The Young Pope
The Order
🌟🌟🌟
Hacia la mitad de la película se produce una discusión decisiva entre el predicador de la Nación Aria y el supremacista que ha abandonado el rebaño para coger una ametralladora y declararle la guerra al Gobierno Federal. Hasta entonces yo no entendía muy bien de qué iba "The Order". La estaba viendo gracias a los servicios inestimables del eMule pero sabía que en la vida legal pertenecía al catálogo exclusivo de Amazon Prime. Y eso no me cuadraba: ¿cómo era posible que Jeff Bezos -que ahora es el lameculos de los fascistas que gobiernan su país- financiara una película que alerta precisamente de los peligros del fascismo? ¿En qué mundo al revés podría pasar que la misma persona que amordaza al “Whasington Post” y aplaude al Neoführer nos recordara que el fascismo es un ideal contrario a los valores mínimos de convivencia y que de ahí surgen sociópatas como éste tal Bob Mathews de la pelicula, o como aquel Timothy McVeigh que asesinó a 168 personas en el atentado de Oklahoma?
O yo me estaba liando, o había que recordar que esta gente simplemente olfatea negocios y son capaces de darle una mano al demonio y la otra a los arcángeles.
Pero es ahí, en esa discusión entre el predicador y el terrorista, donde todo empieza a cuadrarme. El predicador, en una línea de diálogo que es profética y estremecedora, le pide al exaltado Bob un poco de paciencia. “Dentro de diez o quince años ya tendremos senadores, congresistas, miembros del Tribunal Supremo... Quizá hasta un presidente. No necesitamos levantarnos en armas, muchacho”. Estamos en 1984 y aún faltaban 33 años para que el predicador se cargara de razones. El tiempo ha demostrado que su apuesta por una vía “pacífica” que manipulara el relato cultural era más provecchosa que el bombazo limpio o el atraco de bancos a mano armada.
De nuevo, como en 1933, el fascismo ha sido elegido por el pueblo.
Gattaca
🌟🌟🌟
El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo.
La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias.
Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.
“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.
El aviador
🌟🌟🌟🌟
La locura no se cura con dinero. Todo lo demás sí, incluso un cáncer, si tienes suerte, y te atienden muy rápido, y te atienden los mejores. Pero una chaladura del coco no. Eso es como la carcoma que va devorándote las neuronas. Hablo, por supuesto, de las locuras congénitas, de las que vienen enraizadas en el genoma, no de las que provocan el estrés y la necesidad, que solo necesitan dinero para sanarse. De eso va, y no de otra cosa, la lucha de clases.
A Howard Hugues, el aviador millonario -o el millonario aviador- se le caía el dinero de las orejas y ya ves tú cómo terminó: con un TOC tan grande como el avión “Hércules” que él mismo desarrolló. Pasó de ser una celebrity que se quilaba lo más granado de Hollywood, el aviador con más visión comercial que surcaba los cielos del momento, a ser un esclavo de su trastorno que desapareció de la escena pública hasta que la muerte le libró de tanta contradicción entre el genio y el demente, entre el visionario y el dimisionario. A Howard Hugues seguramente le atendieron los mejores psiquiatras de Nueva York -puede que incluso el padre de la doctora Melfi de "Los Soprano"-, y al final las únicas diferencias que marcaron con nuestros psiquiatras fueron el coste de las sesiones y el tapizado exclusivo de los divanes.
Viendo “El aviador” yo pensaba que si a cualquiera de nosotros, o de nosotras -de nosotres, sí, joder- le dedicaran un biopic los cineastas americanos (porque sí, porque se han vuelto locos y han decidido hacer hagiografías de gente común que cobra una miseria y hace colas en el supermercado), todos saldríamos tan retratados como Howard Hugues en sus manías. Yo, al menos -y me incluyo-, no conozco a nadie que viva sin un TOC digno de lástima que molesta mucho al personal y avergüenza mucho al portador. Cuando reconoce tenerlo, claro, como le pasaba a Howard Hugues, sumando más sufrimiento al desamparo.
La locura, como la muerte, nos iguala a todos.
La invención de Hugo
🌟🌟🌟
Los hermanos Lumière no inventaron el cine, como nos decían
de pequeños en el libro de Sociales. Ellos inventaron la máquina de hacer cine,
que no es lo mismo. Ellos eran ingenieros, pero no cineastas. Clavaban la
cámara en la estación de tren o en la salida de la fábrica -de su fábrica- y
dejaban que la vida transcurriera ante el objetivo sin trampa ni cartón. Vamos
a conceder que eran... documentalistas. Carecían, además, de cualquier espíritu
visionario. Después de asombrar a los parisinos con sus proyecciones en el Grand
Café Capucines, los Lumière pronosticaron que el cine nunca pasaría de ser una
atracción de feria. Una curiosidad de la ciencia, que avanzaba a todo trapo.
Edison, al otro lado del charco, pensaba tres cuartos de lo mismo.
Hace muchos años, en las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos
Pumares nos contaba que en una de esas proyecciones estuvo presente George Méliès,
el ilusionista que asombraba a los parisinos con sus trucos en el teatro.
Cuenta la leyenda -más o menos como lo cuenta Martin Scorsese en “La invención
de Hugo”- que Méliès se quedó... embobado, boquiabierto como un niño, y que al
mismo tiempo que la luz atravesaba la oscuridad para estamparse en la pantalla
y crear vida animada, una certeza de genio atravesó su meninge para alumbrar un
mundo lleno de posibilidades. Méliès supo que iba a transformar aquel proyector
de realidad en una fuente de sueños. El cine nació justo en ese momento de intuición.
De esa quijada descolgada, y de esos ojos como platos. Todo lo que vino después
-el amor y el dolor, la sorpresa y el llanto, el terror y la pasión, Luke
Skywalker descubriendo los caminos de la Fuerza- ya lo imaginó Méliès en un solo
segundo de divina inspiración.
La pena es que este homenaje de Martin Scorsese a George Méliès
sea tan... infantil. Desconozco las razones. La figura de Méliès merecía otro
tipo de acercamiento. Espero, sinceramente, que “La invención de Hugo” no tuviera
un “afán pedagógico”, porque don Martin es más inteligente que todo eso. Los “afanes
pedagógicos” a los niños se la soplan. A las niñas igual. A les niñes ni te
cuento.
A. I. Inteligencia Artificial
🌟🌟🌟🌟🌟
No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha
jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar
llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara
el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una
pelota.
He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial”
porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger
Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los
exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose
-son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se
podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados
indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces
covalentes?
De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo
y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en
la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que
había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá
de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy
concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a
niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.
Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado.
No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que
caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla
de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas.
“Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la
disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no
correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños;
del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...
Contagio
🌟🌟🌟🌟
Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven
Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la
conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como
Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen
un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de
matar.
Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un
terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría
a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a
la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para
hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información,
pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué
nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto
por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por
aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más
mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un
virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez,
que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la
geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la
enfermedad.
Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas
escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el
virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el
caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el
chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que
primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y
Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego
su padre arreglándolos.
Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la
realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón
negro en mi banderita española.
Sherlock Holmes
🌟🌟🌟🌟
¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock
Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus
aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo
traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que
hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la
nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre
las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su
inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.
Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las
ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo
y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que
parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta
los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock
en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que
un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el
ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno
con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin
resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena
del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la
señorita Pepis en la maleta.
Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones
hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas
como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la
lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que
Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar
su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es
un tipo conservador. Un héroe del sistema.
The New Pope
El dinero y el sexo mueven el mundo. Todo lo demás es un matarratos, un viaje por carreteras secundarias. Una paja mental de los filósofos. Literatura para consolar a los que no tiene pasta, o a los que no tienen el amor que desean. “Dame un atractivo irresistible o una cuenta millonaria y moveré el mundo”, dicen que dijo Arquímedes después de afirmar lo de la palanca y la Tierra. Pero ningún historiador, al parecer, registró aquellas palabras tan sabias, que Arquímedes tal vez solo musitó por temor al ostracismo, que en la Grecia Antigua era una cosa muy seria. Dos mil años más tarde, en el Berlín del protofascismo, Liza Minnelli cantaba “Money makes the world go round” en el cabaret, mientras meneaba el escote con lascivia y Joel Grey, a su lado, le hacía gestos obscenos con la lengua. Bob Fosse, como el Arquímedes de mi imaginación calenturienta, no era ningún tonto cuando se ponía a hacer películas, tan didácticas, y tan poco complacientes…
Muchos de ellos ya ni siquiera creen en Dios, porque hace mucho que dejaron de creer en los hombres, y en las mujeres, tan resabiados ya, y tan cínicos.Tan espirituales como se creían, cuando escucharon la voz de Dios, y en realidad tan atados al instinto, y a la imperfección de la carne.
Día de lluvia en Nueva York
“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…
Enemigo a las puertas
Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.
El talento de Mr. Ripley
El talento de Mr. Ripley es una película que tiene doble capa de lectura, como el mismo DVD que la contiene en mi estantería. La versión oficial echa mano del carácter enamoradizo de Tom Ripley, y de su visión tortuosa de la vida, para explicar los crímenes que va cometiendo por la bella Italia: el primero para descargar su frustración de amante despechado, y los siguientes para salvar su pellejo ante las pesquisas de los carabinieri.