El irlandés
En tierra de santos y pecadores
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En la película lo llaman el “condado olvidado" porque al parecer fue allí donde san Patricio perdió su mechero. Pero yo mismo, que soy un viajero tardío de muy pocos recorridos, pasé una noche en el condado de Donegal el verano pasado. Un recuerdo que ya es como evocar un verano de la infancia, o uno que ni siquiera hubiera vivido.
Fue la misma noche en la que Kylian le marcó un gol al Atalanta en la final de la Supercopa y pensábamos que habíamos traído al Jesucristo de los goles. En el comedor del hotel nos pusieron el partido retransmitido por la televisión irlandesa, y yo, entre la crema de verduras y el asado con patatas, me relamía de contento y celebraba su fichaje ante varios excursionistas que procedían de Barcelona y que me miraban con ganas de clavarme el cuchillo en las costillas.
Kylian, como hubiera dicho William Shakespeare al otro lado del mar de Irlanda, fue el sueño de una noche de verano.
Muchos años después he descubierto en Google Maps que esa noche dormí apenas a treinta kilómetros de donde se rodó “En tierra de santos y pecadores”. Nuestro hotel estaba en Ballybofey, que es como un pueblecito del Far West, con todas sus casas alineadas a lo largo de la carretera. No hay nada que ver allí, y menos de noche, que es cuando llegamos de Belfast tras darnos una paliza en el autocar.
Después del partido- para hacer un poco la digestión y huir de los culés acomplejados- me puse el chubasquero y salí a pasear por la única calle de Ballybofey. Aunque estábamos en agosto caía una lluvia muy fría y horizontal. No se veía ni un alma turista o irlandesa. Ni santa ni pecadora. Pasaban, eso sí, muchos camiones de la Guinness con los faros encendidos.
A punto ya de darme la vuelta encontré un jardincillo apenas iluminado que era un memorial a los héroes locales del IRA. Había, por supuesto, un O’Neill, y un O’Brien, y un Flanagan de toda la vida. Deduje que eran chavales que habían caído en su lucha guerrillera por la unidad de la patria. Y pensé: seguro que aquí mismo, en Ballybofey, tan cerca de la frontera con Irlanda del Norte, vivían y se refugiaban muchos pistoleros del IRA que venían de perpetrar sus atentados en Belfast y alrededores. Y mira tú: la película va justo de eso.
Veronica Guerin
🌟🌟🌟
Después de ver la película acudí a Google Maps y encontré la escultura dedicada a Verónica Guerin en el Dubh Linn Garden, a la sombra del castillo. El pasado verano pasé justo a su lado pero no la vi. Entre que iba despistado y que la escultura está metida en un pequeño bosquecillo -fuera del paseo turístico pero apenas a diez metros de los radares- me pasó inadvertida y no la he descubierto hasta hoy, cuando el invierno ya es un hecho tras las ventanas y el verano en Dublín parece como soñado por otra persona más libre y aventurera.
Antes de ver “Veronica
Guerin” tuve que hablar seriamente con Max, mi antropoide interior, que es como
un niño revoltoso que a veces todo lo jode. Yo sé que Max bebe los vientos por
Cate Blanchett, pero no como actriz -que a esas finuras del arte él no llega ni quiere llegar-
sino como señora. Max -y yo no se lo rebato- piensa que Cate Blanchett es
la quintaesencia de las anglosajonas que sólo en Australia se han preservado como
eran en los tiempos míticos del rey Arturo. Un hada y un milagro. Y aunque es un pensamiento bonito y
tal, todo un halago de hominoideo, no sería la primera vez que nos ponemos
a ver una película con Cate en el reparto y Max empieza a hacer
cucamonas, y a rascarse el sobaco, y a lanzar chillidos de primate excitado que me
arruinan la función. Él es mi Ello desbocado, y Yo, que soy el cinéfilo
responsable, a veces tengo que leerle la cartilla antes de que comience la película.
Veronica Guerin fue asesinada por investigar a los capos de la droga dublinesa y se merecía que los dos estuviéramos muy en silencio, atentos a los devenires y solo ocasionalmente agradecidos a la belleza. Pero la película es un melodrama televisivo con musiquillas de noñería que nos arrancó varios bostezos y muchas desilusiones. Veronica, además, en varias escenas de la pelicula que supongo contrastadas, parecía empeñada en atropellar con su Mercedes a los mismos chavales que trataba de ayudar. La Farruquito de Dublín, creo que la apodaban. Una irresponsable al volante y una heroína contra la heroína: una pura contradicción.
Hunger
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Llegando a Belfast el guía nos aseguró que tendríamos la tarde libre para conocer la ciudad. Que haríamos una panorámica general desde el autobús y luego, ya instalados en el hotel, podríamos pasear libremente por sus calles.
- Ya sé que parece una ciudad chunga -nos dijo, porque había calado nuestras expresiones- pero en realidad es muy segura porque hay cámaras por todas partes y la “Garda” patrulla de continuo.
Su discurso, la verdad, no sonaba muy tranquilizador, pero yo estaba como loco por patear los sitios que conocía de las películas. El muro de Bobby Sands, concretamente, lo llevaba subrayado en la libretita. No podía irme de Belfast sin visitarlo. No después de haber leído tantas cosas sobre Irlanda del Norte. No después de haber visto “Hunger” con Michael Fassbender haciendo de Bobby Sands.
Pero luego todo se torció: el otro guía estaba loco de atar y nos dio cien vueltas innecesarias por el tráfico de Belfast. Llegamos tan tarde al hotel que ya se nos juntó el check-in con la hora de cenar, siempre tan temprana en esos países irredentos. Cuando terminé el postre apenas quedaba un soplo de luz natural, y la idea de internarse de noche por los barrios católicos -que desde el autobús parecían algo así como el gueto de Varsovia- sonaba a misión descabellada y casi suicida. Quedaba la mañana siguiente, sí, pero a las siete y media tocaban diana para llevarnos al museo del Titanic y luego a la Calzada del Gigante.
Después de cenar no subí ni a la habitación. Con la misma ropa bonita que me ponía en los comedores por si ligaba con alguna co-excursionista me lancé a la calle con el Google Maps en la mano. El muro de Bobby Sands, para mi suerte, sólo estaba a dos kilómetros del hotel: veinte minutos de caminata entre descampados, casas baratas y pasarelas con alambradas. Por el camino, ya de noche cerrada, me crucé con varios chicos encapuchados y me entro un poco de acojone. Luego descubrí que todos iban y venían de un badulaque abierto 24 horas en medio de la nada.
Y al final del camino, en efecto, iluminado por una farola estratégica, el muro de Bobby Sands. El premio a mi espíritu aventurero. Y mi homenaje particular.
Yo, adicto
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En las mil ficciones de nuestra cinefilia hemos conocido clínicas para desintoxicarse de las drogas, del sexo, de las máquinas tragaperras... También clínicas para curarse de la adición a ciertas ideas políticas que se llamaban -y se siguen llamando- campos de concentración.
(¿Y qué es, en el fondo, un piso de solterón, o una celda en el monasterio de las montañas, sino clínicas de rehabilitación tras los amores muy perniciosos para la salud?).
Lo que todavía no hemos visto es una clínica especializada en tratar a los yonquis de las series de televisión. Un lugar para sacarnos del vicio a los que superpoblamos las plataformas y nos hemos vuelto tan tarumbas que a veces ya mezclamos lo visto con lo vivido, lo ajeno con lo particular. Y aunque es verdad que al protagonista de “Yo, adicto” le quitan el acceso a cualquier pantalla para que se centre en sí mismo y no se despiste con los estímulos exteriores, la desintoxicación de los seriales siempre será en su caso un objetivo secundario. Un perder pelo que luego volverá a crecer tras la normalidad.
Yo creo que esas clínicas todavía no existen. Y si existen, están escondidas en los bosques perdidos o en las marismas remotas. Las plataformas de pago silencian su existencia para que los adictos no renunciemos a la suscripción o al pirateo gratuito que sin embargo contribuye al boca oreja. Puede que Iker Jiménez ya ha abordado esta conspiración empresarial y que yo -como nunca le veo- todavía no me haya enterado.
Una serie que tratara sobre la adición a las series sería la metaserie que estábamos esperando. Es como si tu camello te recomendara dejar la droga y emprender el camino recto de la vida. Había un episodio en la última temporada de “Black Mirror” en el que las series ya eran tantas que al final, un día, terminabas por encontrarte con una que trataba exactamente sobre tu vida, paso por paso, cagada por cagada, con un protagonista idéntico a ti que parecía haberte robado la identidad. Será entonces -y solo entonces- cuando ya nos volvamos locos del todo y los ministerios de la salud empiecen a tomar cartas en el asunto.
El conde de Montecristo
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1. No sé si “El conde de Montecristo” es una buena adaptación de la novela. Yo la leí hace casi cuarenta años en un alarde de pre-adolescente repelente y apenas recordaba nada de la historia. Sólo dos cosas: que el conde se vengaba de tres hijos de puta muy notables que lo habían enviado al presidio de If y que allí conocía a otro preso barbudo conocido como el abate Faria: un presbítero que lejos de seducirle para el contacto carnal le convertía en un hombre de provecho y en un millonario como de diputado corrupto del PP.
Además, una película es una película, y un libro, un libro. Es como querer comparar el culo con las témporas. Me da, en todo caso, que aquí hay algo que falla porque la película dura casi tres horas y hay tramas que están mal contadas y otras que avanzan con unas elipsis que te dejan descolocado.
2. Hace un mes, precisamente, en una comida con los amigos, hablábamos de esos indecentes que al salir de la cárcel tienen asegurado un fortunón escondido en una cuenta de las islas Caimán o en cualquier otro paraíso equivalente.
Hablábamos -presuntamente, of course- de Luis Bárcenas, al que alguien sacó a colación porque le acababan de conceder la libertad condicional y sabía que a los rojos presentes en la mesa se nos iba a atragantar el pulpo a feira si no bebíamos rápidamente un sorbo de vino blanco. Menudo hijo de puta... El Bárcenas, presuntamente, insisto, y el gracioso, los dos.
La mesa se dividió entre los que pasarían gustosamente por la cárcel si a la salida les esperaban muchos millones y los que jamás querrían vivir una experiencia tan arriesgada y tan poco edificante. Yo, por supuesto, era de los primeros. ¿Unos pocos años en una celda como ésas que disfrutan los ladrones del PP – a todo lujo y non-consensual-sex-in-showers-proof- a cambio de dos vidorras llenas de placeres, la previa y la posterior? ¿Dónde hay que firmar?
Pero insisto: hablábamos de esas celdas que son como habitaciones de un Parador Nacional, no el agujero infecto donde el pobre Edmundo Dantés -iba a escribir Leonardo, madre mía- masticaba su venganza y afilaba su odio viperino.
El 47
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En La Pedanía no podemos quejarnos porque aquí llegan cuatro autobuses que nos unen con la civilización: el 2, el 5, el 6 y el 7. El servicio municipal llega justo hasta el número 7 y además hay una línea circular que recorre el perímetro de Ciudad Capital y que siempre transita vacía de viajeros. Son esos misterios de la administración competente, que lo mismo deniega líneas necesarias que pone otras donde nadie las pidió.
(Para llegar a tener un autobús con el número 47 estos territorios tendrían que multiplicar por siete su población, un objetivo utópico dado el cierre de las industrias y el tren de Mínima Velocidad que todavía nos une con la Meseta).
Los autobuses no llegan a La Pedanía porque aquí viva mucha gente, sino porque hace treinta años edificaron el Hospital Comarcal sobre una laguna donde vivían felices las ranas y las cigüeñas. Desconozco si antes de 1994 llegaban los autobuses municipales hasta aquí. Yo vine a vivir en el año 99 y me da pereza averiguarlo. Sea como sea, esto, desde luego, no es Torre Baró, con sus cuestas empinadas y su lejanía en la montaña, sino una planicie cortada a cuchillo por una línea recta y asfaltada. La logística, en el caso de La Pedanía, era prácticamente nula, pero tampoco creo que estas gentes hayan necesitado jamás el servicio municipal. No me imagino a ningún pedáneo autóctono secuestrando un autobús al grito de “¡A tomar por el culo!”.
Aquí todo el mundo siempre ha tenido un coche -e incluso dos- y una moto, y un tractor, y una furgoneta, y hasta un quad para el hijo que nació medio tonto, y jamás he visto a uno de mis vecinos -los oriundos, digo, los que hablan esa mezcla de gallego y castellano que es el idioma de la tierra- coger un autobús para hacer nada en la capital. Los usuarios de los autobuses -dejando aparte a los que vienen y van del Hospital– somos los charnegos del lugar, los chavales semiautónomos, las viudas que nunca aprendieron a conducir y los tolais que dejamos la bici aparcada en el invierno porque aquí ir en bici -ni siquiera para recorrer 5 kms. escasos – es jugarse el pellejo en cada rotonda y en cada adelantamiento de los Fitipaldis.
La virgen roja
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En “La virgen roja” no entiendo a Najwa Nimri cuando habla. Ni en ésta ni en otras películas de su amplia filmografía. Luego, sin embargo, la veo en “La Revuelta” con David Broncano y se le entiende todo con una claridad meridiana: el continente y el contenido.
Reconozco que me mola mucho Najwa Nimri: su misterio, su rollo, su voz extraída de las cavernas... Es un enamoramiento catódico que no la cosifica para nada. Pero en el cine -no sé si por su culpa o por culpa del tío que sujeta la jirafa- todo se le queda en un farfulleo del que apenas extraigo una palabra de cada dos. Y claro: me pierdo, y acabo un poco aburrido de la función.
(Cuñado Bis, por cierto, me hubiera llamado misógino por decir “el tío de la jirafa”, dando por supuesto que no puede ser una mujer quien desempeñe ese noble arte de la sonorización. O un trans, o una trans, o un fluido indefinido. No tiene razón: yo simplemente escribo ahorrando caracteres).
En la Enciclopedia Salvat de mi Vastísima Incultura -que fui coleccionando por fascículos en mi desperdiciada juventud- había una entrada dedicada a Hildegart Rodríguez que ahora, gracias a la película, ya puedo arrancar sin vergüenza y trasplantar al Jardín de las Cosas que Sí Conozco. La historia de Hildegart, leída en la Wikipedia y en otros artículos que desarrollan su figura, daba para una película muy distinta a la que aquí nos han endilgado. Una película con mil aristas y mil recovecos. Paula Ortiz, sin embargo, ha querido filmar una película "concienciada" al estilo de Yorgos Lanthimos y le han salido los tres tiros del asesinato por la culata. Llevar las luchas del Ministerio de Igualdad a los tiempos de la II República es como querer encajar el motor de un Maserati en un Ford T de la época.
Y además: a la acriz que hace de Hildegart Rodríguez se le nota mucho que recita sus diálogos. Entre su falta de desparpajo y la ronquera de Najwa Nimri, el experimento pedagógico ha transitado por mi televisor sin dejar ninguna huella revolucionaria.
¡Viva la II República!, por cierto.