Bellas artes. Temporada 2

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De mayor me gustaría ser como Antonio Dumas, el director del Museo Iberoamericano de Arte Moderno: un madurito interesante y culto, con criterio propio a la hora de expresarse. Su personalidad me atrapa y me lleva por los nuevos episodios de la serie, que ya no son tan brillantes como los primeros, pero que siguen llevando el sello de calidad de Mariano Cohn y los hermanos Duprat. 

Bendigo el día que esta gente apareció en mi vida. Su visión es mi visión; su humor, mi humor; su misantropía, mi apostolado. Me siento como en casa cuando invoco su espíritu desde el sofá. Además de divertidos son muy puñeteros. Son el remanso de mi espíritu. Mis benévolos confesores. 

Antonio Dumas, aunque es muy inteligente, es un señor algo mayor que ya no entiende el mundo moderno. Mal asunto cuando te dedicas a lo suyo. En unos episodios se le ve ojiplático y en otros fuera de contexto. Él es un socialista clásico enfrentado al wokismo contemporáneo. Y ésa es la gracia de la serie: que todo le supera pero tiene que gestionarlo. “Bellas artes” es un retrato de la estupidez humana, pero también de los dramas funcionariales. Yo me identifico mucho con don Antonio porque en mi modesto ecosistema, en mi mundo minúsculo y provincial, también vivo un drama de funcionario arrollado por la vida moderna. Yo también vivo rodeado de modas que ya no entiendo y de valores que nunca me inculcaron. Soy otro socialista atrapado en la ola de lo políticamente correcto. En el tsunami...

Un colegio como el mío no se diferencia mucho de un museo de arte moderno. Aquí también se expone mucha palabrería y se vende humo de colores al por mayor. Por cada artista real y contundente hay diez que viven del paripé. Ya sé que es un tema espinoso y muy poco ficcionable, pero aquí Cohn y Duprat harían maravillas con el personal. No con la chavalada, pobrecicos, si no con los artistas que les rodeamos. Si no renuevan por la tercera temporada de “Bellas artes” -me imagino que sí, porque ese mundo parece una cantera inagotable de soplagaitas- yo les propongo que se pasen por aquí. “Pedagogía Terapéutica”: una serie todavía por hacer. 





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The apprentice

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Los sociópatas nacen, crecen y se reproducen igual que las cucarachas de aquel anuncio de la tele. Lo que pasa es que “Cucal aerosol” no los mata ni los hace desaparecer. Hacen falta productos más fuertes que ahora mismo ya no se investigan por falta de inversión. Los sociópatas como Donald Trump sólo se mueren de viejos o estrellados en sus jets privados. Ya no les rozan ni las balas... O, como en el caso de Roy Cohn, se mueren carcomidos por una enfermedad verdaderamente democrática -casi hasta comunista- que no distingue a los ricos de los pobres a no ser en el tratamiento de los síntomas. 

Si no fuera por esas fatalidades de la biología -los telómeros de los cromosomas, los bichos microscópicos, los síncopes que a veces sufren los pilotos de aeronaves- estos tipejos serían inmortales como los dioses griegos y ya no necesitarían a las rubias tontas para ejercer la función reproductiva. Sólo las querrían para darle placer al cuerpo y para presumir de titi en los saraos de los poderosos.

Hay gente que todavía se pregunta si los sociópatas nacen o se hacen. Esta gente, por supuesto, todavía no se ha enterado de nada. La sociopatía, como la tontuna, es una tara genética que te despoja de un módulo fundamental en el cerebro. Que se lo digan a Isabel Natividad, que padecer las dos lobotomías a la vez. El módulo de la empatía con los demás no se regenera, no hay educación posible que lo restañe. Es un agujero neuronal del tamaño de un puño agarrando los billetes. 

En “The apprentice”, Donald Trump es un sociópata de nacimiento que encuentra en Roy Cohn el refinamiento necesario para ascender en la escala social de la delincuencia. Si no hubiera sido por Roy, nuestro amigo Donald se hubiera quedado en un constructor de medio pelo como aquellos que dirigían los clubs de fútbol españoles en los años 90. Un Jesús Gil del barrio de Queens, por poner un ejemplo. Pero gracias a Roy Cohn -que vio en él a un depredador sin atisbo de alma- Donald aprendió los trucos más sucios y los mantras más necesarios. Un aprendiz ejemplar que terminó superando a su lord Sith y llegó a ser el emperador negrísimo y anaranjado de estos rincones de la galaxia. 




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Casa en llamas

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Hace pocos meses vi otra película española que también se llamaba “La casa”, pero a secas, sin llamas. Y voto a Bríos que son la misma película con ligeras variaciones. No parece un caso de plagio ni un remake apresurado. Podría buscarlo en internet pero me puede la pereza. Las dos películas están bien y cuentan con elencos de mucho poderío, pero no justifican que yo mueva un solo dedo para desentrañar la misteriosa coincidencia. Sé que en el fondo da igual: dentro de unos meses las mezclaré, ya no sabré cuál era la hablada en castellano y cuál en catalán, y sólo recordaré que las dos iban de pijos y pijas con un casa muy bonita para vender.

(Lo que nunca se me olvidará -también lo voto a Bríos- es que en una de ellas salía Macarena García ya curada de sus traumas en “La Mesías”. Viendo una de estas películas yo era el espectador; en la otra, el espectador en llamas).

No sé qué pasa últimamente con los pijos de las películas, que se ponen a vender sus casas en lugares paradisíacos porque ya no las usan para veranear o para pasar las navidades. Si acaso para ir a follar con sus amantes, porque los pijos ya sabemos que nunca paran de triscar. Se han vuelto tan urbanitas que ya no les mola la contemplación del mar o la vista de las montañas. Justo estos días estaba leyendo una novela de Milena Busquets y la pobre mujer también anda en la misma problemática con su casa de Cadaqués. Es como leer el diario de un ricachón depresivo que no sabe cuál de sus jets privados poner a la venta. No sé que pensaría Georgina Ronaldo de todo esto. 

De hecho, porque justamente está rodada en Cadaqués, en los tramos más aburridos de “Casa en llamas” yo buscaba a Milena Busquets al fondo de las escenas por si hacía de extra o nos regalaba un cameo en el chiringuito de la playa, o en el aeródromo donde seguramente también la han llevado a volar sus muchos amantes escogidos. Como Meryl Streep en “Memorias de África, elegida, trascendente, contemplando a los pobretones y a la gente sin gusto desde las alturas de la burguesía que desprecia sus casoplones.





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El clan de hierro

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He de confesar que yo también fui espectador de lucha libre cuando se puso de moda con Héctor del Mar. Pero no por gusto, sino obligado por la paternidad. Me pasó lo mismo con “Hannah Montana” o con las secuelas interminables de Harry Potter. Si tu hijo se aficiona a algo que no te gusta no te queda más remedio que adherirte. O eso, o anticipar el tiempo de la distancia, de la disociación definitiva de los placeres. 

Los padres responsables tenemos que tragar con las desviaciones culturales de nuestros retoños. No queda otra. Hay que apoyarles con nuestra presencia en el sofá. No jalearles -eso tampoco- si el espectáculo no nos agrada, pero al menos hacerles ver que nos importan sus gustos aunque sean tan horripilantes como el wrestling de los yanquis: una patochada en el fondo inofensiva pero también una suprema majadería que nunca terminaré de entender: el amaño, la farsa, la avidez violenta de algunos espectadores.

(Recuerdo al padre y al hijo una mañana en el Rastro de Madrid, buscando en la plaza del Campillo el último cromo de una colección que incluía a los luchadores más famosos del momento: el Enterrador, John Cena, Randy Orton, Hulk Hogan... Ya no recuerdo aquel cromo en concreto, pero sí aquellos nombres que siguen resonando en mi memoria como si fueran de la familia).

“El clan de hierro” no me interesaba por lo que tiene de wrestling y de América Profunda, sino porque habla de la maldición del apellido. Y yo creo mucho en esas cosas. Es verdad que la familia Von Erich tiene una maldición muy jodida de sobrellevar: la que llevó a cuatro de los cinco hermanos a suicidarse por causas dispares y al parecer irremediables. Pero no hay familia en el mundo que no lleve su tara más o menos incapacitante, su limitación fundamental. Los Simpson son el ejemplo más conocido. De los Borbones no te digo nada... 

Yo mismo, en la provincia, llevo encima la antigua maldición de los Rodríguez, que consiste en que lo de dentro nunca casa con lo de fuera. El fenotipo siempre está en las antípodas de las intenciones.

También llevo encima la maldición de los Martínez, por supuesto, pero todavía no sé en qué consiste porque a esa rama familiar la tengo muy poco tratada.



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Babylon

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En las salas de cine, “Babylon” tuvo que ser un espectáculo como pocos. Una obra maestra. Y no sólo por el espectáculo tan barroco y excesivo. Lo digo porque allí Margot Robbie saldría cien veces más grande que en mi televisor y me dejaría aún más turulato cuando se presentaba en la primera fiesta vestida (es un decir) de rojo, o en la segunda bailando con aquel peto de albañil. Aquí, en mi televisor de 42” comprado hace diez años -HD, pero no UltraK ni HV (Hostias en Vinagre)- “Babylon” y Margot quedan algo desmerecidas, como achicadas, o amordazadas.

“Babylon” estaba hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Danien Chazelle rodó un clásico instantáneo. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas, o yo al menos ya no soporto esa tortura. Me he hecho viejo, y la neurosis ha aprovechado el bajón de mis defensas. En el cine la gente habla, y enreda, y mastica cosas que ronchan, y mantiene los móviles funcionando todo el rato. Y da igual que los silencien: los móviles vibran, y los consultan, y los encienden como siniestros gusiluces. En provincias, además, nunca subtitulan las películas, y yo ya estoy acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rótulos en castellano. No es esnobismo, sino aprecio. Puede que en el cine Margot Robbie fuera el doble de bella y de excitante, pero su voz de cazallera ya no sería la suya y eso impediría que mi amor floreciera como aquí.

Así que he vuelto a ver “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, pero no como la primera vez, hace año y medio, cuando la pirateé preso de la impaciencia. La calidad del tesoro era incuestionable, pero recuerdo que la vi con la mente puesta en otro sitio: en un amor imposible de los de irás y volverás hasta el hartazgo definitivo. Vi “Babylon” con el espíritu maltrecho y el cuerpo astral en otro lado. Hoy, sin embargo, ya con un poco de paz en el alma, he vuelto a ver “Babylon” y me ha parecido mucho mejor que entonces. Imperfecta sí, y a veces fallida, pero también extravagante y genial, como eran a veces las mujeres que amábamos. 





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Monty Python's Flying Circus. Temporada 1

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En 1969 se hacía un humor más libre y corrosivo que ahora. Los Monty Python son una utopía humorística que vivió en el pasado pero que parece llegada del futuro. Vivimos una época oscura y gazmoña. Sobre todo en España, que es tierra de reconquista puritana. La Iglesia y la progresía han firmado un pacto germano-soviético para repartirse nuestros pecados.

Ahora, como en la Edad Media, hay que refugiarse en antros para reírnos de los meapilas y de los poderes establecidos. Pero eso sí: vigilando la puerta siempre de reojo por si aparece el brazo armado de la Inquisición.

En pleno siglo XXI, el “Monty Python’s Flying Circus” sería carne de cancelación y de bronca parlamentaria. Un proyecto inviable. Los Python se pasarían media vida en los juzgados respondiendo a las demandas de los Abogados Cristianos, de las feministas almorávides, de las minorías ofendidas... De los sindicatos policiales y de los lameculos de la Corona. De los tontos del pueblo y de los listos de la ciudad. Seríamos cuatro gatos los devotos, pero cuatro gatos muy entregados. Apenas les daríamos para comer.

Los Monty Python perpetraron en la BBC lo que nadie podría hacer hoy en día en TVE. En la disyuntiva entre ofender o no ofender, prefirieron no respetar a nadie. Es lo suyo. Si acaso, por presiones de la cadana, salvaron a la monarquía, de la que seguramente se reían en privado porque eran seis tipos muy cultos y leídos. “La Revuelta” de David Broncano, en comparación, es tan inocente como el “Barrio Sésamo” de mi infancia. En realidad sólo se meten con Pablo Motos y hacen chistes sobre drogas. Todo lo demás es anatema o dobles sentidos muy forzados. 

En 1969, en el Reino Unido, podías reírte de los policías estultos como había hecho Charles Chaplin cincuenta años antes. No había una Ley Mordaza como ésta que sigue vigente por aquí. Podías reírte del estamento militar, de los arzobispos anglicanos, de los paletos de pueblo, de los inversores de la City, de los progres desnortados. También de los funcionarios tristes como yo. No pasa nada. Vamos todos en el mismo barco, sin rumbo fijo, amedrentados por la vida y siempre salvados por la risa. 




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Un día de furia

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Michael Douglas explota en cien llamaradas cuando pretenden cobrarle 85 centavos por una Coca-Cola en el badulaque de los chinos. Es justo lo que cuesta ahora y estamos hablando del año 1993. Es como si hubieran querido aplicarle de golpe los cien episodios inflacionarios que vinieron después de los dolores. Un auténtico robo. Ni Apu el de “Los Simpson” se hubiera atrevido a tanto.

Douglas, que ya viene calentito de la vida porque su mujer le ha dejado, le han echado del trabajo y acaba de abandonar el coche en mitad de un atasco como aquel de “La La Land”, exuda en esa lata de Coca-Cola la última gota de su paciencia. Es un detalle baladí, pero definitivo. A partir de ahí, Douglas perderá el oremus y se convertirá en un auténtico destroyer de la sociedad. Casi en nuestro héroe si no fuera porque su objetivo final es romper una orden de alejamiento con una pistola metida en la bragueta. Él dice que sólo quiere besar a su hija, pero va tan loco que todos nos tememos lo peor.  

Si no fuera por ese "pequeño detalle", casi podríamos hablar de un bolchevique ejemplar que va ajusticiando a los fascistas, denuncia los abusos mercantiles y pisotea con saña los campos de golf de los ricachones. Cuando Michael Douglas se planta ante los menús engañosos de la hamburguesería y pronuncia aquello de “No quiero almorzar, quiero desayunar", nos conmueve con una frase revolucionaria a la altura de "Todo el poder para los soviets" que dijo el camarada Lenin.

“Un día de furia” tiene algo de profético. Lo de Michael Douglas le podría pasar a cualquiera hoy en día, plantado nte el expositor del aceite de oliva, que es el termómetro moderno de la explotación a los consumidores. Cuánto se ríen de nosotros los de la cadena alimenticia y los diputados en el Parlamento. Cuando no es la sequía es la lluvia; cuando no es la guerra de Ucrania es la franja de Gaza; cuando no es el productor es el distribuidor o el dueño de Mercadona... La revolución que finalmente tomará el Palacio de la Zarzuela empezará con otro consumidor muy cabreado, como aquellos parisinos del pan en La Bastilla.




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Jungla de Cristal: La venganza

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Después de toda una vida entregada a la cinefilia sigo teniendo mis complejos y mis conflictos sin resolver. Todo va bien mientras veo estrenos raros y clásicos de siempre. Ahí me siento un hombre evolucionado y medio artista, sensible y cultivado. Pero siempre hay un día en el que veo películas como “Jungla de Cristal: La Venganza” y descubro que el cine de palomitas no me ha abandonado del todo, y que el adolescente que se lo pasaba pipa en las salas de cine sigue sentado a mi lado, jaleando las hostias facilonas y los hostiazos al tuntún. Un chaval infantilizado por los yanquis, más bien acrítico y tontorrón.

Otros cinéfilos han asumido esta dualidad del espíritu y disfrutan repantigados unas películas y las otras. Se han reconciliado consigo mismos y son felices. Yo también lo intento, ay, pero me cuesta. Soy un mostrenco al que le cuesta mantener las dos naranjas en el aire haciendo malabarismos. En mi ensoñación cultureta, “Jungla de Cristal: La venganza” debería ser un mero divertimento, la película chorra que eliges de tu videoteca para que la siesta no se convierta en una modorra de babas y legañas, y no esta aventura divertidísima, cojonuda, sin pies ni cabeza pero altamente adictiva, que te mantiene -¡oh, milagro!- casi dos horas sin acordarte de que existen los teléfonos móviles y sus putos cuadraditos. 

La disfruto sí, pero con un punto de culpabilidad. La ensalzo, sí, pero con un deje de falsedad. En el fondo me gustaría que no me gustara tanto. Ya sé que es una gilipollez. Al menos ya tengo ese camino recorrido.

Por lo demás, en 1995, los malos de la película seguían siendo los comunistas de Europa del Este. Peor aún: comunistas ávidos de oro, ya sin ideales ni nada parecido. En varias escenas se ven las Torres Gemelas al fondo. Faltaban seis años para que los malos oficiales ya vistieran con turbante y dijeran jamalajá. Lo que no sé -porque nunca las he visto- si en las próximas entregas John McLane les grita a ellos lo de “Yipi ka yei, hijos de puta”.





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La jungla 2: Alerta roja

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Al consultar la ficha de “La jungla 2” en mi perfil de Filmaffinity -sí, soy así de banal y de poco sofisticado- he descubierto avergonzado que la tenía puntuada con un 8. No el 6 raspado que iba a calcarle tras esta revisión, ni el 3 catedralicio que sin duda se merece este pestiño inverosímil, esta americanada que aprovechó el impulso taquillero de “Jungla de cristal”, ésa sí una obra maestra.

Supongo- por buscarme una excusa, por acallar el sentimiento de culpa que casi me ahoga y me derrumba- que hace veinte años me dejé llevar por el entusiasmo juvenil y por el exceso de testosterona, que es el veneno más contaminante que corre por la sangre. No era yo, sino el metabolismo, como dijo Homer Simpson.

También pudo suceder, simplemente, que yo fuera feliz aquel día y que me entregara a la película con la mente limpia de cualquier criterio intelectual: de nuevo un niño con palomitas en el regazo que asistía incrédulo, pero muy divertido, a los múltiples trompazos de John McLane por el aeropuerto de Washington. De nuevo un ser acrítico, acomodado, indistinguible de mis semejantes en las salas de cine, que siempre se lo pasan pipa cuando hay un héroe de acción y vuelen las hostias como panes sobre su cabeza. 

Pero hoy, veinte años más tarde, ya estoy más para abuelete cascarrabias que para niño retornado. Como dicen los aficionados a la tortura de los animales, uno ya lleva varias cornadas en los costados y se ha vuelto muy exigente y criticón. En esta recta final de la cinefilia, con el tiempo ya muy justo para desperdiciarlo, uno viaja embarcado en la búsqueda de la excelencia, de la  trascendencia... de la gilipollez altisonante. 

Las películas que antes entraban como por ósmosis en mi torrente sanguíneo -y dejaban una imagen imborrable o un diálogo mil veces repetido- ahora chocan contra el muro reforzado de mi indiferencia o de mi sospecha. 

¿He madurado o simplemente he perdido la capacidad de disfrutar?





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Rambo: Acorralado parte II

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De chaval tuve unos amigos fascistas que la alquilaban continuamente en el videoclub. Es por eso -y no por otra cosa- que vi “Rambo II" muchas veces, tantas que ahora que la encontré en Movistar + aún recordaba las escenas y los diálogos. Se podría decir -aunque sea contrario a mi voluntad- que “Rambo II” dejó huella en mi cinefilia, aunque no surco, porque en esos bancales yo no he vuelto a plantar ni una mísera cebolla. 

A mediados de los años ochenta yo era un agente del KGB infiltrado en los Maristas de León. Mis padres, tan rojos como aquellos padres de “The Americans”, me enviaron a estudiar tras las líneas enemigas para hacerme un hombre de provecho gracias a la disciplina de los curas; pero, sobre todo, para pasar informes al comisario político de nuestra zona, que luego los traducía al ruso y los enviaba a Moscú disimulados en una partida de embutidos. 

(En el cajón de los recuerdos aún guardo la Orden Infanto-Juvenil de Lenin que el camarada Petrovich, delegado provincial, me impuso en un acto muy secreto y cargado de emociones).

Mis amigos, ya digo, eran todos unos fascistas o estaban en proceso de convertirse. Uno llegó a ser menetérico y a pedir destino voluntario en el País Vasco para (sic) ametrallar a los etarras como hacía Rambo con los charlies del Vietcong. Los demás disimulaban algo mejor, pero al final, cuando se hicieron hombres, terminaron votando al PP porque no había otra cosa más decente a su derecha. Supongo que ahora serán palmeros de Alvise Pérez, el “Rambo del Telegram”.

Infiltrado en sus filas, yo también aplaudía cuando Rambo desenvainaba el cuchillo y le abría las tripas a un maldito comunista; o cuando disparaba una flecha con punta explosiva y se cargaba tres poblachos arroceros de una vez; o cuando ajusticiaba sin piedad a esos amarillos malnacidos que querían invadir Wyoming para convertir los ranchos de vacas en koljoses o en sovjoses, que nunca aprendimos la diferencia. 

Al terminar la película, yo regresaba a mi casa, elevaba acta al camarada Petrovich y recorría la ciudad para alquilar, en otro videoclub muy lejano, el “Octubre” de Eisenstein.





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Rapa. Temporada 3

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Corre el rumor de que los hermanos Coira andan buscando localizaciones para rodar una nueva serie de crímenes e intrigas. En la isla de Hierro, tan pequeñita y tan despoblada, ya no les cabían más atrocidades si querían jugar a lo verosímil, y la ciudad del Ferrol, ya despojada de su caudillo, corría el riesgo de ser llamada “la Chicago del Noroeste” entre tanto tráfico de sustancias y tanto asesino esperando su oportunidad. Iba a decir que el Ferrol, en “Rapa”, parece una ciudad sin ley como aquellas del Far West americano, pero la verdad es que aquí los picoletos resuelven los crímenes con mucha eficacia y presteza, también es verdad que ayudados por ese Dr. Strangelove en silla de ruedas que es Javier Cámara desatado. 

Yo animaría a los hermanos Coira a que vinieran aquí, a La Pedanía, que además está casi al lado de su Galicia natal. En Ciudad Capital, apenas a cinco kilómetros por la avenida, tienen todos los lujos de la vida moderna para cuando terminen de rodar: buenos hoteles, y gastronomía, y conexiones a internet. La Pedanía es un territorio ancestral muy dado a los conflictos de lindes y a las discusiones por el regadío. Todavía se ven paisanos con boina podando las viñas o recogiendo los tomates. Son ideales para ambientar un crimen con trasfondo agropecuario: rivalidades seculares y honores mancillados. Cuatreros de ganado y robaperas con furgoneta. 

Eso sí: los paisanos hablan una mezcla de gallego y castellano que resulta ininteligible de primeras, por lo que habría que subtitular esas escenas en la que los picoletos van preguntando a los lugareños si conocen al asesino de la fotografía. 

En La Pedanía, además, se da ahora mismo un conflicto muy chulo entre el pasado y la modernidad. Entre las casas de adobe y los chalets adosados; los tractores de toda la vida y los todoterrenos de los pijos; los católicos de los domingos y los runners obsesionados con el body. Como en “Rapa”, aquí caben dos crímenes por temporada. Y no hay que olvidar que esto es Camino de Santiago, y que por aquí pasan centenares de peregrinos al día, algunos con cara de sospechosos huidos de la justicia. Ya digo que hay materia de sobra. 




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Segundo premio

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Recuerdo que hace un par de años, empujado por la vergüenza cinéfila, vi dos películas de Isaki Lacuesta. Sólo recuerdo que transcurrían por el sur y que los personajes sudaban mucho con la calor. En mi memoria ya no quedan ni los títulos ni las tramas. Es el olvido total. Un ejercicio de autodefensa.

Había jurado no reincidir pero al final me pudo la presión. “Segundo premio" ha sido mi tercer encuentro con el cineasta. Pero ojo: un tercer encuentro no es lo mismo que un encuentro en la tercera fase. Lo primero es una sucesión ordinal; lo segundo, un contacto avanzado con extraterrestres. “Segundo premio”, por ejemplo, tiene poco de ordinal, y de ordinaria, pero sí mucho de marciana. Va de dos alienígenas andaluces que se hacen llamar “Los Planetas” y que componen canciones con vocación universal. Ellos, además, son andaluces de Graná, que son raza aparte y curiosidad medioambiental. 

No lo digo yo, que no sé nada: me lo decían unos amigos de la misma Granada que tuve en la juventud, gente de la diáspora laboral que acabó en Toledo mezclada con norteños y meseteños. Un crisol de culturas... Recuerdo que había una ovetense rubísima con la que yo quise crisolar. Pero ná. Mis amigos de Graná eran tan de Graná que casi abogaban por su secesión de Andalucía. Yo me lo pasaba pipa con ellos pero nunca les entendí. No del todo. Para empezar no usábamos el mismo calendario, ni teníamos los relojes sincronizados. De León a Granada hay casi los mismos kilómetros que de León a Marte. Y a los planetas... Quizá era por eso.

 “Segundo premio” me ha gustado más de lo que preveía, pero menos de lo que dicen por ahí. Ni pa ti ni pa mí. Tiene hallazgos y bostezos; cosas chulas y acertijos irritantes. Por un lado se bendice la originalidad y por otro se maldice. Las canciones son insufribles y moñas. Yo, de “Los Planetas”, antes de la película, ni flowers. En León, de chaval, a los grupos de este rollo sentimental los tirábamos al pilón, como en las fiestas de los pueblos. Entonces decíamos que eran “mariconadas” de canciones. Ahora ya no se puede. Y además, es verdad: está muy feo.





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La casa

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Si yo hubiera heredado una casa como ésta, en el pueblo perdido de la montaña, pasaría largas temporadas en ella y sólo me verían el pelo los que vinieran a visitarme. 

Para disfrutarla como se merece no le perdonaría a la vida ni un puente, ni una vacación, ni una ausencia injustificada. Allí sería feliz como un monje medieval que sólo tiene amantes los años bisiestos Y si la amante de turno me dijera que no le gusta la casa, pues mira: puerta. El mercado del amor está muy jodido, pero no tanto como el mercado inmobiliario.

Pero yo, ay, provengo del proletariado ramplón, de la estirpe de los desheredados. De mis antepasados rurales sólo me quedan estos genes imperfectos y esta cara de merluzo. En los pueblos de mis raíces todo se vendió o se malogró antes incluso de que yo naciera. En mi infancia jamás hubo una casa del pueblo a la que ir en vacaciones. En mi familia hubiéramos matado por tener una, y ya ves: los hijos de Antonio, en la película, huyen de la suya porque se aburren, porque sus mujeres prefieren la playa o sus maridos son más de viajar por países raros y presumir luego ante las amistades. Es imposible no odiarles. 

Todo el mundo me cae mal en esta película y no lo puedo remediar. Por ahí se me va la empatía y se me arruina el melodrama. Los hermanos Callejo lloran, ríen, se abrazan con mucha ternura, pero yo sólo contemplo a urbanitas caprichosos que traicionaron a su padre. Es como vivir en Etiopía y ver una película sobre alta cocina en Nueva York. Don Antonio tendría que haberlos desheredado para dejarme la casa a mí. Yo sí que se la hubiera valorado. Dios le da pan a quien no tiene dientes. 

Me he pasado toda la película imaginándome a la sombra de ese naranjo, leyendo los libros fundamentales con una concentración que sólo encontré una vez en la vida, en otra casa que tampoco era la mía. También es verdad que si yo tuviera una casa como ésta, aislada pero integrada en la civilización, mis vecinos de alrededor se pasarían todo el día con el chunda-chunda y todas las noches celebrando fiestas en el jardín. La mochufa, que diría Santiago Lorenzo. Yo atraigo la desgracia. Soy el Destructor de Mundos, como Galactus.




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Fuera de temporada

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Hablando sobre los romances de madurez en “Ilustres ignorantes”, Eva Soriano sostenía que la pareja ideal siempre es un amante del pasado. No alguien recién caído del cielo o recién devuelto del infierno con el que empezar desde cero las conversaciones y los mecanismos en la cama. Una tarea que se vuelve aterradora a ciertas edades, pura pereza y vergüenza de uno mismo. 

Sostenía Eva que a los examores que merecen la pena -aquellos que fracasaron por pequeños detalles o por cosas tontas de la vida- hay que mantenerlos siempre vigilados. No perder nunca el contacto. Es conveniente guardar el número de teléfono y preguntar cada cierto tiempo qué tal estás, cómo te va la vida, cómo andas de lo tuyo... No mostrar demasiado interés (de momento) pero tampoco permitir que la amistad se derrita en el olvido. Es un equilibrio difícil. Todo un arte.

Sostenía Eva que la mayoría de las parejas fracasan por culpa de los “issues”, esas pequeñas manías personales que acaban pudriéndolo todo. No hay amor eterno que resista la insistencia de las termitas. Puede ser un olor corporal, un narcisismo conversacional, una dura pugna por las sábanas... Los “isssues” de los que habla Eva Soriano pueden pulirse con la edad y ya no ser obstáculos insalvables. Hay gente que con el tiempo aprende a cerrar la tapa del váter, a masticar con la boca cerrada y a compartir los gastos de las cenas y las copas. A veces pasa y es todo un triunfo de la voluntad.

“Fuera de temporada” nos cuenta el reencuentro de una pareja fracasada. Pero es un encuentro inesperado, no planificado, fuera de la teoría de los “issues”. Por las conversaciones entre  Mathieu y Alice se sobreentiende que hubo mucho amor entre ellos pero también mucho mal rollo. Dos personalidades incompatibles. Durante un par de días les entrarán las dudas y las ganas. ¿Y si rompieran sus respectivos matrimonios y volvieran a intentarlo? Pero la brecha es insalvable. Les separa un problema estructural. El problema no es que estén fuera de temporada (nunca se está del todo mientras el cuerpo aguante): es que lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. 




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La sustancia

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Yo también he probado la sustancia. Soy uno más de sus muchos damnificados. Todo empezó con una mujer que surgió del Tinder más inaccesible, allí donde sólo se escucha el eco de tus propias solicitudes. Para mi sorpresa hicimos match, se dijo interesada por mis huesos y lo primero que pensé es que se trataba de una broma. O de un boot lanzado desde Moscú. O, como sucede casi siempre, de una prostituta que te pide dinero en la tercera línea de diálogo y luego desaparece tras denunciarla.

Pero esta mujer -altísima, rubísima, con un cuerpo de escándalo para los cuarenta y muchos que declaraba- se quedó a vivir en mi teléfono, acampada durante días para insistir en la veracidad de su interés.

En la primera cita descubrí -no sin sorpresa- que ella era tan atractiva como salía en las fotografías. Algo no cuadraba. Pero hubo sexo del bueno y palabras que empezaron a cuajar... Yo medio me lo creía y medio no. Max, mi antropoide interior, se lo estaba pasando pipa y yo no quería aguarle la fiesta de pijamas. Una mujer así sólo nos iba a suceder una vez en la vida, y además ella decía que yo le gustaba por mi intelecto.

Un fin de semana la noté rara. Distante. “Estoy decepcionada contigo”, me dijo. Empezó a echarme en cara que no me perfumaba lo suficiente, que no me gastaba en ropa el dinero necesario. Que con un afeitado y una ducha diaria no bastaba para estar presentable. Me dijo, finalmente, olvidada ya mi belleza interior, que si quería permanecer a su lado yo tenía que tomar... la sustancia. De lunes a viernes podía ir de andrajoso por la vida, pero el fin de semana, antes de que ella llegara de su tierra, yo tenía que ponerme la inyección para ser otro y alcanzar a su lado todos mis sueños del amor.

De lunes a viernes, el funcionario Rodríguez; de sábado a domingo, Pier Luigi Fuckerini.

Durante un año yo también viví duplicado y al mismo tiempo partido por la mitad. Álvaro desconfiaba de Pier Luigi y Pier Luigi me tomaba por un imbécil integral. Se odiaban. Sufrí. Me dije de todo. Aguanté todo lo que pude. Tardé mucho en ponerme la inyección anulatoria, pero al final me salvé. Otros tuvieron menos suerte. Y me quedé solo, claro.



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En fin

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Mi primera decisión sería no ir a trabajar. Otros trabajos cesarían tras el anuncio del apocalipsis, pero el nuestro no. Los clientes vendrían a quejarse a las puertas del colegio. La muerte cercana no nos eximiría de seguir garantizando la conciliación laboral. Y si ya no hubiera trabajos, pues mira, la conciliación personal. La educación es un derecho inalienable que depende de un mandato de la ONU, no de que el planeta Tal nos amenace con el exterminio. Pero a mí, ya digo, que me buscasen.  Para algo tiene que valer el dinero ahorrado. Otro cantar sería cómo sacarlo de allí: supongo que habría colas, tiros, hostias... Quizá ni bancos. 

Me quedaría en casa, con Eddie, a verlas venir, acumulando suministros. Para desviar la trayectoria del planeta confiaría en la ciencia de los misiles nucleares, como en las películas americanas. Pero por si acaso, cuarenta años después de mi apostasía, volvería a misa los domingos para mantener vivos todos los frentes de la esperanza. 

Supongo que Movistar +, por causas ajenas a su voluntad, suspendería sus emisiones y se dedicaría a emitir refritos programados. Ya no habría deportes ni Ilustres Ignorantes. Sólo boletines informativos con ministros del Gobierno. Pero como tengo mil películas y mil libros apilados en las estanterías, confiaría en el funcionamiento de las centrales eléctricas para que la tele y las bombillas siguieran funcionando. Quizá peco de optimismo.

En cuanto a vicios, me daría por probar todo lo que nunca he probado. Todo estará a precios exorbitantes o te lo darán casi regalado. Quién sabe cómo funcionará la economía cuando la economía ya carezca de sentido. Probaré la cocaína, por ejemplo, a ver si es verdad lo que se cuenta. Y si venzo la timidez, me meteré en una de esas orgías que sin duda se montarán. Con mucho respeto, claro, y con mucho consentimiento. 

Ya no aguantaré a nadie que no quiera aguantar. Si todo se desmorona, vagaré con Eddie por los caminos. Conoceré mundo. Quizá haga por fin el Camino de Santiago. Lo que nunca haré -eso sin duda- será terminar de ver esta serie. "En fin" es como tener un amigo idiota: dos gracias por hora no compensan la función. La vida es muy corta. Y más que puede ser.





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El dilema

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“El dilema” es la obra maestra de Michael Mann. La película que justifica toda su carrera. Michael Mann se pudo haber retirado entonces y no quiso. O no le alcanzaban los millones. Estos tíos viven a todo trapo y son difíciles de entender. Su carrera ha sido tan larga como irregular. El último gran premio lo disputó a lomos de un Ferrari y mira tú, se quedó sin gasolina. 

Hablando de Ferraris, ha llovido mucho desde que James Crockett y Ricardo Tubbs apatrullaban las calles de Miami llenas de viciosos. “Directed by Michael Mann”, ponía al final de los títulos de crédito. En el colegio flipábamos con la serie. Fue la primera vez que oímos hablar de los Ferrari Testarossa. Algunos todavía no han superado la tontería y ahí siguen, amorrados a la Fórmula 1 cada domingo: brum, brum, y las tetas gordas, como dice Miguel Maldonado. Australopitecus gasolinensis. 

“Miami Vice” es una serie “Con-Don Johnson”, decíamos los chavales por hacer la broma. Algunos. es verdad, tampoco hemos superado lo del jijí-jajá de las guarrerías. Una vez un cura del colegio me oyó decirlo y me soltó una colleja en pro de la vida. Every sperm is sacred, como cantaban los Monty Python.

Luego -retornando a Michael Mann- vinieron los últimos mohicanos y los atracos a los bancos. Una biografía de Muhammad Alí  y un panegírico de John Dillinger. Ninguna de esas películas es tan redonda como “El dilema”. Ni de lejos. Curiosamente, ésta es la película con menos tiros y menos hostias del repertorio. No las necesita. Sólo sale una bala metida en un buzón, a modo de amenaza para que el doctor Wigand no cuente que los cigarrillos son puro veneno. Y además re-envenenados, para crear más adicción. Una matanza legal. 

Russell Crowe se quedó sin el Oscar que luego le dieron por “Gladiator”. Hollywood es así de incongruente. Al Pacino también se hubiera merecido el galardón. Cuando se pone, es el mejor. Su personaje, Lowell Bergman, es un periodista íntegro, de izquierdas, con valores. Suena raro porque 25 años después ya casi no queda ninguno. Están a punto de extinguirse. Se han vendido al capital por una hipoteca y por un viaje a Punta Cana. O a Miami, donde todo comenzó.




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Heat

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Tengo la sensación de que ya no se perpetran atracos como los de antes. Ninguno, desde luego, como éste de “Heat”. Ni tampoco como aquellos que perpetraban Makinavaja y Popeye en las páginas de “El Jueves”, pura artesanía de viejos chorizos. 

Necesitaría, de todos modos, un dato estadístico para confirmar mis sospechas, porque cuando leo la prensa casi nunca me detengo en las páginas de sucesos, a no ser que hayan pillado a un futbolista con alguna señorita involuntaria. Estas conductas, además de ser un asco censurable y a veces delictivo, son cruciales para el devenir de la liga de fútbol. Y es justamente eso, la liga de fútbol, y las majaderías de Isabel Natividad, lo que más me preocupa cada mañana cuando sostengo el móvil y desayuno. 

En el siglo XXI, los atracadores como Robert de Niro ya no salen de los barrios chungos, sino de las universidades donde se enseñan los trucos económicos. Ya no hace falta presentarse en la sucursal con una máscara y una lupara: basta con teclear maldades numéricas en un ordenador. Treinta años después de “Heat” sólo los muy adictos a la testosterona arriesgan el tipo para que su cuenta bancaria luzca muchos ceros y seduzca a mujeres muy sofisticadas. 

Digo esto porque en “Heat" hay muchas mujeres bellísimas que beben los vientos por sus golfos apandadores. Mientras caiga la pasta y el tío vista bien no les importa el origen del monetario. En eso son igualitas a Carmela Soprano, que es la madre superiora de la orden. Yo mismo, en otra escala social, tuve una novia que era un poco así: admiradora del Che pero siempre arrimada a “ingenieros financieros” que le sufragaban noches en hotelazos y botellas de vino de 100 napos para arriba. Los amaba hasta que empezaban a administrase, claro. Yo fui la excepción extraña y cutre de su vida...

En la famosa escena de la cafetería, Al Pacino y Robert de Niro no pierden mucho tiempo hablando de sus oficios contrapuestos y venerables. El rato de conversación se les va en hablar de sus mujeres: de cuánto les aman, de cuánto les exigen, de qué poco les comprenden en realidad. Es la triste confesión de dos cajeros automáticos condenados a matarse al final de la película, pero que durante diez minutos de tregua se reconocen cofrades de la misma fatalidad.



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Collateral

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Cada veinte películas que disecciono en esta autobiografía aparece una sobre la que no tengo nada que decir. Una película tan ajena a mi vida conventual que no puedo introducir ninguna experiencia propia que me sirva de apoyo o de contraste. 

Para decir si son buenas o malas ya están las estrellas de los críticos y los comentarios de otros internautas. Yo no soy más que un monje que escribe sobre sí mismo aprovechando la película que pasan cada día en el refectorio. Un pecado de orgullo, sí, pero también un ejercicio de autoconocimiento. Lo que Dios castiga con una mano lo perdona con la otra. 

(Sucede, además, que el abad es un hombre muy estricto que nos pide escribir un pergamino al día para merecernos el sustento, y al final, sea como sea, tengo que emborronar esta superficie sobre la que a veces se proyecta la luz divina y a veces, ay, la sombra difusa del Maligno, que se carcajea a mis espaldas).

¿Qué escribir, por ejemplo, sobre “Collateral”? Pues nada: ante ella solo puedo oponer mi meninge plana, mis neuronas de vacaciones, el nasti de plasti de mis dedos escribanos. “Collateral” es una película enviada por el demonio para dejarme sin armas dialécticas. Un desafío a mi espíritu crítico y a mis chascarrillos habituales. Una lanza clavada en mi orgullo de pecador. 

¿Qué tiene qué ver un monje de La Pedanía con los taxistas de Los Ángeles, con los mercenarios molones, con los narcos bigotudos de Colombia? ¿Qué tienen que ver estos viñedos de La Pedanía con los paisajes urbanos donde todo es coche y asfalto y falta preocupante de respiración? ¿Dónde se ha visto -¡oh, engañoso prodigio!- una abogada buenorra vaya dando su número de teléfono a los pelanas pobretones que la pretenden? 

"Collateral" es un unicornio de ficción. Es entretenida y molona, pero más falsa que una tentación moderna del diablo. Tom Cruise ni siquiera sale morenuco y bajito como el Señor lo concibió, sino que le han puesto alzas en las sandalias y teñiduras de escandinavo en la cabellera. Es lo mismo que le hacen a nuestro señor Jesucristo en los cuadros de los bazares. Daños colaterales cometidos por la fe.




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El último mohicano

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Lo más curioso de todo es que el último mohicano -el indio que da título a la película y que se ha convertido en patrimonio cultural porque aquí todos nos creemos los últimos mohicanos de lo nuestro- no es el buenorro de Daniel Day Lewis (que, por cierto, bizquea cosa boba cuando fija la mirada), sino su padre adoptivo, el tal Chingachgook que es un personaje secundario con muy poco diálogo. Tan es así, que solo al final de la película, cuando la cámara por fin se detiene en sus evoluciones, comprendemos que él es la víctima más perjudicada de toda esta aventura colindante con Canadá.

Porque los ingleses, en el siglo XXI, siguen existiendo, y franceses también, a mogollón, que hace dos veranos yo me los cruzaba por París y pensaba que Napoleón podría levantar cuatro Grande Armées con sus compatriotas. Pero mohicanos, al parecer, según se dice en el guion, ya no queda ninguno sobre la faz de la Tierra, justo desde que el hijo verdadero de Chingachgook murió descabellado y despeñado por defender el honor de su dama londinense. 

(Luego paseas por la Wikipedia y descubres que el autor de la novela original andaba bastante equivocado, y que los mohicanos, como otras víctimas de la avaricia del rey de Inglaterra y del rey de los franceses, sobrevivieron como pudieron y se resignaron a vivir en las reservas que el gobierno federal les preparó con todo su amor). 

Desconozco la edad que tenía Chingachgook en el momento de quedarse sin su hijo. Pero si miras la edad del actor en el momento del rodaje resulta que tenía 53. Uno más que yo ahora. Y a mí, ejem, todavía se me... ejem. Quiero decir que un guerrero como él, no muy guapo pero valiente y en buena forma, podría haber repoblado los campos de Manitú con el poder de su simiente. Viudas, visto lo visto en la película, no le iban a faltar. Quiero decir que ser el último mohicano no era una maldición insoslayable.

¿Madeleine Stowe, por cierto?: guapísima, arrebatadora. Podría formar parte de algún Top 5 de esos que se elaboran con dos cervezas en el coleto. ¿Daniel Day Lewis?: bisojo, ya digo. Envidiable en cuerpo y alma, pero bisojo. Hay que estar tan bueno como él para que las mujeres pasen por alto tamaña bisojez y se derritan de deseo. 




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Futurama. Temporada 12

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1. Mil años nos separan de los Abderramanes de Córdoba y de los teólogos de Constantinopla. Parece mucho tiempo pero en realidad no es nada. En términos evolutivos es apenas un bostezo. Se necesitarán eones para que nos salga un sexto dedo o nos brote un lóbulo en el cerebro. O para que nos salgan menos pelos en las orejas...Mientras tanto, seguiremos siendo lo que somos. El ADN trabaja seguro pero muy lento. Y además es imprevisible: lo mismo nos volveremos más listos que regresaremos a la tontuna. Lo malo es que cuando regresemos ya no habrá árboles para trepar.

La decimosexta temporada de“Futurama" transcurre en el año 3024. Justo mil años por delante. Gracias a los viajes espaciales ya habrá extraterrestres paseándose por la Tierra, algunos muy cenutrios y otros muy civilizados, pero el ser humano seguirá siendo básicamente como ahora, o como en los tiempos de Bizancio: admirable para lo poco y deleznable para lo mucho. Un mono sin pelo y con juguetes sofisticados. 

Ésa es la moraleja básica de “Futurama”: que la evolución tecnológica va muy por delante de la evolución antropológica. Y que ni siquiera el contacto con los extraterrestres nos servirá de nada porque nos faltará inteligencia para comprenderlos. El año 3024 será más o menos como ahora, pero ya, por fin, con coches voladores. 

2. En el primer episodio de esta temporada se descubre que Bender procede de México y que su apellido es Rodríguez. Yo ya lo sospechaba. Su misantropía es tan parecida a la mía que no puede ser casualidad... Aunque él sea de acero inoxidable y yo de carne pudridera, hay un vínculo secreto que nos une. Un hilo bio-metalúrgico hecho de proteínas y átomos de hierro. Una vez tuve a Bender de avatar en internet porque sentía el hermanamiento.

3. El café -acabáramos- no viene de Turquía, sino de un planeta muy lejano. Es el veneno que utilizan los empresarios de toda la galaxia para tenernos despiertos y productivos. Es una droga universal. No hace falta que los marcianos nos disparen: simplemente van abriendo nuevos Starbucks.




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