Queer

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¿Un viaje exótico? ¿En compañía de una amante poco entusiasta? ¿Con destino a un lugar donde puedes consumir droga sin que te molesten las autoridades locales? Joder... ¡yo he vivido eso! Otras mil cosas que salen en las películas no, pero ésta, justamente ésta, sí. Sin ser beatnik ni homosexual me siento interpelado por “Queer”. Aunque sea una película fallida y olvidable. La aventura psico-sexual de Daniel Craig podría ser mi propia peripecia un poco -o un mucho- deformada. 

Yo, desde luego, nunca he viajado a las selvas tropicales de Sudamérica para buscar el yagé junto a un muchacho de hielo que ha pactado echar sólo dos polvos a la semana. Pero sí fui una vez a Ámsterdam, en compañía de una mujer que me quería bastante menos de lo que ella aseguraba, a probar la hierba de los holandeses en un coffee shop que viniera recomendado en internet: fumada, o en infusión, o como ingrediente divertido en alguna galleta de fina pastelería.

Al igual que el personaje de Daniel Craig, yo también emprendí aquel viaje enamorado hasta las trancas pero sin ser capaz de engañarme. La culebrilla de la certeza -que es la prima de aquel gusanillo de la conciencia- reptaba lentamente por mi intestino para recordarme que jamás recibiría por su parte el mismo entusiasmo ni las mismas palabras. Lo notas, lo niegas, tratas de sepultarlo y aflora de nuevo al menor contratiempo... A veces pasa y tiene poco remedio. No es culpa de nadie. Yo mismo he sido a veces el espejo poco receptivo y decepcionante. La culpa es... de la sintonía. De las causas ajenas a nuestra voluntad, como en aquellas desconexiones de la tele.

Mi enamoramiento también tenía algo de suicida y de desesperado. Un imperativo, más que un colocón. A veces me quedo mirando al personaje de Daniel Craig y me conmueve. El amor, a veces, se mantiene vivo contra nuestra voluntad. Quisieras no querer, o no querer tanto, pero vas lanzado y no puedes frenar de sopetón. Necesitas una hostia de campeonato, o una pista de arena como esas que ponen en las bajadas de los puertos para ir frenando poco a poco hasta detenerte. 





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El eternauta

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Si a ellos les da igual, a este espectador le pasa tres cuartos de lo mismo: no me altero, no me emociono, paso los diálogos con el mando a distancia para llegar pronto a la chicha de los tiroteos. Es vergonzoso y lo sé, pero jopelines... A los argentinos de “El eternauta” les llega el fin del mundo y es como si estuvieran de luto por una derrota de su equipo. No más. Yo he visto a gente más traumatizada en el Monumental de River o en la Bombonera de Boca cuando recibían un gol del equipo contrario. Los eternautas están tristes, sí, pero nunca entran en histeria o se desesperan. 


- ¡Anselmo, no, no salgas a la calle sin protección...!


(Muerte instantánea de Anselmo, que era un amigo de toda la vida)


- ¡Será boludo! Mirá que se lo dije... (intento infructuoso de llorar)  Bueno, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. ¿Te quedá un poco de mate por ahí?


En el fondo yo les entiendo. Los argentinos deben de estar hasta los cojones de todo. Desde que tengo uso de razón siempre les he conocido metidos en alguna crisis irreparable. Así, a vuelapluma, recuerdo la dictadura militar, la guerra de las Malvinas, el corralito financiero, la inflación galopante, la muerte de Maradona, la motosierra de Milei... Salen de una solo para terminar en otra. Para ellos, el fin del mundo no es más que la consecuencia lógica de su historia; el argumento muy previsible del último capítulo de su telenovela.

Dentro de la misma serie, los supervivientes tienen que enfrentarse a una nieve tóxica, a una plaga de cucarachas gigantes y a una invasión de los ultracuerpos en versión sudamericana. Un puro sinvivir, dentro del sinvivir definitivo.  “El eternauta” podría ser, de hecho, una alegoría de la vida ya casi rutinaria de los argentinos: una lucha encarnizada por la existencia y luego, por la noche, o en el descanso de la batalla, una cháchara continua sobre la tragicomedia de vivir.





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Nosferatu, vampiro de la noche

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Por muy plastas que se pongan los críticos de cine, Werner Herzog nunca nos ha regalado una obra maestra. Películas raras y curiosas sí, a mogollón. Porque Herzog es rara avis: un fotógrafo, un documentalista, un aventurero de la cámara. Un pirado entrañable. Pero no tengo claro que sea realmente un narrador. Todas sus películas son irregulares o fallidas, o directamente olvidables. Te deja turulato con algunas composiciones, con algunos atrevimientos de enajenado, pero ninguna película suya resiste el desafío de los relojes. Aún tengo pendientes “Fitzcarraldo” y “Aguirre, la cólera de Dios” y ya tiemblo sólo de pensarlo. No sé por qué me meto en estos berenjenales. Es el postureo, y el aburrimiento, y los putos homenajes...

“Nosferatu, vampiro de la noche” parece mejor de lo que es porque algunas escenas permanecen en el recuerdo. Son como los besos de los amores fracasados: hermosas pero tétricas, casi sacadas de una pesadilla que nunca se disipa. Nunca olvidaremos las momias de Guanajuato ni el velero llegando a la ciudad. Ni el mordisco final que es a la vez erótico y terrorífico. Ni los ataúdes, claro, desfilando por la plaza mayor del pueblo mientras las ratas se hacen dueñas de las calles. Ni la música, muy fumada, pero muy siniestra, de aquellos hippies llamados Popol Vuh. Ni, por supuesto, porque vive congelada en el tiempo, la belleza transilvánica de Isabelle Adjani, que es en sí misma un puro contraste de colores, con esa piel tan blanca, y ese pelo tan negro, y esos ojos tan azules como el amanecer. 

Y aun así, “Nosferatu” es una película deslavazada y cutre, risible por momentos. Te acuerdas todo el rato del “Drácula” de Coppola con una nostalgia incontenible. Y también de aquel zumbado llamado Max Schrenk que interpretó al Nosferatu original y que dicen que era un vampiro de verdad. Apostaría diez marcos alemanes a que Klaus Kinski también era de la cofradía. 




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Un corazón en invierno

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Enamorarse de Emmanuelle Béart en esta película es un imperativo del instinto. No depende de nuestra homínida voluntad. No hay libre albedrío capaz de decir: “Pues hala, mira, no me enamoro”. O bueno, sí, pero en casos muy raros que ahora mismo están siendo estudiados por la ciencia. 

Mi amigo de La Pedanía, por ejemplo, es uno de esos sujetos afectados por el síndrome. Emmanuelle Béart, que yo recuerde, nunca ha salido en nuestras conversaciones patrocinadas por Estrella Galicia, pero estoy por apostar diez dólares a que él no vería mayor encanto en su belleza de otro mundo. Lo de mi amigo es cono una ceguera, como una tontuna, como una impostura de llevar siempre la contraria. Un esnobismo, quizá. No sé, me irrita, pero es mi amigo y yo siempre trato de ayudarle.

El otro día, sin ir más lejos, nos atendió una camarera de quitar el hipo en un bar de La Pedanía –de hecho, es un bar que siempre está petado porque los maromos acuden en rebaño a contemplarla-, y cuando ella se alejó con nuestro pedido y la pregunta inevitable quedó flotando en el aire, mi amigo soltó sin inmutarse:

- Me deja frío. 

Él sí que es, aunque ya estemos en pleno verano, un corazón en invierno.

De Emmanuelle Béart, en esta película, se enamora hasta el apuntador: se enamora Daniel Auteuil, por supuesto, que es el luthier del corazón invernal, pero también el jefe de Daniel, que es rubio y tiene más dinero, y el violonchelista silencioso que toca al lado de Emmanuelle y que quizá imagina obscenidades cuando ella acaricia el violín con dulzura o lo zarandea con una pasión arrebatada. Yo mismo, a este lado de la pantalla, haría una tercera hipoteca sobre mi alma para que ella simplemente me sonriera.

Enamorarse de Emmanuelle Béart, ya digo, es una obligación de la genética, pero creerse merecedor de sus favores ya es harina de otro costal. Eso ya es vivir en otro nicho biológico: el de los líderes del rebaño, o el de los ilusos inquietantes. Auteuil, al principio de la película, se la queda mirando con ojos de cordero degollado como pensando: “Conseguir su amor sería como acertar el Gordo de Navidad”. Pero sucede que el Gordo de Navidad toca en un caso de cada 100.000...




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El jovencito Frankenstein

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La verdad es que nunca me hizo gracia “El jovencito Frankenstein”. Recuerdo que la vi de jovenzuelo porque el impulso cinéfilo era ecuménico y devorador y me pareció una payasada sin más hallazgo que el chiste de las aldabas. Un chiste con el que te partes el culo, sí, pero que a los lectores habituales de “El Jueves”, acostumbrados a un humor mucho más bestia, nos parecía más bien como de patio de colegio: las aldabas, sí, o las domingas, o las brotas, como decía un conocido mío que a saber dónde andará. 

He tardado más de treinta años en volver a ver la película. En parte porque mi recuerdo decepcionado no terminaba de borrarse, y en parte porque he estado muy liado todos estos años, con otras pelis, y con varios desamores, y con muchas aventuras nacionales y europeas del Real Madrid. Han sido treinta años muy densos, moviditos, plenos de experiencias que un escritor talentoso y concienzudo, uno al estilo de David Sedaris, podría convertir en novelas de éxito y pasaportes hacia la fama.  Pero como no es el caso, sigo viendo películas noche tras noche hasta que se me aparezca la Virgen María o pasen las Musas de visita. Y claro, de tanto ver estrenos y reestrenos, al final se me coló de nuevo “El jovencito Frankenstein”, tan recordada en los podcasts de los cinéfilos como una pelicula cojonuda y rompedora.

Hoy he vuelto a verla y reconozco que me he reído más de una vez. En concreto dos, porque no me acordaba de su final maravilloso: de esa mesa de operaciones donde el Dr. Frankenstein y su monstruo intercambiaban un trozo de cerebro por un trozo -considerable- de miembro viril. Cómo se me pudo haber olvidado este chiste tan cercano a mi sensibilidad... Porque es más que un chiste: es un planteamiento filosófico. Una disyuntiva que te retrata como hombre: ¿ser un lerdo con un superpoder en la entrepierna? ¿O ser un poeta que se apaña con la media nacional? ¿Qué es lo que prefieren las mujeres? Ay, si uno supiera...





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Eva al desnudo

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Ni Eva sale desnuda -la traducción correcta sería “Todo sobre Eva”- ni Eva es el personaje al que da vida Bette Davis. Los distribuidores españoles siempre se han tomado... licencias literarias.

De hecho, antes de verla por primera vez, yo pensaba que “Eva al desnudo” había sido una película escandalosa masacrada por la censura. “La dolce vita” de los americanos. Y no es nada de eso: es una película tan modosa en las formas como perturbadora en los fondos. Cine clásico del bueno. Un poco el reverso del cine moderno, que es provocador en los envoltorios pero muy acomodado en los mensajes.

Coincidía, además, que yo en mi juventud vivía muy enamorado de mi vecina del 4º, que se llamaba Eva como la antiheroína de Mankiewicz, o como la madre bíblica de nuestra especie. Eva, además de ser guapa y simpática, era un año mayor que yo. Es decir: una chica inalcanzable. Un sueño de película. Cuando nos cruzábamos por las escaleras -porque no teníamos ascensores en la Rue del Percebe- yo pecaba contra el sexto mandamiento y me la imaginaba desnuda como aquella Eva de Mankiewicz que yo todavía no había visto... Mi vecina también era Eva al desnudo, como la Eva de Durero, o como aquella Eva de “El Parvulito” que salía tapada por las hojas del arbusto.

“Eva al desnudo” casi no es una película, sino una obra de teatro. Las escenas “en exteriores”, que son dos y media, las despachan con unas transparencias tan cutres como las que usaba don Alfredo. Pero qué película, en cualquier caso. “Eva al desnudo” es la apoteosis de las lenguas viperinas y de los egos desbordados. Va del  terror a envejecer y de la prisa por triunfar.  Hay celos y venganzas, trepas y canallas, prostitutas valientes y hombres agradecidos. A un lado del estrellato vive Margo, que es Bette Davis con su voz de cazallera; y al otro lado, la Eva de marras, que es Anne Baxter con su vocecilla de mosquita muerta. Eva no tiene ni una mala palabra ni una buena acción. En eso tiene la sabiduría siniestra de las monjas.





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El Pingüino

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Antes de que "El Pingüino" cayera en el vacío argumental más absoluto -la hostia por la hostia, la violencia por la violencia- al principio la cosa molaba porque el personaje se parece un huevo a Jesús Gil cojitranco. Estos showrunners seguramente no tienen ni puta idea de quién fue nuestro don Jesús, azote de comunistas y dueño de pelo en pecho de la Costa del Sol, pero es como si hubieran dado con un hermano gemelo que emigró a Gotham City cuando comprendió que en El Burgo de Osma no había oportunidades para trapichear a lo grande con la mandanga. 

En el plano corto, Colin Farrell, irreconocible con la gomaespuma, se parece más al muñegote de Jesús Gil que ladraba improperios en Canal +. Porque también es eso: la voz. Es como si hubieran pagado los derechos por imitarla. Aunque el Pingüino hable en inglés, cierras los ojos y te vuelven a la mente los puñetazos con aquel tipo del Compostela, y los plenos del ayuntamiento de Marbella, y los baños de burbujas junto a las inolvidables Mamachicho que eran como clones de la princesa Leia al lado de Jabba el Hutt. 

Las referencias con la mafia, incluso con la mafia interestelar, son circulares y darían para tomarse veinte cafés y un copazo desesperado.

De hecho, a partir del tercer episodio, y ya pasado el efecto nostálgico de don Jesús, "El Pingüino" funciona como una parodia más o menos intencionada de "Los Soprano". Vuelves a cerrar los ojos y ahora es la voz de James Gandolfini la que profiere las amenazas y calcula los beneficios empresariales. El Pingüino y Tony Soprano comparten un físico osuno, una presencia que acojona y una madre que está lunática perdida. Si Tony operaba al este del Hudson, Oswald, en la orilla oeste, también tiene familias rivales que enfrentar y prostitutas medio voluntarias que atender.

¿Y Batman? Ni está ni se le espera. Porque Batman, no hay que olvidarlo, es un asqueroso millonario que solo actúa cuando la violencia alcanza los barrios ricos de la ciudad. Mientras las desgracias afecten a la purrela del extrarradio no le compensa ni encender el foco de su batpresencia. 




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Starlet

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Leticia Dolera no gana para disgustos con las películas de Sean Baker. Si “Anora”, en su opinión, era una campaña de captación de prostitutas, “Starlet” solo puede ser propaganda de captación de actrices  pornográficas. El caso es tentar a nuestras hijas con oficios donde se gana dinero a cambio de desnudarse y de dejarse follar por un maromo con tatuajes. 

Para esta Leticia de la realeza combativa, Sean Baker va de cineasta comprometido cuando en realidad es casi -casi- un corruptor de menores. Pudiendo ser abogadas, o ingenieras, o incluso astronautas como nuestra Sara de León, Sean Baker, al que deberían pedir explicaciones en sede parlamentaria, o al menos gravar con aranceles sus películas indecentes, parece empeñado en proponerles que lo tiren todo por la borda y que se dediquen a complacer nuestros deseos sexuales como hacían nuestras madres menos preparadas, o nuestras abuelas incautadas por los pueblos, pero cobrando dinero, eso sí, para darle un toque de modernidad a la sumisión.

A Leticia Dolera debe de joderle mucho que a Jane, la protagonista de “Starlet”, no le parta la cara ningún chulo de la industria pornográfica. Que la traten con respeto en los rodajes y que le paguen dólar por dólar lo que viene estipulado en su contrato. Leticia Dolera debió de gritar barbaridades cuando Jane, en una escena de la película, le explica a su vecina que le gusta su trabajo y que de momento, con 21 años, sin estudios que la avalen y con poca suerte en los castings de Hollywood, prefiere aprovechar esa belleza que Dios le ha regalado hasta ver cómo evolucionan las nubes del futuro.

A Leticia Dolera le cuesta entender que Sean Baker simplemente mete su cámara -perdón por la expresión- en los territorios ambiguos donde actrices como Jane, o prostitutas como Anora, protagonizan cuentos muy tristes de princesas de arrabal venidas a menos. Sus vidas son muy jodidas pero al menos, en estos casos, las protagonizan por su propia voluntad. ¿Un sector minoritario? Seguro que sí. De mostrar realidades abusivas ya se encargan otros cineastas y también se lo agradecemos.





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Tangerine

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Sean Baker es un cineasta del neorrealismo. Los personajes de "Tangerine", por ejemplo, no roban bicicletas ni trapichean con cartillas de racionamiento, pero sí se prostituyen por las aceras o conducen taxis por barrios muy sucios y peligrosos. En las clases desheredadas cada uno se apaña como puede.

El neorrealismo de Sean Baker no es italiano, sino de Los Ángeles, pero también da para mucho porque Los Ángeles, en sus películas, parece casi tan grande como Italia. Una ciudad tan eterna como Roma pero en un sentido geográfico y no precisamente espiritual. 

Los Ángeles parece un infierno de calles rectilíneas que nunca desembocan en una glorieta o en una rotonda que rompa la monotonía. Parecen llegar hasta el infinito transitando por barrios cada vez más marginales y cada vez más alejados de Dios Nuestro Señor. Y es justo ahí, en esas periferias insondables, donde Baker ha encontrado su mundo particular. La otra América sin vaqueros ni superhéroes, ni cómicos de Nueva York

Sean Baker, por fortuna, no es un moralista ni un misionero. No es un cura insufrible ni un plasta modernito. Él planta la cámara y se limita a mostrar el paisaje y el paisanaje. Y el cielo del atardecer, que en "Tangerine" es de color naranja y le da a las escenas un tono de infierno desvaído y algo compasivo: un lugar donde Dios aprieta pero no ahoga a esos pecadores que después de todo son hijos suyos y sólo buscan un puñado de dólares y unas sobras de cariño. 

Si no fuera por el color y por el montaje, Baker podría ser el tataranieto cineasta de los hermanos Lumière, que plantaban el trípode, le daban a la manivela y dejaban que los espectadores -incluida Leticia Dolera- juzgaran por ellos mismos las cosas más o menos chocantes que contemplaban. "Tangerine" también se podría haber titulado “Llegada de las prostitutas transexuales a la parada del autobús”, o “Taxista armenio buscando pollas que chupar”: cosas así, descriptivas al estilo de los Lumière, quizá provocativas pero reales como la vida misma, 




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Red Rocket

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Ayer por la mañana, mientras recorría el valle montado en bicicleta -y muy consciente del acolchamiento genital que me protege del sillín- me dio por pensar qué pseudónimo habría usado yo si de joven, en el esplendor en la hierba, pero con un desnudo más presentable que éste que Dios me dio, me hubiera metido a actor porno para ganarme la vida hasta sacarme la oposición o ser contratado por los curas en el mismo colegio de mi infancia (si es que nadie, ni seglar ni sacerdote, me reconocía al saludarme).

El protagonista de “Red Rocket” es conocido en su mundillo con el sobrenombre de Mickey Saber, que quiere decir que el tío la tiene tan larga como un sable y que resiste con ella, sin apenas mella, y con un mínimo de cuidados, mil combates gozosos contra la carne. La verdad es que el tío te deja pasmado cuando en una escena echa a correr desnudo y más parece un ente tripódico venido del espacio que un ser humano bendecido con los genes de la genitalia. 

Y aunque en rigor no es mejor por ser mayor o menor -como cantaba Javier Krahe-, a ningún tonto le amarga un dulce y a ningún hombre le desagrada un regalo de la naturaleza. Ya no es el rendimiento, jolín, sino el fardar, y la seguridad que te confiere. Con un arma así, escondida en la recámara, las mujeres tienen que notar algo distinto en tu mirada, una audacia poco común y seductora. 

No voy a poner aquí, desde luego, las cien ocurrencias que me vinieron sobre la bici: unas por marranas, otras por idiotas, y otras porque me quedaron la mar de presuntuosas. Lo importante es que durante unos kilómetros anduve entretenido con la tontería y no pensé ni en el calor ni el fatiga. 

Luego, mientras me tomaba un café reparador en el pueblo de Casadiós, quise buscar una reflexión profunda sobre “Red Rocket” y sobre el cine de Sean Baker en general. Pero no la encontré. Este diario tampoco va de eso. Aquí todo es análisis superficial y tontorrón. Las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo -¿es lícito ver porno, hacer porno, banalizar con el porno?- se las dejo a Leticia Dolera y a otras madres de la Iglesia que ahora mismo se preocupan por nuestra alma. 





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The Florida Project

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Para que Disney World -o cualquier otro paraíso artificial- funcione y salga rentable tiene que haber gente que limpie los retretes por cuatro duros y además sonría agradecida. Lo otro sería comunismo o Estado del Bienestar. Un anatema. El turismo que todos disfrutamos se sostiene sobre la precariedad y la mordaza. 


“The Florida Project” está rodada justo al lado de Disney World, pero la cámara se las apaña para que los cuentos de hadas y los castillos de ensueño nunca aparezcan en el horizonte hasta que llega la última escena. Sólo alguna vez, cada mucho tiempo, Cenicienta se permite el lujo de convertirse en damisela y pasear por su propio castillo. Y experimentar, por una noche, la bonita sensación de ser servido y no tener que servir.

En un edificio residencial que no llega a ser de mala muerte -pero que tampoco es, desde luego, de buena vida- residen varias mujeres maltratadas por la vida. Todavía son jóvenes y resueltas, pero llevan tantas cornadas en el alma como tatuajes en el cuerpo. Para comer, y para que sus hijos coman, ellas se desloman, o trafican, o se prostituyen. Es neorrealismo americano del siglo XXI. Sin embargo, para Leticia Dolera, “The Florida Project”, como “Anora”, seguramente es  otra campaña de Sean Baker para reclutar prostitutas vocacionales. Ay, Leticia...

Mientras estas mujeres del lumpen se drogan en sus apartamentos o se amorran a la tele para olvidar tanta penuria, sus hijos e hijas, libres como conejos, en el tiempo infinito de las vacaciones de verano, corretean por la periferia de Disney World sableando al turista o haciendo gamberradas. Son demasiado pequeños para tener conciencia de que están viviendo en el bando de los perdedores. De niño uno no sabe nada sobre las clases sociales. Mientras haya helados y juguetes de plástico todo va bien y nadie se rebela. La infancia es un paraíso tan feliz e ilusorio como ese complejo de Disney World que se levanta apenas a dos kilómetros de la marginalidad.  




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Enemigos públicos

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Cuando los ricos se roban entre ellos se produce lo que los historiadores llaman un "período de calma". El capital cambia de manos en las altas esferas sin que aquí abajo, entre el populacho, nos enteremos de gran cosa. 

Pero estos paréntesis de paz social no suelen durar más allá de una década. A veces menos. Tarde o temprano los ricos firman una tregua y juntan sus ejércitos para saquear a las clases menos favorecidas. Es lo que los historiadores llaman "crisis económicas". A los pobres que vivían tan felices con su pobreza ahora se les exige vivir en la miseria, y es entonces, en el cabreo, cuando se lanzan a la revuelta callejera e incluso a pedir el comunismo si el hambre se hace tan universal que surge la fraternidad entre las masas. 

Cuando la lucha de clases se vuelve caliente y sangrienta, siempre surge la figura de un Robin Hood que roba bancos o asalta diligencias para hacer al menos un gesto de restitución. Son gente como Dillinger, o como el Dioni, o como el propio camarada Lenin, que nacionalizaba los sectores estratégicos atusándose la perilla.

En Estados Unidos, en los años de la Gran Depresión, John Dillinger fue el héroe trágico de los norteamericanos que se quedaron sin tierras o sin trabajo en las fábricas: vagabundos de las carreteras que buscaban un empleo cualquiera para subsistir: vendimiar las uvas de la ira, por ejemplo, o los cojones del hartazgo. "Quien roba a otro ladrón, cien años de perdón", decían las clases humilladas cuando leían que Dillinger había vuelto a atracar otro banco con la ametralladora Thompson de cien balas por minuto. 

Pero Dillinger, como tantos otros, fue un falso profeta de los pobres. Un Robin Hood de pacotilla. Los únicos que vieron un duro de lo que robó fueron los dueños de las tabernas y las prostitutas con las que Johnny desfogaba el exceso de testosterona. Un delincuente puro y duro al que Michael Mann, en la película, ni siquiera trata de explicar. Ni biografía ni contexto histórico. Nada de nada. Un remake camuflado de “Heat” pero ambientado en la época de los sombreros borsalinos. Todo muy entretenido y en verdad muy poco didáctico.




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Tiempo de victoria: La dinastía de Los Lakers. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


La serie iba de puta madre pero termina casi de sopetón. Es como si hubieran dejado que el piloto en prácticas aterrizara el aparato. Me acordé del propio Kareem Abdul-Jabbar interpretando al copiloto enfadado  de “Aterriza como puedas”.

En mi inocencia de espectador satisfecho yo esperaba una continuación todavía por estrenar, con toda la pasta que había metido la HBO y todo lo que dieron de sí aquellos duelos de nuestra infancia. Pero “La dinastía de los Lakers” termina, sorprendentemente, cuando Magic Johnson y compañía aún daban sus primeros pasos en las victorias y en las derrotas. Te enseñan cómo perdieron las finales de 1984 contra los Celtics sempiternos y luego pasan a otra cosa como una mariposa de California. 

Me quedé de piedra cuando al final del último episodio salen unos cartelitos que explican qué fue de los personajes en los años venideros. Nos hemos tenido que enterar por la prensa de lo que pasó con los millones de la familia Buss y el método revolucionario de Paul Westhead; con el reinado repeinado de Pat Riley y el récord de puntos ya superado de Kareem. Y también -porque es el leitmotiv de la serie- con la amistad postrera que unió a Magic Johnson y a Larry Bird después de tantas miradas asesinas y tantos motherfuckers sobre la cancha.

Es como si los showrunners hubieran pedido un tiempo muerto y de pronto los ejecutivos de HBO les hubieran pitado el final del partido. Un coitus interruptus. ¿Razones económicas? Lo más seguro. ¿Bajas audiencias? De cajón. También es muy posible que el algoritmo, como el césar de Roma, torciera el pulgar hacia abajo y decretara que ya estaba bien de sacar machirulos ochenteros en calzoncillos. Demasiado follarín compulsivo y demasiada mujer subordinada. ¿Cheerleaders moviendo el culo y fulanas persiguiendo a tipos millonarios? Un despropósito moral. Un mal ejemplo para la juventud del siglo XXI. Un negocio ruinoso. 

De todos modos, esta aventura -completa- ya nos la habían contado en aquel documental de la ESPN titulado “Los mejores enemigos”. Y en el libro "Showtime” que sirve de base a esta serie y que un buen amigo de estos andurriales me recomendó.




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Jazz, la historia

🌟🌟🌟🌟


Al jazz llegué tan tarde como al sexo verdadero. Casi tanto como a la cocción de verduras o a la bicicleta de carretera.  Y se nota: lo que no se practica en la juventud luego se aprende a trompicones. Mejoras, o te mejoran, pero ya nunca das el rendimiento de los campeones. Una cosa tan simple como el mando de Movistar -por poner un ejemplo- y me lío cantidad con sus funciones. 

Para que el aprendizaje eche raíces y crezca sano y vigoroso hay que regarlo desde el principio. Es la única manera de vencer a la torpeza sensoriomotora y a la podadura de las neurona. Lo que no se mama desde chaval -y perdón por la expresión- luego cuesta mucho recuperarlo. Al final sí, te aficionas, al jazz o a cualquier otro placer de la vida, pero los años perdidos dejan agujeros que ya no se remiendan por más documentales que veas o por más discos que acapares.

Cuando quise ser culto para impresionar a las mujeres -porque de otro modo no podía impresionarlas- me dio por la música clásica y ahí estuve durante años, perseverando en un postureo que luego se convirtió en afición y en elevación del espíritu. No conquisté a ninguna señorita por esa vía, pero conocí mil cosas que había que escuchar antes de morirse. Cuando llegué al jazz -de una manera autodidacta y ya sin afanes de pavo real- lo primero que hice fue comprar esta serie documental. Cómo di con ella ya no sabría recordarlo. En “Jazz, la historia” conocí el origen del ritmo y apunté en una libreta cuáles eran los artistas imprescindibles. Aprendí a colocarlos en una línea cronológica y luego me lancé a la escucha de los discos fundamentales. 

Luego pasé varias crisis existenciales y me volví perezoso y olvidadizo. Pero ahora que estoy de vuelta en Nueva Orleans, necesitaba ver de nuevo "Jazz, la historia" para renovar el carnet de aficionado. El documental consta de doce episodios en los que sale un Jesucristo apellidado Armstrong y doce apóstoles que predican con sus variopintos instrumentos.





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Doctor Portuondo

 🌟🌟🌟🌟


Mi ejemplar de “Doctor Portuondo” lleva más de dos años secuestrado en la biblioteca de una ex amante. A veces, en las horas más tristes del día, me pregunto qué será de él, junto a los otros rehenes infortunados, en esas estanterías que seguramente ahora recorre otro dedo masculino mientras musita: “Qué interesante es todo esto...”. Hay que joderse. 

Qué tiene que sentir -o mejor dicho, no sentir- una mujer que se apropia de mis libros y luego se queda tan oreada, o tan pancha, como ella decía. Qué le pasa por la cabeza -o qué no le pasa- cuando los descubre allí quitando el polvo o buscando otros libros para leer. ¿Se encoge de hombros? ¿Se ríe como una malvada? ¿Le importa todo tres cojones y medio? Da igual... Como nunca les puse ex libris creo que no los puedo reclamar en la comisaría. La verdad es que nunca he sabido cómo va este asunto de los libros robados a las ex parejas: qué coño libros retenidos, o secuestrados. 

Aquel libro fue mi primer acercamiento a este neurótico tan peculiar llamado Carlo Padial. “Doctor Portuondo” tenía grandes hallazgos y varias pajas mentales carentes de interés, pero mi ex lo descubrió un día en mi biblioteca y se lo echó al morral porque, según me dijo en ese momento, le interesaban mucho las cosas relacionadas con la psiquiatría. Hay que ser un imbécil como yo para no comprenderlo todo de sopetón.

Tras el robo, Carlo Padial quedó reprimido en mi subconsciente hasta que hace poco, en la radio, Berto Romero recomendó su podcast emitido desde Marte. De pronto me acordé de mi libro y me pudo la curiosidad de saber qué había sido de Carlo Padial tras aquellas sesiones de psicoanálisis con el doctor Portuondo. Fue así como llegué, con mucho retraso, a esta serie que versiona alegremente lo que en aquel libro se contaba. 

Porque a mí, como a mi ex, también me interesan mucho las cosas de los psiquiatras, pero por motivos ajenos a los suyos. Yo voy tras la exégesis perpetua del psicoanálisis, que es esa sabiduría que mi abuelo Sigmund enseñaba a los gentiles para aportar luz sobre nuestro eterno conflicto con el antropoide interior. El deseo sexual enfrentado a la razón.





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Monty Python's Flying Circus. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟 


Lo moderno, lo correcto, lo decente en esta sociedad evolucionada del siglo XXI, sería decir que reírse con el Circo de los Python es un pecado para confesar ante el sacerdote. O ante la sacerdotisa. Un placer culpable y vergonzoso. Un estigma para quien vaya presumiendo por ahí. Desde luego nada que se pueda decir en un perfil público de Instagram.

Yo no presumo de reírme con los Python pero tampoco me avergüenzo. Estoy ahí, a medio civilizar, atrapado en el tiempo. Viendo esta segunda temporada me he descojonado con varias majaderías que aquí no se pueden detallar... Ante el despliegue de los Monty Python siempre me siento puro como un niño y gamberrete como un colegial. Quizá libre como un adulto informado del contexto. No sé. Tampoco querría disfrazarme de caballero de Oxford siendo en realidad un cockney de León.

Eso sí: si tengo que elegir entre aquello de 1970 y esto de ahora, yo casi me quedo con lo de entonces. Recuerdo a Ignatius Farray cuando decía que entre la tesitura de no ofender a nadie y ofender a todo el mundo, la obligación de un cómico valiente es ofender a todo Dios y que salga el sol por Antequera. Yo estoy muy con eso. Cada vez que Ignatius pisaba un charco en sus monólogos yo me reía el doble: por la gracia, y por el arrojo. Y me pasa igual con el “Flying Circus” ya tan viejuno de los Python. Quizá no sea tan gracioso, pero es tan descarado no queda más remedio que sonreír.

Los Python se atreven con todo menos con la monarquía. Lo intentan un poco en el último episodio pero se ve que la espada de la BBC pende sobre sus cabezas. Una cosa es provocar y otra quedarte sin sustento. Yo eso lo entiendo. A cambio, a los directivos de la BBC parece no importarles que los Python hagan chistes sobre los tontos del pueblo, las fuerzas armadas, los ladrones de la City o los obispos enloquecidos. Y además salen animaciones con mujeres en bolas... Nos habían prometido que la modernidad consistiría en sacar también a hombres en bolas para igualar la audacia y el deseo, pero nos engañaron como a bobos.





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A muerte

🌟🌟🌟


Chico encuentra chica, chico pierde chica, chico recupera chica... Es el argumento más viejo del mundo. Y sin embargo funciona. Sólo hay que vestirlo con nuevos colores. Nunca falla porque es la vida misma y los espectadores nos vemos reconocidos. 

Qué es la vida, sino buscar, encontrar, conquistar -las pocas veces-, perder, buscar de nuevo... Al menos para los hombres. Las mujeres solo tienen que asistir al desfile de candidatos y elegir con su dedo de señalar. Así es como funciona en nuestra especie y está bien que lo recordemos de vez en cuando. El intercambio de papeles que predican los posmodernos -y sobre todo las posmodernas- nos despista mogollón.


Viendo “A muerte” recordé aquella cita de Marcel Pagnol que recogía Fernando Trueba en su “Diccionario de cine”:

- En el cine no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!


“A muerte” es una comedia. No desvelo nada porque no hay más que mirar su cartel promocional. La serie tiene un trasfondo trágico, eso sí, porque el protagonista sufre un cáncer de corazón y no las tiene todas consigo. Es un cáncer de verdad, biológico, no uno metafórico de corazón roto o abandonado, que es mucho más frecuente entre la población. De hecho, lo padecemos un 70% de los encuestados. Para sanarlo unos tiran de sustancias, otros de meditación y otros de ficciones que nos llevan hasta la medianoche y nos meten dulcemente en la camita.

La tontería de “A muerte” es que ni siquiera el actor que defiende su cáncer se cree que esto vaya a terminar en una defunción. Una vez establecido el tono de comedia, la tragedia sería como pegarse un tiro en el pie. Los ejecutivos de Atresmedia y de Apple TV no iban a permitir tal atrocidad. Lo hemos aprendido viendo en paralelo “The Studio”. Esa sí que es buena. “A muerte” es Verónica Echegui dándolo todo y lo demás gracietas bobas que dentro de un mes habremos olvidado.




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La huida

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Después de ganar la Copa de Europa, el sueño más bonito es huir, huir muy lejos, con la chica de tu vida, al otro lado de la frontera o al otro lado del mar. Pero no hay que ponerse tan poético: a veces, en las huidas más modestas, basta con cruzar el límite autonómico o provincial. 

Sea como sea, el sueño es huir, huir con un maletín lleno de pasta o al menos con una tarjeta que te permita comer y repostar en las gasolineras. Y pagar el servicio de Google Maps en el teléfono... Y luego, por la noche, tras la larga jornada de huida, dormir el erotismo en hoteles no demasiado. No hay romanticismo que resista un par de noches de mal dormir. Sobre todo a ciertas edades. La aventura está muy bien pero requiere ciertas comodidades.

Y si no se puede huir -porque hay trabajos que atender, y obligaciones contraídas, o no existe un tratado de extradición con el Paraíso- huir al menos con el espíritu, y con la intención, mientras el cuerpo presta servicios al orden establecido. Pero si se puede -porque somos millonarios, o teletrabajamos, y además se nos da de puta madre el inglés- huyamos hasta encontrar una cabaña en el bosque o un bungalow en la Cochinchina. También nos valdría un iglú calefactado o un ático en el skyline más alejado de los viandantes. Cualquier cosa que ponga distancia con los locos y los profetas. Con las inquisidoras y los meapilas. Ahora como siempre. Encontrar la paz en un regazo y cortarse la lengua cuando empiece una discusión. 

“La huida” se parece mucho a “Corazón salvaje”, que es mi película preferida de David Lynch. También va de una pareja que huye atravesando el desierto de Texas y siguiendo el camino de baldosas amarillas. Su destino es el otro lado del arcoíris, que también es un sitio cojonudo para pedir asilo político o existencial. Allí nadie mira, o no mira el tiempo suficiente. 




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La balada de Cable Hogue

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“La balada de Cable Hogue” era una de las películas preferidas de mi padre. El lo decía así, tal cual, “Cable Hogue”, y no “Queibol Jou”, como sería menester. Mi padre también decía “Jon Vaine”, y “James Estevart”, y no se ruborizaba en absoluto. Es más: si le corregías no entendía nada. Él simplemente leía lo que ponía en los rótulos. Lo de no pronunciar bien el inglés es una vergüenza posmoderna, muy de gentes ilustradas y del siglo XXI. 

Mi padre trabajaba en el cine Pasaje y veía gratis las películas que allí se estrenaban. Con un sueldo de mierda y un horario de esclavo lacedemonio ése era su único aliciente laboral. Y ni siquiera era una alegría completa, porque siempre las veía comenzadas, quince o veinte minutos después de encenderse el proyector, cuando abandonaba la portería ya confiado en que nadie más iba a comprar una entrada. 

De hecho, cuando yo iba a ver las películas que él me recomendaba, o que la censura de la época me permitía, mi padre me preguntaba por las escenas que él siempre se perdía. Pasaban años antes de que esas películas se estrenaran en televisión y él pudiera recobrar los recortes desclasificados. Era un poco lo de “Cinema Paradiso” con los besos.

Una vez pasaron “La balada de Cable Hogue” por la tele y nos dijo que había que cenar antes de sentarnos a verla. Otras veces, si la película no le interesaba gran cosa, la veíamos entre los platos y las conversaciones. Pero con sus películas preferidas eso era un pecado mortal. Yo hago lo mismo cuarenta años después. El buen cine no es ocio, sino eucaristía sacrosanta.

Recuerdo que la historia de Cable Hogue le sacó una risa tonta y una pequeña amargura. Respecto a sus hijos le daba igual que hubiera tiros sanguinarios o que se viera un poco de pechuga. Lo importante era ver buenas películas. Una vez le pilló un coche camino del trabajo y yo pensé que quizá había visto su futuro en el final de la película. Mi padre odiaba los coches tanto como Cable Hogue, casi tanto como yo, pero lo cierto es que no murió en aquel accidente. Aún vivió algunos años más, de otra dolencia más enraizada, solitario y amargado en su propio desierto.




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Pat Garrett y Billy el Niño

🌟🌟🌟


Sabía que no me iba a gustar. Y no me gustó. O solo lo justito, sin dejar ningún poso en el espíritu. Justo igual que la primera vez que la vi, hace ya muchos años. Me alimenta el jeto de James Coburn y su cachaza de tipo curtido en cien tiroteos. Y poco más. Me entra la sonrisa tierna cuando veo la pintura roja de Titanlux saliendo por las heridas: ese cutrerío sanguíneo que yo nunca vi de niño porque la tele de mis padres era en blanco y negro proletario.

En la película suena de fondo “Knocking on Heaven’s Door” cuando un vaquero herido de muerte llama a las puertas del Cielo y le dicen que no encuentran sitio para él. Sale incluso el mismísimo Bob Dylan disfrazado de pistolero, chupando cámara para darle un empujón comercial a la película. Es todo muy raro... Menos mal que la Wikipedia siempre está a mi lado en los momentos más aburridos de la cinefilia, y que puedo ir leyendo en ella la historia real de Pat Garrett y Billy el Niño para llevarme al menos un aprendizaje a la cama: el salvajismo de estos psicópatas convertido en mito y en atracción para los turistas que vienen de Dakota. 

Sabía que iba a perder el tiempo y sin embargo lo perdí. ¿Por qué? Pues porque soy gilipollas, claro. Porque a veces pienso que la culpa es mía y no de las películas. Porque recaigo en la idea de que soy yo el defectuoso, el insensible, el cinéfilo que no aprecia lo que otros sí saben apreciar. El farsante. Es una fustigación idiota, pero me fustigo. 

Lo que pasa es que en las ondas electromagnéticas llevaban semanas dando la matraca con Sam Peckinpah. Debe de ser el aniversario de su muerte, o de su nacimiento, no sé. Carlos Boyero contaba el otro día que una vez salió de copas con Peckinpah por los bares de Madrid. Boyero hablaba de su alcoholismo, de su mala uva, de su carácter pendenciero, y de cómo reflejaba todo eso en sus westerns crepusculares y en sus películas ultraviolentas. Y en un momento dado, seducido sin motivo alguno, me propuse rescatar las mismas películas que ya había visto de joven y que apenas me dejaron una imagen suelta o un tiroteo tempestuoso. 

No soy yo, quiero decir, sino las malas compañías.





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Grupo salvaje

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En “Grupo Salvaje”, William Holden es un señor mayor que sueña con perpetrar un último atraco para retirarse al otro lado del Río Grande, comprarse una granja, casarse con una azteca complaciente y dejar que los días transcurran tranquilos y alejados de los peligros. Como mucho, y si la buena suerte no acompaña, un encuentro malhadado con un bandido mexicano o con una serpiente de cascabel. Nada que un buen Colt del 45 no pueda solucionar en un par de segundos inspirados.

Cada vez que se sube al caballo, William Holden emite un quejido como de hombre ya molido por la vida, con los huesos endurecidos y las articulaciones pidiendo lubricante con urgencia. Al tercer quejido -y a la tercera risotada de sus compañeros bandoleros, los del grupo asalvajado- me doy cuenta de que sus gruñidos son iguales que los míos cuando me subo a la bicicleta los sábados por la mañana, y los domingos de guardar, en esta guerra ya perdida de antemano contra el michelín irreductible. No puede ser, me digo: William Holden es un señor muy mayor, ya a punto de jubilarse, mientras que yo todavía suspiro por amores de fin de verano, todavía no otoñales de octubre o de noviembre

En una pausa tontorrona de la película -hay unas cuantas, por mucho que los nostálgicos opinen lo contrario- agarro el teléfono móvil como si desenfundara mi propio revólver y consulto la Wikipedia para averiguar la edad de William Holden en el momento del rodaje. Me quedo de piedra -desértica y polvorienta- cuando descubro que Holden tenía por entonces 51 años, mientras que yo acabo de cumplir los 53. Y pienso: o él está muy ajado o yo no acabo de asumir mi propio deterioro. 

A partir de ahí, “Grupo salvaje” transcurre ante mis ojos con la única intención de fijarme en las decrepitudes de William Holden -un hombre atlético, vigoroso, pero también un alcohólico de cuidado- para luego compararlas con mi imagen en el espejo mientras me lavo los dientes antes de dormir. ¿He dicho dormir?: más bien, esta noche, por culpa de "Grupo salvaje", un insomnio interrumpido de vez en cuando por sueños inquietos y decadentes.





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