La Guerra de las Galaxias

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No estoy capacitado para juzgar objetivamente La guerra de las galaxias. El Episodio IV es la película de mi vida, de mi recuerdo, de mi ilusión más infantil y boquiabierta. Cualquier acercamiento crítico quedaría derretido ante el calor de las espadas láser. Todavía hoy, con cuarenta y tres tacos, sigo soñando con poseer ese arma letal -de luz roja a ser posible- y hacer justicia en este sistema exterior de la galaxia, a mandoble limpio entre los injustos y los impíos. O pilotar el Halcón Milenario, con un amiguete peludo a mi lado, y viajar a la velocidad de la luz por esos mundos de Dios, los fines de semana, para conocer otras ligas y otros deportes. O convencer a la gente de mis deseos con un simple gesto de la mano, como hacen Obi-Wan Kenobi y los caballeros Jedi: bésame más, o cóbrame menos, o vota a mi partido, y que la Fuerza te acompañe, hermano.

Gran parte de mí vive en la Vía Láctea, que es la galaxia donde como y duermo, veo las películas y follo más bien nada. Pero el niño de cinco años que vio La guerra de las galaxias por primera vez, en la Nochebuena del año 77, con los ojos tan abiertos que todavía me duelen, se quedó allí para siempre, en la galaxia muy lejana. Cada cierto tiempo voy a visitarlo, a ver qué tal le va en su tiempo congelado, y siempre me lo encuentro con una sonrisa, jugando con un palo que hace de espada láser, acompañado de los otros niños que también se quedaron allí, indiferentes a los adultos que tuvieron que estudiar y ganarse el pan. Los mismos que siempre encuentran una excusa para regresar a un infantilismo que los no iniciados consideran ridículo, y monotemático. Qué sabrán ellos, los del reverso oscuro, de la vida.

Yo vi La guerra de las galaxias en León, en el cine donde trabajaba mi padre, en una pantalla enorme que contemplaban 1000 butacas atónitas. Recuerdo mi estupefacción, mi mudez, mi conversión inmediata a la religión de los Jedi, cuando escuché la fanfarria de la 20th Century Fox, y leí el cartelito de "hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana", y se deslizaron las explicaciones sobre la rebelión y el Imperio, y apareció la nave consular sobre los cielos de Tattoine perseguida por el crucero imperial... Aquel día lo llevo grabado a fuego. Casi cuarenta años después, mi cinéfilo interior, tan racional y tan puntilloso, puja por expresar su opinión, que es mucho menos complaciente que la mía. Pero me niego a que hable, a que se insinúe siquiera. Que sean otras personas quienes saquen a la luz los defectos y las incoherencias. Yo no puedo, ni quiero.



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Quemar después de leer

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Quemar después de leer es una película ignorada de los hermanos Coen. Sobre sus obras maestras existe un consenso general, una fraternidad universal entre los cinéfilos, pero hay películas como ésta, o como Un tipo serio, o El gran salto, que a veces amenazan con provocar un cisma en nuestra sagrada religión.
           Yo soy de los que defienden Quemar después de leer en cualquier tertulia, en cualquier foro, a pecho descubierto. Y aunque tal postura suele costarme el abucheo general, y el repudio de los culturetas, cada cierto tiempo vuelvo a verla para reafirmarme en la opinión. Los Coen rodaron esta cuchipanda un año después de No es país para viejos, y la gente tal vez esperaba otra película sombría y sesuda, con diálogos crípticos y personajes trascendentes, o trascendentales. Pero los Coen son así, imprevisibles y caprichosos, y ruedan lo que más les apetece en cada momento. De los desiertos abrasadores de Texas -donde se recocían las meninges y la gente se desnortaba con facilidad- nos trasladaron a los entresijos gubernamentales de Washington, donde la locura ya casi viene de serie entre sus habitantes, en forma de paranoia o de  engreimiento personal.

       Donde otros, en Quemar después de leer, ven personajes excéntricos, exagerados, caricaturas casi propias de un cómic, yo, salvadas las distancias entre Georgetown y este villorrio donde vivo, veo una legión de gente estúpida y superficial muy parecida a la que me cruzo cada día, en el trabajo o en la vida civil. Reconozco en las tramas a fulano de tal, y a mengana de cual, y me echo unas risas mefistofélicas yo solito en el sofá. La raza humana viene a ser igual en todos los sitios, y si prescindimos del idioma o de los hábitos del desayuno, los imbéciles que los hermanos Coen sacan a pasear son intercambiables por los que uno sortea en las aceras, o en la barra del bar. Donde otros ven misantropía y mala uva, yo sólo veo el pan nuestro de cada día. 




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Big Fish

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Hay un puñado de películas que siempre me hacen llorar cuando las veo. Y no importa si es la segunda vez o la quinta. Ellas tienen el poder -al mismo tiempo maravilloso y deleznable- de arrancarme dos lagrimones que proceden del plexo solar, donde los sentimientos se vuelven incontrolables para la voluntad, y ya no hay manera de impedir que se licúen.

      Uno, en su tonta masculinidad, tiene el acto reflejo de hacerse fuerte cuando llegan las emociones. De impedir, por todos los medios, que las lágrimas le hagan a uno de menos. Por no parecerse a los demás, que claudican, mi cuerpo hace verdaderos esfuerzos físicos por no llorar: cambia de postura, parpadea frenéticamente, aprieta la musculatura que rodea el tórax... Un ejercicio estúpido que a nada conduce, porque estas películas que yo digo, cuando llegan a la escena de marras, son como cirujanos que me atan al sofá y me abren en canal, dejándome al descubierto. Un tipo sensible, finalmente, ahora que nadie me observa en esta habitación siempre tenebrosa, con las persianas bajadas, lejos de los ojos burlones...

        Para explicar por qué uno llora con Big Fish  habría que hablar, obviamente, de la relación que uno mantuvo con su propio padre. Una amistad tortuosa y problemática que aquí, por supuesto, no voy a relatar, ni en su cruda realidad ni adornada de fábulas, como hacía el bueno de Ed Bloom. Porque este blog nació para desnudarse ante los lectores, sí, pero sólo hasta los calzoncillos, y la camiseta interior, como tope de la fantasía. Los entresijos y las vergüenzas son cosas que me guardo para mí mismo. Para ver gente desnuda hasta la pilosidad y la cicatriz, existen otros diarios, y varios platós de televisión. Mi lloro, esta vez, quedará sin explicar. Ustedes me perdonarán.





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Mr. Holmes

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Desde que rodara Dioses y monstruos, aquella hermosa película que abordaba la decadencia de James Whale, Bill Condon andaba muy perdido en los sótanos de Hollywood, rodando películas de tres al cuarto, y sagas crepusculares, que ni a dos cuartos llegaron. Harto, quizá, de que lo tratáramos por un director de chichinabo, de esos que filman cualquier cosa con tal de llegar a fin de mes, Bill Condon ha vuelto a confiar en Ian McKellen para hacer una película seria, respetable, una que por fin hemos apuntado en nuestras agendas de cinéfilos voraces. Y quizá muy exquisitos, y pedantes.


            En Mr. Holmes, Ian McKellen, que es ese actor soberbio a quien los palomiteros sólo conocen disfrazado de Gandalf,  interpreta a un Sherlock Holmes ya muy entrado en años, viudo de Mr. Watson, retirado de sus pesquisas en un pueblecito apartado de la costa. Ahora se dedica a la apicultura, al paseo por los acantilados, y sobre todo, a la lucha contra su propia memoria, que hace aguas como una presa de mil agujeros. Enfermo de alzhéimer, y de melancolía, el señor Holmes no quiere irse de este mundo sin dejar escrita su última aventura, el caso fallido que veinte años atrás lo sumió en la depresión, y lo empujó a dedicarse a la vida contemplativa. 

    Pero sus historias, no lo olvidemos, las escribía Mr. Watson, y entre la torpeza de la pluma y la viscosidad del recuerdo, el viejo Sherlock enreda nombres y rostros, sucesos y fantasías.  Desesperado, viajará a la Hiroshima postnuclear para buscar el fresno espinoso, un árbol rarísimo del que dicen que obra milagros en las memorias, destilado en jalea. Así alimentado, y fortalecido, el anciano Sherlock se enfrentará cada noche a la angustia del folio en blanco, y de la memoria en negro, como le viene sucediendo a este blog en los últimos tiempos, que cada vez necesita más esfuerzo y rezuma menos inspiración. Una tortura, más que un regocijo, que ya sólo sirve para matar las horas y ocupar la mente en otros asuntos.  Escribir para uno mismo, se diga lo que se diga, siempre es desolador. 



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Misión Imposible III

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Misión imposible III, con sus amores ñoños y sus hostias como panes, ha sido la única ficción que he podido ver el fin de semana. La película es, para decirlo suavemente, tan entretenida como cuestionable. Tan tonta como resultona. Pero gracias a él, a Tom Cruise, que es como un terapeuta familiar en esta casa, el retoño ha vuelto a comparecer en el sofá, y eso vale por cien películas vistas en solitario. Juntos nos hemos descojonado con las peripecias de Ethan Hunt, y hemos amado en silencio, cada cual a su modo, uno de viejo verde y otro de adolescente en sazón, la belleza desarmante de Michelle Monaghan.

       Y nada más, ay, en este páramo provisional de las películas. El cine, para quien esto escribe, siempre ha sido una celebración de la alegría, o al menos de la paz del espíritu. Son tiempos oscuros. Perseguido por las sombras, o rodeado de fantasmas, ahora mismo soy incapaz de prestar atención a lo que veo, y desperdicio las horas sin disfrutar de las ficciones, y sin arreglar las realidades. Otros, más afortunados, enchufan el televisor y al instante se desenchufan de sí mismos, para evadirse a otros mundos donde ya no son ellos, sino el cowboy que dispara, o el astronauta que explora mundos. Pero yo, de momento, hasta que no se disipe la fiebre, estoy viajando conmigo mismo, a cualquier lugar donde pretenda fugarme, y en cualquier ficción, por disparatada que sea, vivo esposado a mi yo sempiterno y paliza, que me impide volar, y transustanciarme en un personaje difuminado.
     

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Catastrophe. Temporada 1

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He dado con Catastrophe gracias a un consejo del bendito Pepe Colubi, a quien sigo puntualmente en sus cerdadas (porque me descojono de la risa), y en sus recomendaciones (porque coincido plenamente). Colubi, que en los momentos cómicos interpreta el papel de un macho bonobo, en los asuntos seriéfilos tiene el morro muy fino, y el gusto muy educado. Que los dioses le guarden muchos años.

     Los protagonistas de Catastrophe son un ejecutivo americano, él, y una maestra británica, ella, que en principio sólo habían quedado para follar, y para charlar de banalidades en los remansos, pero que se ven sorprendidos por la "catástrofe" en forma de embarazo. Y era este contratiempo, tan manido y estereotipado, el que encendía la mecha de una comedia que, en verdad, me daba pereza abordar. Porque en este subgénero de los padres primerizos, los hombres siempre quedamos ridiculizados, como medio bobos, o medio autistas, y las mujeres se lo pasan pipa desovariándose en sus sofás, dándose la razón a sí mismas, o por teléfono. Y tienen razón, las muy jodías, porque los hombres no hemos nacido para tener hijos, sino para procrearlos, y en esas situaciones se nos ven las costuras, y las imposturas, y uno desea esconderse bajo tierra para volver a emerger a los seis o siete años, cuando el chaval ya esté en edad de razonar, y sepa patear los balones de reglamento.

          Pero me lancé, a la piscina de Catastrophe, sólo porque Pepe Colubi ejercía de salvavidas, y ha sido en verdad un chapuzón reconfortante. Sharon Horgan y Rob Delaney son, además de los actores principales, los guionistas del invento, y han alcanzado una entente cordiale en la que alternan los chistes gruesos con las ñoñerías románticas. A veces, en el juego de roles, es él quien se pone romántico y cursilón, y ella quien se enfanga la lengua y suelta las obscenidades. Todo muy cool, muy del siglo XXI, con hombres que ya no rezuman testosterona ni mujeres que se sonrojan por decir polla. La anticomedia romántica, que dicen ahora los entendidos. La serie perfecta para ver en pareja, acurrucaditos en el sofá, sin que nadie suelte el bostezo ni señale a nadie con el dedo. O para ver en soledad, como es mi caso, sólo por el placer de echar unas sonrisas.  



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El rey del juego


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Entre los muchos defectos que tiene este blog hay uno que reconozco imperdonable, y que prometo corregir algún día: la poca presencia del cine clásico, o viejuno, según los gustos del personal. Los cinéfilos de verdad emigran a otros blogs donde el escribano habla de películas anteriores a 1980, que es la fecha primera de mis recuerdos, y también de mis raciocinios. En los primeros fascículos hice incursiones en el cine de Godard, de Bergman, de Alain Resnais incluso, pero la mayoría de las veces salí decepcionado de la experiencia, incómodo conmigo mismo por no saber apreciar, por no poder entender. Y en vez de fingir, como hacen otros, y de lanzarme a la escritura solemne de la obra maestra, me dio por hacer ironía con las películas sagradas. Y ahí morí. Cualquier pretensión de construir un blog para los círculos intelectuales se fue por el retrete en aquellas escrituras, que querían poner humor donde sólo había analfabetismo cinematográfico, y rendición de la inteligencia.


           Mi desencuentro con el cine viejuno viene de los tiempos mozos, de cuando me quedaba roque los lunes por la noche viendo los debates de Qué grande es el cine. José Luis Garci y sus eruditos diseccionaban truños infumables que a mí me dejaban noqueado en el sofá. Me los imagino, por ejemplo, hablando de esta película que hoy he pescado en el TCM, en un esfuerzo titánico por redimirme. El rey del juego no es una película en blanco y negro, pero es de 1965, que casi es lo mismo. Steve McQueen es un as del póker que quiere derrotar al mejor jugador del país, un viejete con el aplomo y la mirada penetrante de Edward G. Robinson. Si cambiáramos la baraja francesa por el taco de billar, casi nos saldría otro El buscavidas, con Paul Newman desafiando al Gordo de Minnesota.

    En El rey del juego también hay amores tortuosos y aromas de fracaso. Un homenaje a los losers del sueño americano, tan impropio en aquella cinematografía de colorines. La película no está mal, con sus actores de tronío y sus doblajes de la época, que me retrotraen a los tiempos felices del Sábado Cine. Pero no es más que eso, una partida de póker estirada en sus prolegómenos, y en su desarrollo. Pero claro: esto lo digo yo, que sólo me fijo en lo accesorio, porque en Qué grande es el cine harían retratos psicológicos, y análisis socioeconómicos, y tesis doctorales sobre las posiciones de cámara, y no dirían ni mu sobre el único recuerdo perdurable que a mí me dejará esta película: la belleza mareante de Ann Margret, a la que dedicaría una florida y tierna poesía de no haber terminado ya con el espacio. 


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Hello Ladies, la película

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Como Hello Ladies, la seriesólo la vimos cuatro frikis repartidos por el mundo, cuatro desnortados de la vida, la HBO decidió cancelarla tras su primera temporada, y le concedió, al bueno de Stephen Merchant, la posibilidad de cerrar las tramas pendientes en una TV movie, que es como el premio de consolación para el tonto de la clase. Una película tragicómica, y divertida, pero un final indigno, en cualquier caso, para una serie memorable.


         En Hello Ladies, la película, Stuart Pritchard sigue siendo el mismo clown que trata de ligar con las supermodelos de Hollywood, y sale trasquilado en cada empeño. Uno se ha reído mucho con sus infortunios románticos, pero a veces, cuando Stuart volvía a casa, y se recalentaba la cena en el microondas, y veía la televisión en el sofá solitario, a uno se le congelaba la sonrisa, porque recordaba, súbitamente, como recién devuelto a la realidad, que uno anda como él desde hace varios meses, solitario y mustio, refugiado del mundo en esta habitación. Uno, además, por esas casualidades de la vida, guarda un cierto parecido físico con el tal Stuart, también alto y con gafas, también torpe y con pinta de lelo. Quiero decir que uno se ha identificado con el personaje, y que riéndose de él se ha reído también de sí mismo. De todas las taras que asolan el cuerpo cuando una mujer atractiva se acerca para preguntar la hora o la dirección del centro comercial. 

Viendo Hello Ladies me he reído de mi lengua, que se traba, de mi ocurrencia, que se atranca, de mi gesto, que no se acomoda. Del puto plexo solar, que tiembla como un pajarillo, y del corazón, que late desbocado, y del cerebro, que se vuelve loco con las conexiones, como una telefonista inútil de los tiempos antiguos. De la neurosis, que a los hombres sin prestancia siempre nos causan las mujeres interesantes. Desde los tiempos del instituto a los tiempos de ahora, sin que ningún aplomo se haya depositado con los años. 






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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Hello Ladies

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Hello Ladies es una sitcom que sólo vimos el Tato y yo. El Tato, por cierto, era un torero del siglo XIX que jamás faltaba a una feria o a una corrida benéfica. De ahí viene aquello de "no vino ni el Tato", cuando nos referimos a un evento vacío de gente. Pero yo, por supuesto, no me refiero a este Tato, el torturador de toros, sino a otro tipo, contemporáneo mío, que imagino de la misma guisa por las noches, hastiado de la vida, derrumbado en su sofá, viendo las mismas ficciones que yo en una simetría que es al mismo tiempo perturbadora y reconfortante.

       Supongo que fue él, el Tato, el que vio la comedia de Stephen Merchant cuando la pasaron por Canal +, hace dos años. Alguien en la sala de mandos descubrió la verdad de tan magra audiencia y decidió desterrarla para siempre de la parrilla. Ni multidifusiones ni segundas oportunidades. Y ahora que he querido rescatarla para echar unas risas, no la tienen ni en el Yomvi, donde presumen de tenerlo todo. Hello Ladies no está editada en DVD, ni está disponible en los caladeros del pirateo. Es una serie maldita, olvidada, que he tenido que buscar en la lejana web de unos amigos argentinos, gentes de buen gusto que la tenían subtituladita y todo. Una maravilla.

         Hello Ladies cuenta la odisea sexual de Stuart Pritchard, un informático de las Islas Británicas que tiene el valor de hacer lo que yo nunca haré: dejar de amar los hologramas de las actrices guapísimas y plantarse allí, en el ojo del huracán, en el mismísimo Hollywood de las estrellas, a intentar conquistarlas con la carne y el hueso de su body, y no con escrituras románticas al otro lado del océano. Stuart es un tipo longilíneo, gafudo, de movimientos torpes y lengua traicionera. Pero es decidido, valiente, inasequible al desaliento. Da igual: en los momentos supremos del ligoteo siempre tiene un resbalón, un mal apoyo, un comentario en la boca que debería haberse pensado dos veces. Y las chicas de Hollywood, claro está, no le perdonan ni un sólo error. 

    Hello Ladies parece una comedia, y es verdad que te ríes mucho con las trapisondas, pero por debajo de la superficie late un drama de los que hacen mella en el corazón: la distancia insalvable que nos separa de las mujeres hermosas. Un abismo genético, evolutivo, que como decía el personaje de Neal en Freaks and Geeks, “es La Ley”.



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Gosford Park

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Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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Les Revenants. Temporada 1

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Hablando de la imposibilidad material de seguir todas las series de interés, una amistad de gusto exquisito me recomendó Les Revenants, una producción francesa que hace dos años pasaron por el Canal + sin que yo me coscara de su brillantez. Uno vive abducido por las series del Imperio Anglosajón, que forman parte de mi educación sentimental, y le puede la pereza cuando le alaban una de Eslovenia cojonuda, o una de Macedonia imprescindible. A los culebrones europeos siempre llego con un retraso de varios años, cuando las personas inteligentes y sin prejuicios ya han escrito los adjetivos calificativos que por fin estimulan mi curiosidad. Así fue, por ejemplo, como me enamoré de Borgen, la serie danesa que nos recordó que España es un país tercermundista en lo social y cuartimundista en lo gubernativo. Una serie que tuve que rescatar en los mercadillos de segunda mano cuando en los foros informados ya se hablaba de otras novedades. En fin.

       Les Revenants es un cuento de terror gótico, sin sustos ni sanguinolencias. Una serie muy estilosa, muy francesa, que cuenta cómo los niños fallecidos en un accidente de autocar regresan años después a su pueblecito de los Alpes, redivivos en carne y hueso, como si nada hubiese sucedido. Como sucede en las paradojas temporales que predice la ley de la relatividad, para los muertos sólo ha transcurrido un día de sus vidas, confuso y extraño, pero para los vivos ha pasado una dolorosa eternidad, con vidas desechas y lloros amortizados. Los retornados no son seres angélicos que anuncian la resurrección de la carne, ni zombis descerebrados que buscan entrañas para el aperitivo. Ellos se reincorporan a su vida cotidiana como si tal cosa, mientras los familiares, incrédulos los ateos, y alborozados los cristianos, los reciben con unas caras de pasmo que los no-muertos achacan al desconcierto global de la jornada.

    Les Revenants, como puede deducirse, es una serie original y sugestiva. Se le pueden poner varios peros -muchos, en realidad- pero los productos arriesgados es lo que tienen, que a veces, en su loca búsqueda de nuestro asombro, se van dejando explicaciones en el tintero. Peccata minuta, que decían los latinos. Peccadille, me chiva el traductor de Google, que se dice en el francés vernáculo.



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Guerra Mundial Z

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Lo más terrorífico de Guerra Mundial Z no es la parte de ficción, sino el documento de realidad, que viene insertado, y que ocupa los primeros minutos del metraje. No dan miedo los zombis hiperactivos (que al fin y al cabo son actores que descoyuntan la mandíbula y hacen el grito sordo de Ignatius Farray) sino las imágenes, reales y tristísimas, que acompañan los títulos de crédito. En ellas vemos al ser humano ensuciando las aguas, arrasando las vegetaciones, exterminando las especies. Un ejército de cucarachas bípedas que lo devora todo a su paso, que crece y se multiplica siguiendo el mandato de la Biblia. En mala hora pronunció Yahvé semejante orden taxativa. Podría haber dicho “reproducíos con criterio, con responsabilidad, según el lugar y el momento”, pero prefirió dejar el versículo mondo y lirondo, sin complementos circunstanciales, ni atenuantes de ningún tipo, convirtiendo en pecado mortal cualquier desviación del chorromoco, que diría el gran Pepe Colubi.


       Hace dos siglos que vivimos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, desde que Thomas Malthus hiciera sus cálculos y concluyera que nuestra expansión geométrica se zamparía los recursos del planeta. La ciencia nos ha echado una mano para combatir esta vorágine de seres humanos que follan como Dios manda, pero la catástrofe maltusiana es una profecía que tarde o temprano se verá cumplida. Es quizá por eso que Guerra Mundial Z, como todas las películas de catástrofes donde la espicha medio planeta, tienen algo de catarsis, de sensación de limpieza. Son películas de terror, pero en realidad son de venganza, de la Tierra contra sus ensuciadores, sus repobladores, sus especies parasitarias.



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Quiz Show

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Las películas me han enseñado casi todo lo que sé de la vida. La vida, contemplada desde dentro, es un engaño de las personas, un espejismo del paisaje, un enredo inextricable que acaba por fatigarme. Sólo desde la distancia que da el cine puedo observarla con tranquilidad y tratar de comprenderla, tranquilito en mi sofá. Incluso los misterios de la anatomía femenina -esa disposición recóndita y oblicua de las cavidades- tuve que aprenderla de chaval en una pantalla de televisión, vedado el acceso a la realidad palpable por culpa de los curas castrados, y de las chicas holográficas.



    Gracias a las películas uno aprendió sexo y geografía, historia y costumbres. La psicología retorcida y malvada de los seres humanos, también. El cine ha sido mi universidad de la vida. Y no los libros, como le pasaba al bueno de Pepe Carvalho. Puedo seguir a los pensadores y a los divulgadores mientras los leo, pero a la semana siguiente de cerrar los libros, su sabiduría es puro humo que se va por las ventanas. Veo, en cambio, las películas de los grandes cineastas, y sus enseñanzas perduran como grabadas a fuego, indestructibles con los años.

    Por la misma época en que se estrenó Quiz Show, la película de Robert Redford, yo leía a los grandes pensadores de la sospecha, a Freud, a Nietzsche, a La Rochefoucauld, tipos que nos advirtieron que los seres humanos mentían, engañaban, falseaban la realidad en su provecho. Que de buenas a primeras no podías fiarte de lo que te mostraban. Yo decía que sí, claro, porque ellos eran diáfanos en sus explicaciones, pero luego salía a la calle, o veía los concursos en la tele, y me lo creía todo como el pardillo que era, sin malicia y sin bagaje. Otros más inteligentes que yo vieron Quiz Show y escribieron: "El señor Redford nos ha contado una obviedad", pero yo, gilipollas perdido, me pegué una hostia del copón al caerme del caballo, camino de Damasco. ¡La tele era una gran mentira! El patrocinador manda y la plebe traga. Quiz Show fue una revelación que me dejó con la boca abierta.  Yo tenía veintidós años, y era un tonto de remate. 



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Vania en la calle 42

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Mi yo de hace años era un impostor de la cinefilia. Un tipo que soñaba con escribir en alguna gacetilla para luego dar el salto a publicaciones de postín, y viajar con los gastos pagados a los festivales, a conocer mujeres hermosas en las alfombras rojas europeas. (Y así, tarde o temprano, en algún marco incomparable de la geografía, cruzar mi mirada con la de Natalie Portman para que ella comprendiera, tras tanto devaneo con hombres superficiales, que yo era el príncipe azul que la había esperado durante años).

    Pero el talento... Ay, el talento... Releo, por ejemplo, la crítica que entonces le dediqué a Vania en la calle 42 y me entra una vergüenza de mí mismo que me pone la cara colorada. En ese bodrio de escritura no hay más que paparruchas, como diría el abuelo Simpson. Pero es, entre otras cosas, porque fingía. Ahora que mi yo verdadero vuelve a gobernar el castillo, puedo decir que Vania en la calle 42 es una película insufrible. Libre ya del aplauso obligatorio, de la impostura del crítico, no he sido capaz de aguantar esta cháchara existencialista sobre el amor y la muerte. Teatro filmado que aburre a las ovejas rusas del siglo XIX, y a los borregos españoles del siglo XXI. Y que salgan corriendo, los amantes de Chejov, porque no los quiero en este blog, que es un club exclusivo para gentes de gusto simplón e inteligencia moderada. Yo escribo para el plebeyo, para el palomitero, para 


         De Vania en la calle 42 sólo perdura la belleza perturbadora de Julianne Moore, que incendia la pantalla con ese cabello fueguino y esos labios de cereza, y esta sentencia muy enjundiosa del doctor Astrov, el único personaje que dice cosas con sentido porque jamás suelta la botella de vodka.

           "Para que una mujer y un hombre sean amigos tienen que pasar tres etapas: primero conocidos, después amantes, y luego ya son amigos". 








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1992

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Hace  años, cuando la economía española iba viento en popa, y la clase media guardaba sus coches deportivos en los garajes, pensábamos que la corrupción de nuestros políticos era un juego de niños, un pasatiempo de aficionados si la comparábamos, por ejemplo, con el derrumbe del sistema italiano en los años 90. En aquella época, en los telediarios socialistos, veíamos al juez Di Pietro de la operación Manos Limpias y pensábamos que aquel héroe de la decencia no podía dar abasto. Que le iba a dar un infarto de tanto perseguir a los infinitos chorizos, y a las innumerables longanizas. Ningún partido italiano del viejo régimen quedó libre de encarcelados, de señalados, de dimitidos abochornados. Fue el cataclismo total de la República, y nosotros, los vecinos del Mediterráneo, nos reíamos por lo bajini  No entendíamos cómo podían haber votado a esa gentuza durante años sin coscarse de nada. Nuestros políticos también robaban, por supuesto, pero sólo lo justo, para ir tirando con sus chalets de lujo y sus campos de golf. Nada que reprocharles mientras la fiesta continuara para todos.


            Ahora, en el año del Señor de 2015, los italianos han creado una serie de televisión que cuenta aquellos acontecimientos de su política nacional. Se titula 1992, que fue el año de su catástrofe y  su vergüenza, mientras nosotros presumíamos de la Expo de Sevilla y de un príncipe muy guapo que llevaba la bandera en los Juegos Olímpicos. Los protagonistas de 1992 son un cabestro que se afilia a la Liga Norte, un publicista que maquilla los tejemanejes de Berlusconi, un policía malencarado que ayuda al juez Di Pietro en sus desvelos, y una chica monísima que chupa pollas a diestro y siniestro (no es machismo, es pura descripción de los hechos) para convertirse en estrella de la televisión. 

        La serie tiene una factura impecable, y su chicha es interesante y nutritiva, pero a los españoles nos llega un poco tarde. Hace unos años nos hubiéramos quedado con la boca abierta, de tanto latrocinio y tanta comisión ilegal, pero ahora vivimos muy trallados, muy escarmentados. Si ves los episodios de 1992 justo después de El Intermedio casi no te das cuenta de la transición. 1992 es un gran documento, pero a los españolitos de a pie ya no puede sorprendernos ni indignarnos. Con el tiempo hemos descubierto que nuestros políticos robaban tanto o más que los italianos, pero que supieron hacerlo con más disimulo, o pagar más, y mejor, a los jueces que miraban para otro lado. Hemos tardado veinte años en saber que 1992 también fue el año inaugural de nuestra ignominia, y de nuestra pobreza.




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Adiós, muchachos

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Adiós, muchachos, es una película amarga que se queda prendida en la garganta. Otras películas se quedan en las piernas, si han sido de bailes, o en los labios, si han sido de amor. Pero las películas tristes, cuando terminan, se quedan ahí, como espinas atravesadas en el gaznate. La sensación física es muy parecida, y uno, en un acto reflejo, mientras le da vueltas al final desolador, se levanta del sofá para beber un vaso de agua y tragar una miga de pan, a ver si los remedios caseros pueden con la pena.

               Basada en un recuerdo autobiográfico de su director, Louis Malle, Adiós, muchachos es otra película de judíos perseguidos por el nazismo. En el año 1944, en un internado católico de las afueras de París, tres niños son escondidos por los curas entre la masa del alumnado. Los curas, en efecto, aquí hacen el papel de buenas personas, y esto es una rareza de agradecer en mi belicosa filmografía. Uno de ellos, incluso, en una misa celebrada bajo la amenaza de los nazis, se atreve a recordar a los papás presentes, franceses de la alta burguesía, que antes entrará el camello por el ojo de la aguja que un rico en el Reino de los Cielos. Una verdad revelada en la Biblia que los tertulianos de la COPE, más afines a las enseñanzas del Antiguo Testamento sobre que el pobre se aguanta y se jode por mandato de Yahvé, siempre pasan por alto en sus valoraciones.

          Uno de los chicos escondidos es Bonnet, un chaval callado, sensible, sobresaliente en las tareas académicas. Su llegada alterará el ecosistema habitual del aula, donde Julien, el trasunto de Louis Malle, es el macho alfa de las buenas calificaciones. Al principio, como es de rigor, Julien sentirá odio por su nuevo compañero, tan ejemplar y don perfecto. El odio, con el tiempo, dará paso a la envidia, y la envidia a la amistad, porque Julien, que no tiene un pelo de tonto, rápidamente comprenderá que Bonnet no se está jugando el aplauso de sus profesores, ni el expediente académico sin tacha, sino la vida misma, si la Gestapo diera con él en el batiburrillo de los chavales que juegan en el recreo, o se apiñan en los dormitorios a rezar oraciones fingidas. 



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The Newsroom. Episodio piloto

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Nos quedará, para los restos, como un momento seriéfilo al que regresar una y otra vez, el discurso de Jeff Daniels sobre “Por qué América ya no es el mejor país del mundo”. La denuncia de Aaaron Sorkin contra el naufragio de los ideales americanos, supremacistas, siempre algo chulescos, no tiene desperdicio. No se había escuchado una diatriba así contra los yanquis desde aquéllas que soltaban los puertorriqueños de West Side Story

    Después de ver el episodio completo, he superado mi vagancia homersimpsoniana y en esfuerzo supremo, impropio ya de mis años y de mis grasas, me he levantado del sofá para proveerme de bolígrafo y anotar, palabra a palabra, las verdades que como dardos allí se sueltan. Son tres minutos de alta política que hubiese firmado el mismísimo Cicerón ante el senado de Roma. Hay que estar muy lúcido, y muy ágil, y vivir con un metrónomo metido en la cabeza, para estructurar estas parrafadas que escribe Aaron Sorkin. El envidiado, Aaron Sorkin. Para acertar no sólo en el fondo, sino en la forma, maravillosa, inalcanzable para los escribanos sin talento.







    Sin embargo, esto no ha sido lo mejor en el estreno de The Newsroom. Hay diez minutos fulgurantes, hacia el final del episodio, en los que uno asiste boquiabierto al entramado oculto de un informativo emitido en directo, con una noticia bomba que hay que ir confirmando y desgranando a toda prisa para no ser pisados por la competencia. Hay periodistas que recopilan, responsables que deciden, redactores que resumen, diseñadores que dibujan, técnicos que reajustan... Un presentador que va recibiendo por el pinganillo nueva información que anota en las breves pausas. Todos frenéticos, histéricos, atropellados, y sin embargo, certeros.  Unos profesionales del medio. The Newsroom, para mi gozo, es una nueva entrega de National Geographic sobre cómo el homo sapiens trabaja en lo suyo. Ver a esta gente me reconcilia con la especie humana. Mi misantropía encuentra en las personas inteligentes o talentosas el bálsamo momentáneo de una tregua. Son gentes difíciles de encontrar a este lado de la pantalla, en este mundo real de la carne y el hueso donde la estupidez es la medida habitual del pensamiento... 





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Jurassic World

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Jurassic World es una película tan bien hecha y tan vacía como una rubia tontaina de las discotecas. Como un guaperas iletrado de la piscina. Los productores de Jurassic World no quieren a tipos como yo, que luego vienen aquí, a los foros, a denunciar los trucos baratos y las explosiones gratuitas, ni yo quiero perder el tiempo con estas superproducciones construidas con el manual. Pero uno, como el demonio que anidaba en la niña Regan, no es uno solo, sino legión, y dentro de mí, como en una pequeña multisala, viven muchos espectadores que se pelean por ver las películas. A quien yo llamo “yo”, sólo es el diablo alfa de toda esta pandilla, el tipo que habitualmente triunfa en las disputas y va construyendo con infinita paciencia la videoteca de casa y la programación semanal del Canal +.



         Pero “yo”, para que todos vivan contentos en el convento, a veces tiene que hacer concesiones, y tragarse películas como Jurassic World que no molestan especialmente, que tienen su cosa y su mérito, y su Dallas Bryce Howard de bellísima pelirrojez, pero que en una dictadura perfecta jamás verían la luz en el televisor. Los lectores más veteranos ya conocen a Max, mi antropoide, el mono de la primera fila, que aplaude como un macaco las películas de Pajares y Esteso, o los truños en los que Leonor Watling enseña sus bonitos pechos. Hoy les presento a Alvaruelo, el niño tímido y algo corto que se ha venido conmigo desde los tiempos infantiles. Inasequible a la madurez o al raciocinio, él sigue celebrando con los ojos abiertos y el labio de los Habsburgo películas como Jurassic World, en las que se reparten hostias, ganan los buenos y el espectáculo pirotécnico va disimulando las tonterías. Yo quiero mucho a Alvaruelo, que es un niño que no da un ruido y siempre se queja con la voz bajita, pero que se pone muy triste cuando le endilgo un simbolismo de Kiarostami, o un mundo poético de Julio Medem. De vez en cuando le doy estas alegrías, sobre todo si es sábado por la noche, para que el lunes, cuando vaya a la escuela con los otros diablillos, lo flipe por todo lo alto y tenga algo que contar. 



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El americano impasible

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Nunca estudiamos la guerra del Vietnam en el colegio. Como los americanos eran el bando perdedor, los curas, que editaban sus propios libros de texto para luchar contra el comunismo, pasaban por alto esa vergüenza de los garantes de Occidente. Todo lo que uno aprendió sobre el conflicto salió de las películas americanas, que, curiosamente, siempre terminaban con un marine arrancando charlies como esparrágoos, lo mismo Rambo que Chuck Norris, el coronel Kilgore que John Wayne tocado con boina verde. 

     La enciclopedia Carroggio que teníamos en casa aseguraba -probablemente financiada por el oro de Moscú- que los americanos habían perdido la guerra, y que un gobierno comunista dictaba ahora las leyes en Hanoi. Alguien mentía en aquella contradicción entre las películas y los historiadores. Sólo tras ver Platoon, la película de Oliver Stone, uno supo que la enciclopedia era la fuente acertada, y que los yanquis que mataban veinte vietcongs con un sólo escupitajo eran reclamos de taquilla para nuestra testosterona alborotada.


   Una película como El americano impasible nos hubiera venido de perlas en aquella época del desconocimiento. Aquí se explica, por ejemplo, lo que Francis Ford Coppola cercenó en su montaje de Apocalypse Now: que la guerra de los americanos sólo fue la continuación de la guerra de los franceses, y que la hostia colonial de los unos iba a ser la hostia imperialista de los otros.  Lo paradójico del caso es que nosotros, de chavales, nunca hubiéramos visto una película como ésta, que sólo tiene una escena de explosiones y ningún ejército en combate. El americano impasible, en sustancia, es un triángulo amoroso, una pelea de machos que se disputan los favores de una vietnamita que quitá el sentío. Una lucha que en principio nace desequilibrada, porque en una esquina del cuadrilátero, viejuno y con poco peso, está Michael Caine, y en la otra, joven y tan grande como un armario, calienta sus guantes Brendan Fraser. Pero Caine es un perro viejo, y un actor inconmensurable, y aunque sus opciones de coito se pagan 30 a 1 en las apuestas, el muy puñetero saca todo su repertorio para que el combate se vuelva igualado y muy entretenido...



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El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas

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Matilda Hunsdorfer, la niña más inteligente de su curso, explica ante sus compañeros los resultados de sus experimentos con las margaritas:

"Las semillas que recibieron menos rayos gamma se convirtieron en plantas en apariencia normales. Las que recibieron una radiación moderada dieron lugar a plantas con mutaciones. Las semillas que recibieron una radiación mayor murieron o dieron lugar a plantas enanas".


        El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas no es, como se ve, un documental de La 2, sino el extraño título de esta película dirigida por Paul Newman. Las margaritas irradiadas con cobalto 60 no son, obviamente, las protagonistas de la película. Aquí no se ve crecer la hierba, ni las flores, como decía Gene Hackman de las películas de Rohmer. Las margaritas pochas sólo son la metáfora de estas dos niñas condenadas al fracaso, las hermanas Hunsdorfer, hijas de una alcohólica majareta que interpreta sin histrionismos la inmensa Joanne Woodward, esposa bellísima del director.

       Ruth y Matilda son dos niñas inteligentes y despiertas que llevan dentro la semilla de la inadaptación. Abandonadas por su padre, y reducidas a la economía de subsistencia, los años escolares tienen pinta de ser los mejores que vivirán antes de lanzarse a la vida. Los defensores de la influencia ambiental dirán que es el entorno empobrecido lo que influye fatalmente en su destino. Como si el trastorno de la madre o la ausencia del padre lloviera sobre sus cabezas, y las impregnara de un líquido negro y espeso. Los que hemos leído los libros prohibidos sabemos, sin embargo, que los seres humanos somos el resultado de los genes, y poco más. Que no hay más cera que la que arde, y que el destino viene escrito en el lenguaje del ADN. La felicidad o la desgracia, el talento o la ineptitud, la inteligencia o la tontuna, no son cosas que se puedan comprar o vender en el supermercado de la vida. Vienen de serie en nuestro organismo, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. 

El cobalto 60 que irradiaba las margaritas de Matilda es, en nuestro caso, el azar de las mutaciones nucleótidas, que nos hace como somos.







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Belle Époque

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Cuando Jorge Sanz, en Belle Époque, decide que ya es hora de marcharse a Madrid, y abandonar la hospitalidad de Fernando Fernán Gómez, se encuentra en la estación con las cuatro hijas del susodicho. Enamorado al instante del póker de bellezas, finge un contratiempo y regresa a casa de Fernando, a toparse con ellas. Éste, al descubrirlo de nuevo en el hogar, dirá aquella frase imborrable de "es el seminarista, que ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas”.

         Este regreso de Jorge Sanz simboliza mi propio regreso a Belle Époque cada cierto tiempo. Belle Époque es una comedia estimable, ocurrente, con actores y actrices en estado de gracia. Fernán Gómez y Agustín González legaron dos personajes inolvidables de los que recordamos cada diálogo y cada entonación, aquello de conculcar el matrimonio, o de "¡coño, cocido!". Rafael Azcona tejió un guión tragicómico que es marca de la casa, y que aguanta como un campeón el paso del tiempo.  

    Pero Belle Époque, con todos sus méritos, con su Oscar reluciente dedicado al dios Billy Wilder, no sería la misma película si nosotros, los hombre enamorados, no la visitáramos con tanta frecuencia, atraídos por esas señoritas que salen tan frescas y tan lozanas. La mayoría de mis conocidos echan la baba por Maribel Verdú, que además de ser hermosa siempre alegra los fotogramas con un verismo excitante y perturbador. Pero yo, que estoy con ellos, y soy partícipe de sus fogosos entusiasmos, tengo que decir que mi amor verdadero es Ariadna Gil, la entonces cuñada del director. Hay algo de lapona en sus pómulos, de golosina en sus labios, de pantera en su mirada. Algo a medio camino de lo chino y de lo salvaje que no podría explicarles muy bien. Instintos muy míos que encienden fuegos muy poco artificiales. Ariadna, además, en el colmo de los morbazos, hace aquí de lesbiana irreductible, lo que paradójicamente dispara las fantasías y acrecienta los deseos. Ni punto de comparación con sus tres hermanas.


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El paciente inglés

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Se han vuelto recurrentes, casi un lugar común, los chistes sobre la paciencia que hay que tener para aguantar todo el metraje de El paciente inglés. Y aunque a mí me parece  exagerado, sí que hay algo de verdad, en esta broma resobada. El paciente inglés, que está a punto de cumplir veinte años en la cultura, ya tiene la cadencia y los andares de una anciana setentona. "Un clásico instantáneo", proclamaron algunos críticos el día de su estreno, sin caer en la cuenta de que el clasicismo es un atributo que sólo el tiempo concede. 

    Hay algo progérico, en esta película que nació tan bonita y resalada, con su paisaje epatante, su triángulo amoroso, su francesa chic que aquí ponen de canadiense para hacerla encajar en la trama de las guerras. La primera vez que vimos El paciente inglés nos dejamos seducir por el desierto africano, por el romance fogoso, por la belleza complementaria de sus dos bellas damiselas, tan rubia y estilosa la una, tan morena y guapísima la otra, que incluso son hermosas en sus nombres, Kristin y Juliette, que imagínate tú si se llamaran Ramona y Clotilde, el bajonazo sexual, y lo poco verosímil de la aventura.

       Años después, cuando volvimos a encontrar la película en el DVD, o en el Canal +, la descubrimos despojada de sorpresas, y nos pareció un coñazo algo insufrible, de despistarse uno mucho y ponerse a pensar en otras cosas. Le vimos las fracturas de guión, las tramas prescindibles, las tontunas románticas de Hana la enfermera, un papel que Juliette Binoche saca adelante sólo porque nos importa muy poco lo que dice, embobados como estamos en su belleza desbordante, inaprensible, que volvió loco al mismísimo François Miterrand en sus últimas alegrías. De Juliette decía don François que era la mujer ideal, un canon de belleza como otro cualquiera que yo, en este caso, y en alguno más de la vida real, suscribo plenamente. Sólo por Juliette Binoche, sin ir más lejos, he vuelto a ver hoy este rollo ya un poco antiguo, romanticón y azucarado, aunque muy trágico, de El paciente inglés.



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Si la cosa funciona

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Tengo un amigo cinéfilo que de vez en cuando me saca a colación los chistes de Si la cosa funciona, la película de Woody Allen en la que Larry David, para hacer más creíble el romance, interpreta el sempiterno papel de judío neurótico. Para mi amigo, Si la cosa funciona es una obra maestra de la comedia, un referente continuo de sus filosofías humorísticas. "Cómo no te pudo gustar", me repite a todas horas, tú que eres tan amigo de Woody Allen, tan fanático de Larry David. Y yo, perplejo de mí mismo, nunca sé que responderle. Será que la vi en una mala tarde, me digo, como las de Chiquito de la Calzada, o en una mala noche, asediado por los fantasmas.

               Hoy, asediado por la incredulidad de mi amigo, acuciado por la incomprensión de mi propio espíritu, he decidido conceder una segunda oportunidad. Y la cosa comienza bien, la verdad, con Larry David soltando diatribas contra el género humano que son muy de mi agrado. Casi rompo a aplaudir en una o dos andanadas muy bien tiradas. Luego, como una Venus de Botticelli que hubiera cruzado los mares del tiempo, emerge de los fotogramas Evan Rachel Wood, que es una anglosajónica de belleza infartante. Con mi álter ego de protagonista, y mi mujer soñada de partenaire, Si la cosa funciona, efectivamente, funciona. Me doy cuenta, además, que nuestra primera cita fue en una versión doblada al castellano, no sé por qué razones, ni en qué trágicas circunstancias, y ahora, gracias a las voces originales, los personajes se hacen más interesantes y verosímiles.

                Vivo feliz durante tres cuartos de hora, reconciliado con mi hermano Woody, con mi primo Larry, hasta que la trama se enreda con personajes que ya no vienen al caso, ni hacen gracia, que sólo están ahí para robar minutos a las sabidurías misántropas, y a las hermosuras de Evan Rachel. Si la cosa funciona no ha funcionado del todo finalmente, pero ha funcionado mejor. Le debo una, a la insistencia de mi amigo. Y largas explicaciones, a los inquisidores de mi cinefilia, que todavía no entienden lo sucedido.



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Better Call Saul. Temporada 1

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Los spin off suelen ser subproductos prescindibles, inventos de los productores para seguir estrujando la teta de una trama ya mortecina. 

Uno, sin embargo, si hace un esfuerzo de memoria seriéfila, descubre que tres de sus comedias preferidas son producto de esta práctica mercantil: Los Roper, que originalmente fueron los caseros de Un hombre en casa; Frasier, que desarrolló el personaje más loco y enjundioso de Cheers; y Veep, que es la adaptación americana de The thick of it, la comedia británica que ridiculizó a los políticos isleños. Tres spin offs que igualaron o superaron los méritos de su serie matriz. Y ahora, con Better Call Saul, ya van cuatro. Cuando hace un año se anunció la secuela de Breaking Bad protagonizada por el abogado –o lo que fuera- Saul Goodman, uno supo al instante, con la presciencia de un veterano televidente, que Better Call Saul iba a ser otra serie a la que habría que construir hornacina en el templo. Saul Goodman tenía muchas cosas que contarnos del viejo Albuquerque, de cuando la droga azul del señor Heisenberg todavía no se vendía por las esquinas, y los malotes mexicanos campaban a sus anchas en los bajos fondos de la ciudad. Nos mataba la curiosidad de conocer mejor a un personaje tan entrañable y odioso, tan adorable y mezquino. Y Vince Gilligan, que es un tipo de instinto comercial que nos lee el alma como si nos hubiera parido, nos concedió la satisfacción de la sabiduría.

               It’s all good, man…



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El mercader de Venecia

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Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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Finales de agosto, principios de septiembre

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De vez en cuando uno se topa con películas que intuye aburridas de antemano, pero que vienen envueltas en un título de resonancias muy personales, y ya no puede refrenar el impulso de asomarse. Finales de agosto, principios de septiembre, era, más que un título, una señal. Justo cuando uno transitaba las mismas fechas del calendario, aparece esta película de Olivier Assayas en las pesquisas por internet, como si los dioses juguetones, o los duendes traviesos, la hubieran dejado ahí para tentarme, y hacer experimentos conmigo.

        Los finales de agosto y los principios de septiembre son los tiempos de iniciar el curso, de volver al fútbol, de colocar la primera manta en la cama. De reencontrarse con las personas que uno aprecia y también con las que uno odia. Tiempos de cambio, de reacomodo, a veces también de crisis, si la cosa viene muy jodida. Yo quería ver, en la película, gentes atrapadas en ese mismo enredo postvacacional, a ver cómo se las apañaban, y extraer, si fuera posible, alguna enseñanza del aprendizaje. El vicario, claro. Personajes que también fueran maestros, como uno mismo, que regresaran a su trabajo con el mismo aire compungido y quejica. Pero no iban por ahí, los tiros. Los protagonistas de Finales de agosto, principios de septiembre son dos urbanitas franceses que se pasan la película entera follando y desfollando, lo mismo en agosto que en septiembre, en enero que en febrero. Dos treintañeros irresolutos que cuando se cansan de una mujer la cambian por otra todavía más guapa, o más joven, o más chic. Nada que ver con la vida de uno, ay, ni en lo geográfico ni en lo sexual. 


    Entre polvo y polvo, nuestros amigos han de vender pisos, alquilar apartamentos, tomar café en las terrazas. Enfrentarse a los primeros achaques del cuerpo. La vida misma, vamos, solo que hablada en francés, y muy aburrida y desesperante, como me temía en un principio. No sé a cuento de qué venía lo de agosto y septiembre. Si la hubieran llamado Finales de marzo, principios de abril, habría sido exactamente la misma película, y yo, desinteresado por el título, me hubiese ahorrado el tiempo invertido.




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Rompenieves

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Rompenieves es el nombre del tren donde viajan los últimos seres humanos. Un arca de Noé rodante que describe círculos alrededor de Eurasia mientras espera que llegue el deshielo. Algún político iluminado -seguramente un eurodiputado español, que vivía su retiro dorado en  Bruselas- decidió combatir el cambio climático echando no sé qué mierda en el aire, y consiguió, como en los cómics de Mortadelo y Filemón, cuando el profesor Bacterio le ponía remedio a las desgracias, congelar el planeta hasta casi acabar con la humanidad.

       El Rompenieves, como no podía ser de otro modo, está estrictamente jerarquizado. En los vagones delanteros, que parecen de un Orient Express futurista, viajan los millonarios que se abrieron camino en la vida. En los traseros, que parecen transportes fletados por Adolf Eichmann, viajan los desgraciados que no supieron emprender en los negocios. En el medio, armada hasta los dientes, una legión de seguratas impide la revuelta de los perroflautas, a tiro limpio si fuera menester. Como se ve, el Rompenieves es toda una metáfora del sueño ultraliberal. Libres ya del Estado tocapelotas, los ricos campan a sus anchas en sus vagones de primerísima clase, mientras los pobres comen mierda en pastillas y beben agua oxidada. “Es el orden natural de las cosas”, afirma Mr. Wilford, el dueño del tren. Ytal felonía, que en la ficción nos parece una cosa de ser muy hijo de puta, es lo mismo que repiten a todas horas nuestros prohombres de derechas, cuando salen en las tertulias o en los artículos de opinión, negando la existencia de la lucha de clases. Los mismos tipos que luego, tras ofenderse mucho por haberles mencionado la estructura piramidal de la sociedad, se suben al tren, o al avión, o al autobús “Supra”, y se compran un billete de primera clase para no coincidir con parásitos como tú, quejica de la taberna, y perroflauta con piojos. Lo que no harían, y no dirían, estos golfillos, subidos en el Rompenieves.


          De todos modos, a este coreano que dirige la función, el tal Joon-ho Bong, le importa una mierda la lucha de clases. Rompenieves, aunque pudiera parecerlo, no es ni de lejos el Octubre de Serguei M. Eisenstein. Las diferencias de status sólo crean la tensión necesaria para que el personal se líe a hostias, y a partir del minuto treinta uno se ve enredado en otro blockbuster oriental de peleas a cuchillo y patadas voladoras. Ni un pelo de la barba de Marx sale volando en los fotogramas. 


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