The Bear. Temporada 1

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1. He vuelto a ver la primera temporada de “The Bear” porque me puede la presión social y la desconfianza en uno mismo. La primera vez quedé descolocado y no supe apreciarla en lo que vale. Tampoco en esta segunda oportunidad es la pera limonera, ya lo adelanto, pero desde luego no merece el ninguneo que yo injustamente le dediqué. Recuerdo que mi hijo casi me mata: "Cómo es posible que alguien como tú no sepa apreciarla y tal...". Una piropostia en toda regla. 

Tras él llegaron las tertulias y los premios, metiéndome el dedo en el ojo cada vez que “The Bear” ganaba prestigio y estrenaba nuevas temporadas de acción trepidante en la cocina. Así que hice examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de enmienda. Ahora mismo estoy aquí, confesando mis pecados, y dispuesto a cumplir la penitencia que suela imponerse en estos casos. 

2. En esta segunda visita a “The Bear” he comprendido que parte de mi despiste, de mi pecado gustativo, se debe a que yo también veo las series intoxicado por el algoritmo. Yo lucho contra él y lo pongo a parir en estos escritos, pero ya circula sin remedio por mi sangre. El algoritmo es insidioso como un virus: se traslada por el aire, te lo tragas sin querer y se hace fuerte en las conexiones neuronales. Es un auténtico hijo de puta.

Un día ves una serie que no se adecúa al algoritmo y se produce el cortocircuito. No importa que sea buena o que sea mala: simplemente te cuesta seguirla porque no aparecen por ningún lado los personajes consabidos. En “The Bear” no hay cerdos machistas (al menos ninguno evidente o peligroso), no hay ejecutivas empoderadas, no hay transexuales, no hay sexualidades fluidas, no hay abuelitos abrazando a sus nietos ejemplares. Por no haber, no hay ni crímenes para resolver. No hay psicópatas ni carreras de coches. Tampoco pibones. “The Bear” es la historia muy simple -pero a la vez muy compleja- de un grupo de cocineros que tratan de salvar su negocio y nada más: abrir a la hora, servir los bocadillos y facturar todo lo posible para llegar a fin de mes y pagar el alquiler. El algoritmo de la otra realidad. 




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The Jinx (El gafe)

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La prensa apodó "El gafe" a Robert Durst porque cada vez que cambiaba de domicilio aparecía un cadáver a su lado o desaparecía una persona para siempre. A true story. La casualidad, que decía Ignatius Farray. Primero fue su esposa, luego su amiga y más tarde un vecino medio tarado de Galveston. 

Ahora que Robert Durst ya no mora entre nosotros acaban de estrenar la segunda temporada con “sorprendentes revelaciones”. Pero yo no la veré. He saciado mi curiosidad. Estaba claro que Robert Durst tenía cara de culpable, ojos de asesino y pinta de pirado. Y una voz de reverso tenebroso. No sé cómo pudo engañar a tanta gente durante tanto tiempo. Pero claro: yo venía del futuro con un almanaque bajo el brazo. Es lo que tiene ver “The Jinx" casi una década después de su estreno, cuando el bacalao ya está cortado y cocinado. 

La verdad es que da un poco igual. Si la cosa interesa no importa que ya sepas quién es el asesino. Es como releer una buena novela negra. Es el relato lo que te atrapa, el morbo, el interés antropológico. Y a mí, lo de Robert Durst me interesaba porque a los ricos les tengo mucha manía y tengo por seguro que cuando no asesinan con revólveres asesinan robando millones o contaminando el ecosistema. Hay tantas formas de matar... Unas son más espectaculares que otras y por eso merecen una serie como ésta. Otros crímenes son más silenciosos, menos “televisivos”, pero matan con la misma eficacia y además a mucha más gente. Basta con reducir el presupuesto del Ministerio de Sanidad, ya ves tú, qué tontería...

Robert Durst pertenecía a una familia de magnates inmobiliarios de Nueva York y sólo por eso, en un régimen bolchevique como Dios manda, ya lo tendrían que haber encarcelado de por vida. Lo de conculcar los mandamientos de la Ley de Dios es que lo llevan en la sangre. Los precog de “Minority Report” se volverían locos en este mundo real del capitalismo, previendo una media de doscientos asesinatos por segundo. Insisto: hay muchas maneras de matar. 




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Rapa. Temporada 2

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La serie se sigue llamando “Rapa” pero ya no rapan a los caballos. De hecho, ya no aparecen ni los caballos. La segunda temporada es pura esencia de Ferrol, siempre mirando al mar. Ahora que el personaje de Javier Cámara ya casi no puede caminar se terminaron las batidas por el monte. Eso, para los picoletos del SEPRONA... La serie ha subido de nivel y ahora todo es rastreo científico y seguimiento con radares. Es el Ferrol, sí, pero parece California. ¿Existirá acaso otro Ferrol en California? ¿Le habrán quitado también lo del "Caudillo”? ¿O ese Ferrol americano nunca lo tuvo?

En las escenas de ambientación aparece un caballo de hierro de vez en cuando, pero el tren, en "Rapa", no tiene ninguna incidencia sobre las tramas. Todo gira alrededor de un coche robado y de un buque de la Armada. El lumpen de las calles y el otro lumpen -mejor vestido y mejor afeitado- de los militares. “Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir”, decía Makinavaja. A mí los milicos siempre me han dado miedo. Los salvapatrias serán todo lo democráticos que tú quieras, pero algunos -varios, muchos- nos fusilarían a los rojos si les dieran la oportunidad. Una vez pasé justo por allí delante, por el arsenal del Ferrol, y parecía exactamente lo que sale en la serie: todo muros, y garitas, y secretismo: un mundo aparte con leyes propias y conspiraciones anticomunistas.

“Rapa”, como thriller policial, sigue siendo un poco carpetovetónica. Hay pistas tontas, trucos sucios, casualidades que sólo pueden producirse en el multiverso. Todo a la vez en todas partes. La serie es ingeniosa pero cutre. Entretiene y poco más. Eso sí: está por encima del producto medio que ofrece Movistar +. La serie se hundiría si no fuera por Javier Cámara y por Mónica López. Ellos sostienen cualquier desaguisado en el guion. Tienen química, presencia, mala hostia... Javier Cámara sí que necesitaba una buena rapa de su barba; Mónica, por su parte, sigue luciendo sin complejos su arrugada madurez. Podrían haber puesto a una tía buena -se me ocurren unas cuantas- pero ya no sería lo mismo.





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Nevenka

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Ahora mismo en La Pedanía no se habla de otra cosa. Y es natural: Nevenka y el ex alcalde vivían apenas a cinco kilómetros de aquí, en Ciudad Capital. Y ahora, con la película de Icíar Bollaín, se han reabierto las viejas tertulias. Iba a decir las viejas heridas, pero aquí la gente sólo sangra si se joden los pimientos o si reaparece Puigdemont. Tan cerca y tan lejos...

Por aquí hay vecinos que los conocieron -o que dicen que los conocieron- en plena movida judicial. Pero ya sabemos cómo son estas cosas. ¿Que el alcalde entre en el bar y salude a la concurrencia es “conocerle”? Porque muchos se dicen enterados de la trama por eso y poco más. El caso es fardar. 

Para mi sorpresa, aún son muchos lo que le defienden y tiran de diccionario de sinónimos para hablar de Nevenka. Son esos hombres -casi todos son hombres- que cuando sale el tema simplemente se callan. La presión social les obliga a no cuestionar en público el dictamen de los tribunales. Pero si los pillas a solas van asomando la patita hasta que te haces el tonto y carraspeas. Casualmente todos votan al PP, o a VOX, o a cosas incluso peores. Defienden a Ismael porque es uno de los suyos y ya está. No se hacen más preguntas. Es un código del hampa. 

Lo decente en este caso es estar con Nevenka Fernández. Sin embargo, mientras veía el documental, yo intentaba que ella me cayera bien al 100% y no lo conseguí. Creo en lo que dice, y alabo su valentía, pero no dejo de pensar que ella fue concejala de Hacienda en un ayuntamiento pepero y muy pepero. Esa mancha siempre la llevará. Que me expliquen qué diferencia hay entre llevar las cuentas de una corporación del PP y llevar las cuentas de una "famiglia" con negocios inmobiliarios. Apenas nada: enredos de leguleyos que te permiten robar dentro de la ley.

Cuando Nevenka llora algo se te revuelve en las tripas, pero no dejo de imaginármela en su despacho de concejala, trabajando en pro de los que más tienen, viendo y dejando pasar, compinchada con los de siempre, fascinada -al principio- por ese engominado con negocios nocturnos que al final le arruinó la vida por la santa voluntad de sus borsalinos. 





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Sangre y dinero

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Viendo los primeros episodios pensé que “Sangre y dinero” se merecía las cinco estrellas que otorga esta modesta revista de provincias, siempre escorada hacia la izquierda. “Sangre y dinero” es una serie basada en hechos reales, sí, pero también es un alegato socialista  contra esos hijos de puta que roban al Estado y luego nos dejan sin carriles bici ni ambulatorios. Y es que hay muchas formas de robar: legales e ilegales, plebeyas y coronadas, a punta de pistola y a punta de corbata.

Luego, con el correr de la trama, aunque el socialismo seguía burbujeando por mis venas, rebajé las estrellas a cuatro porque los malotes repetían una y otra vez la misma escena de lanzar billetes al aire despreciándolos como confeti. Doce episodios, como sucede casi siempre, son demasiados. “Sangre y dinero” promete mucho pero luego se desinfla. En eso es igual que la mayoría de las series. Igual que la vida... Nos explican una y otra vez los asuntos triviales como si fuéramos bobos y luego, la chicha de la cuestión, la mecánica financiera del robo del IVA, la tienes que buscar en internet para enterarte. 

La malévola conclusión es que había unos ladrones por un lado y un Estado deseando ser robado por el otro. Al final resultó que Alí Babá había formado dos equipos coordinados de 20 ladrones cada uno. Y en el medio, pobrecito, luchando contra todos con su espada láser de juguete, un funcionario ímprobo, un Vincent Lindon imperial que resiste cualquier soborno sexual o monetario que le lancen a la cara. De hecho, “Sangre y dinero” es casi el remake a la francesa de “El lobo de Wall Street”, aquella historia del ladrón que siempre volvía a casa en yate y del policía que le perseguía y que volvía a la suya en el metro cochambroso.

La pregunta que yo me hacía mientras veía la serie es: ¿cuál será el posicionamiento ético de la mayoría de espectadores de Movistar +? Por pura estadística -y además sesgada, porque aquí los abonados suelen ser gente de dinero- muchos simpatizarán antes con los estafadores que con el funcionario que los persigue. Justo al revés de lo que dicta la decencia... Cuando votas al PP y a cosas peores es porque también sueñas con pegarte esa vidorra de criminal a costa de hurtarle recursos al Estado. El velero llamado Libertad. 




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Wolfs

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George Clooney acaba de soplar 63 velitas sobre la tarta de manzana; Brad Pitt, 60. Me sacan una década de diferencia y sin embargo es como si yo les sacara diez años a cada uno. Vivimos en el mismo planeta pero no en la misma realidad. Ni siquiera creo que pertenezcamos a la misma especie. Habría que consultar a Juan Luis Arsuaga sobre todo esto... Mientras tanto, Juan José Millás podría escribir un nuevo best seller con esta disyuntiva antropológica: “La biología explicada por un guapo a un desastrado". Si una especie se define por la viabilidad genética del apareamiento, está claro que George Clooney y Brad Pitt pertenecen a otra rama evolutiva del género Homo: una que se ha escindido en Estados Unidos y ya procrea sus propios cachorros.

Dicen que los sesenta son los nuevos cuarenta gracias a los avances de la medicina y de la cosmética, pero eso sólo funciona con los que son guapos de nacimiento, por designio genético. Lo que no da natura, tataratura, decía mi abuela. Tataratura, por cierto, debe de ser un leonesismo muy arcaico, ya perdido por los montes, porque nunca he podido encontrar esta expresión en internet. Cuando la uso, la gente me mira raro. No es sólo la ausencia de belleza: es también el lenguaje fuera de contexto.

Yo, por ejemplo, tengo 52 años y podría pasar perfectamente por un hombre de 51. No más. Y eso sólo en los días buenos, cuando la pereza y el nihilismo no descienden sobre mí. En esos días, los “blue days”, desarreglado y vestido de cualquier modo, podría pasar perfectamente por un jubilado al que han condenado a volver a trabajar. Son las ojeras, y la barba, y el peine como sin púas... Mis yogures desnatados sólo han conseguido que el sol haya dado una vuelta menos alrededor de mi planeta, tan poco lustroso y tan poco habitable. A mi lado, George Clooney y Brad Pitt son estrellas en pleno apogeo de su hidrógeno. 

¿La película? Lo que nos temíamos: un “vehículo de lucimiento”. Una bobada. Que son muy guapos y tal... La primera media hora promete un producto digno pero luego se despeña sin remedio. Yo me iba entreteniendo con estas consideraciones mientras la trama -tan molona como ininteligible- avanzaba hacia la medianoche para dar otro “blue day” por concluido. 



 


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Rivales

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1. En vez de entrechocar las cornamentas como venados, o de morderse la yugular como hienas, Art y Patrick deciden disputarse el amor de Zendaya dándole raquetazos a una pelota.  En eso consiste, más o menos, la evolución de los homínidos: en sustituir los métodos sangrientos por otros más civilizados. La raqueta de tenis no es más que la sublimación de la vieja cachiporra. 

Cuando el mono de Stanley Kubrick lanzó el fémur al aire para convertirlo en una nave espacial, también pudo haberlo transformado en un stick de hockey o en un taco de billar. Incluso en una guitarra eléctrica de rockero, que también es fálica y derrite las voluntades. Esgrimir un instrumento musical es otra estrategia de apareamiento; lo mismo que coger un pincel para pintar o un MacBook último modelo para escribir una novela. Demostraciones de valía y colas de pavo real.

(La represión de la berrea, por cierto, ha recorrido un camino paralelo a la represión de los obreros: antes nos diluían a tiros y ahora les basta con convencernos de votar al enemigo. Donde antes había un tanque disparando a la multitud, ahora hay un telediario de Antena 3 a las nueve de la noche. Ya no hay que dejar un cadáver en la acera para que Fulanita se decante por Menganito o para que los empresarios sigan acumulando capital). 


2. ¿Qué es más fuerte: la amistad o el amor? La pregunta es una soberana gilipollez, pero hay centenares de libros en las secciones de Verborrea opinando sobre el asunto. Hay amistades para siempre y amores para casi nunca. Y al revés. No existe una ecuación definitiva. En “Rivales”, por ejemplo, la amistad de Art y Patrick parece hecha a prueba de bombas, y sin embargo bastará la presencia de Zendaya en minifalda para que se resquebraje por la línea más débil de su estructura -que en el caso de los hombres siempre parte del perineo. 

En otras películas, en cambio, hemos visto pasiones que temblaban por culpa de amistades que eran más poderosas que el amor. Son todas esas en las que el fulano, casi siempre irlandés y con gorra de faena, prefiere emborracharse en la taberna antes que llegar puntual a la hora de cenar. 




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Pájaros

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Antiguamente estas películas se llamaban “vehículos de lucimiento”. Ahora no sé. Seguramente será algún nombre en inglés: “stars meeting”, o “lighting vehicle”. Pero vamos, es lo mismo: juntas a un par de actores de moda y les metes en una trama improvisada para que luzcan en pantalla, recauden en taquilla y luego se paseen por algún festival a ponerse ciegos de marisco. 

En los últimos días he topado con varios “vehículos de lucimiento” en mi ordenador. Voy a tener que abrir una carpeta con ese nombre para ordenar el tráfico. Ayer fueron Matt Damon y Cassey Affleck en “Los instigadores”, que vaya puta mierda de película. Mañana, o tal vez el jueves, porque hay Champions en la tele, serán George Clooney y Brad Pitt luciendo palmito en “Wolfs”. La veré, sin duda, pero siendo heterosexual estricto -una minoría antropológica en vías de extinción- a "Wolfs" no le encuentro mayor gracia que asistir al homenaje del señor Lobo, aquel resuelve-asuntos de “Pulp Fiction”.

La otra noche, porque había fútbol de la Selección y Broncano empezaba a las tantas de la noche, me puse a ver, un poco a la defensiva, “Pájaros”, que es el “duelo interpretativo” -también se llamaban así- de dos actores que no son precisamente George Clooney ni Brad Pitt, pero que también resuelven lo suyo cuando salen en pantalla. Ahora mismo, como decía mi abuela, Javier Gutiérrez y Luis Zahera son el perejil de todas las salsas. No hay película española que no cuente con alguno de los dos, así que era lógico que al final sus trayectorias terminarán cruzándose como estrellas en el cielo. O como pájaros que emigran. 

“Pájaros” no está mal, pero tampoco está bien. Es una road movie que atraviesa Europa de Valencia a Costanza. Casi de Algeciras a Estambul. Y no todo es road: también hay barcos por el Danubio. El objetivo de las “road movies” es que los personajes cambien con el viaje; que descubran algo muy importante sobre sí mismos. Que regresen cambiados al hogar o se instalen en un nuevo futuro prometedor. Nunca me lo creo. Nadie cambia. O sí, pero sólo unos minutos. No sé... Este verano yo mismo me pegué una panzada de kilómetros por Irlanda y sigo siendo el mismo de siempre. 




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Los instigadores

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La alineación inicial de "Los instigadores" era para frotarse las manos: sale Matt Damon (ahora anunciante de criptomonedas), y Casey Affleck (tardé diez minutos en recordar su nombre), y Toby Jones (a éste nunca le olvido), y Ving Rhames (el inolvidable Marsellus al que casi borraron el cero), y Michael Stuhlbarg (también tardé diez minutos en recordar su nombre), y Alfred Molina (don Alfredo es de la familia), y Ron Perlman (que ya no habla occitano en sus películas) y finalmente, para darle un toque exótico y femenino a la acción, una actriz chino-americana a la que he visto un millón de veces pero a la que no logro ubicar en ninguna película concreta. 

(Y de director de orquesta, Doug Liman, antaño guionista luminoso de la saga de Jason Bourne contra los malvados, pero que desde que dirigió aquella película de Tom Cruise resucitando cien veces había desaparecido por completo de mi radar). 

La alineación, ya digo, prometía gran juego y casi garantizaba el resultado. Pero el cine, ay, es un poco como la tragedia cíclica del Madrid. No basta con juntar a un grupo de galácticos para que la cosa funcione. Muchas veces la suma de las partes es inferior a lo que cada parte aporta por separado. No se produce ningún fenómeno emergente. No brota nada artístico de la unión. “Los instigadores” es más bien una desemergencia. Una resta y un despropósito. 

A Florentino Pérez ya le pasó una vez y está a punto de repetir la cagada. El hombre -incluso el empresario de éxito- es el único animal de bellota que tropieza dos veces con la misma piedra. Jugando juntos, Ronaldo, Figo, Zidane y Beckham apenas dejaron una liga miserable en las vitrinas (quizá fueron dos, pero da igual una mierda que un par). Mbappé y esta troupe de brasileños están a punto de marcarse un “Los instigadores” en toda regla: buen rollo y tal, pero al final juegos de artificio. Glucosa sin proteínas. Nada que alimente el palmarés. Ratos divertidos y luego marasmo general. Cabreo en las gradas con muy pocas jugadas que aplaudir. Trucos de guion un poco vergonzosos. Gominolas y no chuletón. 

Tras la proyección, en mi salón, se oyeron algunos pitos en la grada.




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Ripley

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Hace unos meses, al poco de estrenarse “Ripley”, arribó el barco pirata a La Pedanía con un cofre que contenía sus episodios. Pero yo entonces estaba empachado de ficciones y me preguntaba, además, qué sentido tenía otra versión de Tom Ripley en las pantallas. Para los cinéfilos de mi generación ya existía un Tom Ripley canónico, insustituible, que fue aquel Matt Damon con cara de no haber roto nunca un plato. Como mucho algún himen, y puede que un par de culos alegres. Así que desdeñé el género y me decanté por otras ficciones que no dejaron más huella que estos escritos tontos que fosilizan al instante.

Pero uno escucha los podcasts, y lee las revistas, y capta las confidencias, y “Ripley”, incluso después del verano que todo lo derrite, seguía muy vivo en las conversaciones. El otro día regresó el barco pirata y ya no tuve dudas de descargar su mercancía. Me picaba la curiosidad. Los fotogramas en blanco y negro de Andrew Scott prometían una maldad nueva y reconcentrada. Ese actor tiene algo muy torvo en la mirada... Ya nunca podremos leer un relato de Sherlock Holmes sin imaginarnos a otro Moriarty que no sea él. 

Tom Ripley, en origen, era un tipo indescifrable y muy distinto: joven, con sex-appeal, capaz de hacer dudar a los hombres y de torcer voluntades en las mujeres. Andrew Scott, en cambio, ha perdido pelo y ya no le quedan muchos años para entrar en la aplicación de Ourtime. Estaba claro que su Ripley iba a ser muy diferente del concebido por Patricia Highsmith: uno al que se le venir de lejos y ni aun así puedes esquivarlo. También hay malvados así, magnéticos por pura maldad, irresistibles porque te puede la curiosidad y desmantelas las defensas. 

Ahora que he terminado de ver “Ripley” ya puedo afirmar que es la serie del año. La temporada final de “Succession” ya tiene sucesora. Eso sí: en “Ripley” siempre pierden los millonarios. Tom Ripley se los va cargando por el camino. Es otro método para ascender en la escala social, aunque no para redistribuir la riqueza: apropiarse de sus identidades. Suplantarlos como vainas extraterrestres que duermen bajo sus camas. No sé qué hubiera pensado el camarada Lenin de todo esto. 




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La batalla del domingo

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Cuando se estrenó “La batalla del domingo”, en 1963, solo faltaba una temporada para que Alfredo Di Stéfano abandonara las filas del Real Madrid y se despidiera del viejo Bernabéu -ahora el Taylor Swift Arena- como hace al final de la película.

Supongo que la marcha de don Alfredo ya era un runrún que recorría la prensa deportiva, pero también la prensa muy seria del Movimiento, siempre pendiente de "La Saeta". Porque Di Stéfano -jamás sabremos si a su pesar o si encantado de la vida- era una de las cuatro patas que sostenían la credibilidad del régimen junto a las hostias de la Guardia Civil, los milagros de Jesucristo y la construcción compulsiva de pantanos. 

Las copas de Europa del Real Madrid no las consiguió Franco satisfaciendo sexualmente a los dirigentes de la UEFA -como aseguran maliciosamente en la prensa catalana- pero sí le vinieron de puta madre para que en el extranjero se nos conociera por algo más que torturar a los toros y a los rojos. 

Un año después del estreno, en el verano de 1964, don Alfredo discutió con Bernabéu por una cuestión de dineros  y se fue a jugar al RCD Español. Dos años después, ya con cuarenta años de los entonces, que son casi como los sesenta de ahora, con barrigón y varias distrofias musculares, Di Stéfano se retiró de los campos de juego para sentarse en los banquillos y seguir demostrando allí su carácter hosco, atravesado, muy poco dado a la simpatía espontánea, aunque en la película se esfuerce mucho en sonreír por el bien de la taquilla.

La película es -con perdón- una mierda pinchada en un palo. No sirve ni como documento de la época, más allá del repaso muy madridista a las imágenes del NODO. En “La batalla del domingo” se cuenta que el Madrid perdía a veces contra rivales de tronío, pero la verdad es que sólo ves los goles marcados por nuestros muchachos. Es lo mismo que sucede ahora mismo en Real Madrid TV, esa emisora de Corea del Norte donde sólo se ven los triunfos de nuestro ejército. En una derrota por 6-1 sólo veras nuestro gol repetido quinientas veces. Entonces era la propaganda; ahora es la ley del mercado.





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Corazones en tinieblas

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Cualquier cinéfilo de pacotilla conoce la frase: “Apocalypse Now” no es una película sobre Vietnam: es Vietnam. Lo que pasa es que ahora mismo -porque yo ni siquiera llego a esa categoría de pacotillero- no recuerdo si fue el mismo Coppola quien la pronunció, interrogado sobre la demencia colectiva que se adueñó de aquel rodaje en Filipinas. 

Me pega más que lo hubiera dicho su mujer, Eleanor, la documentalista que mientras su marido filmaba la locura, registraba la locura de su marido. Con ese material rodado por Eleanor Coppola en los parones para el bocadillo y en las largas semanas que había que esperar entre desgracia y desgracia, se construyó este making off apabullante, muy didáctico para los que pensamos que “Apocalypse Now” es la mejor película bélica-antibélica de la historia. Un making-off que se ha convertido por méritos propios en una película sobre la película, con ficha independiente en las páginas más consultadas de la cinefilia. Las de pacotilla y las de verdad. 

“Corazones en tinieblas” es, además, un título cojonudo, porque en aquel rodaje imposible a todo el mundo se le enturbió de algún modo el corazón. Coppola, por ejemplo, descubrió el reverso tenebroso de la Fuerza y casi se convierte en un megalómano chalado con actitudes de Julio César. Eleanor, la pobre, mientras documentaba el infierno, tuvo que tragar con los volquetes de putas y con la vida vuelta del revés tan lejos de su rancho de California. Marlon Brando compareció en el rodaje más gordo y más loco que nunca, imponiendo sus caprichos y cobrando una millonada indecente por cada minuto en la pantalla. Martin Sheen se dejó de corazones metafóricos y se dejó media vida con un infarto de verdad, aunque a los quince días volviera tan campante y se marcara el papel por el que siempre será recordado.

(Mientras tanto, entre nubes muy densas de marihuana, Dennis Hopper les miraba a todos sin saber si estaba trabajando en una película o durmiendo la mona en Malibú).

Y en el medio de todo, curioseando, haciendo pellas, una pequeñaja llamada Sofía que ahora mismo rueda mejores películas que su padre...




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Un tranvía llamado Deseo

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En la primera escena de la película, Blance DuBois coge, literalmente, un tranvía que se llama “Deseo”, y yo, después de tantos años de cinefilia, por fin entiendo el juego de palabras, la metáfora tranviaria que daba título a este clásico de los años 50. El otro descubrimiento insólito es que “Un tranvía llamado Deseo” es una película muy turbia, muy sucia, no con sexo epidérmico porque aún se rodó bajo la dictadura del código Hays, pero sí un sexo tropical muy sobreentendido y resudado.

Pero ya que hablamos de sexo, no empecemos a comernos las pollas todavía, como diría el señor Lobo. Los clásicos del cine son de obligado visionado, pero no de obligada celebración. “Un tranvía llamado deseo” no sería lo que es si Marlon Brando no compareciera con camiseta imperio y cara de mala hostia. Corría el año 1951 y aquello tuvo que ser una bomba erótica que volvió turulatas a las señoras y muy verracos a los homosexuales. Sin Marlon Brando, la función no es más que una cosa boba, afectada, teatral en el peor sentido de la palabra, donde se lleva la palma una actriz bipolar -Vivien Leigh- interpretando a una mujer bipolar. No vio un Oscar tan peculiar hasta que Marlee Matlin ganó su premio en 1986 por interpretar a una mujer sorda... siendo sorda. 

El tranvía llamado “Deseo” termina su recorrido en el barrio más prostibulario de Nueva Orleans, donde vive la hermana de Blanche, Stella, que es una pija aspiracional que terminó con un maltratador que alterna los bofetones del revés con los pollazos de machomán. Como corre el año 1951 no hay nadie en este selecto vecindario que se escandalice por el abuso. Más que nada porque todos los tipos son iguales, y porque todas sus mujeres están extrañamente enamoradas de sus virilidades. Estocolmizadas por completo. Me extraña que las políticas de cancelación todavía no hayan prohibido “Un tranvía llamado Deseo” en las plataformas más selectas de los hogares. Sería, eso sí, una aberración censora muy censurable. Esconder ciertas tipologías bajo la alfombra es el remedio que sólo se les ocurre a las podemitas y a la Shary Bobbins de “Los Simpson”.





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Buenos días, tristeza

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Viendo “Buenos días, tristeza” me acordaba de ese amigo que no soporta ver “Succession” porque le caen mal los ricachones. Yo le digo que a sus años no puede seguir confundiendo contenido con continente, pero él insiste en su desdén. Yo mismo, por ejemplo, que soy un bolchevique anacrónico, quedo abducido en “Succession” ante esa exhibición de sociopatía que siempre viaja en helicóptero. No es síndrome de Estocolmo, sino pura fascinación. 

Sn embargo, en “Buenos días, tristeza”, yo mismo he caído en esa falta de sofisticación que le achaco a mi contertulio. Deseo que la película termine cuanto antes y que se malogren sus personajes. ¿Es buena, es mala...? Ni lo sé ni me importa. De cualquier modo: ¿éste era el “clásico insoslayable”? Porque la película no aguanta ni una siesta del otoño. Ni siquiera por la belleza de Jean Seberg, que Max, mi antropoide interior, celebraba columpiándose en su neumático.

Esta familia de apellido Ignoto no es tan rica como la familia Logan, pero tiene una casa de la hostia muy cerca de los Campos Elíseos. Luego, ya cansada de ver pordioseros por el Sena, veranea en una villa al borde del mar que ya quisieran para sí muchos futbolistas del Madrid. Los Ignoto son papá Raymond –que es un “french fucker” que cambia de amante cada quince días- y su hija, Cécile, que es una pija de manual destinada a seguir los pasos de su padre. Por aquí nada que objetar. Ellos, simplemente, pueden permitírselo. El “amor eterno” es un consuelo inventado por los pobres de espíritu: viene a decir que si tú te pones ciego a follar, yo, en cambio tengo “valores más elevados”. Una gilipollez. Se aprende mucho leyendo al tío Friedrich.

El problema es que los Ignoto carecen de empatía con las víctimas que van dejando por el camino. Tratan a los amantes como tratan a los pobres. Sus aventuras eróticas, que hasta el momento iban dejando cadáveres simbólicos, ahora han dejado uno de verdad. Al final de la película parece que Cécile llora la consecuencia de sus acciones, pero en realidad es la crema facial, que aunque es carísima, exclusiva de París, pica como una auténtica hija de puta. 




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Wise Guy: Los Soprano por David Chase

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1. Hace año y medio, cuando se terminó el amor, me puse a repasar las grandes series de la historia. Primero las de risa, para sanar, y luego, ya repuesto, las dramáticas, para volver al meollo de la vida. 

Vi “Breaking Bad”, “The Wire”, “Mad Men” y “Los Soprano”. Año y medio de tocarse los huevos da para mucho. Lo he comprobado. Buscaba establecer el ranking definitivo antes de que apareciera otra mujer en el horizonte. Pensé: “¿Y si a La Nueva no le gustan estas series, pasa el tiempo, me muero de repente y ya no puedo volver a verlas?” Sería una tragedia. Acompañada, sí, pero una tragedia. 

“Los Soprano” -tengo que decirlo- no es la serie más redonda de todas. Tiene altibajos y personajes prescindibles. Podría pasar por alto algunos episodios en la próxima revisión (porque la habrá). Pero los “momentos Soprano” superan cualquier otra cosa vista en televisión: son las tensiones, los estallidos, los destinos trágicos... James Gandolfini apoderándose de nuestra voluntad. Los últimos restos de mi memoria serán para la serie de David Chase y no para las demás.

2. Y sin embargo, allá por 1999, cuando se estrenó la serie en Canal + después del partido del domingo, yo fui de los que no quiso ver el segundo episodio por pura pereza y dejó correr el fenómeno televisivo. Imperdonable, sí. Me subí al carro cuando se subieron todos los demás, como un borrego que no quiere quedarse solo en la pradera. 

Recuerdo que me la recomendó un amigo de León que también estaba abonado a Canal +. Pero como nuestra amistad ya enfilaba la recta final no le hice demasiado caso. El tipo, además, estaba obsesionado con la mafia y no era muy de fiar cuando se enardecía: cualquier ficción que tratara el asunto la consumía con los párpados grapados a la ceja y luego la compraba en VHS o en DVD. Los Padrinos, James Cagney, "Yakuza"... Le daba igual. Luego, con el tiempo, cuando ya no éramos amigos, supe que tuvo enredos un poco mafiosillos con la ley. A ver si era por eso... ¿Causa o consecuencia?

3. Yo soy de los que cree que Tony Soprano muere en la última escena. Pero vamos: por hacer tertulia. Por alargar las cervezas. Creo que a David Chase le importa un pimiento lo que pensemos los demás. La Gran Broma. 





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La quimera

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Empecé a ver “La quimera” justo cuando el tren arrancaba de la estación de Ponferrada, camino de León. No la iba a ver entera antes de llegar, pero me daba un poco igual. Era más bien una probatura, un meter el dedo gordo en el agua a ver si era verdad todo lo que contaban sobre ella los críticos y los estirados.  “La quimera” parecía una película tan personal, tan a contracorriente de la normalidad, que me podía una pereza paralizante y una cierta vergüenza de cinéfilo. En el peor de los casos, si no terminaba de engancharme, tenía el paisaje de los montes para entretenerme por el camino y divagar.

Todavía no había comenzado “La quimera” cuando un niño de unos cinco años empezó a dar por el culo -metafóricamente hablando, claro- un par de asientos más atrás. Detuve la reproducción y me coloqué unos tapones de gomaespuma para reforzar el “noise cancelling” de mis auriculares. La tercera capa de aislamiento que convertía sus gritos en un rumor era el traqueteo del vagón, el cha-ca-chá del tren, que transita muy lejos de las redes de alta velocidad de la España moderna y europeizada. 

Regresé a “La quimera” pensando que por estos lares la alta velocidad también es, a su modo, una quimera tecnológica, casi futurista. Y de pronto, en una conexión como de realismo mágico o de espejos interestelares, descubrí en la primera escena a un fulano que también viajaba en un cha-ca-chá del tren, esta vez italiano y de la época del neorrealismo. El viajero del ferrocarril que contempla al viajero del ferrocarril... Los antiguos augures de Roma tomarían esta coincidencia como un buen presagio para el resto de la película, pero no así los augures de Etruria -esos que yacen en ls tumbas que saquean los “tombaroli”- y que veían en estas casualidades la mano diabólica de las fuerzas negativas. Así que no supe si alegrarme o si alimentar aún más mis recelos por "La quimera". Me dejé llevar y descubrí que a la media hora ya estaba más pendiente de los paisajes que de la película... 

Horas después, ya en León, terminé de ver “La quimera” para coger rápidamente el sueño en la cama donde yo dormía de pequeñín, en una época que en el recuerdo ya es también un poco neorrealista y pobretona. 




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Siempre nos quedará mañana

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El sufragio universal se aprobó en Italia en 1945, al terminar la II Guerra Mundial. Ayer se lo comentaba a mi hijo mientras hablábamos de la vida y de las ficciones y casi no me creía.

- Pero eso fue hace nada... -me respondió. 

A las nuevas generaciones -que pasaron por la ESO sin aprender nada sustancial, que apenas leen y se pasan la vida en sus nichos cognitivos- estos datos siempre les sorprenden. Ellos piensan que el mundo moderno está inventado desde hace mucho tiempo, casi desde los versículos del Génesis, cuando en realidad es una cosa muy reciente, casi del tiempo de nuestras abuelas. Que las mujeres puedan votar o que los trabajadores podamos irnos de vacaciones pagadas son logros alcanzados hace apenas un rato, concesiones arrancadas a hostias a los poderosos o a los maridos de antaño.

Entre las mujeres de mi generación y el mundo de nuestras madres media un abismo que es difícil de creer si no lo has vivido o no lo has aprendido en las películas. Es como si la evolución humana hubiera recorrido cientos de años en apenas un par de zancadas. La queja actual del feminismo es guerrillera y continua, a veces razonable y a veces insidiosa, pero no hay más que ver películas como ésta para entender del mundo inconcebible del que veníamos.

En la película, la vida cotidiana de Delia no se diferencia mucho de la vida de nuestras madres, todo el día rascando ofertas con el carrito de la compra, incapacitadas para tomar decisiones económicas, atadas a la cocina y a la fregona, víctimas de algún bofetón que caía de vez en cuando como un recordatorio de supremacía. Yo he visto a todas mis tías florecer cuando se quedaron viudas con cincuenta y tantos años. Lloraron lo (poco) que había que llorar y de pronto le sonrieron a la vida. Eran víctimas atrapadas en la carencia de estudios y de habilidades laborales. El maltrato tiene menos que ver con la testosterona que con la pobreza, que es la podredumbre universal.

“Siempre nos quedará mañana” parece que transcurre en otro planeta y en realidad es nuestra Tierra, pocos años antes de los vuelos espaciales, como en un viaje inverso al planeta de los simios. 





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Las ocho montañas

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Si no fuera por el colgajo -y por otras razones de orden práctico- yo también me iría a vivir a la montaña, como Bruno, a la cabaña más alejada para elaborar quesos y dialogar con los burros verdaderos. Yo he escalado ya las ocho montañas -en mi caso los ocho oteros- y en las ocho cimas sólo había decepciones y aprendizajes repetitivos. Paisajes bonitos afeados por los restos de basura. Y un medio lerdo que contemplaba. 

Allí arriba, siguiendo la parábola de la película, no hay mucho que merezca la pena por mucho que digan los nepalíes. La verdad es que estoy un poco hasta el gorro -de montaña- de las filosofías orientales. Tampoco veo que a los chinos les vaya mucho mejor en la vida que a nosotros: se mueren igual y sufren por las mismas cosas. Siguiendo la filosofía de la película, lo mejor es sin duda quedarse en la montaña del centro. O sea: no moverse. Encontrar tu lugar en el mundo, aferrarse a él como un gatito a su mamá y dejar que todo transcurra muy lejos sin hacerte daño ni molestarte cuando duermes. 

Las montañas me gustan, pero no me dicen nada en especial. Me las quedo mirando y es como mirar el océano. Parece que va brotar el sentido de la vida por algún lado pero al minuto se te ha ido la cabeza a los asuntos baladíes. Ya lo decía Larry David con los brazos cruzados mientras contemplaba el océano Pacífico: “No sé qué le ven...”. Y yo estoy con él. Lo que pasa es que las montañas son la promesa poética de la lejanía y de la soledad. Son más una idea platónica que una geología verdadera. Puede que en Italia aún queden lugares así, pero por aquí, desde luego, las montañas ya han sido colonizadas. Si yo construyera una cabaña como esta de Pietro y Bruno en la cumbre del Quinto Pino, al día siguiente aparecerían por allí el tonto del quad, dos moteros, tres cazadores furtivos y cuatro turistas madrileños buscando “the mountain experience” por las provincias. 

Y está lo del colgajo, ya digo, que de momento no conoce la senectud, y la ausencia terrible de Movistar +, y la lejanía de los hospitales si un día -tan torpe como soy- me parto una pierna cruzando por el arroyo. Para mí es imposible. Vivir en las montañas es un sueño bonito y nada más. 






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Carpetas azules

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Es difícil, muy difícil, escribir cualquier cosa sobre “Carpetas azules” con la Ley Mordaza todavía sin derogar. A fecha de hoy, 7 octubre del 2024, el Perro se sigue tocando la pirindola en este asunto capital. Va negociando, y tal, con sus sostenes parlamentarios, pero con una pachorra de mandamás tropical. No sé si tiene miedo de los sindicatos policiales o es que simplemente no le interesa. Después de las refriegas y los insultos ves a los diputados compadrear en la cafetería del Congreso -rojos con azules, centralistas con periféricos, íntegros con hijos de puta- y comprendes que son todos unos burgueses que necesitan a la policía para defender sus intereses. Les podemites también, ay, con todo lo que yo les quise... 

“¡Váyanse a la mierda!”, que dijo aquel único diputado ejemplar que vino de Aragón. Siempre se van los mejores o se los lleva Yahvé por puro cálculo electoral. No sé si ya estaré escribiendo en demasía: al peligro de una porra en la cabeza (en cualquier momento) se le suma el peligro de un rayo divino que me parta por la mitad.

“Carpetas azules” es un documental sobre las torturas que los “Fuerzos y Cuerpas de Seguridad del Estado” -que dijo una vez Irene Montero en plena guerra sucia contra la gramática- ejercieron en el País Vasco para combatir el terrorismo de ETA. Las torturas, por supuesto, no se detuvieron cuando llegó la bendita democracia, porque no hay que olvidar que esta democracia -ay, que me meo- sólo es franquismo atado y bien atado, vendido con celofán y parcialmente desgrasado.

Como uno ha vivido siempre en la Meseta y sólo estuvo una vez en San Sebastián -entregado al bacalao y al paseo marítimo- ha crecido con las informaciones unívocas y tendenciosas del telediario de La 1 o el que pasan por Antena 3. El declive de ETA coincidió con el afianzamiento de los periódicos digitales donde ya podías encontrar medios que entraban en la harina de otros costales. Pero hasta entonces, cautivo y desarmado el ejército de espectadores, sólo conocimos una versión, una trinchera, un frente de batalla. Los etarras fueron unos auténticos hijos de puta, pero es que los




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Douglas is Cancelled

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El otro día le recomendé a un internauta de confianza que viera “Douglas is Cancelled”. Tras hacerle una sinopsis no le vi muy convencido y tuve que insistirle.

- Hazme caso -le dije- garantizándole el éxito de la empresa.

Craso error. En el manual del seriéfilo -artículo 33, párrafo 2º- se aconseja no recomendar jamás una serie vista a medias. Pero ya llevábamos dos cervezas virtuales y la charla se había vuelto muy animada. Me vi con fuerzas tras ver solamente dos episodios y la cagué. Me suele pasar. El amigo seguirá ahí el día de mañana -o eso creo- pero hay mujeres que dejan de quererte por fallos tan catastróficos como éste. Una serie fallida es todo lo que algunas necesitan para verte un punto negro y descartarte. Hoy en día recomendar una serie es como desnudar el alma, o como confesarte ante el sacerdote. Como escribir un blog abierto al público en internet.

Pintaba bien, la verdad, “Douglas is Cancelled”, con su tono de comedia, sus maldades soterradas, sus diálogos viperinos. La guerra de los sexos llevada por caminos que hacía años que no transitábamos.  La intención argumental es la misma de siempre -si no no estaría en el catálogo de SkyShowtime ni en ningún otro- pero aquí, al menos, aunque sean todos unos cerdos patriarcales, los hombres parecían en el fondo inofensivos. Hombres que han aprendido a sentirse culpables cada vez que hacen un chiste entre amigotes o alaban la belleza de una mujer antes de mencionar sus cualidades profesionales. Cosas así, indignantes e impropias, pero no especialmente destructivas.

Pero a partir del tercer episodio, ay, Irene Montero, que sólo resistía porque una colaborada le había dicho “espera y verás”, empezó a  aplaudir desde su sofá de Bruselas o de Estrasburgo, y yo, por decencia, por pura coherencia con mi recomendación, tuve que seguir hasta el final. El giro dramático es, cuanto menos, inesperado. No es que estas cosas no sucedan: sigue habiendo mucho Harvey Weinstein por ahí. Mi problema con “Douglas is Cancelled” tiene que ver con el mainstream calculado, con el algoritmo del éxito que lo convierte todo en el mismo argumento mil veces clonado y olvidable.



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Atlantic City

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Frente a mi ventana no vive una hermosa mujer que se desnude cada noche y se frote los pechos con limones partidos por la mitad, a la vista de cualquier viejo verde que se aburra con el Cádiz-Osasuna. Esto, ay, es La Pedanía, y no Atlantic City. “Eso, allá en América...”, como decía mi abuela. Lo mismo los avances científicos que las vecinas despechugadas; las casualidades benditas y las bellezas pelirrojas. 

Al otro lado de mi refectorio vive un señor mayor al que visitan sus hijos cada día para ayudarle con las tareas del hogar y de la huerta. Mi ventana da justo al segundo piso de su casa, que tiene clausurado para no tener que subir ni bajar las escaleras. Donde debería estar Susan Sarandon quitándose el olor a pescado mientras escucha ópera en el radiocasete, hay una persiana eternamente bajada y algún pajaruelo que de vez en cuando se posa sobre el alféizar. Mi realidad es justamente eso: en vez de una pájara de cuidado, los gorrioncillos de La Pedanía. 

De todos modos, aunque viviéramos en Atlantic City y la problemática Susan Sarandon alquilara la casa de mi vecino, yo no podría ayudarla en absoluto. Hay que ser muy hombre para sacar a esta mujer del atolladero: hay que tratar con narcotraficantes, tirar de revólver, entrablar contactos con la mafia... Vestirse de punta en blanco para dar el pego de hombre con renombre. Y yo, ay de mí, soy un triste funcionario que solo puede socorrer a las mujeres descarriadas con buenas palabras e inyecciones modestas de monetario.

Así salvé, por ejemplo, a la última mujer que puso aquí su nido transitorio, antes de que se le curara la patita y volviera a emprender el vuelo buscando horizontes más promisorios y mejor vestidos. La mía fue una ayuda al alcance de cualquier imbécil enamorado. Para casos más complicados que el suyo ya se hubiera requerido la prestancia y el tronío de un Burt Lancaster señorial, aunque en la película ya peine canas en la sesera y en el bigote. 





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Herida

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Perder la cabeza por Juliette Binoche es una cosa natural. Casi un deber inexcusable. Si los ángeles existen y además tienen sexo diferenciado -como defendían algunos teólogos muy barbudos de Constantinopla- Juliette Binoche sin duda nació de un padre inmortal y de una madre de carne y hueso habitante de París. O viceversa. 

Siempre habrá algún mentecato, algún plasta recalcitrante -de hecho yo conozco alguno- que dice que no le gusta su lunar en el cuello, su nariz redondeada, su mirada desangelada... “Me parece una mujer algo fría”, me dijo una vez un imbécil integral. Qué le vamos a hacer: gilipollas los hay en todos los sitios. Soportarlos sin enfadarse es una prueba de santidad. Ellos son los ciegos de la belleza y los daltónicos del encanto. Los estrábicos de lo evidente. Los eternamente equivocados. Los más graves pecadores. Mi Juliette...

Dicen que François Miterrand le tiró los tejos una vez y que Bill Clinton quiso camelársela en una visita que ella hizo a la Casa Blanca. Y que Juliette, con todo el desparpajo de su belleza, los rechazó. Que aprenda Letizia Ortiz, esa vendida al capital... Quizá por eso no nos sorprende que en “Herida” sea el ministro de Economía británico quien caiga postrado ante sus rodillas entreabiertas. Estos tipos son palabras mayores, gente de mucho caché, pero en lo tocante a los instintos son iguales que todos los demás. Lo que pasa es que ellos pueden permitírselos y nosotros no

Es justamente eso, la clase social, lo que me distancia de la película por mucha pasión que los amantes pongan en los polvazos de aquel siglo ya superado. Mi rencor bolchevique me impide sentir empatía por cualquiera de estos personajes. ¿Un ministro a todas luces conservador? ¿Su mujer, acaso, que es la hija de lord Nosequé de los Cojones? ¿El hijo de ambos -la supuesta víctima de todo este enredo- que es un pijo recalcitrante que va atronando por todo Londres con su buga descapotable? ¿Juliette, quizá, que es una perturbada emocional que va sembrando la desgracia por donde quiera que va? Bah, qué asco me dan todos...



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Man on the moon

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“Man on the moon” fue la primera película que vi en el cine cuando vine a vivir a La Pedanía, hace ya un cuarto de siglo. Un cuarto de siglo...

Porque sí: hubo un tiempo en que yo también iba a las salas de cine a “compartir la experiencia” con mis semejantes. A escuchar sus ruidos, sus voces, sus plásticos estrujados... El rebuscar de las palomitas. Sus teléfonos móviles, que ya entonces empezaban a dar mucho por el culo. Sus gracias y sus exabruptos. El cine como iglesia, como comunidad de los creyentes... Menuda gilipollez. Quién hubiera sido un hombre sobre la luna silenciosa y vacía, man on the moon.

Yo iba al cine para ver las películas en pantalla grande, no para socializar ni para celebrar una eucaristía. No había otro remedio: en 1999 las pantallas gigantes aún no existían en los hogares. Y si existían, costaban un huevo y se veían de puta pena por culpa de las definiciones paleolíticas. Pero ahora, en 2024, hasta los funcionarios del tipo B podemos montarnos nuestra "cinema experience" sin tener que aguantar a los demás, y además en versión original, y con subtítulos, y con pausas discrecionales para levantarse a repostar. Todo son ventajas en los tiempos modernos.

No había vuelto a ver “Man on the moon” desde entonces. En mi recuerdo era una ida de olla con grandes aciertos y muchas excentricidades. Demasiado autorreferencial para el público europeo. Como si estrenáramos en Los Ángeles un biopic sobre el señor Barragán o sobre Chiquito de la Calzada. "Uno que llegarrr..." Quién iba a entender allí el meollo de la broma, la cosa celtibérica, más allá de la cuestión universal de los límites del humor.

Pero el otro día, en la terraza del bar, el amigo de La Pedanía me dijo que había vuelto a ver "Man on the moon" en una plataforma digital y que le había sorprendido lo buena que era. “Anímate", me dijo, y yo le hice caso porque venimos a coincidir en un 60% de los casos, que no es un porcentaje baladí. Hablo de cine, claro, de ficciones en general, porque en lo tocante a la belleza de las mujeres o al aprecio general por nuestros semejantes somos como esos libros escritos por Millás y Arsuaga: la vida contada por un sapiens a un neandertal. Y viceversa.




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