una crisis para cada edad, como hay también una vestimenta, o un alimento preferido, o un mito erótico. Está la crisis del nacimiento, que es el primer golpetazo con la realidad, y la crisis del primer día de colegio, en la que descubres que hay mucho hijoputa suelto por ahí. La crisis de la adolescencia, claro, la peor de todas, de la que algunos no logran salir jamás, ya gilipollas perdidos en su laberinto. La crisis de los veinte, por supuesto, con la primera explotación laboral, y la primera pérdida de fe en el Madrid, siempre fichando a pufos y a lesionados. Luego viene la crisis de los treinta, con la primera cana en el espejo, y la primera pesadilla de mortalidad; y más tarde, diez años después, puntual como un calendario, la crisis de los cuarenta, que ya es la mitad del camino si tienes suerte, ya medio perdido el vigor, y el buen dormir, y la paciencia con los mamones.

Estoy en crisis, sí, y me gustaría curarla como hace José Sacristán en la película, tentando la suerte con jovencitas de buen ver, a ver si pica alguna con el rollo de mis sienes plateadas, de mi cultura acumulada, de mi visión experimentada. Pero todo eso es chufla, y ellas lo saben. Lo huelen a distancia.





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Suspiros de España (y Portugal)

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Fray Clemente y fray Liborio son dos monjes que han perdido la vocación, y que además se han quedado solos en el monasterio, una vez muerto el abad. Sin ninguna razón que los ate ya a la vida consagrada, se lanzarán a vivir la vida de los civiles, de la España moderna, allá en extramuros. Fray Liborio -Juan Luis Galiardo- es un tipo leído y de amplios saberes, mientras que Fray Clemente -Juan Echanove- es un tontalán con las meninges algo lentas, y demasiado altas en calorías. Tan parecidos a don Quijote y a Sancho Panza, que ambos saldrán en busca de una ínsula Barataria que poder gobernar, en este caso una dehesa extremeña sobre la que fray Clemente posee legítimos derechos de herencia.

Los ahora rebautizados como Pepe y Juan recorrerán las mesetas desfaciendo entuertos, salvando damiselas y sorteando contratiempos con picarescas que ellos mismos se perdonan con santiguos y latinajos. Lo más divertido -y también lo más hiriente- de Suspiros de España (y Portugal) es comprobar que la España de Cervantes y la España de la Unión Europea no se diferencian gran cosa. Si cambiamos a Rocinante y al rucio por la furgoneta del pescado, y los caminos polvorientos por las carreteras asfaltadas del MOPU, todo sigue más o menos como estaba. Los curas, los militares y los jueces -las gentes de mal vivir, que decía el dibujante Ivá- siguen gobernando este país como si fuera su cortijo particular, y sólo nos lo dejaran de vez en cuando en régimen de alquiler. Cuando se van de vacaciones, o se despistan con la propaganda. Hasta un rey con belfo seguimos teniendo, aunque ya no pertenezca a los Habsburgo de Austria, sino a los Borbones de Francia.

Rafael Azcona y José Luis García Sánchez, en plena fiebre post-europea y post-olímpica, no se dejaron engatusar por los cánticos de la modernidad, y rodaron esta película para recordarnos que España sigue siendo un país medieval y esperpéntico, y que las academias de inglés, las becas Erasmus y los triunfos deportivos sólo son el barniz de un mueble muy viejo y desgastado. Que llevamos siglos de retraso respecto a los países civilizados, desde los tiempos de la Contrarreforma, y que seguramente necesitaremos otros tantos para recuperar el tiempo perdido. 

Mientras tanto, para entretener la espera, bien está que nos saquen a Neus Asensi en la flor de su edad, y de su hermosura.


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El agente topo

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Un documental sobre la vida en un asilo tiene poco recorrido comercial. Muchos espectadores como yo, indolentes y embrutecidos, huimos del melodrama como de la peste bubónica, y jamás nos asomaríamos a semejante  propuesta porque hora y media de abandonos y soledades, de premuertes y demencias, es mucho tiempo, y además hay demasiadas tentaciones en la programación: el billar y las pelis, el fútbol y las seducciones...

Yo, la verdad sea dicha, no es que esté hecho de piedra, pero he decidido preocuparme sólo por el sufrimiento inmediato, y no por los sufrimientos presentes o futuros. A mí, ahora, lo que me conmueven son las historias sobre cuarentones divorciados, y sobre veinteañeros en desempleo. Mi yo y mi legado. Mi lucha diaria y mi comedero de cabeza. También, porque aún tengo madre, me preocupan las señoras mayores que no están para ir a un asilo, pero que viven solas y se comen mucho la cabeza. Y sobre todo, por encima de cualquier otro drama, me preocupan los delanteros del Real Madrid que parecen la monda lironda cuando los fichamos y luego se regatean a sí mismos, se enredan, se lesionan todo el rato y fallan goles cantados ante porteros vencidos. Esos son mis cuatro pesares actuales, las cuatro nubes de mi tormenta. Todo lo demás -el asilo que acecha en las navidades futuras, por ejemplo- me interesa más bien poco.

Es por eso que para enredarme, y para enredar a otros incautos como yo, Maite Alberdi ha decidido camuflar su documental de película, y de película de agentes secretos además, aunque estemos en las antípodas geográficas y glamurosas de 007. Aquí se trata de resolver el inquietante misterio de un collar que desapareció, de un yogur que no se puso, de una pastilla que se le pasó a la enfermera... Peccata minuta. En los primeros veinte minutos te dejas llevar, y hasta te ríes con alguna patochada de este superagente de la TIA chilena, tan merluzo como uno mismo en el manejo de las tecnologías. Pero el chiste dura eso: veinte minutos. El resto es el documental que siempre quisieron endilgarnos y no sabían cómo.




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Un tipo serio

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Todo el mundo presume de su belleza interior. No hay nadie feo en los intestinos... Allí dentro, entre los tejidos y el bolo alimenticio, todos creemos tener una bondad intrínseca, implantada serie, enraizada en los genes o regalada por Dios. Y no como los demás, salvo honrosas excepciones, que nacieron sin ella, o la tienen anquilosada.

Hace meses, en un chat de internet, antes de que los falangistas asaltaran los parlamentos y yo me escapara por la gatera -o por la rojera-, el gurú nos preguntó por algo íntimo de lo que presumir, y por algo también de lo que avergonzarnos, y daba un poco de vergüenza ajena, la verdad, leer que casi todos respondían que en el fondo -o en la superficie, qué cojones- eran buenas personas, gentes de bien, ciudadanos intachables preocupados por el “bienestar de la gente”. Nos ha jodido... Todavía no he conocido a nadie – ni siquiera en las memorias de los genocidas, de los asesinos en serie, de los políticos corruptos- que se tenga por mala persona. Yo, la verdad, es que ni fu ni fa. Yo, para resumirme, soy... yo, con mis cosas, las buenas y las malas.

Quiero decir, con este rollo, que cuando Yahvé, o Hashem, decide no destruir nuestras ciudades, todo el mundo se cree el único justo entre  los pecadores, como Lot en la Biblia, y se erige en salvador honoris causa de la ciudad, porque ya sabemos que los dioses, cuando encuentran un solo justo viviendo en Sodoma, o en Gomorra, perdonan a todos los demás. Qué jodida tenía que estar la cosa en Hiroshima, en 1945, o en Cartago, cuando los romanos no dejaron piedra sobre piedra...

En la ciudad de Bloomington, en Minnesota, en 1967, el único justo de verdad, el único preocupado en hacer el bien entre los demás -o, al menos, en no hacer el mal, que ya es bastante- es Larry Gopnik, profesor de física, marido cornudo y padre ninguneado. La última mierda del Credo, el pusilánime, el manejable, el tonto útil... El pagafantas. El justo de proporciones bíblicas sobre el que pesa la responsabilidad de que la comunidad no sea arrasada. Hasta que un día se le hinchan las pelotas, comete una de las muchas irregularidades condenadas en la Torá, y Hashem, que andaba vigilando de reojo, decide enviar la tempestad...






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E.T.

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En las madrugadas de mi adolescencia, Carlos Pumares, al que le debo gran parte de esta cinefilia, decía en su programa de radio que E.T. le parecía una buena película, sin más, mientras que Casablanca, por poner un ejemplo, le parecía una obra maestra (“¡¡Obra maestra!!”, gritaba como un maníaco, desgañitándose en las ondas) porque al final, por muchas veces que la viera, siempre había un momento en el que él pensaba: “Ilsa se va a quedar con Rick...”. Pumares distinguía las películas especiales gracias a esos momentos mágicos en los que puede suceder cualquier cosa, aunque ya sepamos lo que va a suceder (y lo que sucede, casi siempre, es que ellas se van con el aventurero, con el gran hombre, el mismo tipo que, por pura lógica, por pura inercia de su atractivo, las dejará tarde o temprano por otra más guapa o más joven. Es ley de vida).

Yo, la verdad, estoy con el señor Pumares en esa apreciación, en esa sutileza del buen gourmet. Pero como soy más joven, y estoy educado en otra cinefilia, me pasa justamente al revés: cuando veo Casablanca sé que Ilsa va a subirse al avión de Lisboa y no va a regresar, y la pena por Rick me dura, como mucho, lo que tardo en cambiar de canal. Está bien, la película, pero no me conmueve. Sin embargo, cada vez que veo el final de E.T. se me parte el corazón, y se me escapa la lágrima viva, que aflora cada vez menos por culpa de este callo que me ha salido en el lagrimal. Hasta que no cesa la música de John Williams y salen los títulos de crédito sobre un negro de firmamento, yo estoy convencido -pero vamos, convencido hasta las cachas- de que al final E.T. va a quedarse con Elliott, escondido en su casa como Alf se escondió en casa de los Tanner cuatro manzanas más allá. O eso, o que Elliott, en un arranque de amor y pena, echa a correr, pega un brinco sobre la rampa de la nave y decide irse a un planeta lejano donde los niños como él -demasiado sensibles, condenados a sufrir toda la vida- encuentran un lugar en el que no existen los desengaños.




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Minari. Historia de mi familia

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Existe un dios vengativo que me castiga por no haber visto nunca un episodio de “Cuéntame”. Un Yahvé catódico, pariente de la bruja Avería, que considera pecado mortal no seguir las andanzas de los Alcántara por los estertores del franquismo, y por lo que quedó atado y bien atado, y que para hacer escarmiento entre los torcidos, y enseñanza entre los rectos, me envía -a veces por el recto mismo, como supositorios de penitencia- plagas egipcias en forma de series ñoñas, y de películas tontorronas. “Si no quieres melodrama familiar, toma dos cálices”, dice el versículo 4, capítulo 5, del Evangelio de San Imanol.

Si hace una semana, en “Years and years” -tan aclamada como infumable- me encontré con la familia Lyons-Alcántara en el futuro inmediato, y un fulano sin bigote que gritaba “I’m shitting on the milk, Gwendolyne”, cada vez que los hijos o la señora le contradecían en la mesa, hoy, en mitad de la nada americana, en Kansas, o en Oklahoma, a saber en qué paraje, me he encontrado con la familia Kim-Alcántara que trata de hacer pasta cultivando verduras en un descampado donde abundan los tornados y escasean los acuíferos. Se suponía que “Minari” era una película sobre el sueño americano, sobre emigrantes que trabajan duro y salen a flote en la tierra de las oportunidades. Ese rollo, sí, tan consabido, pero siempre tan didáctico, tan útil para comprender a estas gentes que dominan el mundo con sus portaaviones desplegados. 

Pero esa película más o menos interesante dura apenas media hora: lo que tarda la abuelita Soon-Ja en venir del pueblo surcoreano para ayudar con los nietos, impartir sabiduría ancestral y elaborar sabrosas recetas con el minari, que es una especie de berro oriental cargado de simbología: tras morir en su primera cosecha, renace más fuerte y lustroso en la segunda. Lo que nos faltaba: un Minari II...

 “Ternura infantil de portada de revista mormona”. Se lo he leído a un internauta. Genial. Rotundo. Pues eso.


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El padre

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Es terrible, este morir sin morirse. Perder la identidad y el sustrato. Ir quedándose poco a poco en la carcasa del cuerpo, mientras la mente se enreda, se deshace, se va encharcando en agujeros y lagunas. Cómo será -no quiero ni imaginarlo- ver el rostro conocido y confundirlo de nombre. Pasar de amarla a tenerla en la punta de la lengua, y luego olvidarla. Como en el desamor, pero de manera irreversible... Como si nunca hubiera existido. Quizá, al final del proceso, todo sea paz interior, como de bebé cobijado, y lo duro, lo lacerante, sólo sea el camino. No sé... Todo lo que sé sobre el Alzheimer lo conozco por las películas, y por los testimonios de las amistades. Nunca lo he vivido en mi familia: por una rama nadie llega a viejo, y por la otra todo es lucidez hasta llegar (casi) al final. Sólo me queda una persona a quien cuidar, y de momento todo va bien. Espero que mi hijo tenga la misma suerte conmigo....

De todos modos, si a mí, como cuidador, Anthony Hopkins me dice que el reloj se lo han mangado, y que él no lo ha perdido ni olvidado, yo, aun sabiendo de su enfermedad, de su desvarío mental, me lo trago. Si él me dice que el apartamento donde vive es el suyo, y no el mío, pues mira: amén. Quién le va a decir que no a esa mirada como el hielo, tan convencida de lo que dice. “Me comí su cerebro acompañado de habas y un buen Chianti...” Lo que Anthony diga va a misa, y punto. ¿Que yo no soy su cuidador, sino un intruso? Pues mira: a lo mejor. ¿Qué yo no soy su enfermero, sino el ladrón que viene a robarle? Pues mira: quién sabe. Puede que después de todo sea yo el desnortado, y no él. Que sea yo el que enreda las identidades y confunde las memorias. Porque Anthony es mucho Anthony, y yo me miro al espejo y no soy nadie. Quizá el enfermo soy yo y nadie me lo dice. A ningún enfermo le dicen que está perdiendo la chaveta. Para él todo es dulzura y lenguaje contenido. 

Anthony dice que son las doce de la mañana -aunque el reloj diga que son las ocho de la tarde- y la culpa, seguramente, sea del reloj, que anda turalato; o mía, que vengo de resaca. 





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Love, death & robots. Temporada 1

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Love, death & robots... Amor y muerte... Eros y Tánatos... Los dos dioses que rigen nuestro destino, según el abuelo Sigmund de Viena. Y según Woody Allen, que desarrolla este binomios en todas sus películas, con personajes zarandeados entre el deseo y el miedo a morir. Amor y odio es lo que llevaba Robert Mitchum tatuado en su dedos, love and hate, mientras predicaba el terror en La noche del cazador. Amor, y miedo, y muerte...

Y no hay mucho más, la verdad: corazones y calaveras. La concepción y el fallecimiento; la búsqueda y la rendición. En cualquier origen está el polvo, y en cualquier desenlace, el polvo que vuelve al polvo. Y entre medias, la literatura, la floritura, los artes barrocos, como cantaba Javier Krahe. Pasatiempos. La cháchara que nos entretiene hasta que llegan los momentos culminantes, donde uno se juega el pellejo, o se afana en procrear un pellejo nuevo.

La vida es una pugna contra las leyes de la termodinámica, que tienden a disgregarlo todo en una nada mineral y sin conciencia. El silencio cósmico. Bill Shankly, que además de entrenador de fútbol fue un altísimo filósofo, añadió a este binomio primordial la pasión por el fútbol, que según él está más allá de la vida y de la muerte. Por encima de ellas, incluso, en trascendencia. Pero en fin: el de Shankly, aunque yo me lo creo, y lo subrayo todas las noches, es un evangelio difícil de entender, y más todavía de predicar a los gentiles, así que es mejor no airearlo demasiado. Sólo diré que existe un único dios verdadero y que es redondo, como un balón de fútbol, como escribió san Juan Villoro en otro evangelio de mucho aprovechamiento.

La serie de animación apadrinada por Tim Miller y David Fincher añade, al amor y a la muerte, los robots. Porque dentro de unos siglos, a más tardar, con tanto amor desamorado y tanta muerte consumada, aquí ya no quedará ni el Tato. Sólo ellos: los cacharricos, recogiendo la basura, y tratando de entendernos. A nosotros, sus creadores.



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Munich

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Múnich, en los años de mi infancia, era una ciudad de cuento de terror. Salía Múnich en cualquier telediario, o en cualquier enciclopedia, o en la conversación de una paisana en la cola del pan, que afirmaba tener allí a un pariente trabajando en la Volkswagen, y a mí me entraba como una temblequera de miedo y de frío. Una psicosomatización en toda regla, de los fracasos deportivos, antes de que la patentaran los funcionarios para escaquearse del trabajo.

Al estadio Olímpico de Múnich -donde arranca, curiosamente, la trama de esta película- iba el Madrid de los García y luego el de la Quinta del Buitre a palmar un invierno sí y otro también, casi siempre de goleada, bajo la nieve, con los nuestros tiritando ya de salida, que los veías saltar al campo con los guantes puestos y ya te tapabas los ojos para no ver la masacre. Nada más terminar el Te Deum de Purcell que ponía música a la conexión de Eurovisión, salían los equipos a formar en el medio campo y comprobabas, nuevamente, como una maldición cíclica, que los alemanes -manga corta, mentón recio, delantero rompedor- iban a destrozarnos en aquel campo en el que nunca se veía el público por la tele, alejado tras la pista de atletismo, pero rugiente y teutónico como si se estuvieran dirimiendo una guerra de conquista.

Luego, en los estudios de Historia, aprendí que en Múnich hizo sus pinitos políticos Adolf Hitler, yendo de cervecería en cervecería para convencer a los obreros de que el peligro no estaba en el socialismo -que después de todo sólo les ofrecía una vida mejor y más digna- sino en el judío, y en el negro, y en los francmasones de Nueva York. Como hacen los fascistas de ahora, vamos... Quiero decir con todo esto que Múnich siempre fue una ciudad antipática para mí, de resonancias oscuras, hasta que un buen día, viendo la película de Spielberg, apareció Marie-Josée Croze en la barra de un bar, seduciendo al tío bueno que trabaja para el Mossad. Una barra de bar que en la trama no estaba en Múnich, sino en Londres, pero bueno, lo mismo me da. La belleza deslumbrante de Marie-Josée -nunca igualada en una pantalla de cine, y mira que he visto cine, que es lo único que hago- redimió para siempre el buen nombre de la capital de Baviera. Una sonrisa suya evaporó todos los miedos, y todos los malos recuerdos, como si nunca hubieran existido.


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Sesión salvaje

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Para ver tetas en 2021 sólo necesitas una conexión a internet, y de eso ya tienen incluso en los valles perdidos del Noroeste: o sea, en cualquier lugar. Aquí mismo, en La Pedanía, que es como una reserva india de la comarca, como un poblado Amish que vive feliz con sus lechugas y sus misas de domingo, ya están poniendo incluso la fibra óptica -a ritmo de pedanía, claro, con mucha cachaza y mucho desfase- y las tetas, dentro de poco, a los que un día vinimos desplazados de la ciudad, nos llegarán a la velocidad de la luz y además en ultra high definition, nada más teclearlas en el buscador. Como dice el cura de la Parroquia -y no le falta razón- internet es un invento del Diablo.

Sin embargo, en 1975, para visitar el Paraíso de las Glándulas, había que ir de compras a Perpiñán si tenías la suerte de vivir cerca de la frontera francesa, y poseías un utilitario rocoso con el que transitar aquellas carreteras nacionales. Los demás anhelantes, en la Meseta, tenían que conformarse con el ajo y el agua de toda la vida: la imaginación, o la pornografía clandestinísima. Hasta que un buen día salió Arias Navarro por la tele, la censura tambaleó, y apareció el cine del destape para lubricar cuarenta años de engranajes oxidados. Reivindicar aquella movida de la Cantudo y otras estrellas despechugadas como si hubiera sido un fenómeno sociológico, está bien, y es de justicia. Reivindicarlo como un cine artístico, de qualité, como hacen estos nostálgicos en las entrevistas de Sesión salvaje, ya es otro cantar. Una patriótica exageración. Y lo mismo cuando reivindican el cine B de aquellos años, de gores asquerosos y lamentables, con argumentos -ya que estamos- de chichinabo. Y tres cuartos de lo mismo cuando ensalzan el chorizo western, o el cine de quinquis, como si esto hubiera sido, qué se yo, la Nouvelle Vague, o el cine americano de los setenta. Se les va la olla, decididamente, en la añoranza...

De nuestra serie B -que muchas veces era Z- sólo han sobrevivido las películas de Pajares y Esteso, con Mariano Ozores al guion, y al timón. De ellas también se habla en este documental, pero sólo un ratico: lo justo para recordar lo buenas que siguen siendo, tan descaradas, tan alejadas de la trascendencia que por eso finalmente trascendieron. Autoparódicas, y muy cachondas.




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Salvar al soldado Ryan

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La gran suerte de mi generación es no haber tenido que desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico, no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado. Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace tiempo que quedaron desactivadas.

En caso de guerra me destinarían a la retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente: de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras.... Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror, cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión. Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes se curtían peleando en una trinchera. Era su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron, los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos ante la majadería.

He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.



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Recursos inhumanos

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Cuando era jugador de fútbol, Eric Cantona resolvía sus conflictos territoriales -en contraste con los puramente balompédicos, que los solventaba como un bailarín -a la manera instintiva de su personaje en “Recursos inhumanos”: sosteniendo la mirada, poniéndose chulo y, en última instancia, soltando un cabezazo al tipo que venía a tocarle la moral. Como hizo aquella vez con el neonazi del Crystal Palace que le insultaba desde la grada: “Vuélvete a Francia, bastardo de mierda...”. Cualquier otro se lo hubiera quedado mirando sin más, para no buscarse líos, por el que dirán de la prensa, y la multa sustanciosa de la Premier League. Pero Cantona, lo mismo cuando acariciaba la pelota que cuando topaba con alguien, no era un hombre normal. Lo que sucedió después ya es historia del fútbol: no de la que transcurre sobre el terreno de juego, sino en la grada de las aficiones, tan importante o más que la otra. Porque el fútbol -y no la mierda ésa de “Gran Hermano”, querida Mercedes- sí que es un fenómeno sociológico: la columna vertebral de nuestro ocio proletario, unos para disfrutarlo, y otros para renegar de él.

Unos dicen que aquello de Cantona fue un episodio negro del fútbol, mientras que otros lo siguen celebrando en secreto cada 25 de enero, día de la Conversión de San Pablo; y día, también, de la Santa Patada Voladora... Yo supongo -o quiero creer, es más, ¡lo afirmo!- que Eric Cantona no es así en su vida privada, y que, simplemente, nunca ha dejado de interpretar a su personaje. Hace años, porque le enfocaban las cámaras del fútbol, y ahora, porque le enfocan las cámaras de la cinematografía. Porque Cantona, el actor, tiene fotogenia, o telegenia, y un genio de mil demonios cuando arruga el entrecejo y saca el vozarrón intimidante. Es por eso que lo han elegido para interpretar -bueno, interpretar es un decir- a este parado cincuentón de larga duración que decide liarse a leches contra el sistema establecido. Sólo le ha faltado subirse las solapas de la camiseta, y buscar la complicidad del público en la grada. Genio y figura.



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Years and years

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Years and years... Años y años... Esta serie británica -que los tunantes del markéting venden como un Black Mirror bañado en sentimientos- es tal cual el Cuéntame de los Alcántara, pero con fish and chips en lugar de paellas de la abuela. Y con telediarios de la BBC, en vez de Nodos de Franco, y Urdacis del PP. Aquí, además, como el patriarca de la familia Lyons nunca aparece en escena, porque se fue hace años con otra mujer, no hay nadie que diga cada dos por tres: “Me cagüen la leche, Merche”. Ni siquiera “I’m defecating on the milk, Dorothy”. Pero por lo demás, el mismo melodrama familiar. El mismo culebrón de sobremesa, o de sobrecena, reducido a tamaño de viborilla: seis episodios que aun así se hacen tan largos como una anaconda, de las que te oprimen el pecho, y te inducen a bostezar.

Los Alcántara, en Cuéntame, llevan tanto tiempo transitando por nuestra historia, que cualquier día van a pasarse al futuro para mostrarnos la llegada del Imperio Chino, y la Reconquista española de la ultraderecha, que no empezará en la Cueva de Covadonga, sino en las puertas del Zendal, con jeringuillas de vacunación que se volverán contra la marea blanca, como las flechas se volvieron contra los mahometanos. Ya sabemos que Eolo, cuando sopla, siempre está con los españoles de bien. En fin: serán cosas mías...  

La serie británica -que, por cierto, muestra a una arpía triunfadora muy parecida a Isabel Díaz Ayuso- sí da ese salto temporal para mostrarnos a la familia Lyons sobreviviendo a los años veinte de nuestro siglo. Tan locos como los veinte del siglo pasado, pero en otro sentido. Si Al Capone y el Gran Gatsby se ponían tibios a beber, a bailar y a retozar con bellas señoritas mientras la bolsa rumiaba su desplome, ahora, cien años después, lo que se desploma es directamente nuestro planeta. Y en el río revuelto de las tempestades, de las inundaciones, de los flujos de migración que buscan agua potable o raíces para comer, ya sabemos quién sale ganando. Y quienes son los gilipollas que los votan. Ya no hacen falta Tejeros disparando en el Congreso. Ahora basta con poner en el cartel electoral a una inculta sin complejos.



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Sign "o" the Times

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De niño, en mi casa, a pesar de que lo recomendaban nueve de cada diez dentistas en la tele, nunca comprábamos Colgate porque era más caro que otras marcas del badulaque. Pero el slogan era cojonudo, desde luego, y se quedó en el habla popular porque encierra una gran verdad: que el mundo no se divide en mitades cuando hablamos de gustos y preferencias -estos lo uno, y aquellos lo otro- sino en un 90 por ciento de adeptos y un 10 de renegados, o viceversa.

De chaval -que es cuando yo empecé a escuchar la música de Prince con el Purple Rain sonando en Los 40 Principales-, nueve de cada diez escolares éramos del Madrid y sólo uno del Barça, el bicho raro que hablaba catalán en la intimidad. Nueve de cada diez críos preferíamos el balón a la lectura, el chorizo a la verdura, los juegos de hostias a los juegos de mesa. Poco después, ya entrados en la adolescencia, nueve de cada diez amigos nos decantamos por las mujeres, y entre ellos, nueve de cada diez por las que eran rubias o pelirrojas. Nueve de cada diez socios del videoclub del barrio -antes de evolucionar como personas- preferíamos las películas de Rambo a las comedias de Billy Wilder. Es muy grave, lo sé...  

Yo, no sé cómo, supongo que por seguidismo social, o por simpleza mental, siempre me las apañaba para estar en el 90% de los adeptos a cualquier cosa. Justo al revés que ahora, que voy a la contra de casi todo. Yo sólo me quedaba en minoría defendiendo a Prince -que luego fue el artista antes conocido como Prince-, enfrentándome al rodillo parlamentario de los que trataban a Michael Jackson como a un rey. Pero al final teníamos razón: la música de Prince iba treinta años por delante, y ahora estamos recogiendo la cosecha. Prince no era un bailarín como el señor Jackson, pero era un verdadero saltimbanqui sobre el escenario. Y un genio musical. Un sobreexcitado en todos los sentidos: en el muscular, porque no paraba, y en el instrumental, porque lo tocaba todo, y en el sexual, porque sus letras, a veces, eran de un porno soft que rompía la monotonía del “te quiero” y del “me dejaste”... Y a mí, las indecencias, tocadas a ritmo de funky-rock, me turulaban las entrañas. ¿He dicho Purple Rain? No. La canción perfecta se titula Kiss. No sale en el concierto de Sign “o” the Times, pero da igual. Salen otras cojonudas.



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Dos hombres y medio. Temporada 5

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La explicación a lo que sucede en Dos hombres y medio -que el Harper guapo se acueste  a todas horas con mujeres hermosas, y que el Harper feo, el menos afortunado en la lotería genética, tenga que conformarse con las mujeres que otros rechazan, y a veces ni eso- viene en una novela de Michel Houellebecq que leí hace muchos años. Uno de esos libros que deberían estar prohibidos por la autoridad -y por la Iglesia, como en los tiempos de la decencia- porque terminas de leerlo y preferirías no haberlo comenzado jamás. Justamente como uno de esos amores del Harper desheredado, que sólo dejan un rescoldo de frustración y baja autoestima, mientras su hermano, en la habitación de arriba, retoza con otra rubia, o con otra morena, o con la pelirroja del patinete, que conoció esa misma mañana paseando por la playa.

Aquel libro de Houellebecq -su primera novela en realidad- se titulaba “Ampliación del campo de batalla”, y el campo de batalla era, por supuesto, el mercado del amor. Houellebecq establecía un paralelismo entre el liberalismo económico y el liberalismo sexual. En las “utopías” socialistas -escribía- todo era gris y mortecino, pero todo el mundo tenía su hueco en el mercado laboral. Daba para muy poco, para un piso compartido, y para un televisor en blanco y negro, pero nadie se quedaba realmente en la indigencia. Del mismo modo, en las sociedades conservadoras, donde el matrimonio era indisoluble y el adulterio un anatema, todo el mundo tenía su hueco en el mundo del amor. Quien más quien menos encontraba su pareja, y tenía garantizado el polvo del sabadete para celebrar la alegría de vivir. En una sociedad neoliberal, desregulada en lo económico, unos pocos acaparan grandes fortunas y otros muchos sobreviven en la indigencia, o trabajando como esclavos. En una sociedad de amor libre -como la que rige en Malibú- algunos se cepillan a todo lo que se mueve y otros, la inmensa mayoría, se resignan a la masturbación mientras escuchan los jadeos al otro lado del tabique.





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Your honor

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No. Paso. Esta historia ya me la han metido muchas veces, y además doblada. Ya no quiero más fisting en mi vida. Ahora, de mayor, sólo quiero amor y ternura. La vida es demasiado corta, y las series demasiado largas. Y además ya son muchas: cientos, miles, camino ya del millón, ahora que incluso el Ayuntamiento de Valdeteja va a empezar con la producción propia, con series como “Montaña arriba”, o “El pastor y la zagala”, y la mejor de todas, “Llega un madrileño de veraneo”, para estrenarlas dentro de unos meses en otra plataforma online llamada “Valdeteja Plus”, a 9’99 euros al mes, y un chaleco de lana de regalo, en cada suscripción.

Que no: que no hay vida, no hay tiempo, y esto ya es una marabunta de series, una selva de ficciones que ya crece sin control, tapando el sol, y ocultando los caminos al caminante. Ni todo va a ser follar -como cantaba Javier Krahe- ni todo va a ser quedarse frente a la tele, como quieren estos malandrines de los estudios americanos. Hay que desbrozar a machetazos, sin compasión, para encontrar la senda de la vida perdida: retomar la lectura, los paseos, el amor en los tiempos del virus. ¿Qué te enrollas?: zas, fuera; ¿que te vas por las ramas de Úbeda?: zas, a tomar por el culo.

Your honor empieza muy bien, con Bryan Cranston haciendo de las suyas, porque él es un actor de voz cavernosa y gesto implacable que llena la pantalla. ¡Él era el puto Heisenberg!, no lo olvidemos... Pero las amistades, y los internautas más sinceros, ya me habían advertido que, esto, al final, es lo de casi siempre: los guionistas te enseñan la pierna, el inicio del escote, y cuando ya te tienen hechizado empiezan a marear la perdiz, y te endilgan eso que ellos llaman “desarrollo de los personajes”, que es el eufemismo de moda para referirse al rollo de los secundarios que molestan, de las tramas que sobran, del engorde artificial que da de comer a la industria.

He llegado al capítulo 4. Quedaban otros 6. Dicen que al final el sufrimiento queda redimido. Pues bueno. Pues vale. Pues me alegro.


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El colapso

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Todo irá bien mientras haya existencias para todos: gasolina en el súper, y pan en el supermercado. Y aspirinas para el dolor. Sin escasez de recursos podremos seguir fingiendo que somos seres civilizados. Votantes responsables que jalean a los suyos, abuchean al rival, y a la hora de la verdad, cuando se cuecen las habas, se desentienden del fratricidio para tomarse un par de cañas al solete. Es bueno que así sea: la guerra es mucho peor, y la revolución lo llenaría todo de cristales. Mientras en las estanterías haya un poco de todo -aunque algunos productos sean gourmet y otros marca blanca, como sucede con los amores, o con los hoteles- el hombre sólo será un cabronazo para el hombre, pero no un lobo despiadado, como señaló el abuelo Hobbes, cargado de razones.

Pero ay, cuando los recursos escasean... La última vez que en Moscú faltó el pan, cayó un imperio que iba a durar mil años de justicia. La última vez que aquí, en Occidente, corrió la voz de alarma, los yayos se lanzaron a por todo el papel higiénico del supermercado, para limpiarse el culo en esta vida y en la eternidad de la siguiente, mientras a los demás nos dejaban el papel del periódico, o el de las ofertas que meten en los buzones. Bastó que alguien lanzara un bulo sobre el desabastecimiento para que las cachavas empezaran a marcar territorio, y los todoterrenos ocuparan tres plazas en los aparcamientos, para espantar a los rivales. Y ya ves, qué crisis, qué mierda de colapso, aquel de hace un año, que al final acabamos todos con los estómagos llenos, y las lorzas reafirmadas, porque salir al súper y comer frente a la tele fueron los dos únicos placeres permitidos por el Gobierno.

No hace muchos años, cuando yo iba a ver las cabalgatas de los Reyes Magos con el retoño, todo era paz y concordia, espíritu navideño que te cagas, hasta que el primer paje lanzaba desde la carroza un manojo de caramelos. Lo que un segundo antes eran sonrisas entre la grey, ahora, en una transformación de hombres-lobo, ya todo eran codos, paraguazos, acaparamientos de famélicos... Por unos putos caramelos. Qué no haremos, cuando llegue el colapso anunciado en las Escrituras, y nuestros hijos nos pidan para comer, o haya que elegir entre mi pellejo y el del vecino.





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