La vida de Brian

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La penúltima vez que vi “La vida de Brian” lo hice al lado de una mujer que no se reía con los chistes. O no los entendía o no le hacían ni puñetera gracia. Ella sólo era un año menor que yo pero es como si perteneciera a otra generación o a otro universo. De hecho, casi procedía de otro universo.

Aquella fue una experiencia no compartida, muy poco catártica, que me costó varias noches sin sexo porque ella descubrió que nuestros sentidos del humor eran muy diferentes, y que después de todo, a pesar de las gafas de pasta y del rollo macabeo, yo no era el intelectual de altas miras que ella se pensaba. Yo se lo había advertido desde el principio, pero ella prefirió sentirse como Marilyn Monroe abrazada con Arthur Miller. 

Mientras yo me partía el culo con los Monty Python, ella sonreía por educación y me miraba de reojo considerando que quizá se había equivocado en la elección. Yo notaba su decepción y empecé a reírme cada vez menos, sofocando mi yo verdadero y mi espíritu burlón, lo que suele ser fatal para el índice de colesterol. Creo que el chiste de Pijus Magnificus e Incontinencia Suma fue el comienzo de nuestro lento pero imparable declive. El momento exacto donde la magia se rompió.

Mi hijo, por poner otro ejemplo, tiene veinticinco y tampoco entendería casi nada si un día -es un decir- viera conmigo “La vida de Brian”. Él se educó en colegios públicos y apenas tiene cuatro conceptos sobre la Historia Sagrada y sobre la vida particular de Jesús de Nazaret. No entendería ni el contexto histórico ni la gramática del latín. Pero mi amor de entonces tenía casi cincuenta años y se había educado en la misma fe cristiana de nuestros mayores, y yo no entendía muy bien su desapego por las bromas geniales de los Python. Y claro: también empecé a mirarla de reojo.

A media película ella se inventó un malestar y tuvimos que dejarla a la mitad. Prometimos retomarla una noche cualquiera de las muchas que gozan los amores eternos. Pero las promesas de la cinefilia, como las del amor, se las lleva el viento del desierto. Fue una pena, pero hay que mirar siempre el lado luminoso de la vida.




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Yo, yo mismo e Irene

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“Yo, yo mismo e Irene” ha sido la entrada más leída durante diez años en este blog carente de lectores. Desde que publiqué la versión original, allá por 2015, rápidamente escaló posiciones y se convirtió en la niña mimada de las estadísticas. Hoy que he vuelto a ver la película he releído su contenido y he quedado... horrorizado. Antes de borrar el texto para siempre y de sustituirlo por esta confesión con penitencia incluida, he comprendido al fin mi destierro a los mundos muy fríos y poco transitados. El sospechoso y sempiterno silencio de los visitantes.

Ahora sé que el navegante que caía aquí por casualidad buscaba la entrada más vista para hacerse una idea general y salía espantado al constatar la nula profundidad de mis análisis y la verborrea supuestamente chistosa que en realidad no es más que adolescencia retardada. Un poco lo mismo que hago ahora, la verdad, pero por entonces mucho peor escrito, más descarado para mal, grosero y directo como una película de los hermanos Farrelly. Una película,  por ejemplo, como “Yo, yo mismo e Irene”, que he vuelto a disfrutar en la intimidad más profunda de mi soledad para que nadie se entere de las imperfecciones más imperfectas de mi alma. 

Leyendo aquella entrada que parecía mi estandarte y sin embargo era mi perdición, he recordado que fue justo entonces cuando presenté en sociedad a Max, mi antropoide interior, ese australopiteco que vive instalado en mis tripas como Leon vive instalado en la casa de Larry David en “Curb your enthusiasm”. Max, como Leon, como el Hank que se apodera de la personalidad de Charlie,  sólo vive pendiente de la belleza de las mujeres y fantasea mundos imaginarios donde las conquista.  

En esa entrada inaugural, Max vivía enamorado hasta los sobacos de  Renée Zellweger y yo, para tenerle contento y que no diera mucho la barrila, le dediqué a su musa más de media entrada alabando su cabello de trigo y sus pómulos de lapona. Un poco como sigo haciendo ahora, a veces, pero a lo burro, a lo Farrelly, sin tacto ni delicadeza, para que se rían cuatro gatos -o ni eso- y se espanten todas las mujeres que buscan la sensibilidad. Ay. 




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La habitación de al lado

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Tengo la impresión de que Almodóvar ya sólo rueda películas para que se vea que es un tipo cultísimo con gustos exquisitos. La metamorfosis completa del provocador de La Movida... Pues bueno: yo también sé reconocer un cuadro de Hopper cuando lo veo, y conozco el monólogo final sobre la nieve de “Dublineses”, y hasta sé que hubo una pintora llamada Dora Carrington porque una vez vi una película con Emma Thompson que la interpretaba. Y ya ves: vivo en la provincia y soy un funcionario de lo más gris y secundario.

Es como si Almodóvar aprovechara cualquier resquicio de sus tramas -o más bien, como si construyera las tramas alrededor de los resquicios- para que se vea que ha dejado muy atrás las cáscaras de gambas y las batas de boatiné. Y es una pena, la verdad, porque sus películas más transgresoras o más apegadas al terruño siempre fueron las preferidas de todos los defraudados que ya sólo vemos sus películas para sostener una opinión ante la avalancha publicitaria y la monserga en las tertulias.

Cuando Almodóvar defiende una causa en las conferencias de prensa o en las entrevistas para El País yo casi siempre estoy de su lado. Si el mundo se divide en barricadas él, desde luego, combate a nuestro lado. El problema es que su discurso, en las películas, está metido con calzador. Casi nunca viene a cuento y además es contradictorio, porque lo defienden ultrapijos liberales y ultrapetardas ensimismadas. En eso, “La habitación de al lado” es la quintaesencia del nuevo Almodóvar, un personaje pedante, redundante, sofisticado, internacional... Progre pero altanero. De izquierdas, pero fascinado por el estatus. 

¿El paisanaje de la película?: pijas cultísimas y maromos supersensibles. ¿El paisaje?: unos apartamentos de lujo y una casa en el campo para flipar. En el nuevo mundo de Almodóvar ya no hay ruidos de tráfico ni mochufa molestando. Tilda Swinton y Julianne Moore ni siquiera hacen ruido al masticar las barritas de zanahoria. Viven en un mundo tan límpido que casi parece imaginario. El cielo antes de la muerte, quizá. 




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No digas nada

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Antes de retirarnos a dormir el guía nos citó para las ocho de la mañana . 

- Ocho o’clock- insistió, haciendo un chiste con las palabras pero no con la mirada. 

(Al día siguiente, por la noche, ya de nuevo en la República de Irlanda, el guía nos dejó caer que la prisa no había sido por ir justos con el programa previsto, sino porque no estaba muy claro el asunto de los pasaportes al haber abandonado la Unión Europea un poco alegremente y habernos adentrado en el Territorio Comanche de Irlanda del Norte). 

Esa noche en Belfast iba a ser la última -y también la primera- así que me quedaban muchas cosas por visitar. Sobre todo una, irrenunciable, después de haber leído el libro monumental de Patrick Radden Keefe que inspira esta serie del mismo título. Ya tumbado en la cama del hotel planeé: 

- Me levanto a las 7:00, desayuno en el buffet (porque los buffets en Irlanda son irrenunciables), salgo a toda hostia, recorro los dos kilómetros que me separan de la Divis Tower, le saco una fotografía para la posteridad, regreso a toda hostia, recojo la maleta, aparezco en el aparcamiento con cara de inocente y luego, si acaso, si alguien me pregunta por el sofocón, presumo de que le ha sacado una foto contrapicada a ese rascacieloss que ya es un símbolo de los Troubles que convirtieron Belfast en un campo de batalla hasta 1999, justo un cuarto de siglo antes de que paseáramos por allí sin temor a que una bomba del IRA o un disparo del ejército nos cancelara el viaje de sopetón.

Y lo hice, lo hice, pero dejándome casi la vida en el intento, porque el lío de callejuelas era monumental, y había viejas alambradas cortando calles decisivas, y el buffet super calórico me pesaba en la barriga, y la torre es tan grande que siempre parece más cercana de lo que está. Lo hice, lo hice, y llegué a tiempo a embarcar en el autobús, pero durante veinte minutos fui incapaz de respirar con normalidad y de apostar dos dólares por mi vida. Todo por una foto inocua, de turista más bien obsesivo, pero una foto que he recordado con cierto orgullo viendo esta serie donde la Divis Tower es el epicentro del crimen y del conflicto.




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El irlandés

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Cada vez que les veo reunidos -a Bobby, a Joe, a Pacino, al señor Scorsese que les dirige en la penumbra- siento que participo en una cena con los viejos amigotes. Ellos, en el colegio, me sacaban casi treinta cursos de ventaja, y yo, para forzar el equilibrio universal, llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine o para ver películas en mi salón. En mis muchos salones, en mis muchos destinos… 

Estos atorrantes, tan reales y tan ficticios, son las amistades más longevas que conservo. Pero no las más profundas, eso no, porque ellos son muy celosos de su vida privada y no suelen cotillear los excesos de la fama. Nuestra amistad no da para convertirlos en padrinos de mis hijos ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando ya no para de llover.

“El irlandés”. esta vez, lo reconozco, les ha salido demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Confieso que he interrumpido tres veces la sesión del mismo modo que San Pedro negó tres veces a Jesús en un pecado que algunos exégetas consideran mortal de necesidad. Me he levantado una vez para mear, otra para abrir el frigorífico y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar o a debatir el derrotero de la trama. 

En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecados contra el séptimo arte. Los cines eran lugares sagrados y las imágenes allí expuestas merecían el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo jamás llegaron las homilías en latín subtitulado y los in-files consumían alimentos muy ruidosos y ajenos a las hostias consagradas. Es por eso que terminé apostatando de la misa dominical y siempre he visto “El irlandés” en la República Independiente de mi Casa, donde uno, la verdad, tampoco acaba nunca de concentrarse entre los estímulos del teléfono y las preocupaciones que a veces zumban como mosquitos o como balas de una traición inesperada. 









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En tierra de santos y pecadores

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En la película lo llaman el “condado olvidado" porque al parecer fue allí donde san Patricio perdió su mechero. Pero yo mismo, que soy un viajero tardío de muy pocos recorridos, pasé una noche en el condado de Donegal el verano pasado. Un recuerdo que ya es como evocar un verano de la infancia, o uno que ni siquiera hubiera vivido. 

Fue la misma noche en la que Kylian le marcó un gol al Atalanta en la final de la Supercopa y pensábamos que habíamos traído al Jesucristo de los goles. En el comedor del hotel nos pusieron el partido retransmitido por la televisión irlandesa, y yo, entre la crema de verduras y el asado con patatas, me relamía de contento y celebraba su fichaje ante varios excursionistas que procedían de Barcelona y que me miraban con ganas de clavarme el cuchillo en las costillas. 

Kylian, como hubiera dicho William Shakespeare al otro lado del mar de Irlanda, fue el sueño de una noche de verano.

Muchos años después he descubierto en Google Maps que esa noche dormí apenas a treinta kilómetros de donde se rodó “En tierra de santos y pecadores”. Nuestro hotel estaba en Ballybofey, que es como un pueblecito del Far West, con todas sus casas alineadas a lo largo de la carretera. No hay nada que ver allí, y menos de noche, que es cuando llegamos de Belfast tras darnos una paliza en el autocar. 

Después del partido- para hacer un poco la digestión y huir de los culés acomplejados- me puse el chubasquero y salí a pasear por la única calle de Ballybofey. Aunque estábamos en agosto caía una lluvia muy fría y horizontal. No se veía ni un alma turista o irlandesa. Ni santa ni pecadora. Pasaban, eso sí, muchos camiones de la Guinness con los faros encendidos.

A punto ya de darme la vuelta encontré un jardincillo apenas iluminado que era un memorial a los héroes locales del IRA. Había, por supuesto, un O’Neill, y un O’Brien, y un Flanagan de toda la vida. Deduje que eran chavales que habían caído en su lucha guerrillera por la unidad de la patria. Y pensé: seguro que aquí mismo, en Ballybofey, tan cerca de la frontera con Irlanda del Norte, vivían y se refugiaban muchos pistoleros del IRA que venían de perpetrar sus atentados en Belfast y alrededores. Y mira tú: la película va justo de eso. 





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Veronica Guerin

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Después de ver la película acudí a Google Maps y encontré la escultura dedicada a Verónica Guerin en el Dubh Linn Garden, a la sombra del castillo. El pasado verano pasé justo a su lado pero no la vi. Entre que iba despistado y que la escultura está metida en un pequeño bosquecillo -fuera del paseo turístico pero apenas a diez metros de los radares- me pasó inadvertida y no la he descubierto hasta hoy, cuando el invierno ya es un hecho tras las ventanas y el verano en Dublín parece como soñado por otra persona más libre y aventurera.

Antes de ver “Veronica Guerin” tuve que hablar seriamente con Max, mi antropoide interior, que es como un niño revoltoso que a veces todo lo jode. Yo sé que Max bebe los vientos por Cate Blanchett, pero no como actriz -que a esas finuras del arte él no llega ni quiere llegar- sino como señora. Max -y yo no se lo rebato- piensa que Cate Blanchett es la quintaesencia de las anglosajonas que sólo en Australia se han preservado como eran en los tiempos míticos del rey Arturo. Un hada y un milagro. Y aunque es un pensamiento bonito y tal, todo un halago de hominoideo, no sería la primera vez que nos ponemos a ver una película con Cate en el reparto y Max empieza a hacer cucamonas, y a rascarse el sobaco, y a lanzar chillidos de primate excitado que me arruinan la función. Él es mi Ello desbocado, y Yo, que soy el cinéfilo responsable, a veces tengo que leerle la cartilla antes de que comience la película.

Veronica Guerin fue asesinada por investigar a los capos de la droga dublinesa y se merecía que los dos estuviéramos muy en silencio, atentos a los devenires y solo ocasionalmente agradecidos a la belleza. Pero la película es un melodrama televisivo con musiquillas de noñería que nos arrancó varios bostezos y muchas desilusiones. Veronica, además, en varias escenas de la pelicula que supongo contrastadas, parecía empeñada en atropellar con su Mercedes a los mismos chavales que trataba de ayudar. La Farruquito de Dublín, creo que la apodaban. Una irresponsable al volante y una heroína contra la heroína: una pura contradicción. 






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Hunger

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Llegando a Belfast el guía nos aseguró que tendríamos la tarde libre para conocer la ciudad. Que haríamos una panorámica general desde el autobús y luego, ya instalados en el hotel, podríamos pasear libremente por sus calles. 

- Ya sé que parece una ciudad chunga -nos dijo, porque había calado nuestras expresiones- pero en realidad es muy segura porque hay cámaras por todas partes y la “Garda” patrulla de continuo.

Su discurso, la verdad, no sonaba muy tranquilizador, pero yo estaba como loco por patear los sitios que conocía de las películas. El muro de Bobby Sands, concretamente, lo llevaba subrayado en la libretita. No podía irme de Belfast sin visitarlo. No después de haber leído tantas cosas sobre Irlanda del Norte. No después de haber visto “Hunger” con Michael Fassbender haciendo de Bobby Sands.

Pero luego todo se torció: el otro guía estaba loco de atar y nos dio cien vueltas innecesarias por el tráfico de Belfast. Llegamos tan tarde al hotel que ya se nos juntó el check-in con la hora de cenar, siempre tan temprana en esos países irredentos. Cuando terminé el postre apenas quedaba un soplo de luz natural, y la idea de internarse de noche por los barrios católicos -que desde el autobús parecían algo así como el gueto de Varsovia- sonaba a misión descabellada y casi suicida. Quedaba la mañana siguiente, sí, pero a las siete y media tocaban diana para llevarnos al museo del Titanic y luego a la Calzada del Gigante.

Después de cenar no subí ni a la habitación. Con la misma ropa bonita que me ponía en los comedores por si ligaba con alguna co-excursionista me lancé a la calle con el Google Maps en la mano. El muro de Bobby Sands, para mi suerte, sólo estaba a dos kilómetros del hotel: veinte minutos de caminata entre descampados, casas baratas y pasarelas con alambradas. Por el camino, ya de noche cerrada, me crucé con varios chicos encapuchados y me entro un poco de acojone. Luego descubrí que todos iban y venían de un badulaque abierto 24 horas en medio de la nada. 

Y al final del camino, en efecto, iluminado por una farola estratégica, el muro de Bobby Sands. El premio a mi espíritu aventurero. Y mi homenaje particular. 






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