Larry David. Temporada 11

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Solo conozco a una persona -in person, quiero decir- que se haya reído alguna vez con las ocurrencias de “Larry David”. Es mi amigo de La Pedanía, y quizá por eso, entre otras cosas menos importantes, sigue siendo mi amigo. Él no es un entusiasta como yo,  pero a veces se asoma a la serie porque le doy mucho la matraca y porque sé que tiene una suscripción a HBO Max -o como demonios se llame ahora. 

Yo sería capaz hasta de tomarme un café con un facha ayusista, sólo si me dijera que también se descojona con Larry David. Alrededor de nuestro gurú se admiten todo tipo de especímenes. Yo mismo, que soy un bolchevique durmiente, un soldado del Ejército Rojo que espera la orden de encaramarse a la Moncloa con una bandera tan roja como mi sangre, me parto el culo con las andanzas de este millonario cuyas máximas preocupaciones en la vida son pillar hora en los restaurantes de moda, jugar al golf con los amigotes y encontrar su jersey preferido en la boutique más cara de Los Ángeles. 

El camarada Lenin, hace cien años, hubiera deportado a Larry David a Siberia, o lo hubiera hecho ejecutar en la cheka de Moscú. Pero ahora que los comunistas nos hemos vuelto gente civilizada, podemos empatizar con algunos cerdos burgueses y no sentirnos culpables por la desviación. Hasta el camarada Lenin hubiese entendido que Larry David no se ha hecho millonario, sino que hemos sido nosotros, los proletarios, los que le hemos hecho millonario a cambio de hacernos reír y de regalarnos la mejor serie de nuestra vida. 

Una vez, hace años, mi madre vino de visita por La Pedanía y vimos juntos un episodio de “Larry David”. Me dijo que el personaje le daba tanta vergüenza ajena que no lo podía soportar. Otra vez le puse un par de episodios a una amante que tuve y no se rio ni una sola vez. Es más: arrugaba el morro todo el rato. Yo pensé: "Esta chica no me conviene". Y ella pensó: "Estos dos son gilipollas".

¿Y mi hijo, por ejemplo, de Larry David?: nada, ni por el forro. ¿Y las otras amantes que vinieron después?: tampoco nada, pero ya por decisión propia, porque Larry y yo tenemos algunos parecidos inquietantes que dicen muy poco a nuestro favor.



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Salve María

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Leo Kanner, el psiquiatra que definió por primera vez el autismo, sostenía que las “madres frías” eran las responsables de causar el trastorno en sus retoños. Madres que al igual que María en la película se muestran distantes e incluso hostiles con el bebé que debería recibir palabras cariñosas y afectos indudables. 

Los años centrales del siglo XX vivieron el reinado de las teorías ambientalistas y cualquiera que hablara de genes defectuosos para explicar los males conductuales era tachado de reaccionario y condenado al ostracismo. Un poco como ahora, pero mucho peor. Sin embargo, el tiempo fue demostrando que Leo Kanner y sus secuaces se equivocaban. No en la definición, pero sí en la psicogénesis. El autismo resultó ser un trastorno que tiene su origen en una herencia desgraciada y hay poco que podamos hacer para prevenirlo. Un gen mal copiado, una proteína mal situada, y el niño que debería abrazarte con amor se convierte en un ser extraño y aislado del entorno. Es una puta lotería, y los que trabajamos con estos chavales lo tenemos más que archisabido. 

Es por eso que viendo “Salve María” no temo en ningún momento por la salud mental de ese pobre bebé. Sí por la salud física, claro, cuando la enajenada de su madre fantasea con ser la nueva reina negra de las páginas de sucesos. Pero como la película no crea en mí ninguna tensión y no me creo en ningún momento que pueda producirse un fatal desenlace, vivo más o menos descuidado, absorbido de vez en cuando por las tonterías del teléfono, y pienso que las probabilidades de que ese chaval crezca sano y feliz son las mismas de cualquiera. 

También es verdad que respiro más aliviado cuando descubro que esa madre, al final, regresa a la juerga nocturna de la que nunca debió salir -qué personaje más odioso, más poco digno de lástima por mucho que se empeñe la directora- y que será su padre el que a partir de ahora le llevará al colegio y le preparará los bocadillos.

- ¿Una mala madre y un buen padre? ¡Pura propaganda reaccionaria!- dicen que dijo Irene Montero, escandalizada.




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Megalópolis

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Acto 1

Se estrena “Megalópolis” en los cines de Ciudad Capital. Yo, por supuesto, no voy a verla. Prefiero esperar a que esté disponible en las plataformas o en las alforjas de la mula. En el cine no puedo soportar los ruidos de la gente que habla, que mastica, que consulta sus teléfonos móviles. Soy -o me he vuelto- un neurótico perdido. 

También me he convertido en un sibarita que ya lo ve todo en versión original, con rotulicos en castellano, y en los cines de provincias -y más aún, en los cines comarcales- los subtítulos espantan a las gentes y hunden las taquillas. En Europa, con el precio de la entrada, te regalan cursos de idiomas. Pero esto no es exactamente Europa, sino la puerta de. 


Acto 2

Mi amigo, que sí ha ido al cine, y me dice que “Megalópolis” ni le ha gustado ni le ha disgustado. Que más bien todo lo contrario. En la primera cerveza me dice que no la ha entendido; en la segunda que sí; en la tercera que sólo a medias.


Acto 3

Pasan los meses. Muchos meses. Anuncian que “Megalópolis” podrá verse próximamente en Apple TV.  Pero yo sólo me dejo el sueldo en Movistar +, así que empiezo la búsqueda ilegal a la antigua usanza. Las copias decentes de “Megalópolis” están hiperprotegidas y no aparecen por ningún lado. Sólo screeners y mierdas así. No me pongo nervioso. No es como otras veces, que me mata la impaciencia. Si por un lado está el penúltimo legado del señor Coppola, por el otro caen las críticas terribles como hojas en otoño.


Acto 4

Por fin aparece “Megalópolis” gracias a un dealer de confianza. La pongo a descargar a varios Mbs por segundo. La cosa va que chuta. Aunque la película no ha sido nominada a ningún premio -sí, quizá, a alguno de los risibles- se ve que hay ganas de verla entre el personal. Somos muchos los cinéfilos arrastrados por la curiosidad.


Acto 5

Busco un día sin fútbol para ver “Megalópolis” en el horario estelar de las diez de la noche. Me repantigo en el sofá y apenas tardo diez minutos en reconocer que sigo viéndola porque viene firmada por Francis Ford Coppola. Si no, de qué... Esto es infumable. Un puro desvarío. La obra -tiene toda la pinta- de un megalómano octogenario. 




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Jurado Nº 2

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De momento voy teniendo suerte. Nunca he recibido una notificación para formar parte de un jurado popular. En caso de tal no me dolería el tiempo perdido, ni el cataclismo de la rutina, sino la suprema responsabilidad de tener que decidir sobre el futuro de una persona. No es como ver una película desde el sofá, donde puedes salvar o condenar alegremente como un césar romano de pacotilla. La realidad es muy seria y yo llevo toda la vida tratando de esquivarla. En la vida real, los pulgares alzados o abatidos tienen consecuencias irremediables. 

A lo largo de nuestra cinefilia hemos visto mil ficciones americanas en las que el culpable más obvio luego resulta ser inocente e incluso más majo que las pesetas, así que ya vive uno incrédulo y condicionado. Hollywood nos ha convertido en ciudadanos recelosos. Quién de nosotros, a nuestra edad, con tantas películas en la mochila, se atrevería a condenar a nadie en la Audiencia Provincial o en los juzgados de Ciudad Capital. El eco de los viejos clásicos retumbaría en nuestras conciencias.

“Jurado Nº 2”, por ejemplo, es de esas películas que le quitan a uno las ganas de participar en los “deberes democráticos”. No hago ningún spoiler si escribo -porque el meollo se desvela casi al principio- que ninguna persona razonable absolvería al novio de esa pobre chica asesinada. Es todo tan evidente, tan de manual... y sin embargo ya ves, pobrecito mío, qué concatenación de casualidades. Y si es verdad que la ficción supera muchas veces a la realidad, la realidad, lo tenemos comprobado, también supera muchas veces a la ficción.

El truco sería, al recibir la carta certificada o la visita de la policía -desconozco el procedimiento- fingirse uno loco, o racista, o misógino de aúpa, partidario de fusilar a los rojos tras torturarlos -esto quizá no arredre a los poderes del Estado- o de quemar a los ricachones dentro de sus palacetes. No sé: gritar muchas barbaridades, o ponerse un embudo sobre la cabeza como aquellos locos de los tebeos 




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La infiltrada

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El sentimiento básico que recorre mi barriga mientras veo “La infiltrada” no es la incertidumbre, pues ya venía uno informado a la pelicula, sino la admiración infinita por esa mujer, y por esa actriz que la recrea. La persona y el personaje.

Lo digo porque yo, de infiltrado en ETA, no hubiese durado más de 36 horas. Pero no porque de repente me viera superado por la tensión y les hubiera pedido a mis superiores que me sacaran de allí cagando leches. Lo digo porque ni siquiera me habría dado tiempo a llegar esa conclusión de cobardía. Antes habría cometido un error fatal que hubiera dado con mis huesos y con mi poca sesera en una cuneta: confundirme de nombre al ser preguntado, o liarme con una llamada de teléfono al superior, o traerme un libro de casa con un marcapáginas en el que pusiera “Viva la Policía Nacional”. No sé, cosas así, entre ridículas y muy tontas.  

Me conozco y sé de lo que hablo. Habría sido el infiltrado de más corta duración dentro de la banda terrorista. También estaría en los anales del Cuerpo, como El Lobo, o como Arantxa Berradre, pero en el otro extremo de la orden de méritos, para equilibrar las energías del universo. 

También es verdad que yo -jamás, ni harto de vino- me hubiese metido a ejercer de Policía Nacional. “Policía ni en broma”, como cantaba Sabina. O picoleto, o milico, o cualquier cosa que lleve una metralleta y un uniforme autoritario. De no haber sido funcionario -disfuncional- de Educación, hubiera sido funcionario de Correos, o de Hacienda, o de cualquier otra institución al servicio del ciudadano. Tengo el alma acomodaticia de los funcionarios, qué le vamos a hacer, pero policía... Ni siquiera para dar de comer a mis hijos. No los hubiera tenido y en paz. 

No es nada personal. Only business. Es puro recelo instintivo. Es verdad que la Policía hace una gran labor social, como la de la ONCE gracias al cupón, pero no es menos cierto que se interponen con demasiada fiereza entre nosotros y los palacios de nuestros negreros. 





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Muertos S. L. Temporada 1

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“Muertos S. L.” es la serie ideal que nunca pudieron rodar Azcona y Berlanga. Es una pena que se nos hayan ido antes del boom de las plataformas. Que nadie les diera de beber a tiempo de la Fuente de la Edad.

En la Funeraria Torregrosa se hubieran sentido como peces en el agua. O como ranas en la charca. En un tanatorio se mezclan las clases sociales, se miente a destajo sobre los sentimientos y se producen situaciones fronterizas con el esperpento, y con todo eso, bien mezclado y envenenado, ellos nos hubieran regalado la serie perfecta del momento.

Yo me acordaba de ellos porque en “Muertos S. L.”, al igual que en sus películas inolvidables, todo el mundo va a lo suyo y no deja de dar por culo con sus problemas. Funeraria Torregrosa, como el vestuario del Madrid, como este mismo colegio donde yo trabajo –como cualquier amalgama de currantes en realidad- no es más que la colectivización transitoria de un sinfín de mezquindades y egoísmos. Azcona y Berlanga habrían mejorado el producto porque ellos tenían más mala baba que nadie, un alma más negra que el fondo de los pozos, y además sabían meter dos o tres conversaciones en cada plano: la cacofonía absoluta de los intereses humanos. El zoco donde todo el mundo vende y casi nadie compra. La verborrea como instrumento para hablar de mi libro y nada más que de mi libro. El lenguaje como punto de desencuentro y manipulación. Hacer que escuchas como gesto inútil pero necesario para convivir.

Aunque lo parezca, mi añoranza por Azcona y Berlanga no desmerece el humor negro y afilado que destila “Muertos S. L.”. Es una comedia muy recomendable a la que he tardado en llegar porque tengo mil prejuicios enraizados en la sesera. La había descartado por completo hasta que el otro día, en el bar, mi amigo me insistió una y otra vez para que le diera una oportunidad.

- A ti te van esos personajes como el de Carlos Areces, que provocan más vergüenza ajena que ganas de reír.

Y añadió:

- Y además sale mucho la Torrebejano. Adriana, se llama, ¿ no?

Y él sabe que por ahí muere mi pez y duda mucho el pecador de la pradera. 




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Pasaje a la India

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Hace años, cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades, se puso de moda entre mis compañeras de trabajo viajar a la India en vacaciones. Decían que era para encontrarse a sí mismas, para hallar la paz espiritual que Occidente les denegaba. Eso sí: se gastaban un dineral muy materialista entre viajes y alojamientos. 

Yo, en cambio, prefería encontrarme a mí mismo dentro de casa -que es mucho más fácil- y romper el cerdito de los billetes para irme unos días a Gijón, a ver el mar y a comerme unas sardinas. Visto el mar Cantábrico -me consolaba en el “Elogio del horizonte”- visto también el océano Índico.

El primer día de curso ellas nos enseñaban sus fotos en el Taj Mahal o en un mercado de frutas con muchos colores. Las más jóvenes, como Judy Davis en la película, se subían a elefantes engalanados y hacían el gesto de la victoria con una mano mientras con la otra se aferraban a los cuatro pelos del animal. Según ellas, todo era chupiguay en la India: el candor de la gente y la indiferencia por lo material. Pero cuando les preguntabas por las serpientes, por los mosquitos, por el calor insoportable, por las úlceras de los pobres, por el hedor del Ganges o por los buitres al servicio de doña Teresa, mis compañeras cambiaban de tercio y te decían que ya era hora de ponerse a trabajar. 

Viendo todo aquello me hice el solemne juramento de visitar la India sólo si Charlize Theron me invitaba a pasar un fin de semana en su casa del Himalaya. Si no, me iría antes a Tayikistán, o a Kirguizistán, que al menos tienen paisajes esteparios muy parecidos a los eriales de mi infancia. Buscando estatuas de Lenin y cocidos de la tierra me lo pasaría mucho mejor que paseando todo el día pendiente de pisar un mendigo o un alacrán de picadura definitiva.

(“Pasaje a la India” fue la última película de David Lean. No sale mucho la India, pero sí Judy Davis, que luce la mar de guapa. También sale un brahmán que dice ser primo de Obi-Wan Kenobi. Por su contenido reaccionario nunca la emitirán en Canal Red, pero tampoco en 13 TV, porque allí sólo ponen pelis de indios de Norteamérica -y no de la India- y de los colonos que los asesinaban a mansalva).





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La hoguera de las vanidades

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“La hoguera de las vanidades” no es tan mala como la pintan. Y aunque es verdad que estuvo nominada a los premios Razzie de 1990, yo les recomiendo que no hagan mucho caso a los entendidos. Juzguen ustedes mismos. 

Recuerdo que en su día le llovieron tantos palos que al final fui al cine sintiéndome culpable, empujado por la pura morbosidad. Fue como entrar en un puticlub mientras los sacerdotes ladran a la puerta. Ni siquiera recuerdo si entonces me gustó. La tenía completamente olvidada. El olvido es muy mal síntoma, pero estimula estos rescates. A veces hace falta crecer para comprender ciertas cosas. 

Lo que sí recuerdo es que cuando se estrenó “La hoguera de las vanidades”, todo el mundo, de repente, decía haber leído la novela de Tom Wolfe – que es un tocho del copón- y argumentaba que la adaptación de Brian de Palma era indigna y traicionera. Años antes ya había pasado lo mismo con “El nombre de la rosa”... De pronto todo el mundo era medievalista y lector de Umberto Eco en la intimidad. Para que luego digan que la gente ya no lee.

El debate de las adaptaciones es tan viejo como el cagar y no tiene solución. Me aburre. La novela es una cosa; el cine, otra. La imaginación de quien escribe no tiene por qué coincidir con la imaginación de quien dirige. Además, hay novelas como “La hoguera de las navidades” -por cierto, no la he leído- que necesitarían una serie moderna para ser desarrollada hasta el último párrafo. Y en 1990 las series de la tele eran una cosa que ya preferimos no recordar.

Sea como sea, conviene revisar “La hoguera de las vanidades”. Habla del racismo y del linchamiento de los inocentes. Parece el negativo fotográfico de “Matar a un ruiseñor” porque aquí el inocente racializado es un caucásico ricachón. Para el caso, da igual. Antes de ser un actor respetable, Tom Hanks bordó aquí su papel de condenado sin pruebas que lo condenen. En España esto ahora es muy común. Las almorávides dicen que hemos avanzado, pero yo creo que hemos retrocedido algo así como siete pueblos y una gran ciudad como Nueva York.




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