The Florida Project
Enemigos públicos
Tiempo de victoria: La dinastía de Los Lakers. Temporada 2
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La serie iba de puta madre pero termina casi de sopetón. Es como si hubieran dejado que el piloto en prácticas aterrizara el aparato. Me acordé del propio Kareem Abdul-Jabbar interpretando al copiloto enfadado de “Aterriza como puedas”.
En mi inocencia de espectador satisfecho yo esperaba una continuación todavía por estrenar, con toda la pasta que había metido la HBO y todo lo que dieron de sí aquellos duelos de nuestra infancia. Pero “La dinastía de los Lakers” termina, sorprendentemente, cuando Magic Johnson y compañía aún daban sus primeros pasos en las victorias y en las derrotas. Te enseñan cómo perdieron las finales de 1984 contra los Celtics sempiternos y luego pasan a otra cosa como una mariposa de California.
Me quedé de piedra cuando al final del último episodio salen unos cartelitos que explican qué fue de los personajes en los años venideros. Nos hemos tenido que enterar por la prensa de lo que pasó con los millones de la familia Buss y el método revolucionario de Paul Westhead; con el reinado repeinado de Pat Riley y el récord de puntos ya superado de Kareem. Y también -porque es el leitmotiv de la serie- con la amistad postrera que unió a Magic Johnson y a Larry Bird después de tantas miradas asesinas y tantos motherfuckers sobre la cancha.
Es como si los showrunners hubieran pedido un tiempo muerto y de pronto los ejecutivos de HBO les hubieran pitado el final del partido. Un coitus interruptus. ¿Razones económicas? Lo más seguro. ¿Bajas audiencias? De cajón. También es muy posible que el algoritmo, como el césar de Roma, torciera el pulgar hacia abajo y decretara que ya estaba bien de sacar machirulos ochenteros en calzoncillos. Demasiado follarín compulsivo y demasiada mujer subordinada. ¿Cheerleaders moviendo el culo y fulanas persiguiendo a tipos millonarios? Un despropósito moral. Un mal ejemplo para la juventud del siglo XXI. Un negocio ruinoso.
De todos modos, esta aventura -completa- ya nos la habían contado en aquel documental de la ESPN titulado “Los mejores enemigos”. Y en el libro "Showtime” que sirve de base a esta serie y que un buen amigo de estos andurriales me recomendó.
Jazz, la historia
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Al jazz llegué tan tarde como al sexo verdadero. Casi tanto como a la cocción de verduras o a la bicicleta de carretera. Y se nota: lo que no se practica en la juventud luego se aprende a trompicones. Mejoras, o te mejoran, pero ya nunca das el rendimiento de los campeones. Una cosa tan simple como el mando de Movistar -por poner un ejemplo- y me lío cantidad con sus funciones.
Para que el aprendizaje eche raíces y crezca sano y vigoroso hay que regarlo desde el principio. Es la única manera de vencer a la torpeza sensoriomotora y a la podadura de las neurona. Lo que no se mama desde chaval -y perdón por la expresión- luego cuesta mucho recuperarlo. Al final sí, te aficionas, al jazz o a cualquier otro placer de la vida, pero los años perdidos dejan agujeros que ya no se remiendan por más documentales que veas o por más discos que acapares.
Cuando quise ser culto para impresionar a las mujeres -porque de otro modo no podía impresionarlas- me dio por la música clásica y ahí estuve durante años, perseverando en un postureo que luego se convirtió en afición y en elevación del espíritu. No conquisté a ninguna señorita por esa vía, pero conocí mil cosas que había que escuchar antes de morirse. Cuando llegué al jazz -de una manera autodidacta y ya sin afanes de pavo real- lo primero que hice fue comprar esta serie documental. Cómo di con ella ya no sabría recordarlo. En “Jazz, la historia” conocí el origen del ritmo y apunté en una libreta cuáles eran los artistas imprescindibles. Aprendí a colocarlos en una línea cronológica y luego me lancé a la escucha de los discos fundamentales.
Luego pasé varias crisis existenciales y me volví perezoso y olvidadizo. Pero ahora que estoy de vuelta en Nueva Orleans, necesitaba ver de nuevo "Jazz, la historia" para renovar el carnet de aficionado. El documental consta de doce episodios en los que sale un Jesucristo apellidado Armstrong y doce apóstoles que predican con sus variopintos instrumentos.
Doctor Portuondo
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Mi ejemplar de “Doctor Portuondo” lleva más de dos años secuestrado en la biblioteca de una ex amante. A veces, en las horas más tristes del día, me pregunto qué será de él, junto a los otros rehenes infortunados, en esas estanterías que seguramente ahora recorre otro dedo masculino mientras musita: “Qué interesante es todo esto...”. Hay que joderse.
Qué tiene que sentir -o mejor dicho, no sentir- una mujer que se apropia de mis libros y luego se queda tan oreada, o tan pancha, como ella decía. Qué le pasa por la cabeza -o qué no le pasa- cuando los descubre allí quitando el polvo o buscando otros libros para leer. ¿Se encoge de hombros? ¿Se ríe como una malvada? ¿Le importa todo tres cojones y medio? Da igual... Como nunca les puse ex libris creo que no los puedo reclamar en la comisaría. La verdad es que nunca he sabido cómo va este asunto de los libros robados a las ex parejas: qué coño libros retenidos, o secuestrados.
Aquel libro fue mi primer acercamiento a este neurótico tan peculiar llamado Carlo Padial. “Doctor Portuondo” tenía grandes hallazgos y varias pajas mentales carentes de interés, pero mi ex lo descubrió un día en mi biblioteca y se lo echó al morral porque, según me dijo en ese momento, le interesaban mucho las cosas relacionadas con la psiquiatría. Hay que ser un imbécil como yo para no comprenderlo todo de sopetón.
Tras el robo, Carlo Padial quedó reprimido en mi subconsciente hasta que hace poco, en la radio, Berto Romero recomendó su podcast emitido desde Marte. De pronto me acordé de mi libro y me pudo la curiosidad de saber qué había sido de Carlo Padial tras aquellas sesiones de psicoanálisis con el doctor Portuondo. Fue así como llegué, con mucho retraso, a esta serie que versiona alegremente lo que en aquel libro se contaba.
Porque a mí, como a mi ex, también me interesan mucho las cosas de los psiquiatras, pero por motivos ajenos a los suyos. Yo voy tras la exégesis perpetua del psicoanálisis, que es esa sabiduría que mi abuelo Sigmund enseñaba a los gentiles para aportar luz sobre nuestro eterno conflicto con el antropoide interior. El deseo sexual enfrentado a la razón.
Monty Python's Flying Circus. Temporada 2
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Lo moderno, lo correcto, lo decente en esta sociedad evolucionada del siglo XXI, sería decir que reírse con el Circo de los Python es un pecado para confesar ante el sacerdote. O ante la sacerdotisa. Un placer culpable y vergonzoso. Un estigma para quien vaya presumiendo por ahí. Desde luego nada que se pueda decir en un perfil público de Instagram.
Yo no presumo de reírme con los Python pero tampoco me avergüenzo. Estoy ahí, a medio civilizar, atrapado en el tiempo. Viendo esta segunda temporada me he descojonado con varias majaderías que aquí no se pueden detallar... Ante el despliegue de los Monty Python siempre me siento puro como un niño y gamberrete como un colegial. Quizá libre como un adulto informado del contexto. No sé. Tampoco querría disfrazarme de caballero de Oxford siendo en realidad un cockney de León.
Eso sí: si tengo que elegir entre aquello de 1970 y esto de ahora, yo casi me quedo con lo de entonces. Recuerdo a Ignatius Farray cuando decía que entre la tesitura de no ofender a nadie y ofender a todo el mundo, la obligación de un cómico valiente es ofender a todo Dios y que salga el sol por Antequera. Yo estoy muy con eso. Cada vez que Ignatius pisaba un charco en sus monólogos yo me reía el doble: por la gracia, y por el arrojo. Y me pasa igual con el “Flying Circus” ya tan viejuno de los Python. Quizá no sea tan gracioso, pero es tan descarado no queda más remedio que sonreír.
Los Python se atreven con todo menos con la monarquía. Lo intentan un poco en el último episodio pero se ve que la espada de la BBC pende sobre sus cabezas. Una cosa es provocar y otra quedarte sin sustento. Yo eso lo entiendo. A cambio, a los directivos de la BBC parece no importarles que los Python hagan chistes sobre los tontos del pueblo, las fuerzas armadas, los ladrones de la City o los obispos enloquecidos. Y además salen animaciones con mujeres en bolas... Nos habían prometido que la modernidad consistiría en sacar también a hombres en bolas para igualar la audacia y el deseo, pero nos engañaron como a bobos.
A muerte
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Chico encuentra chica, chico pierde chica, chico recupera chica... Es el argumento más viejo del mundo. Y sin embargo funciona. Sólo hay que vestirlo con nuevos colores. Nunca falla porque es la vida misma y los espectadores nos vemos reconocidos.
Qué es la vida, sino buscar, encontrar, conquistar -las pocas veces-, perder, buscar de nuevo... Al menos para los hombres. Las mujeres solo tienen que asistir al desfile de candidatos y elegir con su dedo de señalar. Así es como funciona en nuestra especie y está bien que lo recordemos de vez en cuando. El intercambio de papeles que predican los posmodernos -y sobre todo las posmodernas- nos despista mogollón.
Viendo “A muerte” recordé aquella cita de Marcel Pagnol que recogía Fernando Trueba en su “Diccionario de cine”:
- En el cine no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!
“A muerte” es una comedia. No desvelo nada porque no hay más que mirar su cartel promocional. La serie tiene un trasfondo trágico, eso sí, porque el protagonista sufre un cáncer de corazón y no las tiene todas consigo. Es un cáncer de verdad, biológico, no uno metafórico de corazón roto o abandonado, que es mucho más frecuente entre la población. De hecho, lo padecemos un 70% de los encuestados. Para sanarlo unos tiran de sustancias, otros de meditación y otros de ficciones que nos llevan hasta la medianoche y nos meten dulcemente en la camita.
La tontería de “A muerte” es que ni siquiera el actor que defiende su cáncer se cree que esto vaya a terminar en una defunción. Una vez establecido el tono de comedia, la tragedia sería como pegarse un tiro en el pie. Los ejecutivos de Atresmedia y de Apple TV no iban a permitir tal atrocidad. Lo hemos aprendido viendo en paralelo “The Studio”. Esa sí que es buena. “A muerte” es Verónica Echegui dándolo todo y lo demás gracietas bobas que dentro de un mes habremos olvidado.
La huida
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Después de ganar la Copa de Europa, el sueño más bonito es huir, huir muy lejos, con la chica de tu vida, al otro lado de la frontera o al otro lado del mar. Pero no hay que ponerse tan poético: a veces, en las huidas más modestas, basta con cruzar el límite autonómico o provincial.
Sea como sea, el sueño es huir, huir con un maletín lleno de pasta o al menos con una tarjeta que te permita comer y repostar en las gasolineras. Y pagar el servicio de Google Maps en el teléfono... Y luego, por la noche, tras la larga jornada de huida, dormir el erotismo en hoteles no demasiado. No hay romanticismo que resista un par de noches de mal dormir. Sobre todo a ciertas edades. La aventura está muy bien pero requiere ciertas comodidades.
Y si no se puede huir -porque hay trabajos que atender, y obligaciones contraídas, o no existe un tratado de extradición con el Paraíso- huir al menos con el espíritu, y con la intención, mientras el cuerpo presta servicios al orden establecido. Pero si se puede -porque somos millonarios, o teletrabajamos, y además se nos da de puta madre el inglés- huyamos hasta encontrar una cabaña en el bosque o un bungalow en la Cochinchina. También nos valdría un iglú calefactado o un ático en el skyline más alejado de los viandantes. Cualquier cosa que ponga distancia con los locos y los profetas. Con las inquisidoras y los meapilas. Ahora como siempre. Encontrar la paz en un regazo y cortarse la lengua cuando empiece una discusión.
“La huida” se parece mucho a “Corazón salvaje”, que es mi película preferida de David Lynch. También va de una pareja que huye atravesando el desierto de Texas y siguiendo el camino de baldosas amarillas. Su destino es el otro lado del arcoíris, que también es un sitio cojonudo para pedir asilo político o existencial. Allí nadie mira, o no mira el tiempo suficiente.
La balada de Cable Hogue
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“La balada de Cable Hogue” era una de las películas preferidas de mi padre. El lo decía así, tal cual, “Cable Hogue”, y no “Queibol Jou”, como sería menester. Mi padre también decía “Jon Vaine”, y “James Estevart”, y no se ruborizaba en absoluto. Es más: si le corregías no entendía nada. Él simplemente leía lo que ponía en los rótulos. Lo de no pronunciar bien el inglés es una vergüenza posmoderna, muy de gentes ilustradas y del siglo XXI.
Mi padre trabajaba en el cine Pasaje y veía gratis las películas que allí se estrenaban. Con un sueldo de mierda y un horario de esclavo lacedemonio ése era su único aliciente laboral. Y ni siquiera era una alegría completa, porque siempre las veía comenzadas, quince o veinte minutos después de encenderse el proyector, cuando abandonaba la portería ya confiado en que nadie más iba a comprar una entrada.
De hecho, cuando yo iba a ver las películas que él me recomendaba, o que la censura de la época me permitía, mi padre me preguntaba por las escenas que él siempre se perdía. Pasaban años antes de que esas películas se estrenaran en televisión y él pudiera recobrar los recortes desclasificados. Era un poco lo de “Cinema Paradiso” con los besos.
Una vez pasaron “La balada de Cable Hogue” por la tele y nos dijo que había que cenar antes de sentarnos a verla. Otras veces, si la película no le interesaba gran cosa, la veíamos entre los platos y las conversaciones. Pero con sus películas preferidas eso era un pecado mortal. Yo hago lo mismo cuarenta años después. El buen cine no es ocio, sino eucaristía sacrosanta.
Recuerdo que la historia de Cable Hogue le sacó una risa tonta y una pequeña amargura. Respecto a sus hijos le daba igual que hubiera tiros sanguinarios o que se viera un poco de pechuga. Lo importante era ver buenas películas. Una vez le pilló un coche camino del trabajo y yo pensé que quizá había visto su futuro en el final de la película. Mi padre odiaba los coches tanto como Cable Hogue, casi tanto como yo, pero lo cierto es que no murió en aquel accidente. Aún vivió algunos años más, de otra dolencia más enraizada, solitario y amargado en su propio desierto.
Pat Garrett y Billy el Niño
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Sabía que no me iba a gustar. Y no me gustó. O solo lo justito, sin dejar ningún poso en el espíritu. Justo igual que la primera vez que la vi, hace ya muchos años. Me alimenta el jeto de James Coburn y su cachaza de tipo curtido en cien tiroteos. Y poco más. Me entra la sonrisa tierna cuando veo la pintura roja de Titanlux saliendo por las heridas: ese cutrerío sanguíneo que yo nunca vi de niño porque la tele de mis padres era en blanco y negro proletario.
En la película suena de fondo “Knocking on Heaven’s Door” cuando un vaquero herido de muerte llama a las puertas del Cielo y le dicen que no encuentran sitio para él. Sale incluso el mismísimo Bob Dylan disfrazado de pistolero, chupando cámara para darle un empujón comercial a la película. Es todo muy raro... Menos mal que la Wikipedia siempre está a mi lado en los momentos más aburridos de la cinefilia, y que puedo ir leyendo en ella la historia real de Pat Garrett y Billy el Niño para llevarme al menos un aprendizaje a la cama: el salvajismo de estos psicópatas convertido en mito y en atracción para los turistas que vienen de Dakota.
Sabía que iba a perder el tiempo y sin embargo lo perdí. ¿Por qué? Pues porque soy gilipollas, claro. Porque a veces pienso que la culpa es mía y no de las películas. Porque recaigo en la idea de que soy yo el defectuoso, el insensible, el cinéfilo que no aprecia lo que otros sí saben apreciar. El farsante. Es una fustigación idiota, pero me fustigo.
Lo que pasa es que en las ondas electromagnéticas llevaban semanas dando la matraca con Sam Peckinpah. Debe de ser el aniversario de su muerte, o de su nacimiento, no sé. Carlos Boyero contaba el otro día que una vez salió de copas con Peckinpah por los bares de Madrid. Boyero hablaba de su alcoholismo, de su mala uva, de su carácter pendenciero, y de cómo reflejaba todo eso en sus westerns crepusculares y en sus películas ultraviolentas. Y en un momento dado, seducido sin motivo alguno, me propuse rescatar las mismas películas que ya había visto de joven y que apenas me dejaron una imagen suelta o un tiroteo tempestuoso.
No soy yo, quiero decir, sino las malas compañías.
Grupo salvaje
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En “Grupo Salvaje”, William Holden es un señor mayor que sueña con perpetrar un último atraco para retirarse al otro lado del Río Grande, comprarse una granja, casarse con una azteca complaciente y dejar que los días transcurran tranquilos y alejados de los peligros. Como mucho, y si la buena suerte no acompaña, un encuentro malhadado con un bandido mexicano o con una serpiente de cascabel. Nada que un buen Colt del 45 no pueda solucionar en un par de segundos inspirados.
Cada vez que se sube al caballo, William Holden emite un quejido como de hombre ya molido por la vida, con los huesos endurecidos y las articulaciones pidiendo lubricante con urgencia. Al tercer quejido -y a la tercera risotada de sus compañeros bandoleros, los del grupo asalvajado- me doy cuenta de que sus gruñidos son iguales que los míos cuando me subo a la bicicleta los sábados por la mañana, y los domingos de guardar, en esta guerra ya perdida de antemano contra el michelín irreductible. No puede ser, me digo: William Holden es un señor muy mayor, ya a punto de jubilarse, mientras que yo todavía suspiro por amores de fin de verano, todavía no otoñales de octubre o de noviembre
En una pausa tontorrona de la película -hay unas cuantas, por mucho que los nostálgicos opinen lo contrario- agarro el teléfono móvil como si desenfundara mi propio revólver y consulto la Wikipedia para averiguar la edad de William Holden en el momento del rodaje. Me quedo de piedra -desértica y polvorienta- cuando descubro que Holden tenía por entonces 51 años, mientras que yo acabo de cumplir los 53. Y pienso: o él está muy ajado o yo no acabo de asumir mi propio deterioro.
A partir de ahí, “Grupo salvaje” transcurre ante mis ojos con la única intención de fijarme en las decrepitudes de William Holden -un hombre atlético, vigoroso, pero también un alcohólico de cuidado- para luego compararlas con mi imagen en el espejo mientras me lavo los dientes antes de dormir. ¿He dicho dormir?: más bien, esta noche, por culpa de "Grupo salvaje", un insomnio interrumpido de vez en cuando por sueños inquietos y decadentes.